Diciembre de 1930

Ursula lo sabía todo sobre Eva. Sabía cuánto le gustaban la moda, los cosméticos y los cotilleos. Sabía que patinaba y esquiaba bien y que adoraba bailar. Y así, Ursula admiraba con ella los caros vestidos en Oberpollinger, para luego ir con ella a una cafetería a tomar café y pastel, o un helado en el Englischer Garten, donde se sentaban a observar a los niños en el tiovivo. Iba a la pista de patinaje con Eva y su hermana Gretl. La invitaban a cenar en la mesa de los Braun. «Tu amiga inglesa es muy simpática», le dijo frau Braun a Eva.

Les contó que estaba mejorando su alemán antes de instalarse en su país para dar clases. Eva bostezó de aburrimiento ante semejante idea.

A Eva le encantaba que la fotografiaran, y Ursula le tomó muchas, muchas fotos con su Brownie de cajón, y después se pasaban las veladas pegándolas en álbumes y admirando las distintas poses de Eva. «Deberías aparecer en películas», le decía Ursula, y Eva se sentía ridículamente halagada. Ursula estaba muy al corriente de todos los personajes famosos, tanto de Hollywood y Gran Bretaña como de Alemania, y se conocía las canciones y los bailes más de moda. Era mayor que Eva y le interesaba tener una novata a su cargo. Asumió la tutela de Eva, y esta quedó entusiasmada por su nueva y sofisticada amiga.

Ursula sabía asimismo lo enamorada que estaba Eva de su «hombre mayor», a quien seguía incansablemente por restaurantes y cafés, donde se veía relegada a un rincón mientras él mantenía sus interminables conversaciones sobre política. Eva empezó a llevarla a ella a esas reuniones; después de todo, Ursula era su mejor amiga. El mayor deseo de Eva era estar cerca de Hitler. Y eso era también lo que Ursula quería.

Y Ursula conocía también la existencia del Berg y del búnker. Y la verdad es que le estaba haciendo un gran favor a aquella muchacha frívola al involucrarse en su vida.

Y así, al igual que se habían habituado a ver a Eva pululando alrededor, llegaron a acostumbrarse a ver también a su amiga inglesa. Ursula era agradable, era una chica, no era nadie importante. Tanto se familiarizaron con ella que a nadie le sorprendía que apareciera sola y sonriera como una tonta, admirada ante aquel hombre aspirante a magnífico. Él se dejaba adorar como si tal cosa. Qué increíble debía de ser tener tan pocas dudas con respecto a uno mismo, se decía ella.

Pero qué aburrido era todo aquello, madre mía. Tanto aire caliente elevándose de las mesas en el café Heck o en la Osteria Bavaria, como humo de los hornos. Desde aquella perspectiva, costaba creer que Hitler fuera a arrasar el mundo al cabo de unos años.

Hacía más frío del habitual para la época del año. La noche anterior había caído una fina capa de nieve, como el glaseado del pastel de carne de la señora Glover, sobre la ciudad de Munich. Había un enorme árbol de Navidad en Marienplatz y el delicioso aroma a pino y a castañas asadas flotaba por todas partes. La decoración navideña hacía que Munich pareciera más de cuento de hadas de lo que llegaría a ser nunca Inglaterra.

El aire gélido era tonificante y Ursula se dirigía al café con paso brioso y gran determinación, pensando en una taza de Schokolade muy espeso y cremoso.

El interior del café, lleno de humo, era desagradable en comparación con el frío chispeante de fuera. Las mujeres llevaban abrigos de pieles, y Ursula deseó haberse llevado el visón de Sylvie. Su madre nunca se lo ponía y estaba permanentemente colgado en el armario con bolas de naftalina.

Él estaba en una mesa al fondo, rodeado por sus discípulos habituales. Vaya puñado de gente fea formaban, se dijo, y rió para sí.

Ah, Unsere Englische Freundin —dijo él cuando la vio—. Guten Tag, gnädiges Fräulein. —Con un levísimo gesto con un dedo, le indicó a un acólito con pinta de imberbe que se levantara de la silla de enfrente, y ella ocupó su lugar. Parecía irritado.

Es schneit —dijo Ursula. «Nieva».

Él miró por la ventana, como si no se hubiera fijado en qué tiempo hacía. Tomaba Palatschinken. Tenían buen aspecto, pero cuando se acercó el camarero, Ursula pidió Schwarzwälder Kirschtorte para tomársela con el chocolate caliente. Estaba deliciosa.

Entschuldigung —murmuró ella, y hurgó en el bolso para sacar un pañuelo. Tenía las esquinas bordadas y llevaba sus iniciales, «UBT», Ursula Beresford Todd; era un regalo de cumpleaños de Pammy.

Se dio educados toquecitos en los labios para limpiarse las migajas y volvió a inclinarse para dejar el pañuelo en el bolso y sacar el pesado objeto que anidaba en él: el viejo revólver de servicio de su padre en la Gran Guerra, un Webley Mark V. Le imprimió firmeza a su corazón de heroína.

Wacht auf —dijo Ursula en voz baja. Esas palabras atrajeron la atención del Führer, y entonces añadió—. Es nahet gen dem Tag.

Un movimiento ensayado cien veces. Un solo disparo. La rapidez lo era todo, y sin embargo hubo un instante, una burbuja suspendida en el tiempo cuando ya empuñaba el arma apuntándole al corazón, en el que todo pareció detenerse.

Führer —dijo, rompiendo el hechizo—. Für Sie.

Por toda la mesa se desenfundaron pistolas para apuntarla a ella. Un aliento. Un disparo.

Ursula apretó el gatillo.

Se hizo la oscuridad.