Ronnie
Seis meses antes
Ronnie se recostó en el asiento delantero del coche, preguntándose cómo era posible que su madre y su padre la odiaran hasta tal punto.
Ésa era la única explicación que encontraba para entender por qué tenía que ir a visitar a su padre a aquel recóndito lugar al sur del país —un sitio dejado de la mano de Dios—, en lugar de pasar las vacaciones con sus amigos en Manhattan.
Peor todavía; no, no iba simplemente a visitar a su padre. Una «visita» implicaba un fin de semana o dos, como máximo una semana. Pensó que sería capaz de sobrellevar una «visita». Pero ¿quedarse hasta finales de agosto? ¿Prácticamente todo el verano? Eso era un ultraje, y durante la mayor parte de las nueve horas que duró el trayecto en coche, se sintió como una presidiaría a la que estuvieran trasladando a un centro penitenciario rural. No podía creer que su madre la obligara a pasar por aquel mal trago.
Ronnie se sentía tan desgraciada que necesitó un segundo para reconocer la Sonata número 16 en do mayor de Mozart. Era una de las piezas que ella había tocado cuatro años antes en el Carnegie Hall, la ilustre sala de conciertos de Nueva York, y sabía que su madre la había puesto a propósito, mientras dormía. No podía soportarlo. Se inclinó hacia delante para apagar la radio.
—¿Por qué has hecho eso? —le increpó su madre, frunciendo el ceño—. Me gusta oírte tocar.
—Pues a mí no.
—¿Y si la pongo bajito?
—Vale ya, mamá. No estoy de humor.
Ronnie clavó la vista en la ventana, con la indiscutible certeza de que los labios de su madre se habían trocado en una línea fina y tensa, como si ambos estuvieran imantados. Últimamente ese gesto se había convertido en una mueca recurrente en ella.
—Me ha parecido ver un pelícano cuando atravesábamos el puente en dirección a Wrightsville Beach —dijo su madre, en un intento de mantener la calma.
—¡No me digas! Quizá deberías llamar al Cazador de Cocodrilos.
—Está muerto —terció una vocecita desde el asiento trasero. Era Jonah. Sus palabras se mezclaron con el ruido de la Game Boy. Su muy-pero-que-muy-pesado hermanito de diez años era un adicto a ese cacharro—. ¿No lo recuerdas? —continuó—. Fue muy triste.
—Claro que lo recuerdo.
—Pues no lo parece.
—Te digo que sí.
—Entonces, ¿por qué has dicho esa tontería?
Ronnie ni se molestó en replicar por tercera vez. Su hermano nunca estaba contento si no decía la última palabra. La sacaba de quicio.
—¿Has conseguido dormir, cielo? —le preguntó su madre.
—Hasta que has pasado por ese bache. Podrías haber frenado un poco, ¿no? Casi me empotro contra la ventana.
Su madre continuaba con la mirada fija en la carretera.
—Celebro que la siesta te haya sentado bien y que te hayas despertado de mejor humor.
Ronnie reventó el globo que acababa de hacer con el chicle. Su madre detestaba ese hábito, y precisamente por eso no había dejado de hacerlo desde que habían tomado la 1-95. En su humilde opinión, la interestatal era el tramo más tedioso de carretera jamás concebido. A menos que alguien se desviviera por la comida rápida grasienta, las nauseabundas casetas de lavabos portátiles y los trillones de pinos, la fea monotonía del paisaje podía sumir a una persona en un hipnótico estado de sopor.
Ronnie ya había soltado el mismo comentario a su paso por los estados de Delaware, Maryland y Virginia, pero su madre había ignorado las críticas en cada una de esas ocasiones. Aparte de intentar ser agradable durante el largo trayecto en coche, dado que era la última vez que la vería durante bastante tiempo, su madre no era la clase de persona a la que le entusiasmara hablar mientras conducía. De entrada, no le gustaba conducir, y por eso solían desplazarse en metro o en taxi en Nueva York. Pero en casa… la cosa era distinta. En casa no tenía ningún reparo en ponerse a chillar, y en los dos últimos meses el presidente de la comunidad había bajado un par de veces a su piso para pedirle que por favor bajara la voz. Probablemente creía que cuanto más la regañara a grito pelado por sus pésimas notas, por los amigos que frecuentaba o por el hecho de que nunca respetara la hora de llegada por la noche, o por el «incidente» —especialmente por el «incidente»—, Ronnie más caso le haría.
Tampoco se podía decir que fuera la peor madre del mundo, ni mucho menos. Incluso podía admitir que cuando estaba de buen humor era bastante enrollada —en cuanto a madres se refería, claro—. Lo que le pasaba era que estaba atrapada en esa mala época de su vida en la que los niños no acaban de hacerse mayores. Ronnie deseó por enésima vez haber nacido en mayo en vez de en agosto, cuando cumpliría dieciocho años y su madre ya no podría obligarla a hacer nada. Legalmente, sería mayor de edad y podría tomar sus propias decisiones libremente.
De momento, sin embargo, aunque Ronnie no deseara realizar ese dichoso viaje al sur, no le quedaba otra elección. Porque todavía tenía «diecisiete» años. Y todo por culpa de una jugarreta del calendario. Porque su madre la había concebido tres meses después de lo que en realidad debería haberlo hecho. Pero ¿por qué la obligaba a acatar ese odioso plan para el verano? De nada había servido la tremenda pataleta que había pillado, ni tampoco sus súplicas ni sus quejas ni la infinidad de lágrimas derramadas; no, no había servido de nada. Ronnie y Jonah iban a pasar el verano con su padre, y no había nada más que hablar. «No hay peros que valgan, ni tampoco se aceptan sugerencias», había sentenciado su madre. ¡Oh! ¡Cómo detestaba aquella actitud tan intransigente!
A la salida del puente, el tráfico se intensificó y su madre aminoró considerablemente la marcha. A un lado, entre las casas, Ronnie divisó el océano. Genial. Como si eso le importara.
—¿Por qué nos obligas a hacerlo? —refunfuñó Ronnie.
—Ya hemos hablado de eso —le contestó su madre—. Necesitáis pasar una temporada con vuestro padre. Os echa mucho de menos.
—Pero ¿todo el verano? ¿No podrían ser sólo un par de semanas?
—Necesitáis pasar más tiempo juntos. Hace tres años que no lo ves.
—Ya, pero la culpa no es mía. Fue él quien se marchó.
—Sí, pero tú no quieres hablar con él cada vez que llama por teléfono. Y cuando viene a Nueva York para veros a ti y a Jonah, prefieres pasarte todo el día por ahí con tus amigos.
Ronnie volvió a reventar el globo de chicle y miró de soslayo a su madre un par de veces.
—No quiero verlo, ni tampoco quiero hablar con él —protestó.
—Mira, ¿por qué no intentas ver el lado positivo? Tu padre es una buena persona, y te quiere mucho.
—¿Por eso nos abandonó?
En lugar de contestar, su madre echó un vistazo por el espejo retrovisor.
—Tú sí que tienes ganas de estar con él, ¿no es cierto, Jonah?
—¡Pues claro! ¡Será alucinante!
—Celebro que tengas esa actitud. Quizá deberías darle un par de lecciones a tu hermana.
Jonah resopló con cara de fastidio.
—¡Ja! Ni lo sueñes.
—¡Es que no comprendo por qué no puedo pasar el verano con mis amigos! —masculló Ronnie de mala gana.
No pensaba dejar las cosas así. A pesar de que sabía que las probabilidades eran más bien nulas, todavía albergaba la fantasía de convencer a su madre para que diera media vuelta y regresara a Manhattan.
—¿Te refieres a que por qué no puedes pasarte todas las noches de juerga en la discoteca? No soy tan ingenua, Ronnie. Sé lo que se cuece en esos sitios.
—No hago nada malo, mamá.
—¿Y qué me dices de tus notas? ¿Y de que nunca respetes la hora a la que tienes que volver a casa? ¿Y de…?
—¿Podemos cambiar de tema? —la atajó Ronnie—. Como, por ejemplo, ¿por qué es obligatorio que pase una temporada con mi padre?
Su madre no le contestó. De hecho, Ronnie sabía que tenía todos los motivos del mundo para no hacerlo; ya había contestado a esa pregunta un millón de veces, a pesar de que la chica se negaba a aceptar la respuesta.
Al cabo de un rato, el tráfico volvió a ser más fluido, y el coche avanzó media manzana antes de detenerse de nuevo. Su madre bajó la ventanilla y sacó la cabeza para intentar averiguar por qué se detenían los coches.
—Me pregunto qué pasará —murmuró—. La circulación está fatal por aquí.
—Es por la playa —comentó Jonah—. Siempre hay mucha gente en la playa.
—Son las tres de la tarde de un domingo. No tendría que estar tan abarrotada.
Ronnie encogió las piernas. Qué fastidio. Su vida era detestable, absolutamente detestable.
—Oye, mamá, ¿sabe papá que arrestaron a Ronnie? —preguntó Jonah.
—Sí —contestó ella.
—¿Y qué piensa hacer?
Esta vez fue Ronnie la que contestó:
—No hará nada. Lo único que le importa es su maldito piano.
Ronnie «detestaba» el piano y había jurado que nunca más volvería a tocarlo, una decisión que incluso había sorprendido a algunas de sus mejores amigas, puesto que el piano había formado parte de su vida desde que era una niña. Su padre, que había sido profesor de música en la Academia Juilliard de Nueva York, también había sido su profesor particular. A Ronnie no sólo le había encantado tocar el piano, sino que soñaba con llegar a componer algún día una pieza musical con su padre.
Se le daba bien, más que bien, y gracias al vínculo entre su padre y Juilliard, la administración y los profesores del conservatorio no tardaron en fijarse en su talento para la música. Pronto empezó a correr la voz dentro del mundillo de su padre, entre la cerrada comunidad de los que creían que la música clásica era lo más importante en el mundo. Poco después, su nombre apareció en un par de artículos en unas revistas especializadas en música clásica, y el New York Times publicó un artículo bastante extenso sobre el vínculo entre padre e hija. Finalmente, hacía cuatro años, Ronnie actuó en la serie Young Performers que el Carnegie Hall organizaba para jóvenes promesas. Aquél fue el momento estelar de su carrera. Y realmente fue un momento culminante; no era tan ilusa como para no darse cuenta de lo que había conseguido. Sabía que en la vida había muy pocas oportunidades como aquélla, pero últimamente se preguntaba si sus sacrificios habían valido la pena. Después de todo, aparte de sus padres, a nadie le importaba su actuación, nadie la recordaba. Había aprendido que, a menos que una tuviera un vídeo popular en YouTube o que pudiera tocar delante de miles de personas, la habilidad musical no servía para nada.
A veces deseaba que su padre la hubiera iniciado en la guitarra eléctrica. O, como mínimo, en lecciones de canto. ¿Qué se suponía que podía hacer con su habilidad para tocar el piano? ¿Enseñar música en la escuela local? ¿Tocar en el vestíbulo de algún hotel mientras la gente pasaba por el mostrador de recepción? ¿Llevar la misma vida tan ingrata de su padre? Sólo hacía falta mirar cómo había acabado: un día decidió marcharse de Juilliard para dedicarse a hacer giras como concertista de piano y acabó tocando en locales de poca monta con audiencias que apenas llenaban las dos primeras filas. Viajaba cuarenta semanas al año, lo bastante como para poner en peligro su matrimonio. Ronnie recordaba a su madre gritando todo el tiempo y a su padre encerrándose en sí mismo, como siempre solía hacer, hasta que un día simplemente ya no regresó de una larga gira por los estados del sur. Por lo que sabía, últimamente su padre ya no daba conciertos. Ni tampoco clases particulares.
«¿Qué? ¿Satisfecho con el resultado, papá?».
Ronnie sacudió la cabeza. No quería estar allí. De ninguna manera. No quería tener nada que ver con la historia de aquel perdedor.
—¡Oye, mamá! ¿Qué es eso de ahí? ¿Es una noria? —preguntó Jonah, alborotado, al tiempo que se inclinaba hacia delante.
Su madre alargó el cuello, intentando ver por encima del monovolumen que ocupaba el carril contiguo.
—Creo que sí, cielo —contestó—. Deben de ser las fiestas locales.
—¿Podemos ir? ¿Después de cenar todos juntos?
—Tendrás que preguntárselo a tu padre.
—Sí, y quizá después nos sentemos alrededor de una fogata y nos pongamos a cantar alegremente, como una familia perfecta, unida y feliz —espetó Ronnie.
En esa ocasión, los dos decidieron no hacerle ni caso.
—¿Crees que habrá más atracciones? —preguntó Jonah.
—Seguro que sí. Y si tu padre no quiere montarse contigo, seguro que a tu hermana sí que le apetece.
—¡Genial!
Ronnie se recostó en el asiento. Estaba segura de que su madre iba a sugerir algo parecido. Aquello era demasiado deprimente como para ser verdad.