11 de febrero de 1910

Toc, toc, toc. Los golpecitos en la puerta del dormitorio de Bridget se colaron en sus sueños. Estaba en la casa de su infancia en el condado de Kilkenny, y quien llamaba a la puerta era el fantasma de su pobre padre muerto, que trataba de volver con su familia. Toc, toc, toc. Despertó con lágrimas en los ojos. Toc, toc, toc. Había alguien al otro lado de la puerta.

—¿Bridget? ¿Bridget? —le llegó el urgente susurro de la señora Todd.

Bridget se santiguó; ninguna noticia que llegara en plena noche podía ser buena. ¿Habría sufrido el señor Todd un accidente en París? ¿Habrían caído enfermos Maurice o Pamela? Salió de la cama al frío tremendo de la pequeña habitación de la buhardilla. Captó el olor a nieve en el aire. Cuando abrió la puerta, se encontró a Sylvie casi doblada en dos, tan turgente como una vaina a punto de reventar.

—El bebé llega antes de hora. ¿Puede ayudarme?

—¿Yo? —chilló Bridget.

Bridget solo tenía catorce años pero sabía mucho de bebés, aunque mucho de lo que sabía no era bueno. Había visto morir de parto a su propia madre, pero nunca se lo había contado a la señora Todd. Claramente, no era el momento de mencionarlo. Ayudó a Sylvie a bajar por las escaleras de regreso a su habitación.

—No tiene sentido que mandemos a llamar al doctor Fellowes —dijo Sylvie—. No conseguirá llegar con tanta nieve.

—Madre de Dios —exclamó Bridget cuando Sylvie cayó a cuatro patas y gruñó, como un animal.

—Mucho me temo que el bebé ya viene. Ya está aquí.

Bridget la convenció de volver a la cama, y comenzó la larga y solitaria noche del alumbramiento.

—Ay, señora —exclamó de repente Bridget—, pero si está toda azul.

—¿Es una niña?

—Trae una vuelta de cordón. Madre mía, se ha estrangulado, la pobrecita.

—Tenemos que hacer algo, Bridget. ¿Qué podemos hacer?

—Ay, señora Todd, no hay nada que hacer, se nos ha ido. Ha muerto sin tener la posibilidad de vivir.

—No, no puede ser.

Sylvie se incorporó hasta quedar sentada en el campo de batalla de sábanas ensangrentadas, rojo y blanco, con la niña todavía sujeta por el cordón. Mientras Bridget se lamentaba, abrió de un tirón el cajón de la mesita de noche y hurgó con furia en su interior.

—Ay, señora Todd —gimió Bridget—, échese, no se puede hacer nada. Ay, ojalá estuviera aquí el señor Todd.

—Chist —la acalló Sylvie, y sostuvo en alto su trofeo: unas tijeras quirúrgicas, que brillaron a la luz de la lámpara—. Hay que estar preparada. Acerca a la niña a la luz para que la vea bien. Rápido, Bridget. No hay tiempo que perder.

Tris, tris.

La práctica hace la perfección.