Junio de 1967

Esa mañana los jordanos habían abierto fuego contra Tel Aviv, decía el reportero de la BBC, y ahora estaban bombardeando Jerusalén. El hombre aparecía de pie en una calle, Ursula suponía que en Jerusalén, la verdad es que no prestó mucha atención, con el estruendo de la artillería de fondo, demasiado lejos para que le supusiera algún peligro, y sin embargo su atuendo de traje de campaña corriente y su estilo periodístico —vehemente y sin embargo solemne— sugería una improbable heroicidad por su parte.

Benjamin Cole era ahora miembro del Parlamento israelí. Al final de la guerra combatió en la Brigada Judía para después formar parte de la Banda de Stern, en Palestina, que luchaba por crear una patria. Había sido un muchacho tan íntegro que se hacía extraño pensar que se hubiese convertido en un terrorista.

Ursula y él habían quedado para tomar una copa durante la guerra, pero fue un encuentro incómodo. Los impulsos románticos de cuando era jovencita habían perdido intensidad tiempo atrás, mientras que la relativa indiferencia que le provocaba antaño a Benjamin su pertenencia al sexo débil se había trastocado por completo. Ursula apenas había apurado la (floja) ginebra con limonada cuando él sugirió que fueran «a algún sitio».

Aquello le produjo indignación.

—¿Tan ligera de cascos parezco? —le preguntó a Millie después.

—Bueno, ¿por qué no? —repuso ella encogiéndose de hombros—. Podría matarnos una bomba mañana mismo. Carpe diem y todo eso.

—Esa parece ser la excusa de todo el mundo para portarse mal —se quejó Ursula—. Si la gente creyera en la condena eterna no andaría aprovechando el presente hasta este punto.

Había tenido un mal día en la oficina. Una administrativa recibió la noticia de que el barco de su novio se había ido a pique y tuvo un ataque de histeria, y se perdió un papel importante en el mar de carpetas beige, lo que produjo también mucha angustia, si bien de otro orden; de modo que Ursula no aprovechó el presente con Benjamin Cole pese a lo insistentemente que la cortejó.

—Siempre he tenido la sensación de que había algo entre nosotros, ¿tú no?

—Demasiado tarde, me temo —repuso ella cogiendo el bolso y el abrigo—. A ver si me pescas la próxima vez.

La BBC centró su atención en Downing Street. Alguien había dimitido. Ella había oído chismorreos al respecto en la oficina, pero no se tomó la molestia de escuchar.

Estaba cenando —una tostada con queso fundido— en una bandeja en las rodillas. Ahora solía cenar así. Le parecía ridículo poner la mesa con fuentes, platos y mantelitos y toda la parafernalia que acompañaba a una comida para una sola persona. ¿Y luego qué? ¿Cenar en silencio o encorvada sobre un libro? A algunos, las comidas delante de la tele les parecía el principio del fin de la civilización. (¿Indicaba acaso su acérrima defensa de ellas que en el fondo opinara lo mismo?). Era obvio que esas personas no vivían solas. Además, el principio del fin de la civilización había tenido lugar tiempo atrás. En Sarajevo, quizá, o en Stalingrado como muy tarde. Hasta había quienes dirían que el fin había empezado en el principio mismo, en el Jardín del Edén.

Además, ¿por qué era tan malo ver la tele? No podías ir al teatro o al cine (o al pub, ya puesta) todas las noches. Y cuando vivías sola, tu única conversación dentro de casa solías mantenerla con el gato, y tendía a ser una charla un poco desigual. Con los perros era distinto, pero no había vuelto a tener perro desde Lucky. Murió en el verano del 49, de viejo, según el veterinario. Para Ursula, cuando pensaba en él, siempre era joven. Lo enterraron en la Guarida del Zorro y Pamela compró un rosal, rojo intenso, y lo plantó a modo de lápida. El jardín de la Guarida del Zorro era un verdadero cementerio de perros. Fueras a donde fueses había un rosal con un perro debajo, aunque solo Pamela recordaba cuál era cuál.

Y, de todas formas, ¿qué otra alternativa había que ver la televisión? (No estaba dispuesta a dejar aquella discusión, aunque fuese consigo misma). ¿Un rompecabezas? ¿De verdad? Estaba la lectura, por supuesto, pero no siempre tenías ganas de volver de una agotadora jornada de trabajo, llena de mensajes, informes y agendas, para cansarse la vista con más palabras. La radio y los discos también estaban bien, cómo no, pero seguían siendo «solipsistas» en cierto sentido. (Sí, estaba demasiado protestona). Al menos con la televisión no había que pensar. Y eso no era mala cosa.

Cenaba más tarde de lo habitual porque había asistido a su fiesta de jubilación, lo cual se parecía bastante a asistir a tu propio funeral, con la diferencia de que luego salías por tu propio pie. Fue una celebración modesta, consistente en unas copas en un pub de la zona, pero muy agradable, y le produjo alivio que acabara temprano (donde otros podían haberse sentido injustamente tratados). No se jubilaba de manera oficial hasta el viernes, pero le pareció que al personal le resultaría más fácil dar el asunto por concluido entre semana. Era posible que no les hiciera gracia sacrificar una noche de viernes.

De antemano, en la oficina, le regalaron un reloj de sobremesa con la inscripción «Para Ursula Todd, en agradecimiento a sus muchos años de leales servicios». «Madre mía —se dijo—, vaya epitafio tan aburrido». Era un regalo tradicional, y no tuvo valor para decir que ya tenía uno, y mucho más bueno, además. Pero también le regalaron un par de (buenas) entradas para el ciclo de conciertos de la BBC, para una interpretación de la Coral de Beethoven, lo cual le pareció todo un detalle; supuso que su secretaria, Jacqueline Roberts, había tenido mucho que ver.

—Has contribuido a allanarles el camino a las mujeres para el acceso a puestos de importancia en Defensa Civil —le dijo Jacqueline en voz baja mientras le tendía un Dubonnet, la bebida preferida de Ursula en esa época.

«Por desgracia, mi puesto no ha sido tan importante —se dijo—. Nunca he estado al mando». Eso seguía siendo para los Maurices de este mundo.

—Bueno, salud —dijo, y entrechocó la copa contra el oporto con limón de Jacqueline.

Ahora no bebía mucho, aparte de un Dubonnet de vez en cuando y una botellita de borgoña el fin de semana. No como Izzie, que seguía habitando la casa de Melbury Road y vagaba por sus numerosas habitaciones como una dipsomaníaca señorita Havisham. Ursula iba a verla todas las mañanas de los sábados con una bolsa de comida, cuya mayor parte parecía acabar en la basura. Ya nadie leía Las aventuras de Augustus. Teddy habría sentido alivio y sin embargo ella lo lamentaba, como si el mundo hubiese olvidado otra pequeña parte de su hermano.

—Probablemente te darán alguna condecoración —dijo Maurice—, ahora que te has jubilado. Te harán miembro de la Orden del Imperio Británico o algo así.

A él lo habían nombrado caballero en la última ronda de honores. («Madre mía —comentó Pamela—, ¿adónde va a ir a parar este país?»). Maurice mandó a cada miembro de su familia una fotografía suya enmarcada, inclinándose ante la espada de la reina en el salón de baile de palacio. «Cielos, vaya orgullo desmedido el de este hombre», comentó Harold.

La señorita Woolf habría sido la acompañante perfecta para la Coral en el Albert Hall. Ursula la había visto por última vez precisamente allí, en el concierto por el septuagésimo quinto aniversario del nacimiento de Henry Wood en el 44. Resultó muerta unos meses después en el ataque con un proyectil en Aldwych. Anne, la chica del Ministerio del Aire, murió en ese mismo ataque. Había subido al tejado del ministerio con varias colegas más, a tomar el sol y comerse allí el almuerzo. Hacía mucho tiempo de aquello. Y había pasado ayer.

Se suponía que Ursula tenía que encontrarse con ella en el parque de Saint James a la hora de comer. Por lo visto, la chica del Ministerio del Aire, Anne, tenía algo que contarle, y Ursula se preguntó si sería alguna clase de información sobre Teddy. Quizá habían encontrado restos del avión, o un cuerpo. Tiempo atrás había aceptado que Teddy se había ido para siempre, pues si estuviera prisionero de guerra o se las hubiese apañado para huir a Suecia ya se habrían enterado.

En el último momento intervino el destino en la persona del señor Bullock, que apareció en su puerta la noche anterior (¿cómo sabía su dirección?) para preguntarle si comparecería con él ante un tribunal para dar fe de su buen carácter. Lo juzgaban por alguna clase de fraude en el mercado negro, lo cual no supuso una sorpresa. Ursula era su segunda opción, por detrás de la señorita Woolf, pero a la señorita la habían nombrado supervisora de distrito y era responsable de las vidas de doscientas cincuenta mil personas, todas ellas más dignas de su estima que el señor Bullock. Al final, las «aventuras» de Bullock en el mercado negro la habían hecho volverse contra él. Ninguno de los voluntarios que Ursula conocía de su puesto de vigilancia seguía allí en el 44.

Le produjo cierta alarma enterarse de que el señor Bullock comparecería en el tribunal de lo penal en Londres, el Old Bailey; Supuso que la suya era una falta menor, digna de un simple juzgado de primera instancia. Esperó toda la mañana, en vano, a que la llamaran a declarar, y justo cuando se levantaba la sesión para comer, oyó el sonido sordo de una explosión, pero no imaginó que se tratara de un cohete V2 provocando una carnicería en Aldwych. Huelga decir que el señor Bullock fue declarado inocente de todos los cargos.

Crighton asistió con ella al funeral de la señorita Woolf. Fue como una roca, pero al final se quedó en Wargrave.

—«Sus cuerpos fueron sepultados en paz, pero sus nombres vivirán a través de las generaciones» —bramó el pastor como si la congregación fuese dura de oído—. Eclesiastés cuarenta y cuatro, catorce.

A Ursula no le parecía que aquello fuera del todo cierto. ¿Quién se acordaría de Emil o Renee? O del pobrecito Tony, de Fred Smith, de la propia señorita Woolf. Ella misma había olvidado ya los nombres de casi todos los muertos. Todos aquellos aviadores, todas aquellas jóvenes vidas perdidas. Cuando Teddy murió era el oficial al mando de su escuadrón con solo veintinueve años. El oficial más joven al mando tenía veintidós. El tiempo se había acelerado para aquellos muchachos, como había hecho con Keats.

Cantaron «Adelante, soldados de Cristo»; Crighton tenía una buena voz de barítono que Ursula no había oído antes. Tuvo la certeza de que la señorita Woolf habría preferido Beethoven que los enardecedores himnos de batalla de la Iglesia.

La señorita Woolf había tenido la esperanza de que Beethoven curase las heridas del mundo de la posguerra, pero los obuses que apuntaban hacia Jerusalén parecían la derrota definitiva de su optimismo. Ursula tenía ahora la misma edad que la supervisora cuando estalló la última guerra, y entonces a ella le había parecido vieja.

—Y ahora las viejas somos nosotras —le dijo a Pamela.

—Habla por ti misma. Y aún no tienes ni sesenta, eso no es ser vieja.

—Pues yo me siento así.

Cuando sus hijos crecieron y dejaron de precisar su supervisión constante, Pamela se convirtió en una de esas mujeres que se dedican a las buenas obras. (Ursula no pretendía criticarla, todo lo contrario). Se convirtió en juez de paz y al final en magistrada, participaba activamente en comités benéficos y el año anterior había obtenido una plaza en el consejo local como independiente. Y tenía también que llevar al día la casa (aunque contaba con «una mujer que se ocupa») y el enorme jardín. En 1948, cuando se creó el Servicio Nacional de Salud, Harold se puso al mando de la antigua consulta del doctor Fellowes. El pueblo había crecido en torno a ellos, cada vez con más casas. El prado desapareció, la arboleda también, y muchos campos de la finca de Ettringham Hall se vendieron a una promotora inmobiliaria. (Corría el rumor de que habría un hotel). Los recortes de Beeching en la red ferroviaria condenó a muerte a la pequeña estación, que había cerrado dos meses antes pese a la heroica campaña por que siguiera en marcha, encabezada por Pamela.

—Pero todo esto sigue siendo precioso. Cinco minutos andando y estás en campo abierto. Y el bosque sigue intacto, de momento.

Sarah. Llevaría a Sarah al concierto de la BBC. Era la recompensa de Pamela por su paciencia: su hija, nacida en 1949. Ingresaría en Cambridge pasado el verano, en el campo de las ciencias; era lista, una chica que podía con todo, como su madre. Ursula le tenía muchísimo cariño. Ser tía la había ayudado a sellar la caverna vacía que tenía en el corazón desde la muerte de Teddy. Últimamente pensaba con frecuencia que ojalá hubiese tenido un hijo… Había mantenido una serie de relaciones a lo largo de los años, si bien era cierto que ninguna muy emocionante (la culpa había sido sobre todo suya, cómo no, por no haber querido «comprometerse»), pero nunca se había quedado embarazada, nunca había sido madre ni esposa, y solo cuando cayó en la cuenta de que era demasiado tarde, de que ya nunca lo sería, comprendió qué se había perdido. La vida de Pamela continuaría cuando muriese, con sus descendientes desplegándose por el mundo como las aguas de un delta, pero cuando Ursula muriese sencillamente se acabaría. Un río que se había quedado seco.

También hubo flores, y Ursula supuso que de nuevo había sido idea de Jacqueline. Habían sobrevivido a la velada en el pub, gracias a Dios. Unos preciosos lirios rosa que ahora lucían sobre el aparador y perfumaban la habitación. La sala de estar daba al oeste y estaba inundada por el sol del atardecer. Fuera aún había mucha luz y los árboles mostraban sus mejores hojas nuevas en el jardín comunitario. Era un piso muy bonito, cerca del oratorio de Brompton, y había invertido en comprarlo todo el dinero que le dejó Sylvie. Tanto la pequeña cocina como el baño eran modernos, pero no quiso que la decoración lo fuera. Después de la guerra compró muebles y objetos antiguos sencillos y de buen gusto, cuando nadie quería esa clase de cosas. Todos los suelos estaban enmoquetados en verde pálido y las cortinas eran de la misma tela que las fundas del tresillo, con un estampado de Morris, uno de los más sutiles. La pintura al agua de las paredes, de un tono limón pálido, volvía el piso luminoso y aireado incluso los días de lluvia. Había varias piezas de porcelana de Meissen y Worcester —fuentes para dulces y un juego de jarrones—, también conseguidas a buen precio tras la guerra, y siempre tenía flores en casa; Jacqueline lo sabía.

El único toque ordinario lo proporcionaba una pareja de zorros de Staffordshire, de color naranja y bastante chabacanos que llevaban entre las fauces sendos conejos muertos. Los había comprado años atrás en Portobello Road, por una miseria. Le recordaron la Guarida del Zorro.

—Me encanta venir aquí —dijo Sarah—. Tienes cosas preciosas y todo está siempre impecable, no como en casa.

—Podrás permitirte tenerlo todo impecable cuando vivas por tu cuenta —repuso Ursula, aunque el cumplido la halagó.

Suponía que debería hacer testamento, dejarle todos sus bienes mundanos a alguien. Le gustaría que Sarah se quedara el piso, pero el recuerdo del descalabro con el legado de la Guarida del Zorro a la muerte de Sylvie la hacía titubear. ¿Se debía mostrar un favoritismo descarado como ese? Seguramente no. Debía dividir sus bienes entre sus siete sobrinos, incluidos aquellos que no le caían bien o a los que no veía. Jimmy, por supuesto, nunca se había casado ni tenía hijos. Ahora vivía en California.

—Es homosexual, ya lo sabías, ¿no? —dijo Pamela—. Siempre ha tenido esa tendencia.

Lo dijo a título informativo, sin intención de censurarlo, pero aun así hubo cierta salacidad en sus palabras y un levísimo toque de engreimiento, como si tener opiniones liberales se le diera mejor. Ursula se preguntó si Pamela estaría al corriente de las «tendencias» sexuales de Gerald.

—Jimmy es Jimmy y punto —concluyó.

Un día de la semana anterior, cuando volvió de almorzar, se encontró un ejemplar del Times sobre su escritorio. Estaba abierto y doblado por el sitio preciso para que solo se vieran las necrológicas. La de Crighton incluía una fotografía de uniforme, de antes de que ella lo conociera. Había olvidado lo guapo que era. La nota ocupaba lo suyo y mencionaba Jutlandia, cómo no. Ursula se enteró de que su esposa Moira había «fallecido» antes que él, de que lo habían hecho abuelo varias veces y de que tenía pasión por el golf. Crighton siempre había detestado el golf, y Ursula se preguntó cuándo habría tenido lugar aquella conversión. ¿Y quién diablos habría dejado el Times sobre su escritorio? ¿A quién se le habría ocurrido darle la noticia tantos años después? No tenía la menor idea y supuso que nunca lo sabría. Hubo un tiempo durante su relación en el que Crighton se dedicó a mandarle notas que alguien dejaba sobre el escritorio, mensajitos amorosos bastante subidos de tono que aparecían como por arte de magia. Quizá la misma mano invisible había entregado el Times, tantos años después.

—Nuestro hombre del Almirantazgo ha muerto —le contó a Pamela—. Todo el mundo se acaba muriendo, claro.

—Pues vaya topicazo —comentó Pamela con una carcajada.

—No, me refiero a que todas las personas a quienes has conocido, incluida tú misma, estarán muertas algún día.

—Sigue siendo un tópico.

Amor fati —dijo Ursula—. Nietzsche no paraba de escribir sobre eso. Yo no lo entendí, pensé que el tipo me estaba llamando «amorfa». ¿Te acuerdas de que me mandaron a un psiquiatra, el doctor Kellet? En el fondo era todo un filósofo.

—¿Amor al destino?

—En realidad significa aceptación. Que debes aceptar lo que te pase, sea bueno o malo. La muerte es solo algo más que debe aceptarse, supongo.

—Pues parece salido del budismo. ¿Te he contado que Chris se va a India, a alguna especie de monasterio? Un retiro espiritual, lo llama él. Le ha costado mucho centrarse en lo que sea desde que salió de Oxford. Por lo visto es un poco «hippy».

Ursula se dijo que Pamela era muy benevolente con su tercer hijo. A ella, Christopher le parecía un poco repulsivo. Trató de pensar en un término más amable para describirlo, pero no lo encontró. Era de esas personas que te miraban con una sonrisa elocuente en la cara, como si fuera intelectual y espiritualmente superior a ti, cuando en realidad solo era un inepto en el aspecto social.

El aroma de los lirios, tan delicioso cuando los había puesto en agua, empezaba a provocarle ligeras náuseas. El ambiente estaba cargado en la habitación. Debería abrir una ventana. Se puso en pie para llevar la bandeja a la cocina y sintió una repentina punzada de dolor cegador en la sien derecha. Tuvo que volver a sentarse y esperar a que pasara. Llevaba varias semanas con esas molestias. Una punzada intensa que luego remitía y le dejaba la cabeza como de corcho y un zumbido en las orejas. Y otras veces era directamente un dolor muy fuerte, terrible y sostenido. Le pareció que podía tener la presión alta pero, tras una serie de pruebas, el diagnóstico del hospital fue una «probable» neuralgia. Le administraron calmantes fuertes y le dijeron que se sentiría mejor una vez que se hubiese jubilado.

—Tendrá tiempo para relajarse, tómeselo con calma —le dijo el médico con el tono de voz que reservaba para la gente mayor.

El dolor pasó y volvió a ponerse en pie con cautela.

¿En qué emplearía el tiempo? Se preguntó si debería mudarse al campo, a una casita, y participar en la vida de algún pueblecito, quizá en algún sitio no muy lejos de Pamela. Se imaginó en el Saint Mary Mead de Agatha Christie, o en el Fairacre de la señorita Read. ¿Y si escribía ella una novela? Con eso ocuparía el tiempo, desde luego. Y un perro, ya era hora de tener otro perro. Pamela los tenía de la raza golden retriever, una sucesión de ellos que se iban reemplazando; a Ursula le resultaba difícil distinguir uno de otro.

Lavó los cuatro cacharros que había usado. Se dijo que se acostaría temprano; se prepararía un batido de soja y se llevaría el libro a la cama. Estaba leyendo Los comediantes de Graham Greene. Quizá le hacía falta descansar más, pero últimamente le daba un poco de miedo dormir. Tenía sueños tan vívidos que a veces le costaba aceptar que no fueran reales. Varias veces llegó a creer que le había ocurrido algo muy descabellado, cuando la lógica le decía que no era así. Y las caídas. En los sueños siempre caía, escaleras abajo o de acantilados; una sensación de lo más desagradable. ¿Eran acaso los primeros indicios de la demencia? El principio del fin. El fin del principio.

Desde la ventana de su habitación veía ascender una luna llena y redonda. La Luna Reina de Keats, se dijo. «Suave es la noche». Volvía a dolerle la cabeza. Se sirvió un vaso de agua del grifo y se tomó un par de calmantes.

—Pero si hubiesen matado a Hitler, antes de que fuera canciller, se habría impedido todo este conflicto entre árabes e israelíes, ¿no? —La guerra de los Seis Días, pues así la llamaban, había concluido con una decisiva victoria israelí. Ursula continuó—: Entiendo muy bien que los judíos quisieran crear un estado independiente y defenderlo enérgicamente, claro que sí, y siempre he apoyado la causa sionista, incluso antes de la guerra, pero, por otra parte, entiendo que los estados árabes se sientan tan agraviados. Sin embargo, si Hitler no hubiese podido llevar a cabo el Holocausto…

—Porque lo habrían matado, ¿no?

—Eso, porque estaría muerto. En ese caso el apoyo a un estado judío habría sido mucho menos…

—La historia es un gran compendio de casos hipotéticos —zanjó Nigel.

Primogénito de Pamela, y sobrino varón favorito de Ursula, era profesor de historia en Brasenose, la antigua facultad de Hugh. Ursula lo había invitado a comer en Fortnum and Mason.

—Qué agradable es tener una conversación inteligente con alguien —comentó ella—. He estado de vacaciones en el sur de Francia con mi amiga Millie Shawcross, ¿la conoces? ¿No? Aunque ya no se llama así, lleva varios maridos, cada uno más rico que el anterior.

Millie, la novia de guerra, regresó pitando de Estados Unidos en cuanto pudo, pues su nueva familia era un «hatajo de vaqueros», según ella. Volvió a subirse al escenario y tuvo varias relaciones desastrosas antes de encontrar oro en la forma del vástago de una familia enriquecida con el petróleo que vivía en un paraíso fiscal.

—Ahora vive en Mónaco. No tenía ni idea de que fuera pequeño hasta ese extremo. La verdad es que últimamente se ha vuelto bastante estúpida. Ya me estoy poniendo pesada, ¿no?

—No, para nada. ¿Quieres más agua?

—La gente que vive sola tiende a parlotear. Vivimos sin control alguno, verbal por lo menos.

Nigel sonrió. Llevaba gafas muy formales y tenía la encantadora sonrisa de Harold. Cuando se quitó las gafas para limpiarlas con la servilleta, pareció jovencísimo.

—Qué joven se te ve —dijo Ursula—. Bueno, es que lo eres, claro. Ahora sí que parezco una tía chocha, ¿no?

—Qué va, si eres la persona más lista que conozco.

Ella untó con mantequilla un panecillo, bastante contenta con aquel cumplido.

—Una vez oí decir a alguien que la capacidad de ver las cosas en retrospectiva era algo maravilloso, que sin ella no existiría la historia.

—Y probablemente tenía razón.

—Pero piensa en lo distintas que podrían haber sido las cosas —insistió Ursula—. No habría existido el Telón de Acero, probablemente, y Rusia no habría sido capaz de zamparse toda Europa del Este.

—¿De zampársela?

—Bueno, aquello fue pura gula. Y los norteamericanos quizá no se hubieran recuperado tan rápido de la Gran Depresión sin una economía de guerra y por tanto no ejercerían tanta influencia en el mundo de la posguerra…

—Un montón increíble de gente seguiría viva.

—Pues sí, obviamente. Y los judíos harían que la fisonomía cultural de Europa fuese distinta. Piensa en toda esa gente desplazada que se arrastra de un país a otro. Gran Bretaña aún tendría un imperio, o al menos no lo habríamos perdido de forma tan precipitada…, no estoy diciendo que ser una potencia imperial sea buena cosa, por supuesto. Y no habríamos acarreado nuestra propia bancarrota ni lo habríamos pasado tan mal para recuperarnos, tanto en el aspecto financiero como en el psicológico. Y no habría Mercado Común…

—En el que de todas formas no nos dejan entrar.

—¡Piensa en lo fuerte que sería Europa! Aunque quizá Goering y Himmler habrían tomado cartas en el asunto. Y todo habría ocurrido exactamente igual.

—Es posible. Pero los nazis eran un partido casi marginal hasta que subieron al poder. Todos eran psicópatas fanáticos, pero ninguno tenía el carisma de Hitler.

—Ay, sí, ya lo sé —repuso Ursula—. Era extraordinariamente carismático. La gente habla del carisma como si fuese algo bueno, pero en realidad es una especie de hechizo en el sentido más antiguo del término, como una práctica de brujería, ¿sabes? Creo que era por los ojos, tenía unos ojos muy cautivadores. Si los mirabas fijamente tenías la sensación de correr el riesgo de creer…

—¿Lo conociste en persona? —interrumpió Nigel, atónito.

—Bueno —respondió Ursula—. No exactamente. ¿Te apetece algo de postre, querido?

Estaban en julio, y cuando volvía andando de Fortnum and Mason por Piccadilly hacía más calor que en el Hades. Hasta los colores parecían calientes. En los últimos tiempos todo le parecía radiante; radiante y joven. Había chicas en la oficina que llevaban faldas como volantes de cortina. Los jóvenes estaban entusiasmados consigo mismos, como si hubiesen inventado el futuro. Esa era la generación por la que se había librado la guerra, y ahora se dedicaban a pasear por ahí la palabra «paz» como si fuera un eslogan publicitario. No habían pasado por una guerra («Y eso es bueno —oyó decir a Sylvie—, por mediocres que salgan»). En palabras de Churchill, les habían entregado el título de propiedad de la libertad. Lo que hicieran ahora con ella era asunto suyo, suponía Ursula. (Vaya carca estaba hecha, se había convertido en la persona que siempre pensó que nunca sería).

Se le ocurrió dar un paseo por los parques y cruzó la calle para entrar en Green Park. Siempre paseaba allí los domingos, pero ahora que estaba jubilada pensó que todos los días serían domingo. Pasó de largo el palacio y entró en Hyde Park, se compró un helado en un quiosco junto al Serpentine y decidió alquilar una tumbona. Estaba terriblemente cansada; el almuerzo parecía haberle minado las fuerzas.

Debía de haberse dormido, por culpa de toda aquella comida. Había barcas en el lago, gente que pedaleaba, reía y bromeaba. Ay, cielos, se dijo; notaba los inicios de un dolor de cabeza y no llevaba calmantes en el bolso. Quizá encontraría un taxi en Carriage Drive, pues no sería capaz de llegar a casa andando con ese calor y sintiendo dolor. Pero entonces el dolor disminuyó en lugar de volverse más severo, y no era esa la progresión habitual de sus dolores de cabeza. Volvió a cerrar los ojos, bajo un sol radiante que aún calentaba. Sentía una pereza maravillosa.

Se le hacía raro dormir rodeada de gente. Debería sentirse vulnerable, pero en cambio le proporcionaba cierto consuelo. ¿Cómo era aquella frase de Tennessee Williams, «la bondad de los extraños»? El canto de cisne de Millie en el escenario, el último jadeo del cisne moribundo, había consistido en interpretar a Blanche DuBois en una puesta de escena en Bath en 1955.

Dejó que los murmullos distantes del parque la adormecieran como una canción de cuna. La vida no consistía en convertirse en algo, ¿no? Consistía en ser algo. El doctor Kellet habría estado de acuerdo con esa idea. Todo era efímero y sin embargo eterno, se dijo, amodorrada. En algún lugar ladraba un perro. Una niñita lloraba. La niñita era suya, notaba su delicado peso en los brazos. La sensación era adorable. Soñaba. Estaba en un prado: lino y consuelda, ranúnculo, amapolas silvestres, borbonesas y margaritas, y campanillas de invierno fuera de temporada. Las rarezas del mundo de los sueños, se dijo, y captó el sonido del pequeño reloj de sobremesa de Sylvie que daba las doce de la noche. Alguien cantaba, una niña, con una vocecita aflautada: «Yo tenía un arbolito y otro fruto no daba que una nuez de plata y una pera dorada». Muskatnuss, pensó; nuez moscada en alemán. Llevaba siglos tratando de recordar esa palabra, y de pronto ahí estaba.

Ahora se encontraba en un jardín. Oía el delicado tintineo de tazas y platillos, el traqueteo de un cortacésped, y percibía el perfume dulzón y un poco picante de las clavelinas. Un hombre la lanzaba al aire y había terrones de azúcar desparramados por la hierba. Había otro mundo pero era este mismo. Se permitió una risita aunque opinaba que la gente que se reía sola en público probablemente estaba chiflada.

Pese al calor veraniego, empezó a nevar; después de todo, en los sueños pasaban esas cosas. La nieve le fue cubriendo la cara, una sensación muy agradable y fresca con el tiempo que hacía. Y de pronto estaba cayendo, precipitándose en la oscuridad negra y profunda…

Pero ahí estaba la nieve otra vez, blanca y acogedora, un rayo de sol hendía las cortinas cual reluciente espada, y alguien la cogía a ella para acunarla en sus suaves brazos.

—Voy a llamarla Ursula —dijo Sylvie—. ¿Qué te parece?

—Me gusta —contestó Hugh. Apareció su rostro, con el bigote y las patillas bien recortados, los ojos verdes llenos de ternura—. Bienvenida, osita.