Noviembre de 1943

Fue Maurice quien le dio la noticia. Su llegada coincidió con la del carrito del té con el tentempié de las once.

—¿Puedo hablar contigo un momento?

—¿Quieres un té? —le preguntó ella levantándose del escritorio—. Seguro que podemos permitirnos darte un poco del nuestro, por muy inferior que sea al Pekoe de naranja y el Darjeeling y qué se yo qué más que tomáis en tu oficina. Y supongo que nuestras galletas no pueden ni compararse con las vuestras.

La señora del té seguía esperando, nada impresionada por aquel intercambio con un intruso de las altas esferas.

—No, no me apetece té, gracias —respondió un Maurice sorprendentemente educado y contenido.

A Ursula se le ocurrió de pronto que Maurice casi siempre bullía de ira reprimida (vaya estado tan extraño en el que pasarse la vida), en cierto sentido le recordaba a Hitler (había oído decir que Maurice se despachaba a gusto con las secretarias. «¡Ay, qué injusto! —dijo Pamela—, pero la verdad es que me da risa»).

Maurice nunca se había ensuciado las manos. Nunca se había personado en un incidente, nunca había visto cómo se le desmigajaba un hombre como si fuera una galleta ni se había arrodillado sobre un montoncito de tela y carne que una vez había sido un bebé.

¿Qué estaba haciendo ahí, iba a ponerse a pontificar otra vez sobre su vida amorosa? Ni se le pasó por la cabeza que hubiese venido a decirle (como si fuera una comunicación oficial):

—Siento tener que contarte esto, pero se trata de Ted. Le han dado.

—¿Cómo? —Ursula no pudo desentrañar qué significaba aquello. ¿Que le habían dado qué?—. No entiendo qué quieres decir, Maurice.

—Ted. El avión de Ted se ha estrellado.

Teddy había estado a salvo. Había cumplido con sus horas de vuelo e instruía a pilotos en una unidad operativa. Era jefe de escuadrón, con una Cruz de Vuelo Distinguido (Ursula, Nancy y Sylvie habían asistido a la entrega en el palacio, rebosantes de orgullo). Y entonces solicitó volver al servicio. («Sentí que debía hacerlo»). La chica que Ursula conocía en el Ministerio del Aire —Anne— le contó que solo uno de cada cuarenta tripulantes sobrevivía a un segundo período de servicio.

—¿Ursula? ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? Lo hemos perdido.

—Pues lo encontraremos.

—No. Oficialmente está «desaparecido en combate».

—Entonces no está muerto. ¿Dónde ha sido?

—En Berlín, hace un par de noches.

—Saltó en paracaídas, y lo han hecho prisionero —dijo Ursula como quien hace constar un hecho.

—No, me temo que no. Su avión cayó envuelto en llamas, nadie pudo salir.

—¿Cómo sabes eso?

—Lo vieron, hubo un testigo, un compañero piloto.

—¿Quién? ¿Quién lo vio caer?

—No lo sé. —Maurice empezaba a impacientarse.

—No —repitió ella.

No podía ser. El corazón empezó a palpitarle y sintió la boca seca. Se le nubló la vista y aparecieron puntitos, una pintura puntillista. Iba a desmayarse.

—¿Estás bien? —oyó preguntar a Maurice.

«¿Que si estoy bien? —pensó—. ¿Cómo voy a estar bien?».

La voz de Maurice sonaba muy, muy lejos. Lo oyó llamar a gritos a una de las chicas. Alguien acercó una silla, y luego un vaso de agua.

—Vamos, señorita Todd —dijo la chica—, agache la cabeza entre las rodillas.

La muchacha era la señorita Fawcett, una buena chica.

—Gracias, señorita Fawcett —musitó ella.

—Mamá también lo ha encajado muy mal —dijo Maurice, como si el dolor lo confundiera. Él nunca había querido a Teddy como lo querían los demás.

Maurice le dio unas palmaditas en el hombro, y ella trató de no encogerse.

—Bueno, será mejor que vuelva a la oficina —concluyó Maurice y, casi como quien no quiere la cosa, como si lo peor hubiese pasado y pudieran continuar charlando más relajadamente, añadió—: Supongo que nos veremos en la Guarida del Zorro.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

Ursula se incorporó hasta quedar erguida en la silla. El agua en el vaso se estremeció ligeramente.

—¿Por qué vamos a vernos en la Guarida del Zorro? —Sintió que la señorita Fawcett aún andaba por ahí, solícita.

—Bueno —repuso Maurice—, una familia suele reunirse en ocasiones como esta. Después de todo, no habrá funeral.

—¿No lo habrá?

—No, claro que no. No hay cuerpo —añadió.

¿Se había encogido de hombros? ¿De verdad lo había hecho? Ursula estaba temblando, se dijo que iba a desmayarse, después de todo. Deseó que alguien la abrazara, pero no Maurice. La señorita Fawcett le quitó el vaso de la mano.

—Te llevaré, por supuesto —añadió Maurice—. Mamá me ha parecido afectadísima.

¿Se lo había dicho por teléfono? «Qué horror», se dijo Ursula. Aunque, supuso, difícilmente importaba cómo se diera la noticia. Pero que te la transmitiera Maurice con su traje mil rayas con chaleco, ahí apoyado como estaba contra su escritorio, inspeccionándose las uñas, aguardando a que ella dijera que estaba bien para poder marcharse…

—Estoy bien, puedes irte.

La señorita Fawcett le llevó un té calentito con azúcar.

—Lo siento muchísimo, señorita Todd. ¿Quiere que la acompañe a casa?

—Es muy amable por su parte, pero estaré bien. Eso sí, ¿le parece que podría traerme el abrigo?

Retorcía la gorra del uniforme en las manos. Lo estaban poniendo nervioso con su mera presencia. Roy Holt tomaba cerveza de una gran jarra de cristal con relieve, a grandes sorbos, como si tuviera mucha sed. Era amigo de Teddy, el testigo de su muerte. El «compañero piloto». La última vez que Ursula había estado allí, visitando a Teddy, en el verano de 1942, se sentaron en la terraza del bar y tomaron sándwiches de jamón y huevos en escabeche.

Roy Holt era de Sheffield, donde el aire aún pertenecía a Yorkshire pero quizá no era tan bueno. Su madre y su hermana habían muerto en los terribles ataques aéreos de diciembre de 1940, y él decía que no descansaría hasta haber dejado caer una bomba directamente sobre la cabeza de Hitler.

—Bien hecho —dijo Izzie.

Ursula advirtió que su tía tenía una forma peculiar de tratar a los jóvenes, maternal y coqueta al mismo tiempo (donde antes solo había sido coqueta). Observarla resultaba un poco perturbador.

En cuanto se enteró de la noticia, Izzie volvió a toda prisa de Cornualles a Londres y le exigió a «un hombre que conocía» en el gobierno que le facilitara un coche y un puñado de cupones para gasolina, para llevarlas a las dos a la Guarida del Zorro y, desde allí, emprender viaje al aeródromo de Teddy. («Nunca conseguirías llegar en un tren, estás demasiado afectada»). Eso de «hombres que conocía» solía ser un eufemismo para referirse a sus examantes. («¿Qué ha hecho para conseguir esto?», le preguntó el hosco propietario de una gasolinera donde repostaron de camino al norte. «Me he acostado con alguien importantísimo», respondió Izzie con dulzura).

Ursula no veía a Izzie desde el funeral de Hugh, cuando le hizo la asombrosa confesión de que tenía un hijo; se le ocurrió que quizá podría sacar de nuevo el tema en el trayecto a Yorkshire (sería complicado), teniendo en cuenta lo alterada que estaba Izzie y que supuestamente no tenía a nadie más con quien hablarlo. De modo que le preguntó:

—¿Quieres contarme algo más sobre lo de tu niño?

—Ah, ¿sobre eso? —dijo Izzie a la ligera como si fuera algo trivial—. Olvida lo que te dije, solo tenía el día morboso. Qué tal si paramos a tomar el té en algún sitio, yo desde luego me zamparía un bollito, ¿tú no?

Sí, se reunieron todos en la Guarida del Zorro, y no, no había «cuerpo». A esas alturas la situación de Teddy y su tripulación se había cambiado de «desaparecidos en combate» a «desaparecidos y dados por muertos». Maurice dijo que no había esperanza, debían dejar de pensar que la había.

—Siempre hay esperanza —dijo Sylvie.

—No —repuso Ursula—, hay veces en las que de verdad no la hay.

Pensó en aquel bebé. Emil. ¿Qué aspecto tendría Teddy? ¿Estaría ennegrecido y encogido como un pedazo de leña calcinada? Quizá no quedaba nada en absoluto, ningún resto del «cuerpo». Basta, basta ya. Inspiró profundamente. Piensa en él de pequeñito, jugando con sus aviones y trenes… No, eso era peor, en realidad. Mucho peor.

—No ha sido una sorpresa la verdad —dijo Nancy con gran seriedad.

Estaban sentadas en la terraza. Se les había ido un poco la mano con el buen whisky de malta de Hugh. Se hacía extraño beberse su whisky cuando el propio Hugh ya no estaba. Lo tenía en una licorera de cristal tallado sobre el escritorio de su estudio, y era la primera vez que Ursula lo tomaba sin que se lo hubiera servido su padre. («¿Te apetece un traguito de algo bueno de verdad, osita?»).

—Había volado ya en muchas misiones —prosiguió Nancy—, tenía pocas probabilidades de sobrevivir.

—Sí, lo sé.

—Él lo esperaba. Incluso aceptaba que fuera así. Tienen que hacerlo, todos esos muchachos —repuso Nancy, y continuó—: Ya sé que no parezco lo bastante abatida, pero tengo el corazón partido en dos. Lo quería muchísimo. No, lo quiero muchísimo. No sé por qué he usado el pasado, como si el amor muriese con tu amado. Lo quiero incluso más ahora, porque me da una lástima terrible. Nunca se casará, nunca tendrá hijos, nunca tendrá la maravillosa vida que le correspondía por derecho. No por todo esto —añadió, haciendo un ademán para indicar la Guarida del Zorro, la clase media e Inglaterra en general—, sino porque era un hombre muy bueno. Sólido y fiable, como una gran campana, creo. —Se echó a reír—. Ya sé que digo tonterías. Pero sé que si alguien me entiende eres tú. Y no puedo llorar, ni siquiera quiero llorar. Mis lágrimas nunca podrían compensar su pérdida.

Teddy le había dicho una vez que Nancy no quería hablar, y ahora no quería hacer otra cosa que hablar. La propia Ursula apenas pronunció una palabra, pero no paraba de llorar. No conseguía pasar ni una hora sin contener las lágrimas. Aún tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Crighton se había portado de maravilla, estrechándola entre sus brazos para calmarla, preparándole infinitas tazas de té, un té birlado del Almirantazgo, suponía. No le soltó tópicos, no dijo que todo iría bien, que el tiempo lo curaría todo, que Ted estaba en un sitio mejor ahora; ninguna de esas sandeces. La señorita Woolf también estuvo increíble. Acudió a verla y se sentó con Crighton, sin cuestionarse un solo instante quién sería, y le cogió la mano, le acarició el cabello y le permitió ser una cría inconsolable.

Ahora todo eso había pasado ya, se dijo mientras apuraba el whisky. Ahora no quedaba nada, simplemente. Solo había un vasto y anodino paisaje de nada, que se extendía hasta el horizonte de su mente. «La desesperanza detrás y la muerte delante».

—¿Querrás hacer algo por mí? —le preguntó Nancy.

—Sí, claro, lo que sea.

—¿Averiguarás si hay la más mínima esperanza de que siga vivo? Sin duda hay una posibilidad, por pequeña que sea, de que lo hayan hecho prisionero. Pensaba que quizá conocerías a alguien en el Ministerio del Aire…

—Bueno, sí, conozco a una chica.

—O quizá Maurice conoce a alguien, alguien que pueda dar… una respuesta definitiva. —Se puso en pie, tambaleándose un poco por el whisky, y añadió—: Tengo que irme.

—Yo la he visto antes —le dijo Roy Holt.

—Sí, vine de visita el año pasado —contestó Ursula—. Me alojé aquí, en el White Hart, que alquila habitaciones, aunque supongo que ya lo sabe. Este es su pub, ¿no? El de los tripulantes de aviones, quiero decir.

—Me acuerdo de que estuvimos tomando copas en el bar.

—Sí, fue una velada muy animada.

Maurice no sirvió de nada, cómo no, pero Crighton lo intentó. La historia era siempre la misma. El avión de Teddy había caído envuelto en llamas y nadie pudo saltar.

—Usted fue la última persona que lo vio —dijo Ursula.

—La verdad es que no pienso mucho en eso —repuso Roy Holt—. Ted era un buen tipo, pero es algo que pasa constantemente. No vuelven. Están aquí a la hora del té, y en el desayuno ya no están. Dedicas un minuto a lamentar su pérdida, y luego ya no le das más vueltas. ¿Está al corriente de las estadísticas?

—Pues sí, lo estoy.

Roy se encogió de hombros.

—No sé, quizá después de la guerra pensaré en ello. Y no sé qué quiere que le cuente.

—Solo queremos saber —intervino Izzie— que no saltó en paracaídas. Que está muerto. Estaban en pleno ataque aéreo y, en esas circunstancias extremas, es posible que usted no hubiera visto el desarrollo entero de la tragedia.

—Está muerto, créanme —contestó Roy Holt—. Toda la tripulación lo está. El avión estaba envuelto en llamas. Es probable que la mayoría hubiese muerto ya. Vi a Ted, nuestros aviones estaban muy cerca, todavía íbamos en formación. Se volvió y me miró.

—¿Que lo miró? —repitió Ursula.

Teddy en los últimos instantes de su vida, sabiendo que iba a morir. ¿En qué estaría pensando? ¿En el prado, la arboleda y el arroyo que discurría por el bosquecillo de las campanillas? ¿O en las llamas que iban a devorarlo, en que sería un mártir más por Inglaterra?

Izzie tendió una mano para oprimir la suya.

—Tranquila.

—A mí solo me preocupaba alejarme de ellos. Su pájaro estaba fuera de control, no quería que el muy cabrón se estrellara contra nosotros. —Roy se encogió de hombros. Parecía increíblemente joven y al mismo tiempo increíblemente viejo—. Deberían pasar página y seguir viviendo —dijo con cierta acritud, y luego, con tono un poco más amable, añadió—: He traído al perro. He pensado que quizá querrían recuperarlo.

Lucky estaba dormido a los pies de Ursula. Se volvió loco de alegría al verla. Teddy no lo había dejado en la Guarida del Zorro, sino que se lo llevó consigo al norte, a la base. «Con el nombre y la reputación que tiene, ¿qué otra cosa iba a hacer?», escribió. Le mandó a Ursula una fotografía de todos los miembros de su tripulación, repantigados en viejas butacas, con Lucky muy orgulloso sobre la rodilla de Teddy, en posición de firmes.

—Pero es su mascota de la suerte —protestó Ursula—. ¿No equivale eso a llamar a la mala suerte? Me refiero al dárnoslo a nosotras.

—Desde que Ted cayó no hemos tenido más que mala suerte —repuso Roy Holt con aire taciturno, y añadió, algo más simpático—: Era el perro de Ted, fiel hasta el final, como suele decirse. El pobre carga con algo funesto. Los muchachos no soportan verlo paseándose por el aeródromo, esperando a que vuelva Ted. Les recuerda que la próxima vez podría tocarles a ellos.

—Yo sí que no puedo soportarlo —le dijo ella a Izzie cuando se alejaban en el coche.

Recordó que era lo que había dicho la señorita Woolf cuando Tony murió. ¿Cuánto se suponía que tenías que soportar? El perro estaba en su regazo, satisfecho; quizá percibía algo de Ted en ella. O eso le gustaba pensar.

—¿Qué otra cosa se puede hacer? —quiso saber Izzie.

Bueno, pues puedes suicidarte. Y habría sido capaz de hacerlo, pero ¿cómo iba a abandonar al perro?

—¿No te parece ridículo? —le preguntó a Pamela.

—No, no es ridículo —repuso Pamela—. El perro es cuanto queda de Teddy.

—A veces me parece que es Teddy, de hecho.

—Eso sí que es ridículo.

Estaban sentadas en el jardín de la Guarida del Zorro, un par de semanas después del día de la Victoria Aliada. («Ahora viene lo más duro», comentó Pamela). No lo habían celebrado. Sylvie lo convirtió en un día señalado tomándose una sobredosis de somníferos.

—Un gesto egoísta, en realidad —dijo Pamela—. Después de todo, los demás también somos hijos suyos.

Sylvie había abrazado la verdad a su inimitable manera, tendiéndose en la cama de la infancia de Teddy y tragándose un frasco entero de pastillas, que regó con lo que quedaba del whisky de Hugh. También era la habitación de Jimmy, pero no pareció que él contara para ella. Ahora, dos de los niños de Pamela dormían en esa habitación y jugaban con el viejo tren eléctrico de Teddy, montado en la antigua habitación de la señora Glover en la buhardilla.

Los niños, Pamela y Harold vivían en la Guarida del Zorro. Para sorpresa de todos, Bridget había cumplido su amenaza de regresar a Irlanda. Sylvie, enigmática hasta el final, dejó su propia versión de una bomba de acción retardada. Cuando se leyó el testamento, descubrieron que había algo de dinero —en acciones y bonos y esas cosas, para algo Hugh era banquero— que debía repartirse equitativamente, pero Pamela heredaría la Guarida del Zorro.

—Pero ¿por qué yo? —preguntó, desconcertada—. Yo no era más favorita que los demás.

—Ninguno de nosotros era su favorito —respondió Ursula—, solo Teddy. Supongo que si hubiera estado vivo se la habría dejado a él.

—Si hubiera estado vivo ella no estaría muerta.

Maurice se puso furioso. Jimmy no había vuelto de la guerra, y cuando volvió, no pareció que la cosa le preocupara mucho en un sentido u otro. Ursula no sintió una absoluta indiferencia ante el desaire (una palabra que se quedaba pequeña para lo que era una considerable traición), pero pensó que Pamela era la persona ideal para vivir en la Guarida del Zorro y se alegró de que quedara bajo su responsabilidad. Pamela quiso vender y repartir lo obtenido, pero para sorpresa de Ursula, Harold la convenció de que no lo hiciera. (Y costaba lo suyo convencer a Pamela de que no hiciera algo). A Harold siempre le había caído mal Maurice, tanto por su política como por su forma de ser, y Ursula sospechó que era su forma de castigarlo por…, bueno, por ser Maurice. Todo parecía salido de una obra de Forster, y no habría costado mucho sentir rencor, pero Ursula decidió no hacerlo.

El contenido de la casa debía dividirse entre ellos. Jimmy no quiso nada, pues ya había reservado pasaje a Nueva York y tenía un empleo apalabrado allí en una agencia de publicidad, gracias a alguien con quien había trabado contacto durante la guerra; «un hombre que conozco», dijo, parafraseando a Izzie. Por su parte, Maurice, tras haber decidido que no impugnaría el testamento («aunque tendría éxito, por supuesto»), mandó una furgoneta de mudanzas y prácticamente desvalijó la casa. Nada de lo que se llevó la furgoneta apareció nunca en la casa del propio Maurice, de modo que supusieron que lo vendió todo, más por resentimiento que por otra cosa. Pamela lloró por los preciosos objetos de adorno y alfombras de Sylvie, por la mesa estilo neorregencia, unas sillas reina Ana muy buenas, el reloj de pared del vestíbulo, «cosas con las que crecimos», pero aquello pareció aplacar a Maurice e impedir el estallido de una guerra absoluta.

Ursula se llevó el reloj de sobremesa de Sylvie.

—No quiero nada más —dijo—, solo ser siempre bienvenida aquí.

—Y lo serás. Ya lo sabes.