—Bienvenida, osita.
Su padre. Ella tenía los mismos ojos.
Hugh caminaba de aquí para allá, como dictaba la tradición, por la alfombra de Voysey del pasillo del piso de arriba, desterrado del sanctasanctórum en sí. Desconocía los detalles de lo que sucedía al otro lado de la puerta, más que agradecido de que no se le exigiese estar al tanto del proceso de un parto. Los alaridos de Sylvie denotaban tortura, cuando no una carnicería en toda regla. Las mujeres eran extraordinariamente valientes, pensó Hugh, que fumó varios cigarrillos para contener cualquier atisbo de aprensión, algo muy poco masculino.
La sosegada voz de bajo del doctor Fellowes le procuraba cierto alivio, pero la especie de parloteo celta de la criada suponía un desagradable contrapunto. ¿Dónde estaba la señora Glover? A veces, una cocinera podía prestar una gran ayuda en un momento semejante. La cocinera del hogar en el que Hugh había pasado la infancia, en Hampstead, demostraba una serenidad insuperable en momentos de crisis.
En determinado instante se oyó un considerable alboroto que señalaba una gran victoria o una gran derrota en la batalla que se estaba librando al otro lado de la puerta del dormitorio. Hugh decidió no entrar a no ser que lo llamaran, algo que no sucedió. Por fin, el doctor Fellowes abrió de repente la puerta de la habitación del nacimiento y anunció:
—Ha tenido usted una pequeña preciosa y pizpireta. Ha estado a punto de morir —añadió, como si acabara de ocurrírsele.
Gracias a Dios, pensó Hugh, que había conseguido volver a la Guarida del Zorro antes de que la nieve dejara impracticables las carreteras. Había arrastrado a su hermana consigo para cruzar el canal de la Mancha; ella se comportó como un gato después de una noche de parranda. A Hugh se le veía la marca de un doloroso mordisco en la mano, que también lo llevó a preguntarse de dónde habría sacado su hermana aquella vena salvaje. De la niñera Mills y de los cuartos de los niños de Hampstead, seguro que no.
Izzie seguía llevando el falso anillo de casada, producto de la vergonzosa semana que había pasado en un hotel de París con su amante, aunque Hugh dudaba que a los franceses, un hatajo de inmorales, les importaran esos detalles. La hermana se había ido al continente con unos pantalones cortos y un sombrerito de paja (su madre le dio una descripción detallada, como si Izzie fuera una delincuente), pero volvió con un vestido de Worth (como ella misma no paraba de repetir, como si aquello fuera a impresionarlo). También estaba claro que el granuja llevaba cierto tiempo aprovechándose de ella antes de la fuga, por las tiranteces que revelaban las costuras del vestido, por muy de Worth que fuera.
Finalmente había conseguido llevarse a su hermana fugitiva del Hôtel d’Alsace, situado en Saint Germain, un endroit degenerado en opinión de Hugh y escenario de la muerte de Oscar Wilde, lo cual señalaba todo lo que había que señalar respecto a ese sitio.
Había habido una pelea muy poco edificante, no solo con Izzie sino también con el sinvergüenza de cuyos brazos Hugh la arrancó antes de llevársela a rastras, con ella pataleando y chillando, y de meterla en un precioso taxi Renault de dos puertas a cuyo taxista él había pagado para que estuviera esperando en la puerta del hotel. A Hugh le pareció que sería espléndido tener un automóvil. ¿Podía permitirse uno con su sueldo? ¿Aprender a conducir? ¿Sería muy difícil?
En el barco comieron un cordero sonrosado bastante decente, de origen francés; Izzie pidió champán, algo que él le permitió por lo agotadísimo que estaba después del asunto de la fuga; no tenía ganas de enzarzarse en otra pelea. Sintió la tentación de arrojarla por la borda, a las aguas oscuras y grisáceas del canal.
Había telegrafiado a su madre, Adelaide, desde Calais, para informarle de la desgracia de Izzie, pues le parecía aconsejable que estuviera preparada antes de ver a su hija menor, cuyo estado resultaba más que evidente para cualquiera que posara la mirada en ella.
Los otros comensales del barco los tomaron por una pareja de casados y felicitaron con profusión a Izzie por su inminente maternidad. Hugh pensó que seguramente convenía más que lo creyeran así, por espantosa que fuera la posibilidad, que permitir que aquellos completos desconocidos averiguaran la verdad. Y así, se vio inmerso en una absurda pantomima que duró tanto como la travesía, durante la cual tuvo que obviar la existencia de su esposa y de sus hijos reales y fingir que Izzie era su mujer, aunque se llevaran bastantes años. A ojos del mundo, se convirtió en un granuja que había seducido a casi una niña (aunque olvidaba, quizá, que su mujer solo tenía diecisiete años cuando él le propuso matrimonio).
Como era de esperar, Izzie se prestó entusiasmada a aquella comedia, y se vengó de Hugh haciendo que se sintiera todo lo incómodo que pudo, llamándolo «mon cher mari» y otras irritantes cursiladas.
—Qué mujer tan joven y encantadora tiene usted —le dijo entre risas un belga mientras Hugh tomaba el aire en una tumbona y disfrutaba de un cigarrillo después de comer—. Apenas ha salido de la cuna y ya va a ser madre. Es lo mejor, conseguirlas jóvenes; así se las puede moldear.
—Habla usted un inglés magnífico, señor —lo felicitó Hugh antes de arrojar la colilla al mar y alejarse.
Un hombre menos íntegro la habría emprendido a puñetazos. Si lo obligaban, podía llegar a pelear por el honor de su país, pero ni loco lo haría por el mancillado honor de la atolondrada de su hermana. (Aunque supondría un indudable placer moldear a una mujer para que cumpliera al dedillo con las expectativas de uno, como le pasaba con los trajes a medida de su sastre de Jermyn Street).
Le había costado dar con las palabras adecuadas para redactar el telegrama que le envió a su madre, y al final puso: LLEGARÉ A HAMPSTEAD A MEDIODÍA STOP ISOBEL CONMIGO STOP ESTÁ EMBARAZADA STOP. Era un mensaje bastante audaz; quizá tendría que haber invertido algo más de dinero en incluir algunos adverbios que rebajaran el tono. «Desgraciadamente» podía haber sido uno de ellos. El telegrama (desgraciadamente) tuvo un efecto opuesto al deseado y, al desembarcar en Dover, lo esperaba una respuesta. NO LA TRAIGAS A MI CASA PASE LO QUE PASE STOP; aquel STOP transmitía una firmeza plúmbea que no se podía cuestionar. Lo cual dejó a Hugh bastante desconcertado en cuanto a qué hacer con Izzie, quien, pese a las apariencias, no era más que una niña de dieciséis años; no podía dejarla abandonada en la calle. Como estaba muy impaciente por llegar a la Guarida del Zorro lo antes posible, acabó llevando consigo a su hermana.
A medianoche, cuando al fin llegaron, helados y blancos como muñecos de nieve, fue una alterada Bridget quien abrió la puerta para decirle:
—Ay, no, creía que sería el médico, ay, ay.
Por lo visto, Hugh estaba a punto de ser padre de un tercer niño. De una niña, pensó ahora con cariño, mientras le miraba la carita arrugada. A Hugh le gustaban mucho los críos.
—Pero ¿se puede saber qué vamos a hacer con ella? —le preguntó una inquieta Sylvie—. Me niego a que dé a luz bajo mi techo.
—Nuestro techo.
—Tendrá que darlo en adopción.
—Ese niño es parte de nuestra familia —le recordó Hugh—. Tiene la misma sangre que mis hijos.
—Nuestros hijos.
—Diremos que lo hemos adoptado nosotros —propuso él—, que es un pariente huérfano. La gente no lo pondrá en duda, ¿por qué iba a hacerlo?
Al final la criatura sí nació bajo el techo de la Guarida del Zorro, y fue un niño; cuando lo vio, Sylvie se sintió incapaz de desprenderse de él.
—Qué precioso es, la verdad —declaró.
A Sylvie todos los bebés le parecían preciosos.
Izzie pasó el resto del embarazo sin que la dejaran ir más allá del jardín. La habían hecho prisionera, aseguró, «como al conde de Montecristo». Entregó al pequeño en cuanto nació y ya no se interesó más por él, como si todo el episodio (el embarazo, la reclusión) hubiera sido una tarea molesta que le habían impuesto, como si ahora ya hubiera cumplido su parte del trato y pudiera marcharse a donde quisiera. Al cabo de un par de semanas en la cama, atendida por una malhumorada Bridget, la metieron en un tren de vuelta a Hampstead, desde donde la enviaron a una academia para señoritas de Lausana.
Hugh tenía razón: a nadie le extrañó la aparición repentina de aquel niño de más. La señora Glover y Bridget juraron guardar el secreto, una promesa que se reforzó, sin que Sylvie llegara a saberlo, con dinero contante y sonante. Hugh conocía el valor del dinero, no en vano se dedicaba a la banca. Y esperaba poder confiar en la discreción profesional del doctor Fellowes.
—Roland —propuso Sylvie—, siempre me ha gustado ese nombre, me recuerda al caballero francés de La chanson de Roland.
—Supongo que moriría en el campo de batalla, ¿no? —preguntó Hugh.
—¿No les pasa eso a casi todos los caballeros?
La liebre plateada daba vueltas y brillaba y lanzaba destellos ante ella. Las hojas del haya se mecían, y en el jardín brotaban capullos, flores y frutos sin que ella interviniera en absoluto. «Duérmete, niño —cantaba Sylvie—. Duérmete ya. Que vendrá el coco y te llevará». Ursula no hacía caso de semejante amenaza y continuaba con sus pequeños pero valientes progresos junto a Roland, su compañero.
Era un niño de muy buen carácter y Sylvie tardó algún tiempo en percatarse de que era «un poco simplón», tal como le expresó a Hugh una noche cuando volvió tras una jornada difícil en el banco. Él sabía que no tenía sentido contarle esos problemas económicos a Sylvie, pero a veces le gustaba imaginarse que, al volver del trabajo, lo recibía una esposa que sentía fascinación por los libros de contabilidad y las hojas de cálculo, el precio al alza del té, la inestabilidad del mercado de la lana. Una esposa «moldeada» según sus expectativas y no la mujer bella, inteligente y bastante terca con la que estaba casado.
Se encerró en su despacho, se sentó al escritorio con un generoso whisky de malta y un purito y esperó que lo dejaran en paz. No sirvió de nada; Sylvie entró como un vendaval, se sentó ante él, como un cliente del banco que quisiera un crédito, y le anunció:
—Creo que el hijo de Izzie es un poco simplón.
Hasta entonces siempre había sido Roland; ahora que al parecer presentaba una tara, volvía a ser de Izzie.
Hugh rechazó esa opinión pero, a medida que pasaba el tiempo, resultaría innegable que Roland no avanzaba al ritmo de los otros pequeños. Le costaba aprender y no hacía gala de la curiosidad natural que el mundo despierta en los niños. Si alguien lo dejaba sentado en la alfombra, delante de la chimenea, con un libro infantil y un juego de piezas de madera, al cabo de media hora seguía en la misma postura, contemplando muy satisfecho el fuego (del que los niños estaban suficientemente protegidos), o con Queenie, la gata, lamiéndose junto a él (aunque de aquel animal era imposible estar protegido, tenía muy mala idea). A Roland se le podía encomendar alguna tarea sencilla, y pasaba gran parte del tiempo llevándoles cosas a las niñas o a Bridget; incluso la señora Glover le encargaba a veces algún recado sencillo, como que le trajera un saquito de azúcar de la despensa o una cuchara de madera de un tarro con cubiertos. No parecía muy probable que asistiera al antiguo colegio de Hugh ni que llegara a su antigua universidad, y, por algún motivo, Hugh le cogió todavía más cariño justo debido a eso.
—A lo mejor habría que conseguirle un perro —propuso—. Un perro siempre saca a la luz lo mejor de un niño.
Así llegó Bosun, un animal grandote y simpático con instinto de pastor y que percibió enseguida que le habían asignado algo importante.
Al menos el niño era tranquilo, pensó Hugh, a diferencia de la condenada madre del pequeño o de sus dos hijos mayores, que se peleaban continuamente. Ursula, desde luego, era distinta al resto. Muy observadora, como si quisiera asimilar el mundo entero a través de esos ojos verdes que eran como los suyos. La actitud de la niña era a veces desconcertante.
*
El señor Winton había plantado el caballete delante del mar. Estaba muy contento con lo que llevaba hecho hasta el momento, los azules, y los verdes, y los blancos (y los marrones sucios) de la costa de Cornualles. Varios paseantes se detuvieron en su avance por la arena para observar el cuadro a medias. Estuvo esperando, en vano, a que hicieran comentarios elogiosos.
Una flotilla de barquitos de velas blancas recorría la línea del horizonte; estaban compitiendo en alguna carrera, supuso el señor Winton. Aplicó cierta cantidad de blanco de China en su horizonte pintado y dio un paso atrás para admirar el resultado. Donde él veía veleros, otros podrían haber visto pegotes de pintura blanca. Se dijo que unas figuras en la orilla proporcionarían un buen contraste. Aquellas dos niñitas que construían muy concentradas un castillo de arena serían perfectas. Mordisqueó la punta del pincel mientras contemplaba el lienzo. ¿Cuál sería la mejor manera de plasmarlo?
El castillo de arena fue sugerencia de Ursula. Le dijo a Pamela que tenían que construir el mejor castillo de arena que se hubiese hecho jamás. Había conjurado una imagen tan vívida de su ciudadela de arena —con fosos, torrecillas y almenas— que Pamela casi veía a damas medievales tocadas con griñones saludando a los caballeros que se alejaban por el puente levadizo entre el chacolotear de los cascos de sus caballos (hubo que buscar un pedazo de madera dejada por la corriente para dicho propósito). Habían emprendido la tarea con gran energía pese a hallarse todavía en la fase de ingeniería pesada, que consistía en cavar un doble foso que a la larga, cuando subiera la marea, se llenaría de agua para proteger a las damas de los griñones de asedios violentos (que inevitablemente llevaría a cabo alguien como Maurice). Roland, su siempre atento servidor, fue despachado a la orilla en busca de guijarros decorativos y el importantísimo puente levadizo.
Más allá en la orilla se encontraban Sylvie y Bridget, inmersas en sus libros mientras el nuevo hermanito, Teddy, dormía sobre una manta en la arena bajo la protección de una sombrilla. Maurice dragaba charcos en las rocas en el otro extremo de la playa. Había hecho nuevos amigos, toscos niños de la zona con quienes iba a nadar y a trepar por los acantilados. Para Maurice, los niños eran simplemente niños. Aún no había aprendido a valorarlos por su acento y su posición social.
Maurice era un crío de apariencia indestructible y nadie parecía preocuparse nunca por él, mucho menos su madre.
A Bosun, por desgracia, lo habían dejado con los Cole.
Siguiendo una larga tradición, la arena extraída del foso formaba ahora un montículo central, que se convertiría en material de construcción para la fortaleza planeada. Las dos niñas, a esas alturas acaloradas y sudorosas por el esfuerzo, se concedieron un momento para contemplar el informe montón. Pamela tenía ahora sus dudas con respecto a torrecillas y almenas, y las damas de griñón parecían aún más improbables. A Ursula aquel montículo le recordaba a algo, pero ¿a qué? Algo familiar pero nebuloso e indefinible, una mera forma en su mente. Era proclive a tener esas sensaciones, como si tironeara de un recuerdo que no quería salir de su escondrijo. Suponía que aquello le pasaba a todo el mundo.
De pronto, la sensación se vio reemplazada por el miedo y por la sombra de una emoción, como la que producía una tormenta que se avecinaba o una niebla marina que avanzaba con sigilo hacia la costa. El peligro podía estar en cualquier parte, en las nubes, en las olas, en los pequeños veleros en el horizonte, en el hombre que pintaba ante su caballete. Emprendió un decidido trote para comentarle sus temores a Sylvie, quien los aplacaría.
En opinión de Sylvie, Ursula era una niña peculiar, llena de ideas problemáticas. Se pasaba la vida respondiendo a sus ansiosas preguntas: ¿Qué haremos si se nos incendia la casa? ¿Si nuestro tren descarrila? ¿Si el río se desborda? Sylvie había descubierto que funcionaba mejor ofrecer consejos prácticos para acallar esos temores que descartarlos por su improbabilidad («Pues lo que haremos, cariño, será recoger todas nuestras pertenencias y subir al tejado hasta que las aguas se retiren»).
Entretanto, Pamela volvió a centrarse con estoicismo en cavar en el montículo. El señor Winton estaba completamente absorto en los trazos precisos necesarios para el sombrerito de Pamela. Qué afortunada coincidencia que aquellas dos niñitas hubiesen decidido construir su castillo de arena en medio de su composición. Pensó que podía titularla Niñas que cavan. O Las escultoras de arena.
Sylvie dormitaba sobre El agente secreto y le molestó un poco que la despertaran.
—¿Qué pasa?
Miró playa abajo y vio a Pamela cavando con afán. Unos gritos y vítores desenfrenados sugirieron la presencia de Maurice más allá.
—¿Dónde está Roland? —quiso saber Sylvie.
—¿Roland? —preguntó Ursula mientras miraba alrededor en busca de su servicial esclavo y no conseguía encontrarlo—. Ha ido a buscar un puente levadizo.
—¿Un qué?
—Un puente levadizo.
La conclusión fue que el niño debía de haber visto un pedazo de madera en el agua y fue obedientemente en su busca. No tenía la menor conciencia del peligro y, por supuesto, no sabía nadar. De haber estado Bosun de vigilante en la playa, se habría internado en las olas, ajeno al peligro, y pescado a Roland. En su ausencia, «Archibald Winton, un acuarelista aficionado de Birmingham», como se refirió a él el periódico local, intentó rescatar al niño («Roland Todd, de cuatro años, de vacaciones con su familia»). Soltó el pincel y nadó hasta donde estaba el niño para sacarlo del agua, «pero, lamentablemente, en vano». El artículo en cuestión fue cuidadosamente recortado y conservado para contar con el reconocimiento de Birmingham. En el pequeño espacio ocupado por tres columnas, el señor Winton se había convertido en héroe y artista. Se imaginó diciendo con modestia «Bueno, no fue para tanto», y desde luego no había sido para tanto porque no había salvado a nadie.
Ursula observó al señor Winton mientras volvía del rompiente con el cuerpecito flácido de Roland en los brazos. Pamela y Ursula habían creído que la marea bajaba, pero estaba subiendo y ya llenaba el foso y lamía el montículo de arena, que no tardaría en desaparecer para siempre. Un aro de juguete sin dueño pasó rodando, impelido por la brisa. Ursula miró hacia el mar mientras a sus espaldas, en la playa, una serie de desconocidos trataban de reanimar a Roland. Pamela se situó a su lado y se cogieron de la mano. Las olas se acercaban poco a poco, lamiéndoles los pies. Ojalá no hubiesen estado tan inmersas en el castillo de arena, pensó Ursula. Y mira que había parecido buena idea.
*
—Siento mucho lo de su niño, señora Todd —musitó George Glover. Se llevó la mano a una gorra invisible.
Sylvie organizó una expedición para ver cómo cosechaban el trigo. Según ella, tenían que salir de aquel letárgico duelo. Por supuesto, el verano había perdido toda su alegría después de que Roland muriese ahogado. El crío parecía más importante en su ausencia de lo que lo había sido nunca estando presente.
—¿Cómo que tu niño? —murmuró Izzie cuando dejaron a George Glover dedicado a sus tareas.
Izzie había llegado a tiempo para el funeral de Roland, muy elegante de luto cerrado, y exclamó entre sollozos: «Hijo mío, hijo mío» ante el pequeño ataúd.
—Sí, era mi niño —fue la vehemente respuesta de Sylvie—, y no te atrevas a decir que era tuyo.
Sin embargo, era consciente de que su dolor por Roland era menor del que habría sentido de haber perdido a uno de sus hijos. Eso hacía que se sintiera culpable, pero era natural, ¿no? Ahora que Roland se había ido, todos parecían asegurar que era de su propiedad. (Hasta la señora Glover y Bridget lo habrían reclamado para sí de haberles prestado alguien atención).
Hugh quedó muy afectado por la pérdida del «pequeñín», pero sabía que, por el bien de su familia, debía seguir adelante.
Para la irritación de Sylvie, Izzie no volvió a marcharse. A sus veinte años, estaba «aparcada» en casa a la espera de que un marido al que aún tenía que conocer la liberase de las «garras» de Adelaide. El nombre de Roland estaba prohibido en Hampstead, y Adelaide declaró ahora que su muerte había sido «una bendición». Hugh sentía lástima por su hermana, mientras que Sylvie invertía el tiempo en rastrear la campiña en busca de un terrateniente buen partido y lo bastante paciente y cabeza de chorlito para soportar a Izzie.
Marchaban campo a través, cruzando vallas entre los campos y vadeando arroyos bajo un calor insoportable. Sylvie llevaba ceñido al bebé contra el pecho con un chal a modo de cabestrillo. El crío pesaba lo suyo, aunque quizá no tanto como la cesta de picnic que acarreaba Bridget. Bosun caminaba obedientemente a su lado; no era de esos perros que abren la marcha, sino que tendía más bien a cerrar la retaguardia. Todavía estaba desconcertado por la desaparición de Roland y no tenía intención de perder a nadie más. Izzie iba rezagada, pues su entusiasmo original por la bucólica salida había menguado hacía rato. Bosun hacía todo lo posible por animarla a seguir.
En la excursión imperó el mal humor, y el picnic al final de la misma no fue mucho mejor, pues resultó que Bridget se había dejado los sándwiches.
—¿Cómo te las has apañado para hacer algo así? —inquirió Sylvie con indignación.
Como consecuencia, tuvieron que comerse el pastel de cerdo que la señora Glover le mandaba a George. («Ni se os ocurra contárselo a ella, por Dios», dijo Sylvie). Pamela se arañó con una zarza, Ursula se cayó sobre unas ortigas. Hasta Teddy, normalmente contento, estaba acalorado y fastidioso.
George apareció con dos conejitos diminutos para que los vieran.
—¿Os los queréis llevar a casa?
—No, gracias, George —espetó Sylvie—. Se van a morir o a multiplicarse, y ninguna de las dos cosas me parece buen resultado.
Pamela tuvo un gran disgusto y hubo que prometerle un gatito. (Para sorpresa de la propia Pamela, la promesa se cumplió y le consiguieron un gatito de la granja de la finca. Una semana más tarde tuvo un ataque y murió. Se celebró un pequeño funeral. «Soy víctima de una maldición», declaró Pamela con un dramatismo nada propio de ella).
—Es muy guapo, ese labrador, ¿verdad? —comentó Izzie.
—Ni se te ocurra, bajo ningún concepto —soltó Sylvie.
—No sé de qué hablas —repuso Izzie.
No refrescó a medida que avanzaba la tarde y no les quedó otra opción que emprender el camino a casa con el mismo calor con que habían salido. Pamela, que ya se sentía desdichada por lo de los conejos, se clavó un pincho en el pie, y una rama le dio un porrazo a Ursula en la cara. Teddy lloraba, Izzie soltaba tacos, Sylvie echaba chispas y Bridget dijo que si no fuera pecado mortal se ahogaría en el arroyo siguiente.
—Qué bien se os ve —comentó Hugh cuando entraron en casa dando traspiés—. Doradas y acariciadas por el sol.
—Oh, por favor —soltó una exasperada Sylvie apartándolo de su camino—. Voy a echarme un rato arriba.
—Creo que esta noche va a haber truenos —dijo Hugh.
Y así fue. Ursula, que tenía el sueño ligero, se despertó. Bajó de la cama, se acercó a la ventana de la buhardilla y se subió a una silla para asomarse.
Los truenos retumbaban como fuego de artillería en la distancia. El cielo, purpúreo y henchido de presagios, se vio de pronto desgarrado por un rayo. En el jardín, un zorro que merodeaba en torno a alguna pequeña presa quedó brevemente iluminado, como bajo el flash de un fotógrafo.
Ursula se olvidó de contar y el trueno, explosivo y casi encima de su cabeza, la pilló por sorpresa.
Se dijo que la guerra sonaba así.
*
Ursula fue derecha al grano. Bridget, que cortaba cebolla en la mesa de la cocina, ya parecía al borde de las lágrimas. Ursula se sentó a su lado.
—He estado en el pueblo.
—Vaya —repuso Bridget; aquella información no le interesaba en lo más mínimo.
—He ido a comprar caramelos —continuó Ursula—, a la tienda de caramelos.
—¿No me digas? ¿Caramelos en una tienda de caramelos? Quién iba a decirlo.
En la tienda se vendían muchas cosas más, pero ninguna de ellas tenía interés para los niños de la Guarida del Zorro.
—He visto a Clarence.
—¿A Clarence? —Bridget dejó de cortar cebolla ante la mención de su amado.
—Compraba caramelos —dijo Ursula, y para que sonara más auténtico, añadió—: de esos de menta de rayas. ¿Conoces a Molly Lester?
—Claro —contestó Bridget con cautela—, trabaja en esa tienda.
—Pues Clarence le estaba dando un beso.
Bridget se levantó de la silla, con el cuchillo todavía en la mano.
—¿Un beso? ¿Por qué iba Clarence a darle un beso a Molly Lester?
—¡Eso mismo ha dicho Molly Lester! Ha dicho «¿Por qué me besas, Clarence Dodds, cuanto todo el mundo sabe que estás comprometido con esa criada de la Guarida del Zorro?».
Bridget estaba habituada a melodramas y novelas escabrosas. Aguardó la revelación que sin duda seguiría.
Ursula se la proporcionó.
—Y Clarence ha dicho: «Oh, te refieres a Bridget. No significa nada para mí. Es una chica muy fea, solo le estoy tomando el pelo».
Ursula, una lectora precoz, había leído también las novelas de Bridget y aprendido el lenguaje del romance.
El cuchillo cayó al suelo al tiempo que se oía un chillido de alma en pena. Siguió un torrente de maldiciones irlandesas.
—El muy cabrón.
—Sí, un granuja de lo más ruin —admitió Ursula.
Bridget le devolvió a Sylvie el anillo de compromiso, el de piedras engarzadas («una baratija»). Se hizo caso omiso de las protestas de inocencia de Clarence.
—Podrías ir a Londres con la señora Glover —le dijo Sylvie a Bridget—. Ya sabes, a la celebración del armisticio. Creo que los trenes circularán hasta tarde.
La señora Glover dijo que no pensaba acercarse a la capital con la epidemia de gripe que había, y Bridget comentó que esperaba que Clarence fuera, preferiblemente con Molly Lester, y que los dos pillaran la gripe española y murieran.
Molly Lester, que nunca había cruzado una palabra con Clarence aparte de algún inocente «Buenos días, señor, ¿qué le pongo?», asistió a una pequeña celebración callejera en el pueblo, pero Clarence sí fue a Londres con un par de amigos y, en efecto, murió.
—Pero al menos no ha habido que empujar a nadie escaleras abajo —soltó Ursula.
—¿Qué quieres decir con eso? —quiso saber Sylvie.
—No lo sé. —Y era verdad, no lo sabía.
Ursula estaba preocupada. No paraba de soñar que volaba y caía. A veces, cuando se subía a una silla para asomarse a la ventana de su habitación, tenía el impulso de arrojarse al vacío. No caería al suelo con un ruido sordo ni se espachurraría como una manzana demasiado madura, sino que la cogerían en pleno vuelo. (Se preguntaba qué o quién). Se contuvo y no puso a prueba semejante teoría, a diferencia de la pobrecita dama del miriñaque de Pamela, a quien un malévolo y aburrido Maurice arrojó por esa misma ventana un invierno a la hora de cenar.
Al oírlo acercarse por el pasillo —con su llegada anunciada por estridentes gritos de guerra indios—, Ursula se apresuró a meter su muñeca favorita, Reina Solange, bajo la almohada, donde permaneció a salvo mientras la desafortunada dama del miriñaque se veía defenestrada y acababa hecha añicos contra las tejas de pizarra.
—Solo quería ver qué pasaba —le dijo Maurice después a Sylvie con tono lastimero.
—Bueno, pues ya lo sabes.
La histérica reacción de Pamela ante el incidente puso a prueba la paciencia de Sylvie.
—Estamos en medio de una guerra. En este momento hay cosas peores que un adorno roto.
Para Pamela no las había.
Si Ursula hubiese permitido que Maurice cogiera la muñeca de tejer, que era de madera irrompible, la dama del miriñaque se habría salvado.
Bosun, que no tardaría en morir por culpa del moquillo, empujó la puerta de la habitación con el hocico aquella noche y apoyó una pesada pezuña sobre la colcha de Pamela para mostrarle su apoyo, y luego gruñó hasta quedarse dormido sobre la alfombra entre las dos camas.
Al día siguiente, Sylvie, reprochándose lo despiadada que había sido con sus hijos, consiguió otro gatito en la granja de la mansión. Los gatitos siempre abundaban en la granja, se habían convertido en una especie de moneda de cambio en el vecindario, y los padres los trocaban por toda clase de pesares y satisfacciones: una muñeca perdida, un examen aprobado.
Pese a los mejores intentos de Bosun de tener vigilado al gatito, solo hacía una semana que lo tenían cuando Maurice lo pisó durante un enérgico episodio cuando jugaba a los soldados con los chicos Cole. Sylvie se apresuró a recoger el cuerpecito y se lo dio a Bridget para que se lo llevara a algún sitio donde pudiera agonizar lejos del escenario.
—¡Ha sido un accidente! —chilló Maurice—. ¡No sabía que ese bicho estúpido estaba ahí!
Sylvie le pegó un bofetón, y el niño se echó a llorar. Fue terrible verlo tan alterado, pues realmente había sido un accidente, y Ursula trató de consolarlo, lo cual solo consiguió ponerlo más furioso, y Pamela, por supuesto, ya estaba más allá de cualquier actitud civilizada y trataba de arrancarle el pelo de la cabeza a su hermano. Hacía rato que los chicos Cole se habían escabullido de vuelta a su casa, donde la calma emocional era el régimen de vida habitual.
A veces se hacía más difícil cambiar el pasado que el futuro.
*
—Dolores de cabeza —dijo Sylvie.
—Soy psiquiatra —repuso el doctor Kellet—, no neurólogo.
—Y sueños y pesadillas —lo tentó Sylvie.
A Ursula aquella habitación le parecía reconfortante. El revestimiento de paneles de roble en las paredes, el fuego que ardía en la chimenea, la gruesa alfombra con motivos en rojo y azul, las butacas de piel y hasta aquella tetera tan rara le resultaban familiares.
—¿Sueños? —repitió el doctor Kellet debidamente intrigado.
—Sí. Y es sonámbula, además.
—¿Ah, sí? —preguntó Ursula, sorprendida.
—Y siempre tiene una sensación de déjà vu —añadió Sylvie pronunciando esas palabras con cierto desagrado.
—¿No me diga? —repuso el doctor mientras cogía una elaborada pipa de espuma de mar y le daba golpecitos contra la rejilla de la chimenea para vaciar la ceniza. La cazoleta era de cabeza turca y a Ursula le resultaba tan familiar como una vieja mascota.
—¡Anda, yo he estado aquí antes!
—¡Ya lo ve! —exclamó Sylvie con tono triunfal.
—Humm… —murmuró el doctor Kellet, pensativo. Se volvió hacia Ursula—. ¿Has oído hablar de la reencarnación?
—Oh, sí, claro —contestó ella con entusiasmo.
—Estoy segura de que no ha oído hablar de eso —intervino Sylvie—. ¿No es de la doctrina católica? —Le llamó la atención la estrafalaria tetera—. ¿Y eso qué es?
—Es un samovar, de Rusia, aunque no soy ruso ni mucho menos, soy de Maidstone, pero estuve de visita en San Petersburgo antes de la revolución. —Volvió a dirigirse a Ursula—. ¿Te gustaría dibujarme algo? —le preguntó, y empujó hacia ella papel y lápiz. Y a Sylvie, que aún miraba el samovar con cara de pocos amigos, le ofreció—: ¿Le apetece un té?
Sylvie declinó el ofrecimiento; desconfiaba de cualquier infusión salida de una tetera china.
Ursula acabó el dibujo y se lo tendió al doctor.
—¿Qué es? —quiso saber Sylvie mirando por encima del hombro de la niña—. ¿Alguna clase de anillo o de aro? ¿Una corona?
—No —contestó el doctor Kellet—, es una serpiente que se muerde la cola. —Asintió con gesto de aprobación y se dirigió a Sylvie—. Es un símbolo que representa la circularidad del universo. El tiempo es un constructo, en realidad todo fluye y no hay pasado ni presente, solo el ahora.
—Vaya aforismo —dijo Sylvie con rigidez.
El doctor Kellet juntó las manos formando un campanario y apoyó la barbilla en la punta.
—¿Sabes una cosa? —le dijo a Ursula—. Creo que tú y yo vamos a llevarnos muy bien. ¿Te apetece una galleta?
Había una cosa que la desconcertaba. La fotografía de «Guy, perdido en Arras» ya no estaba en la mesita. Sin pretenderlo, pues era una cuestión que daba pie a otras muchas, le preguntó al doctor Kellet:
—¿Dónde está la fotografía de Guy?
—¿Quién es Guy? —quiso saber el doctor.
Por lo visto, una no podía fiarse ni de la inestabilidad del tiempo.
*
—Solo es un Austin —dijo Izzie—. Un turismo de carretera, pero tiene cuatro puertas. Muchísimo más barato que un Bentley, eso sí; un coche para la plebe si lo comparamos con los caprichos que te das tú, Hugh.
—Te lo habrán fiado —soltó él.
—De eso nada, ya lo he pagado todo, y en efectivo. Tengo editor, tengo dinero, Hugh. No hace falta que te preocupes por mí.
Mientras todos admiraban el vehículo de intenso tono cereza, Millie anunció:
—Me voy ya, que esta noche tengo un espectáculo de baile. Muchas gracias por la estupenda merienda, señora Todd.
—Vamos, te acompaño —dijo Ursula.
De regreso a casa, evitó el trillado atajo al fondo del jardín y volvió por el camino más largo, apartándose cuando Izzie pasó como un bólido en su coche. Izzie le hizo un ademán despreocupado de despedida.
—¿Y esa quién era? —quiso saber Benjamin Cole, que había tenido que derrapar con la bicicleta hasta dar contra el seto para evitar que lo atropellara el Austin.
Al verlo, el corazón le dio varios vuelcos a Ursula. ¡Si era nada menos que el objeto de su amor! La razón de que hubiese cogido el camino más largo había sido la improbable posibilidad de tener un encuentro «fortuito» con Benjamin Cole. ¡Y lo tenía delante! Qué suerte.
—Me han perdido la pelota —le dijo un desconsolado Teddy cuando ella volvió al comedor.
—Ya lo sé —repuso Ursula—. Luego te ayudo a buscarla.
—Oye, estás toda roja y acalorada. ¿Ha pasado algo?
«¿Que si ha pasado algo? —se dijo ella—. Pues que el chico más guapo del mundo entero me ha besado, y el día en que cumplo los dieciséis, encima». Benjamin la acompañó, empujando la bicicleta, y en un punto sus manos se rozaron y los dos se ruborizaron.
—Ya sabes que me gustas, Ursula —dijo él.
Y entonces, allí mismo, en la verja de entrada (donde cualquiera podía verlos), Benjamin apoyó la bicicleta contra el muro y la atrajo hacia sí. ¡Y vaya beso! Fue dulce y largo y mucho mejor de lo que ella esperaba, aunque sí hizo que se sintiera…, bueno, sí, acalorada. Benjamin sintió lo mismo; se separaron un poco y se quedaron allí plantados, un poco perplejos.
—Vaya —soltó él—. Nunca había besado a una chica, no tenía ni la menor idea de que pudiera ser tan… excitante. —Sacudió la cabeza como un perro, como si le asombrara su propia escasez de vocabulario.
Ese, se dijo Ursula, sería para siempre el mejor momento de su vida, no importaba qué otras cosas le ocurrieran. Le dio la impresión de que se habrían besado más, pero en aquel momento apareció el carro del trapero en la curva del camino, y el pregón del trapero, que parecía una sirena y era casi incomprensible, interrumpió aquel romance en ciernes.
—No, no ha pasado nada —le dijo a Teddy—. Me estaba despidiendo de Izzie. Te has perdido su coche, te habría gustado.
Teddy se encogió de hombros y empujó Las aventuras de Augustus hasta que cayó de la mesa al suelo.
—Qué rollo —soltó.
Ursula cogió una copa de champán medio llena, cuyo borde ornaba una mancha de carmín; vertió la mitad del contenido en un vasito y se lo pasó a Teddy.
—Salud —brindó.
Entrechocaron los vasos y los apuraron.
—Feliz cumpleaños —dijo Teddy.
*
¡Qué mágica la vida que llevo aquí!
Rojas manzanas caen en torno a mí
y exquisitos racimos de las viñas
exprimen ricos vinos en mi boca.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó Sylvie con suspicacia.
—Marvell.
Sylvie le quitó el libro de las manos y estudió los versos.
—Qué extravagantes —concluyó.
—¿Cómo que «extravagantes»? ¿Qué clase de crítica es esa? —Ursula se rió y le dio un mordisco a una manzana.
—Intenta no ser precoz —repuso Sylvie con un suspiro—. No es algo agradable en una muchacha. ¿Qué piensas hacer cuando vuelvas a la escuela al acabar las vacaciones? ¿Latín? ¿Griego? No irás a estudiar literatura inglesa, ¿no? No le veo sentido.
—¿No le ves sentido a la literatura inglesa?
—No le veo sentido a estudiarla. Hay que leerla y punto, ¿no? —Sylvie volvió a exhalar un suspiro. Ninguna de sus hijas se parecía a ella. Durante un instante se encontró en el pasado, bajo un límpido cielo londinense, oliendo el frescor que la lluvia de primavera había dejado en las flores, oyendo el tranquilizador tintineo de los arreos de Tiffin.
—Es posible que estudie lenguas modernas. No lo sé, no estoy segura. Aún no he trazado un plan.
—¿Un plan?
Guardaron silencio. La zorra apareció como si tal cosa en medio de ese silencio, indiferente. Maurice siempre trataba de dispararle. O no era tan buen tirador como le gustaba creer o la zorra era más lista que él. Ursula y Sylvie se inclinaban por la segunda opción.
—Qué bonita es —dijo Sylvie—. Y tiene una cola magnífica.
La zorra se sentó, un perro esperando la cena, con la vista clavada en Sylvie.
—No tengo nada —le dijo esta mostrando las palmas vacías.
Ursula arrojó el corazón de manzana, sin levantar el brazo para no alarmar al animal, y la zorra salió trotando en su busca; lo cogió torpemente entre las fauces y luego dio la vuelta y desapareció.
—Se come cualquier cosa —comentó Sylvie—. Como Jimmy.
Apareció Maurice, dándoles un susto a las dos. Empuñaba la flamante Purdey y preguntó con impaciencia:
—¿Dónde está ese puñetero zorro?
—Ese lenguaje, Maurice —lo regañó Sylvie.
Estaba en casa tras su graduación, a la espera de comenzar las prácticas de derecho, y era presa de un irritante aburrimiento. Sylvie le sugirió que trabajara en la granja de la finca, pues siempre andaban buscando jornaleros.
—¿En el campo, como un palurdo? ¿Para eso me habéis dado una educación tan cara? —(«¿Por qué le habremos dado una educación tan cara?», preguntó Hugh).
—Pues enséñame a disparar —propuso Ursula. Se puso en pie y se sacudió la falda—. Vamos, puedo usar la vieja escopeta de cazar patos de papá.
Maurice se encogió de hombros.
—Como quieras, pero las chicas no saben disparar, lo sabe todo el mundo.
—Las chicas son unas absolutas inútiles —admitió Ursula—. No sirven para nada.
—¿Ahora te pones sarcástica?
—¿Yo?
—Se te da bien para ser novata —admitió Maurice de mala gana. Practicaban el tiro con botellas sobre un muro como blanco, y Ursula acertaba más veces que él—. ¿Seguro que no has hecho esto antes?
—¿Qué quieres que te diga? Aprendo deprisa.
Maurice dirigió de pronto el cañón de su escopeta hacia el bosquecillo, y antes de que Ursula pudiera ver siquiera a qué apuntaba había apretado el gatillo para borrar del mapa a algún animal.
—Por fin le he dado a ese puñetero bicho —declaró con tono triunfal.
Ursula echó a correr, pero vio el montón de pelaje marrón rojizo mucho antes de llegar hasta él. La punta blanca de la preciosa cola se estremeció un poquito, pero la zorra de Sylvie había pasado a mejor vida.
Encontró a Sylvie en la terraza, hojeando una revista.
—Maurice le ha pegado un tiro a la zorra.
Sylvie apoyó la cabeza contra el respaldo de la tumbona de mimbre y cerró los ojos.
—Algún día tenía que pasar —dijo con resignación.
Cuando abrió los ojos, los tenía llenos de lágrimas. Ursula nunca había visto llorar a su madre.
—Algún día lo desheredaré —declaró Sylvie, y el mero hecho de pensar en la fría venganza empezó a secarle las lágrimas.
Pamela apareció en la terraza y arqueó una inquisitiva ceja mirando a Ursula, que dijo:
—Maurice le ha pegado un tiro a la zorra.
—Pues espero que tú le hayas pegado un tiro a él —repuso Pamela. Hablaba en serio.
—Creo que iré a esperar el tren de papá —dijo Ursula cuando Pamela entró otra vez en la casa.
En realidad no iba a encontrarse con Hugh. Llevaba viéndose en secreto con Benjamin Cole desde su cumpleaños. Ben, lo llamaba ahora. En el prado, en la arboleda, en el sendero. (En cualquier sitio al aire libre, por lo visto. «Es una suerte para vuestros besuqueos que haga buen tiempo», comentó Millie con sonrisitas de payasa y mucho arquear de cejas).
Ursula descubrió que se le daba de maravilla mentir. (Pero ¿no lo había sabido siempre?). «¿Necesitas algo de la tienda?» o «Voy al sendero a coger frambuesas». ¿Tan terrible sería que la gente se enterara?
—Bueno, creo que tu madre haría que me mataran —dijo Ben. (Ursula imaginaba que Sylvie diría: «¿Un judío?»).
—Y mis padres también —añadió Ben—. Somos demasiado jóvenes.
—Como Romeo y Julieta. Dos amantes desventurados y todo eso.
—Solo que nosotros no moriremos por amor —puntualizó Ben.
—¿Tan malo sería morir por algo así? —se preguntó Ursula.
—Sí.
Las cosas se estaban poniendo muy «candentes» entre ellos, con muchos manoseos y gemidos (por parte de Ben). No creía que pudiera «aguantar» mucho más, decía, pero Ursula no tenía muy claro qué tenía que aguantar exactamente. ¿No consistía el amor en dárselo todo al otro? Suponía que acabarían casándose. ¿Tendría que convertirse? ¿Tendría que ser «una judía»?
Habían ido al prado, y una vez allí habían yacido uno en brazos del otro. Fue muy romántico, se dijo Ursula, sin contar con el fleo de los prados que le hacía cosquillas y las margaritas que la hacían estornudar. Por no mencionar la forma en que Ben se movió de pronto para ponérsele encima, y tuvo la sensación de que estaba en un ataúd lleno de tierra. Ben sufrió una especie de espasmo que a ella le pareció el preludio de la muerte por apoplejía, y le acarició el cabello como si fuera un inválido.
—¿Estás bien?
—Perdona —contestó él—. No pretendía hacer eso. —(Pero ¿qué había hecho?).
—Debería volver —dijo Ursula.
Se pusieron en pie y se quitaron mutuamente briznas de hierba y flores de la ropa antes de volver a casa.
Ursula preguntó si llegaba tarde al tren de Hugh. Ben miró el reloj.
—Ay, están en casa desde hace siglos. —(Hugh y el señor Cole cogían el mismo tren de vuelta de Londres).
Salieron del prado a través de los peldaños en la valla que daba al campo de las vacas lecheras, que discurría junto al sendero. No había rastro de las vacas porque aún las estaban ordeñando.
Ben le dio la mano cuando bajó por los peldaños y volvieron a besarse. Cuando se soltaron, vieron a un hombre que cruzaba el campo desde el otro extremo, el que daba a la arboleda. Era un tipo andrajoso, un vagabundo quizá, e iba hacia el sendero todo lo deprisa que le permitía su cojera. Se volvió y, al verlos, cojeó más rápido todavía. Tropezó con una mata de hierba, pero se recuperó enseguida y continuó a grandes zancadas hacia la valla.
—Vaya pinta tan sospechosa que tiene ese tipo —comentó Ben con una carcajada—. Me pregunto en qué andará metido.
—La cena está en la mesa, llegas muy tarde —dijo Sylvie—. ¿Dónde estabas? La señora Glover ha vuelto a hacer esas horribles chuletas à la russe.
—¿Maurice ha matado a la zorra? —preguntó Teddy con cara de desilusión.
Y de ahí arrancó la cosa, una discusión muy acalorada entre todos los comensales solo por un zorro muerto, se dijo Hugh. Tuvo ganas de decir que eran unas alimañas, si bien no quiso alimentar la oleada de emociones que se había desatado.
—Por favor, no hablemos de esto durante la cena —dijo—. Ya cuesta lo suyo tratar de digerir esta bazofia.
Pero insistían en hablar del tema. Hugh intentó ignorarlos y continuó batallando con las chuletas de ternera (¿las habría probado alguna vez la señora Glover?). Sintió alivio cuando se vieron interrumpidos por alguien que llamaba a la puerta.
—Ah, comandante Shawcross —dijo Hugh—. Pase, pase.
—Ay, no tenía intención de interrumpirles la cena —repuso el comandante, que parecía incómodo—. Solo me preguntaba si Teddy habría visto a nuestra Nancy.
—¿A Nancy? —preguntó Teddy.
—Sí. No aparece por ninguna parte.
No volvieron a encontrarse en la arboleda, ni en el sendero ni en el prado. Hugh impuso un estricto toque de queda después de que se encontrara el cadáver de Nancy; además, tanto Ursula como Ben se sentían culpables y horrorizados. Si hubieran vuelto a casa a su hora, o si hubieran cruzado el campo cinco minutos antes, quizá la habrían salvado. Pero cuando volvieron, tranquilamente, Nancy ya estaba muerta y yacía en el comedero para reses en el extremo superior del campo. Y así, como para Romeo y Julieta, la muerte había hecho por fin su aparición. Nancy, sacrificada por su amor.
—Es espantoso —le dijo Pamela a Ursula—, pero tú no eres responsable de lo que ha pasado. ¿Por qué te comportas como si lo fueras?
Porque sí lo era. Ahora lo sabía.
Algo se había desgarrado y roto, un rayo había abierto en dos un cielo abigarrado.
En octubre, durante las vacaciones de medio trimestre, fue a pasar unos días con Izzie. Estaban tomando algo en el Salón de Té Ruso en South Kensington.
—La clientela de este sitio es muy de derechas —comentó Izzie—, pero preparan unas tortitas absolutamente maravillosas.
Había un samovar. (¿Sería el samovar lo que lo puso en marcha, con sus reminiscencias del doctor Kellet? Habría sido un poco absurdo que fuera eso). Ya habían acabado de tomar el té cuando Izzie dijo:
—Espérame un segundito, voy a empolvarme la nariz. Pide la cuenta, ¿quieres?
Ursula esperaba pacientemente a que volviera cuando de pronto un gran temor se abatió sobre ella, veloz como un halcón. Era un miedo a algo desconocido que aún estaba por llegar, pero tremendamente amenazador. Venía a por ella, allí mismo, entre el educado tintinear de cucharillas y platillos. Se puso en pie, y al hacerlo volcó la silla. Se sentía aturdida y había un velo de niebla ante sus ojos. Se dijo que era como la polvareda que dejan las bombas, aunque ella no había estado nunca en un bombardeo.
Se abrió paso a través de aquel velo y salió del salón de té a Harrington Road. Echó a correr sin parar hasta llegar a Brompton Road, y luego siguió corriendo para internarse, a ciegas, en Egerton Gardens.
Había estado antes ahí. Nunca había estado ahí.
Todo el rato había algo que casi alcanzaba a ver, justo antes de que volviera la esquina, algo a lo que nunca podría dar caza; algo que la perseguía a ella. Era cazador y presa al mismo tiempo. Como el zorro. Siguió adelante y tropezó con algo, cayó de cara y la peor parte se la llevó la nariz. El dolor fue tremendo. Había sangre por todas partes. Se sentó en la acera y lloró de pura agonía. No se había fijado en que hubiese alguien en la calle, pero oyó decir a una voz de hombre detrás de sí:
—¡Caramba! Qué mala suerte. Deje que la ayude. Se ha llenado de sangre toda esa bonita bufanda turquesa. ¿Es de ese color, o es aguamarina?
Conocía esa voz. No conocía esa voz. El pasado parecía filtrarse en el presente, como si hubiera una gotera en algún sitio. ¿O era el futuro el que se derramaba en el pasado? Fuera como fuese, era una pesadilla, como si su más oscuro paisaje interior se hubiera manifestado. Las entrañas se habían convertido en la capa exterior. El tiempo se había dislocado, eso seguro.
Se puso en pie con esfuerzo, pero no se atrevió a mirar atrás. Ignorando el terrible dolor, echó a correr, de nuevo sin parar. Cuando ya no pudo más, se encontró en Belgravia. Aquí también, se dijo. Había estado antes ahí. Nunca había estado ahí. Me rindo, pensó. Sea lo que sea, soy toda suya. Se dejó caer de rodillas en la dura acera y se hizo un ovillo. Un zorro sin guarida.
Debió de desmayarse, porque cuando abrió los ojos estaba en una cama en una habitación pintada de blanco. Había un gran ventanal, y al otro lado veía un gran castaño de Indias cuyas hojas no habían caído todavía. Volvió la cabeza y vio al doctor Kellet.
—Tienes la nariz rota. Pensamos que te habría atacado alguien.
—No, me caí.
—Te encontró un párroco. Te llevó en un taxi al hospital Saint George.
—Pero ¿qué hace usted aquí?
—Tu padre se puso en contacto conmigo —respondió el doctor Kellet—. No sabía muy bien a quién recurrir.
—No lo comprendo.
—Bueno, es que cuando llegaste al Saint George no parabas de gritar. Pensaron que te habría ocurrido algo terrible.
—Esto no es el Saint George, ¿verdad?
—No —repuso él con tono amable—. Es una clínica privada. Reposo, buena comida y todo eso. Tienen unos jardines preciosos. Siempre pienso que un jardín bonito ayuda, ¿no crees?
—El tiempo no es circular —le dijo al doctor Kellet—. Es como un… palimpsesto.
—Madre mía, suena de lo más preocupante.
—Y los recuerdos están a veces en el futuro.
—Tienes un alma vieja —dijo el doctor—, y eso no puede ser fácil. Pero aún tienes la vida por delante, y hay que vivirla.
Él no era su médico, se había jubilado, comentó; solo estaba «de visita».
El sanatorio hacía que se sintiera como si fuera una enferma leve de tisis. Durante el día se sentaba en la soleada terraza y leía incontables libros, y los enfermeros le llevaban comida y bebida. Paseaba por los jardines, mantenía educadas conversaciones con médicos y psiquiatras, hablaba con los demás internos (con los de su planta, al menos; los locos de verdad estaban en el desván, como la señora Rochester). Incluso había flores frescas en su habitación y un cuenco con manzanas. Se decía que debía de costar una fortuna tenerla ahí.
—Esto debe de ser muy caro —le dijo a Hugh en una de sus frecuentes visitas.
—Lo paga Izzie. Insistió en hacerlo.
El doctor Kellet encendió su pipa de espuma de mar con gesto pensativo. Estaban sentados en la terraza. Ursula pensaba que le gustaría pasar el resto de su vida en ese sitio. Era una delicia lo poco que le exigía.
—«Y aunque tenga el don de la profecía y conozca todos los misterios y toda la ciencia…» —dijo el doctor Kellet.
—«… y aunque tenga toda la fe, una fe capaz de mover montañas, si no tengo amor, no soy nada» —añadió Ursula.
—Dice «caritas», pero significa amor, por supuesto. Pero eso ya lo sabrás.
—A mí caridad no me falta —repuso Ursula—. ¿Por qué citamos a los corintios? Pensaba que era usted budista.
—Oh, yo no soy nada —respondió el doctor, y entonces, de manera un poco elíptica en opinión de Ursula, añadió—: Y soy de todo, claro.
»La cuestión es, ¿has tenido suficiente?
—¿Suficiente qué?
La conversación se le había ido un poco de las manos, pero el doctor Kellet estaba ocupado en las exigencias de su pipa y no contestó. El té los interrumpió.
—El pastel de chocolate que tienen aquí es excelente —comentó el doctor Kellet.
*
—¿Estás mejor?, osita —dijo Hugh mientras la ayudaba amablemente a subirse al coche.
Había cogido el Bentley para ir a recogerla.
—Sí —dijo ella—. Mucho mejor.
—Bien. Vamos a casa. Nada es lo mismo sin ti.
*
Había desperdiciado un tiempo muy valioso, pero ahora tenía un plan, pensó Ursula cuando yacía en la oscuridad, en su propia cama en la Guarida del Zorro. El plan entrañaría que hubiese nieve, eso seguro. La liebre plateada, las hojas verdes que se mecían. Y todo lo demás. Alemán, y no lenguas clásicas, y después un curso de taquigrafía y mecanografía, y quizá algunas clases de esperanto por si la utopía llegaba a materializarse. Se apuntaría a un club de tiro en la zona y buscaría un empleo de oficina en algún sitio; trabajaría un tiempo, para ahorrar un poco de dinero, nada muy digno de mención. No quería llamar demasiado la atención; seguiría el consejo de su padre, aunque no se lo hubiese dado todavía, de no asomar la cabeza del parapeto y mantener su luz bajo un fanal. Y entonces estaría preparada, tendría suficiente con lo que vivir para penetrar en lo más hondo del corazón de la bestia, de donde arrancaría el negro tumor que crecía allí y se volvía cada día más grande.
Y entonces, un día, estaría recorriendo Amalienstrasse y se detendría ante la tienda de fotografía Hoffmann y observaría las Kodak, Leica y Voigtländer en el escaparate; abriría la puerta y oiría el tintineo de la campanilla que le anunciaba su llegada a la chica que estaba tras el mostrador, quien probablemente le diría «Guten Tag, gnädiges Fräulein», o quizá la saludaría con un «Grüss Gott», porque estaban en 1930 y la gente todavía podía dirigirse a ti con un «Grüss Gott» y un «Tschüss» en lugar de con aquellos interminables «Heil Hitler» y los absurdos saludos marciales.
Y Ursula le tendería a la chica su vieja cámara Brownie de cajón y diría: «No consigo ponerle el carrete», y una chispeante Eva Braun de diecisiete años le contestaría: «Deje que le eche un vistazo».
Su cometido parecía tan elevado que le henchía el corazón. La inminencia la rodeaba por doquier. Era guerrera y lanza reluciente al mismo tiempo. Era una espada que refulgía en lo más profundo de la noche, una saeta de luz que atravesaba la oscuridad. Esta vez no cometería ningún error.
Cuando todos dormían y la casa se había sumido en el silencio, Ursula se levantó de la cama y se subió a la silla ante la ventana abierta de la pequeña habitación de la buhardilla.
Ha llegado la hora, se dijo. Un reloj dio una campanada en algún lugar, como si le mostrara su apoyo. Pensó en Teddy y la señorita Woolf, en Roland y la pequeña Angela, en Nancy y Sylvie. Pensó en el doctor Kellet y en Píndaro. «Debes llegar a ser tú mismo, una vez que hayas comprendido quién eres». Ella ya lo sabía. Era Ursula Beresford Todd y era una testigo.
Le abrió los brazos al murciélago negro y volaron uno hacia el otro para abrazarse en el aire como almas separadas tiempo atrás. Esto es amor, se dijo Ursula. Y practicarlo lo vuelve perfecto.