Ronnie
Durante un rato, un numeroso grupo de jóvenes se congregó en el Bower’s Point, pero uno a uno se fueron marchando hasta que al final sólo quedaron los cinco de siempre. Algunos no estaban mal, incluso había dos que le habían resultado interesantes, pero entonces empezó a correr el licor y la cerveza, y todos excepto Ronnie empezaron a pensar que eran más divertidos de lo que lo eran en realidad. Después de un rato, la fiesta le pareció tediosa, como de costumbre.
Se hallaba de pie, sola, en la orilla. A su espalda, cerca de la fogata, Teddy y Lance estaban fumando, bebiendo, y de vez en cuando se lanzaban bolas de fuego el uno al otro; Blaze, pegada a Marcus, ya no era capaz de articular las palabras correctamente. Además, se estaba haciendo tarde. Quizá no según los hábitos de la vida nocturna en Nueva York —en su ciudad, Ronnie no empezaba la ronda por las discotecas hasta después de la medianoche—, pero teniendo en cuenta la hora a la que se había levantado…, había sido un día muy largo. Estaba cansada.
Pensaba pasarse todo el día siguiente durmiendo. Cuando llegara a casa, colgaría toallas o una manta en la barra de las cortinas —por Dios, la clavaría a la pared, si era necesario—. No pensaba pasarse el resto del verano despertándose a la misma hora que los granjeros, ni siquiera aunque planeara pasar el día en la playa con Blaze. Esa chica la había sorprendido con aquella sugerencia, y la verdad era que le había parecido una buena idea. Además, tampoco era que tuviera mucho más que hacer. Unas horas antes, después de marcharse de la cafetería, Blaze y ella se habían paseado por casi todas las tiendas cercanas —incluida la tienda de discos, muy guay, por cierto— y después habían acabado en casa de Blaze viendo El club de los cinco en la tele mientras su madre estaba en el trabajo. A pesar de que era una película de los años ochenta, a Ronnie le seguía gustando, la había visto por lo menos una docena de veces. Aunque estuviera pasada de moda, le parecía sorprendentemente real. Más real que lo que estaba pasando aquella noche, especialmente porque cuanto más bebía Blaze, más ignoraba a Ronnie y más se pegaba a Marcus.
Ronnie ya había llegado a la conclusión de que ni le gustaba ni se fiaba de ese chico. Su radar funcionaba muy bien en lo que concernía a chicos, y enseguida había detectado que había algo «feo, muy feo» en ese chico. Lo veía en sus ojos, cuando hablaba con ella. Decía cosas que tenían sentido —por lo menos no había vuelto a mencionar la majadería de marcharse a Florida juntos, ¡menuda tontería!—, pero cuanto más tiempo pasaba con él, más grima le provocaba. Tampoco le gustaban ni Teddy ni Lance, pero Marcus… Tenía la impresión de que se comportaba de un modo normal simplemente como un juego, para manipular a los demás.
Y Blaze…
Qué extraño le había resultado estar en su casa unas horas antes, porque allí todo parecía normal. La casa estaba en un callejón sin salida y tenía unas contraventanas de un color azul intenso; una bandera norteamericana ondeaba en el porche. En su interior, las paredes estaban pintadas de colores alegres, y en el centro de la mesa del comedor destacaba un jarrón con flores naturales. Todo estaba limpio, aunque no de un modo que denotara que la madre de Blaze fuera una neurótica del orden. En la cocina, sobre la mesa, había dinero junto con una nota para Blaze. Cuando Ronnie pilló a Blaze guardándose disimuladamente unos cuantos billetes en el bolsillo y leyendo la nota, Blaze mencionó que su madre siempre le dejaba dinero. Era una forma de saber que Blaze estaba bien cuando no regresaba a casa.
Qué extraño.
Lo que realmente quería era hablar con Blaze acerca de Marcus, aunque sabía que no resultaría fácil. Había aprendido la lección con Kayla —Kayla vivía en una negación constante—, pero a pesar de ello, tenía que hacerlo. Marcus era una persona conflictiva, y Blaze estaría mucho mejor sin él, de eso no le cabía la menor duda. Se preguntó cómo era posible que esa chica no se diera cuenta. Quizá se decidiera a hablar con ella a la mañana siguiente, en la playa.
—¿Te aburres con nosotros?
Al darse la vuelta, vio a Marcus de pie, detrás de ella. Sostenía una bola de fuego; se la estaba pasando por el dorso de la mano.
—Sólo quería acercarme un poco a la orilla.
—¿Quieres que te traiga una cerveza?
Por la forma en que se lo ofreció, era obvio que él sabía lo que ella iba a responder.
—No bebo.
—¿Por qué?
«Porque el alcohol hace que la gente se comporte de un modo estúpido», podría haber contestado. Pero no lo hizo. Sabía que cualquier explicación que ofreciera únicamente prolongaría la conversación.
—Porque no.
—¿Sólo porque no? —la provocó él.
—Exactamente. Porque no.
En la oscuridad, él esbozó una leve sonrisa, pero sus ojos brillaron como dos lóbregos hoyos.
—¿Te crees mejor que nosotros?
—No.
—Pues entonces ven a sentarte con nosotros. —Señaló hacia la fogata.
—Estoy bien aquí.
Marcus giró levemente la cabeza para echar un vistazo por encima de su hombro. Detrás de él, Ronnie podía ver a Blaze hurgando en la nevera portátil en busca de otra cerveza, lo cual era precisamente lo último que necesitaba. Ya no se sostenía de pie sin tambalearse.
Sin previo aviso, Marcus dio un paso hacia ella y la agarró por la cintura, estrechándola con un brazo para atraerla hacia su cuerpo.
—¿Qué tal si damos un paseo por la playa?
—No, no tengo ganas. Y quítame las manos de encima —contestó en un tono exasperado, con los dientes prietos.
Él no se amedrentó. Ronnie sabía que Marcus estaba disfrutando.
—¿Es por Blaze?
—No, simplemente es porque no quiero irme contigo, ¿vale?
—A Blaze no le importará.
Ella retrocedió un paso, incrementando la distancia entre ellos.
—Pues a mí sí que me importa. Además, tengo que irme.
Él continuó mirándola fijamente.
—Vale, de acuerdo. —Entonces, después de una pausa, alzó la voz para que los otros pudieran oírlo—: No, gracias, prefiero quedarme aquí. Pero gracias de todos modos por pedirme que te acompañe.
Ella se quedó demasiado pasmada para articular una respuesta. En vez de eso, se limitó a alejarse playa abajo, consciente de que Blaze la estaba mirando. Con una desagradable opresión en el pecho, deseó que se la tragara la tierra.
En casa, su padre estaba tocando el piano. Tan pronto como Ronnie entró, él miró el reloj de soslayo. Después de lo que le acababa de pasar, no estaba de humor para hablar con él, así que se dirigió al pasillo sin mediar palabra. Sin embargo, él debió de haber notado algo en su expresión, porque la llamó.
—¿Estás bien?
Ronnie vaciló unos instantes.
—Sí, estoy bien —contestó.
—¿Seguro?
—No quiero hablar de ello.
Steve la estudió antes de contestar.
—De acuerdo.
—¿Hay algo más que quieras decirme?
—Son casi las dos de la madrugada —señaló él.
—¿Y?
Steve se inclinó sobre el teclado.
—Queda un poco de pasta en la nevera, por si tienes hambre.
Ronnie tuvo que admitir que la había sorprendido con aquella salida. Ningún sermón, ninguna orden, ninguna mención de las normas. Justo lo opuesto a lo que hubiera hecho su madre. Sacudió la cabeza y se fue a la habitación, preguntándose si alguien o algo era normal en aquella localidad.
Olvidó colgar la manta sobre la ventana, y el inclemente sol penetró en la habitación, despertándola después de haber dormido apenas seis horas.
Refunfuñando, dio varias vueltas en la cama y se cubrió la cabeza con la almohada antes de recordar lo que había sucedido en la playa la noche anterior. Entonces se sentó, con la certeza de que ya no conseguiría dormirse de nuevo.
Realmente, Marcus le provocaba una intensa aprensión.
Lo primero que pensó fue que debería haber dicho algo la noche anterior, cuando él la dejó en ridículo delante del resto. Algo como: «¿Se puede saber qué diantre te estás inventando?», o: «¡Si crees que me iría a algún sitio contigo, es que no estás bien de la cabeza!». Pero no lo había hecho, y sospechaba que marcharse sin replicar era lo peor que había podido hacer.
Tenía que hablar con Blaze. Necesitaba hacerlo.
Con un suspiro, se levantó penosamente de la cama y arrastró los pies hasta el cuarto de baño. Se duchó rápidamente y se puso el traje de baño debajo de la ropa, después metió una toalla y un tubo de crema de protección solar en una bolsa bandolera. Cuando finalmente estuvo lista, oyó nuevamente a su padre, que estaba tocando el piano. Otra vez. Ni en el piso de Nueva York recordaba que su padre tocara tanto. Escuchó la música y reconoció una de las piezas que ella había tocado en el Carnegie Hall, la misma del CD que su madre había puesto en el coche.
¡Como si no tuviera suficientes quebraderos de cabeza!
Necesitaba encontrar a Blaze para explicarle exactamente lo que había sucedido. Por supuesto, el problema iba a ser hacerlo sin dejar a Marcus como un vil mentiroso. Blaze querría creer a Marcus, y quién sabía lo que ese chalado le había contado después, cuando ella se marchó. Pero ya lidiaría con esa cuestión cuando llegase el momento; con un poco de suerte, el hecho de estar tumbadas tomando el sol suavizaría la incómoda situación y podría sacar el tema a colación con toda la naturalidad del mundo.
Ronnie salió de su cuarto y recorrió el pasillo justo cuando la música del comedor tocaba a su fin; a continuación sonó la segunda pieza que ella había interpretado en el Carnegie Hall.
Se detuvo un instante para ajustarse la bandolera al hombro. Muy propio de su padre. Claro, la había oído que se estaba duchando, así que sabía que estaba despierta. Era evidente que intentaba atraerla hacia un espacio neutral.
Pues no lo conseguiría. No aquel día. «Lo siento, papá». Tenía cosas que hacer. Realmente no estaba de humor para soportar quedarse allí, con su padre.
Estaba a punto de salir precipitadamente por la puerta cuando Jonah apareció en la puerta de la cocina.
—¿No te dije que desayunaras algo saludable? —le dijo su padre.
—Y es lo que hago. Me he preparado un bollo dulce relleno de chocolate.
—Yo me refería a cereales o algo así.
—Esto tiene azúcar. —La expresión de Jonah era totalmente sincera—. Necesito energía, papá.
Ronnie avanzó rápidamente hacia el comedor, con la esperanza de alcanzar la puerta antes de que su padre intentase hablar con ella.
Jonah sonrió.
—¡Ah! ¡Hola, Ronnie! —la saludó.
—Hola, Jonah. Adiós, Jonah. —Asió el pomo de la puerta.
—¿Cielo? —Oyó que su padre la llamaba. Dejó de tocar—. ¿Podemos hablar sobre lo de anoche?
—Ahora no tengo tiempo —contestó, ajustándose la bandolera.
—Sólo quiero saber dónde estuviste todo el día.
—Por ahí. No es importante.
—Sí que es importante.
—No, papá —replicó ella, con la voz firme—. Y tengo cosas que hacer, ¿vale?
Jonah se acercó a la puerta con su bollo dulce relleno de chocolate.
—¿Qué cosas? ¿Adonde vas ahora?
Aquélla era precisamente la conversación que había querido evitar.
—No te importa.
—¿Y cuándo volverás?
—No lo sé.
—¿Volverás a la hora de comer… o de cenar?
—No lo sé —soltó un bufido de exasperación—. Me marcho.
Su padre empezó a tocar el piano de nuevo. La tercera pieza del Carnegie Hall. Probablemente pensaba tocar todo el CD que su madre había puesto en el coche.
—Más tarde iremos a hacer volar la cometa. Papá y yo, quiero decir.
Ronnie no pareció oírlo. En lugar de eso, se giró expeditivamente hacia su padre.
—¿Quieres dejar de tocar eso? —espetó.
Steve dejó de tocar abruptamente.
—¿Qué?
—¡La música que estás tocando! ¿Crees que no reconozco esas melodías? Sé lo que pretendes, y ya te he dicho que no pienso volver a tocar.
—Te creo —asintió él.
—Entonces, ¿por qué continúas provocándome? ¿Por qué cada vez que le veo estás ahí, sentado, aporreando el piano?
Steve parecía genuinamente confuso.
—No lo hago por ti —explicó—. Simplemente es que… hace que me sienta mejor.
—Pues a mí me irrita. ¿No lo entiendes? ¡Odio el piano! ¡Odio recordar cuando tenía que tocar cada día! ¡Y odio tener que ver ese trasto cada día!
Antes de que su padre pudiera articular otra palabra, se dio la vuelta, le arrebató a Jonah el bollo dulce con el semblante crispado y se encaminó hacia la puerta con paso furioso.
Después de dos horas buscándola, Ronnie encontró a Blaze en la misma tienda de discos en la que habían estado el día anterior, a un par de manzanas del muelle. No sabía qué esperar la primera vez que entró en aquella tienda —parecía un poco anticuada en aquellos días de la era de los iPod y de las descargas por Internet—, pero Blaze le había asegurado que la visita valdría la pena, y había acertado.
Además de los CD, tenían discos de vinilo —miles de ellos, algunos parecían objetos de coleccionista, incluida una copia todavía sin abrir de Abbey Road— y un montón de viejos discos de 45 revoluciones colgados en la pared con firmas de gente como Elvis Presley, Bob Marley y Ritchie Valens. A Ronnie le sorprendió que no los tuvieran vigilados bajo llave. Tenían que ser valiosos, pero el individuo que regentaba la tienda parecía como si estuviera anclado en la década de los sesenta y por lo visto conocía a todo el mundo. Tenía el pelo gris y largo, hasta la cintura, atado en una cola de caballo, y sus gafas eran como el modelo favorito de John Lennon. Llevaba sandalias y una camisa hawaiana, y a pesar de que por edad podría haber sido el abuelo de Ronnie, sabía más de música que ninguna otra persona que ella hubiera conocido antes, incluso sobre música underground que ella ni siquiera había escuchado en Nueva York. A lo largo de la pared había una fila de auriculares para que los clientes pudieran escuchar los álbumes y los CD o bajarse música al iPod. Desde el exterior, por la ventana, avistó a Blaze de pie, sosteniendo con una mano un auricular en la oreja, y con la otra mano dando golpecitos sobre la mesa al ritmo de la música que estaba escuchando.
Era más que obvio que no pensaba pasar el día en la playa.
Ronnie aspiró hondo y entró en la tienda. Por muy mal que sonara, esperó que Blaze hubiera estado tan ebria como para no acordarse de nada de lo que había sucedido. O incluso mejor, que hubiera estado lo bastante sobria como para saber que Ronnie no estaba interesada en Marcus, en absoluto.
Tan pronto como empezó a descender por el pasillo de los CD, tuvo la impresión de que Blaze la esperaba. Bajó el volumen en los auriculares, aunque no se los apartó de las orejas, y le dio la espalda. Ronnie todavía podía oír la música, una melodía estridente y enloquecedora que no reconoció. Blaze recogió varios CD.
—Pensé que éramos amigas —empezó a echarle en cara.
—Y lo somos —insistió Ronnie—. Llevo toda la mañana buscándote porque no quería que te llevaras una idea errónea de lo que pasó ayer.
La expresión de Blaze era gélida.
—¿Te refieres a pedirle a Marcus que se marchara contigo?
—Eso no fue lo que pasó —se defendió Ronnie—. Yo no se lo pedí. No entiendo a qué juega…
—¿A qué juega? ¿El? —Blaze se quitó los auriculares de mala gana—. ¡Vi cómo lo devorabas con los ojos! ¡Oí lo que le decías!
—¡Pero si no se lo dije! Yo no le pedí que nos fuéramos juntos a…
—¡Intentaste besarlo!
—¿Qué dices? Yo no intenté besarlo…
Blaze avanzó un paso.
—¡Marcus me lo dijo!
—¡Entonces Marcus miente! —espetó Ronnie, plantándole cara—. Realmente hay algo feo, muy feo en ese chico.
—No…, no…, ni se te ocurra criticarlo…
—Te ha mentido. Ni loca lo besaría. No me gusta, en absoluto. La única razón por la que acepté ir a esa fiesta fue porque tú me lo pediste.
Blaze no dijo nada, y Ronnie se preguntó si finalmente le estaba abriendo los ojos.
—Me da igual —refunfuñó Blaze finalmente. Su tono no dejaba lugar a dudas de que realmente sentía lo que decía.
Blaze enfiló hacia la puerta y al pasar por su lado le dio un empujón. Ronnie la siguió con la mirada, sin estar segura de si se sentía ofendida. A través de la ventana, vio salir a Blaze con paso impetuoso.
Lamentablemente, no había conseguido aclarar la situación.
Ronnie no estaba segura de qué hacer a continuación: no quería ir a la playa, pero tampoco quería regresar a casa. No tenía ningún coche a su disposición y no conocía a nadie. Aquello significaba que… ¿Qué? Quizás acabaría pasando el verano en algún banco dando de comer a las palomas como algunos de aquellos personajes tan estrambóticos que había visto en Central Park. Quizás acabaría por reconocer a cada una de las palomas…
Al salir de la tienda, sus pensamientos se vieron bloqueados por el repentino pitido de una alarma, y echó un vistazo por encima del hombro, primero con curiosidad y después confundida, mientras se daba cuenta de lo que sucedía. Sólo había una puerta para entrar y salir de la tienda.
Cuando quiso darse cuenta, el individuo de la coleta corría hacia ella.
Ronnie no intentó escapar porque sabía que no había hecho nada malo; cuando el hombre de la coleta le pidió el bolso, no vio ninguna razón para no dárselo. Obviamente, se trataba de un error. Cuando el hombre sacó dos CD y media docena de discos de 45 revoluciones firmados de su bandolera comprendió que no se había equivocado cuando había tenido la impresión de que Blaze parecía estar esperándola. Los CD eran los que Blaze tenía en las manos, y había cogido los discos de 45 revoluciones de la pared. Aturdida, empezó a comprender que lo había planeado todo minuciosamente.
Ronnie empezó a sentirse mareada. Apenas oyó al encargado de la tienda cuando le dijo que la Policía ya estaba de camino.