La señora Haddock daba sorbitos a un vaso de ron caliente con gesto elegante, o eso esperaba. Era el tercero, y empezaba a notar el calor en las entrañas irradiándose hacia fuera. Iba de camino a ayudar en un parto cuando la nieve la había obligado a refugiarse en el reservado del Blue Lion, a las afueras de Chalfont Saint Peter. No era la clase de lugar donde habría considerado entrar si no fuera por necesidad, pero había un buen fuego en el reservado y la compañía estaba resultando sorprendentemente cordial. Había jaeces de latón y jarras de cobre que brillaban y lanzaban destellos. La zona pública del bar, donde la bebida parecía fluir con especial libertad, era muchísimo más bulliciosa. Alguien se había lanzado a cantar, y la señora Haddock se sorprendió al descubrir que daba golpecitos con el pie para acompañar la melodía.
—Debería ver la nevada —comentó el dueño inclinándose a través de la pulida superficie de la gran barra de latón—. Podríamos quedarnos aquí incomunicados durante días.
—¿Durante días?
—Yo de usted me tomaría otra copita de ron. Esta noche no va a poder salir corriendo a ningún sitio.