Millie tenía razón. La guerra seguía y seguía. Llegó aquel invierno espantosamente frío sin que hubiera acabado, y luego se produjo el bombardeo en la City a finales de año. Ralph ayudó a que el fuego no llegara a la catedral de Saint Paul. Y todas aquellas preciosas iglesias de Wren, pensó Ursula, que se habían construido a raíz del último gran incendio, ahora habían desaparecido.
El resto del tiempo lo dedicaban a las actividades habituales de los de su clase: iban al cine, a bailar, a conciertos de mediodía en la Galería Nacional. Comían y bebían y hacían el amor. No «follaban». Ese no era en absoluto el estilo de Ralph. «Un término muy propio de Lawrence», le había dicho Ursula fríamente a Fred Smith; suponía que él no tenía ni idea de a qué se refería, pero esa palabra tan grosera le había producido una impresión espantosa. Estaba acostumbrada a oír palabrotas durante los incidentes bélicos, constituían un elemento fundamental del vocabulario de los equipos de salvamento, pero no a que las utilizasen para referirse a ella. Intentó pronunciar esa palabra delante del espejo del baño, pero sintió una gran vergüenza.
—¿Se puede saber de dónde la has sacado?
Ursula nunca lo había visto tan perplejo. Crighton manoseó la pitillera de oro.
—Creía que la había perdido para siempre —añadió.
—¿De verdad lo quieres saber?
—Pues claro —respondió él—. ¿A qué viene tanto misterio?
—¿El nombre de Renee Miller te dice algo?
Él contrajo el gesto mientras pensaba, pero luego negó con la cabeza.
—Me temo que no. ¿Debería sonarme?
—Seguramente le pagaste para acostarte con ella. O la invitaste a cenar en un buen restaurante. O te la llevaste de juerga y ya está.
—Ah… ¡esa Renee Miller! —soltó él con una carcajada. Tras unos instantes de silencio, añadió—: No, la verdad es que ese nombre no me dice nada. Y, en cualquier caso, creo que nunca he pagado a una mujer para que se acostara conmigo.
—Pero si estás en la marina —objetó ella.
—Bueno, pues no lo he hecho desde hace muchísimo tiempo. Pero gracias. Ya sabes que esta pitillera es muy importante para mí. Mi padre…
—Te la regaló después de lo de Jutlandia, ya lo sé.
—¿Te estoy aburriendo?
—No. ¿Nos vamos a dar una vuelta? ¿Al refugio? ¿Quieres que follemos?
Él no pudo reprimir la risa y contestó:
—Si quieres…
Crighton declaró que últimamente le importaban menos «las galanterías». Daba la impresión de que con ese término también se refería a Moira y las niñas, y ambos no tardaron en retomar su romance furtivo, aunque de furtivo ya tenía menos. Se parecía tan poco a Ralph que Ursula casi no creía que aquello fuera una infidelidad. («¡Oh, vaya excusa tan cautivadora!», comentó Millie). En cualquier caso, ahora veía muy poco a Ralph y, por lo que parecía, la relación se estaba enfriando por ambas partes.
Teddy leyó la inscripción del Cenotafio de Whitehall:
—«Los gloriosos muertos». ¿De verdad crees que son eso, gloriosos? —preguntó.
—Bueno, muertos sí están, eso desde luego —respondió Ursula—. Pero lo de gloriosos supongo que lo pusieron para que nos sintamos mejor.
—Pues yo no creo que a los muertos les importen mucho las cosas —repuso Teddy—. Si estás muerto, estás muerto. No creo que haya nada más allá, ¿tú sí?
—Antes de la guerra es posible que lo creyera —contestó Ursula—, cuando todavía no había visto un montón de cadáveres. Pero solo parecen desperdicios tirados por ahí. —Recordó el momento en que Hugh había dicho: «A mí me podéis tirar a la calle cuando saquéis la basura»—. No da la sensación de que las almas hayan subido al cielo.
—Seguramente daré la vida por Inglaterra —declaró Teddy—. Y existe la posibilidad de que tú también. ¿Es una causa que merezca la pena?
—Yo creo que sí. Papá decía que nos prefería vivos y cobardes antes que héroes y muertos. Pero me parece que no iba en serio, no asumir la responsabilidad no era propio de él. ¿Qué pone en el monumento conmemorativo de la guerra que hay en el pueblo? «Dimos nuestro hoy por vuestro mañana». Eso es lo que estáis haciendo vosotros, dándolo todo, y no creo que esté bien.
Ursula pensó que preferiría morir por la Guarida del Zorro que por «Inglaterra». Por el prado y la arboleda y el arroyo que discurría por el bosquecillo de las campanillas. Bueno, todo aquello también era Inglaterra, ¿no? Esa tierra tan privilegiada.
—Yo soy una patriota. Y me sorprende que lo sea, aunque no sé muy bien por qué. ¿Qué pone en la estatua de Edith Cavell, la que hay en la iglesia de Saint Martin?
—«No basta con el patriotismo» —dijo Teddy.
—¿Tú piensas que es así? Personalmente, creo que es más que suficiente.
Ursula se echó a reír y se cogieron del brazo mientras recorrían Whitehall. Se veían muchos daños causados por las bombas. Le señaló a Teddy las salas del Gabinete de Guerra.
—Conozco a una chica que trabaja ahí dentro. Prácticamente duerme en un armario. A mí no me gustan los bunkers y los sótanos.
—Me preocupas un montón —dijo Teddy.
—Pues a mí me preocupas tú. Y toda esa preocupación no nos ha hecho ningún bien a ninguno de los dos. —Estaba hablando como la señorita Woolf.
Teddy («oficial piloto Todd») había sobrevivido a una Unidad Operativa de Instrucción en Lincolnshire, pilotando bombarderos Whitley, y al cabo de una semana más o menos pasaría a formar parte de una Unidad de Conversión de bombarderos pesados para aprender a volar los nuevos Halifax y empezar su primer período de servicio.
Según la chica del Ministerio del Aire, solo la mitad de los tripulantes de bombarderos sobrevivían a su primer período de servicio.
(—¿No tienen las mismas probabilidades cada vez que suben? —le preguntó Ursula—. ¿No funcionan así las probabilidades?
—Cuando se trata de las tripulaciones de bombarderos, no —contestó la chica del Ministerio del Aire).
Teddy la acompañaba de regreso a la oficina después de comer. Ursula se había cogido una hora entera. La actividad ya no era tan frenética como antaño.
Tenían previsto comer en algún sitio chic pero acabaron en un comedor comunitario ante un rosbif y un pastel de ciruelas con crema. Las ciruelas eran de lata, cómo no, pero disfrutaron del menú.
—Todos esos nombres —dijo Teddy ante el Cenotafio—. Todas esas vidas. Y ahora, otra vez. Me parece que algo no anda bien con la raza humana. Se dedica a socavar aquello en lo que nos gustaría creer, ¿no?
—Ponerse a pensar no tiene sentido —repuso ella alegremente—, tienes que limitarte a seguir adelante con tu vida. —(Desde luego se estaba convirtiendo en la señorita Woolf.)—. Después de todo, solo tenemos una; tenemos que intentar vivirla lo mejor que sepamos. Nunca nos saldrá bien del todo, pero debemos intentarlo. —(La transformación era completa).
—¿Y si tuviéramos la oportunidad de vivir una y otra vez —preguntó Teddy— hasta que nos saliera bien? ¿A que sería maravilloso?
—Pues yo creo que sería agotador. Te citaría a Nietzsche, pero supongo que me darías un tortazo.
—Probablemente. Es un nazi, ¿no?
—No exactamente. ¿Aún escribes poemas, Teddy?
—Ya no encuentro las palabras. Todos mis intentos me parecen pura sublimación, como si convirtiera la guerra en imágenes bonitas. No consigo encontrar su verdadero corazón.
—¿El corazón palpitante, sombrío y sangrante de la guerra?
—Igual eres tú quien debería escribir —comentó él con una carcajada.
No participaría en las patrullas mientras Teddy estuviera allí, así que la señorita Woolf la quitó de la lista de turnos. Los ataques aéreos eran más esporádicos ahora. Se habían producido bombardeos terribles en marzo y abril que aún parecieron peores por el pequeño respiro de las bombas del que se había disfrutado.
—Es curioso —comentó la señorita Woolf—, cuando son implacables tienes los nervios tan a flor de piel que casi se hace más fácil sobrellevarlos.
En el puesto de Ursula había tenido lugar un claro período de calma.
—Creo que a Hitler le interesan más los Balcanes —dijo la señorita Woolf.
—Va a volverse contra Rusia —le reveló Crighton a Ursula con cierta autoridad. Millie estaba en otra gira de la compañía, actuando para los soldados, y tenían el piso de Kensington para ellos solos.
—Pero eso sería una locura.
—Bueno, el tipo es un chiflado, ¿qué esperabas? —Crighton exhaló un suspiro—. No hablemos más de la guerra.
Estaban tomando whisky del Almirantazgo y jugando a las cartas, como un matrimonio de ancianos.
Teddy la acompañó hasta Exhibition Road y la oficina.
—Imaginaba que tu «sala de guerra» sería un poco más lujosa, con pórticos y columnas, y no un búnker.
—Los pórticos los tiene Maurice.
En cuanto estuvo dentro se abalanzó sobre ella Ivy Jones, una de las operadoras del teletipo que entraba de servicio.
—Es usted toda una incógnita, señorita Todd —dijo—. Mira que mantener en secreto a un hombre guapísimo como ese…
«Esto es lo que le pasa a alguien cuando se pasa de simpática con el personal», pensó Ursula.
—Tengo que irme corriendo —dijo—, soy una esclava del informe de situación cotidiano.
Sus «chicas», la señorita Fawcett y las demás, archivaban y cotejaban datos y le mandaban a ella las carpetas beige para que pudiera formular compendios, diarios o semanales, y a veces hasta por horas. Diarios, listas de daños, informes de situación; el trabajo no se acababa nunca. Luego había que mecanografiarlo todo y meterlo en más carpetas beige, y ella tenía que firmarlo antes de que las carpetas emprendieran su camino hacia otra persona, alguien como Maurice.
—No somos más que dientes en un engranaje, ¿no? —le dijo la señorita Fawcett.
—Pero no lo olvide, sin dientes no hay engranaje —repuso Ursula.
Teddy la llevó a tomar una copa. La noche era cálida y los árboles estaban llenos de flores, de modo que tuvieron la momentánea sensación de que la guerra había terminado.
Teddy no quería hablar de aviones, no quería hablar sobre la guerra, ni siquiera quería hablar de Nancy. ¿Dónde estaba? Al parecer, haciendo algo sobre lo que no podía hablar. Por lo visto ya nadie quería hablar sobre nada.
—Bueno, hablemos de papá —propuso Teddy, y eso hicieron, y les dio la sensación de que Hugh había tenido por fin el velatorio que merecía.
A la mañana siguiente, Teddy cogería el tren a la Guarida del Zorro. Se alojaría allí varias noches.
—¿Llevarás contigo a otro evacuado? —preguntó Ursula, y le tendió a Lucky.
El perro pasaba todo el día en el piso mientras ella estaba en el trabajo, pero muchas veces lo llevaba al puesto cuando estaba de servicio y todos lo trataban como una especie de mascota. Hasta el señor Bullock, que no parecía muy aficionado a los perros, aparecía con restos y huesos para él. A veces, a Ursula le parecía que el perro comía mejor que ella. Aun así, Londres en tiempos de guerra no era lugar para un perro, le dijo a Teddy.
—Con todo el ruido que hay, tiene que ser muy desquiciante para él.
Fue a Marylebone a despedirlo. Teddy se puso al perro bajo el brazo y le hizo un saludo militar, dulce e irónico a un tiempo, y subió a bordo del tren. A Ursula casi le dio tanta pena ver marchar al perro como a Teddy.
Habían sido demasiado optimistas. En mayo hubo un ataque aéreo terrible.
Una bomba alcanzó el edificio de Phillimore Gardens. Ni Ursula ni Millie estaban allí, gracias a Dios, pero el tejado y la planta superior quedaron destrozados. Ursula se limitó a volver y acampó en el piso. Hacía buen tiempo y, en cierto extraño sentido, disfrutaba estando allí. Aún había agua, aunque no electricidad, y alguien del trabajo le prestó una vieja tienda de campaña para que no durmiera al raso. La última vez que había acampado estaba en Baviera, cuando acompañó a las hermanas Brenner a las montañas en su expedición estival de la Liga de Muchachas Alemanas y compartieron una tienda con Klara, la mayor. Llegaron a tenerse mucho cariño, pero no volvió a saber de Klara desde que se había declarado la guerra.
Crighton se mostró optimista con respecto a su alojamiento «al fresco» y dijo que era «como dormir en cubierta bajo las estrellas en el océano Índico». Ursula sintió una punzada de envidia: ella ni siquiera había estado en París. El eje Munich-Bolonia-Nancy había definido para ella los límites del mundo desconocido. Ella y su amiga Hilary —la chica que dormía en un armario en las Salas de Guerra— habían hecho planes para unas vacaciones recorriendo Francia en bicicleta, pero la guerra les había puesto fin. Estaban todos atrapados «en esta isla coronada, esta augusta tierra» de Inglaterra. Si uno le daba demasiadas vueltas, empezaba a sentir cierta claustrofobia.
Cuando Millie volvió de su gira declaró que Ursula se había vuelto loca e insistió en que buscaran otro piso, de modo que se mudaron a un sitio destartalado en Lexham Gardens. Ursula supo que nunca llegaría a gustarle. («Tú y yo podríamos vivir juntos si quisieras —dijo Crighton—. ¿Qué tal un pisito en Knightsbridge?». Ella puso reparos).
Aquello no fue lo peor, por supuesto. El puesto fue el blanco directo de una bomba en el mismo ataque y tanto herr Zimmerman como el señor Simms resultaron muertos.
En el funeral de herr Zimmerman, un cuarteto de cuerda, de refugiados, interpretó a Beethoven. A diferencia de la señorita Woolf, Ursula pensaba que haría falta algo más que las obras del gran compositor para curar sus heridas.
—Los vi tocar en el Wigmore Hall antes de la guerra —susurró la señorita Woolf—. Son buenísimos.
Tras el funeral, Ursula fue al parque de bomberos en busca de Fred Smith, y cogieron una habitación en un hotelito de mala muerte cerca de Paddington. Después de haber hecho el amor de forma tan imperiosa como la otra vez, se durmieron mecidos por el ruido de los trenes que iban y venían, y ella se dijo que Fred debía de echar de menos aquel sonido.
Cuando despertaron, Fred dijo:
—Siento haberme comportado como un cabrón la última vez que estuvimos juntos.
Fred salió y consiguió dos tazas de té; ella supuso que habría camelado a alguien del hotel, pues no parecía la clase de sitio que contara con una cocina, y mucho menos con servicio de habitaciones. En efecto, Fred tenía un encanto natural, como el de Teddy, fruto en el caso de ambos de cierta rectitud de carácter. El encanto de Jimmy era distinto, más pillo quizá.
Se incorporaron en la cama para tomarse el té y fumar sendos pitillos. Ursula pensaba en un poema de Donne, «La reliquia», uno de sus favoritos —«en torno al hueso / un brazalete de cabello rubio»—, pero se contuvo y no lo citó, considerando lo mal que le había ido la última vez. Qué curioso sería sin embargo que cayera una bomba en el hotel y nadie supiera quiénes eran o qué hacían allí juntos, unidos en una cama que se había convertido en su tumba. Desde el episodio de Argyll Road estaba muy morbosa. Le había afectado de manera distinta que otros incidentes. ¿Qué querría ver escrito en su lápida?, se preguntó por pasar el rato. «Ursula Beresford Todd, inquebrantable hasta el final».
—¿Sabes qué problema tienes, señorita Todd? —le preguntó Fred Smith mientras apagaba el cigarrillo.
Cogió la mano de Ursula y le dio un beso en la palma, y ella se dijo: «Atesora este instante, porque es un instante dulce».
—No, ¿qué problema tengo?
Nunca lo supo, porque empezó a sonar la sirena.
—Joder, joder, joder, se supone que estoy de servicio —soltó Fred, y se puso a toda prisa la ropa, le dio un beso apresurado y salió pitando de la habitación.
Ursula no volvió a verlo nunca más.
Estaba leyendo el Diario de Guerra de Seguridad Nacional de las terribles primeras horas del 11 de mayo: «Hora de procedencia: 00.45. Medio de procedencia: teletipo. Estado: recibido. Asunto: Oficinas portuarias del suroeste de India destruidas por un obús». Y también la abadía de Westminster, el Parlamento, el cuartel general de De Gaulle, la Real Casa de la Moneda, el Tribunal de Justicia. Había visto con sus propios ojos la iglesia de Saint Clement Dane ardiendo como una monstruosa tea en el Strand. Y todas las personas corrientes que llevaba sus preciosas vidas corrientes en Bermondsey, en Islington, en Southwark. La lista seguía y seguía. La interrumpió la señorita Fawcett.
—Un mensaje para usted, señorita Todd —dijo, y le tendió un pedazo de papel.
Una chica a quien conocía y que conocía a su vez a una muchacha en el cuerpo de bomberos le mandaba la copia de un informe del cuerpo auxiliar, con una notita añadida: «Era amigo tuyo, ¿verdad? Lo siento».
«Frederick Smith, bombero, fallecido al caerle un muro encima mientras se ocupaba de un incendio en Earl’s Court».
Maldito estúpido, se dijo Ursula. Maldito, maldito estúpido.