La señorita Woolf los estaba deleitando con un pequeño recital de piano.
—Un poco de Beethoven —les dijo—. No es que yo sea Myra Hess, pero he pensado que podría gustarles.
Acertó en ambas afirmaciones. El señor Armitage, el cantante de ópera, le preguntó si podía acompañarlo mientras él cantaba «Non più andrai» de Las bodas de Fígaro y la supervisora, que aquella velada se mostraba en particular dispuesta a todo, le dijo que lo intentaría. Fue una ejecución emocionante («Inesperadamente viril», dictaminó la señorita), y nadie protestó cuando el señor Bullock (lo cual no sorprendió a los presentes) y el señor Simms (lo cual sí resultó sorprendente) participaron también ofreciendo una versión bastante subida de tono.
—¡Ah, esa me la sé! —exclamó Stella.
Lo cual resultó cierto en lo relativo a la melodía pero no a la letra, pues se dedicó a tararear con gran entusiasmo: «la, la, la, li, la, la», etcétera.
Poco antes habían asignado dos voluntarios más al puesto. El primero, el señor Emslie, era tendero y procedía de otro puesto, pues una bomba lo había dejado sin casa, sin tienda y sin sector. Al igual que el señor Simms y, antes de él, el señor Palmer, también era veterano de la guerra anterior. La segunda incorporación venía con un pasado más exótico. Stella era una de las «coristas» del señor Bullock y confesó (sin el menor reparo) ser «artista de striptease», a lo que el señor Armitage, el cantante de ópera, replicó:
—Aquí todos somos artistas, cielo.
—Menudo mariposón está hecho ese hombre —farfulló el señor Bullock—; si hubiera ingresado en el ejército, se habría curado.
—Lo dudo —repuso la señorita Woolf.
(Por cierto que la cuestión planteaba la duda de por qué al fornido señor Bullock no lo habían llamado a filas).
—Bueno —concluyó este—, tenemos a un judío, un marica y una putilla; parece el numerito gracioso de un musical.
—Es la intolerancia lo que nos ha llevado a la situación actual, señor Bullock —lo reprendió suavemente la señorita Woolf.
Desde la muerte del señor Palmer todos estaban bastante crispados, incluso la supervisora. Ursula pensaba que les convenía más dejar las discusiones para tiempos de paz. Aunque aquello no solo se debía a la muerte de su antiguo compañero, sin duda, sino también a la falta de sueño y a los incesantes ataques aéreos de las noches. ¿Cuánto tiempo podían seguir así los alemanes? ¿Siempre?
—Ah, pues no lo sé —dijo la señorita Woolf en voz baja mientras preparaba el té—. Lo peor es esta sensación de suciedad, como si fuera imposible volver a estar limpio, como si la pobre Londres tampoco pudiera volver a estar limpia otra vez. ¡Es que todo está tan desastrado…!
Por tanto, fue un alivio que reinara la armonía durante aquel pequeño e improvisado concierto; todos parecían estar de mejor humor del que habían mostrado últimamente.
Después de Fígaro, el señor Armitage les ofreció una interpretación a capela y tan apasionada de «O mio babbino caro» («Qué versátil es —comentó la señorita Woolf—, siempre había creído que era un aria para una mujer») que todos aplaudieron a rabiar. Entonces herr Zimmerman, el refugiado, dijo que para él sería un honor tocar algo ante ellos.
—Y después tú te desnudas, ¿verdad, cariño? —le preguntó el señor Bullock a Stella.
—Si quieren… —contestó esta haciéndole un guiño de complicidad a Ursula.
(«Vaya suerte la mía, siempre acabo rodeado de rojillas bolcheviques», se quejaba el señor Bullock, con frecuencia).
—Pero ¿ha traído el violín? —preguntó la señorita Woolf con gesto de preocupación—. ¿Es seguro tenerlo aquí?
Era la primera vez que se presentaba en el puesto con el instrumento. Según la supervisora era muy valioso, y no solo desde un punto de vista económico, sino que, como el hombre había dejado a toda su familia en Alemania, el violín era lo único que le quedaba de su vida anterior. La señorita Woolf reveló que había mantenido una «charla» de madrugada «desgarradora» con herr Zimmerman sobre la situación alemana.
—Resulta que las cosas andan muy mal por allí.
—Ya lo sé —dijo Ursula.
—¿Ah, sí? —preguntó la señorita, reaccionando con interés—. ¿Tiene amigos allí?
—No, a nadie. Pero a veces esas cosas se saben sin más.
Herr Zimmerman sacó el violín y dijo:
—Deben perdonarme, no soy solista. —Después anunció, casi con semblante de disculpa—: Bach. Sonata en sol menor.
—Es curioso que escuchemos tanta música alemana —susurró la señorita Woolf al oído de Ursula—. La belleza sublime lo trasciende todo. Quizá después de la guerra también sirva como curación. Acuérdese de la Novena sinfonía: Alle Menschen werden Brüder.
Ursula no contestó porque herr Zimmerman había levantado el arco y estaba a punto de empezar su interpretación; un profundo silencio se apoderó del lugar, como si estuvieran en una sala de conciertos y no en un puesto destartalado. El silencio se debió en parte a la calidad de la ejecución («Sublime», dictaminó después la señorita Woolf. «Precioso», dijo Stella), y posiblemente al respeto que les inspiraba el rango de refugiado del músico; pero, además, la pieza transmitía cierta sensación de amplitud que hizo posible que todos sintieran que disponían del espacio suficiente para sumirse en sus propias cavilaciones. Sin darse cuenta, Ursula empezó a pensar en la muerte de Hugh; en su ausencia, más que en su muerte. Habían pasado quince días desde su fallecimiento y todavía esperaba volver a verlo. Esas eran las reflexiones que había dejado postergadas para un momento futuro, y ese futuro llegó de repente. Le alivió que las lágrimas no le dieran vergüenza; en cambio, se sumió en una espantosa melancolía. Como si notara esas emociones, la señorita Woolf extendió el brazo y le dio la mano con fuerza. Ursula percibió que también la supervisora casi vibraba de emoción.
Cuando terminó la música se produjo un momento de silencio puro y profundo, como si el mundo hubiera dejado de respirar, y después, en lugar de halagos y aplausos, lo que interrumpió el sosiego fue un aviso de alerta morada: «bombarderos dentro de veinte minutos». Se hacía extraño pensar que esos avisos los mandaban, desde la Sala de Guerra de la Región 5, las chicas que manejaban los teletipos.
—Vamos, vamos —dijo el señor Simms poniéndose en pie con un profundo suspiro—, hay que salir de aquí.
Cuando todos hubieron salido llegó la alerta roja. Con suertes, disponían de doce minutos para meter a la gente en los refugios mientras detrás de ellos aullaba la sirena.
Ursula nunca recurría a los refugios públicos; había algo en la aglomeración de cuerpos, algo claustrofóbico, que le ponía los pelos de punta. Habían vivido un incidente particularmente espeluznante cuando una mina con paracaídas cayó en un refugio de su sector. Ella pensó que prefería morir al aire libre antes que atrapada como un zorro en su madriguera.
Hacía una noche preciosa. Una luna creciente y su cortejo de estrellas horadaban el velo negro de la noche. Ursula se acordó del elogio de Romeo a Julieta: «Parece pender del rostro de la noche como una joya de la oreja de un etíope». Esa noche se sentía inclinada a la poesía; algunos habrían dicho, incluso ella, que se había puesto excesivamente poética como consecuencia de su profunda tristeza. El señor Durkin ya no estaba allí para equivocarse con las citas célebres, pues había sufrido un ataque al corazón en el transcurso de un incidente. Se estaba recuperando, «gracias a Dios», según la señorita Woolf, que hizo un hueco para ir a verlo al hospital; Ursula no se sentía culpable de no haberlo hecho. Hugh había muerto y el señor Durkin no; a ella no le quedaba en el alma mucho espacio para la compasión. El señor Simms cubrió el puesto de ayudante de la supervisora que ocupaba el enfermo.
Comenzó el estruendo de la guerra. El ruido atronador de la cortina de fuego y los motores de los bombarderos en el cielo marcaban un ritmo monótono y desigual que le daba náuseas. Las descargas de los cañones, los reflectores que hendían el cielo con sus dedos, la callada espera del horror; todo eso no tardó en echar por tierra cualquier atisbo de poesía.
Cuando llegaron al lugar de los hechos ya estaban allí los equipos del gas y el agua, la Brigada de Bombas, los equipos de rescate ligero y pesado, los camilleros, la furgoneta del depósito de cadáveres (que durante el día utilizaba un panadero). La maraña que formaban las mangueras del cuerpo auxiliar de bomberos alfombraba la calle, donde un edificio ardía con bastante intensidad, soltando chispas y lanzando ascuas. A Ursula le pareció ver de refilón a Fred Smith, con el rostro brevemente iluminado por las llamas, pero llegó a la conclusión de que se lo había imaginado.
El equipo de rescate mostró la misma prudencia de siempre al utilizar las linternas y los faroles, pese a que el incendio ardía con fuerza detrás de ellos. Sin embargo, todos sin excepción llevaban un cigarrillo en la comisura de la boca, pese a que los del gas no habían evacuado la zona y a que, para más inri, la presencia de la Brigada de Bombas indicaba que podía explotar una bomba en cualquier momento. Todos seguían cumpliendo con su cometido (qué remedio), displicentes ante la posibilidad de que se produjera un desastre. O quizá a algunos (y Ursula pensó que en aquellos días quizá ella pertenecía a ese grupo) ya les daba igual todo.
La invadió la incómoda sensación, una premonición tal vez, de que esa noche las cosas saldrían mal.
—Ha sido la música de Bach —la tranquilizó la señorita Woolf—, que perturba el ánimo.
Al parecer esa calle se extendía por dos sectores y el oficial de incidentes que estaba de servicio discutía con dos voluntarios que lo declaraban de su competencia. La supervisora no se sumó a la pelea porque resultó que aquello no había ocurrido en su sector. Sin embargo, la gravedad del incidente era tan evidente que la señorita anunció que su puesto debía colaborar, echar una mano y hacer caso omiso de lo que les dijeran.
—Estamos incumpliendo la ley —dijo el señor Bullock con semblante de satisfacción.
—De eso nada —replicó ella.
En la mitad de la calle que no ardía habían caído numerosos proyectiles, y el olor intenso y ácido de los ladrillos pulverizados y la cordita se les metió enseguida en los pulmones. Ursula intentó pensar en el prado al otro lado del bosquecillo en la Guarida del Zorro. Lino y consuelda, amapolas silvestres, borbonesas y margaritas. Pensó también en la fragancia del césped recién cortado y en el frescor de la lluvia estival: era un nuevo divertimiento estratégico para luchar contra los olores agresivos de una explosión.
—¿Y funciona? —le preguntó un curioso señor Emslie.
—Pues la verdad es que no —contestó Ursula.
—Yo antes pensaba en el perfume de mi madre. April Violets. Pero ahora, por desgracia, cuando intento acordarme de mi madre lo único que me viene a la cabeza es un bombardeo.
Ursula le ofreció un caramelo de menta al señor Emslie y le dijo:
—Esto ayuda un poco.
Cuanto más se acercaban al lugar de los hechos, más grave parecía el incidente (según la experiencia de Ursula, lo contrario no sucedía casi nunca).
Lo primero con que se encontraron fue una estampa espeluznante: cuerpos revueltos y desparramados, muchos de los cuales no eran más que torsos sin extremidades, como maniquíes de sastre a los que la explosión hubiese arrancado la ropa. A Ursula le recordaron a los maniquíes que había visto con Ralph en Oxford Street después de la bomba en los grandes almacenes John Lewis. Como aún no había encontrado a ningún herido con vida, un camillero se dedicaba a recoger extremidades, brazos y piernas que sobresalían entre los escombros; daba la impresión de que pretendiera recomponer después a los muertos. Ursula se preguntó si alguien se dedicaría a eso en los depósitos de cadáveres, a tratar de ensamblar las piezas de los cuerpos, como si fueran macabros rompecabezas. A algunas personas ya resultaba imposible recomponerlas, evidentemente; dos hombres del equipo de salvamento se dedicaban a recoger con palas montones de carne y a echarlos en cestos; otro limpiaba algo de una pared con un cepillo.
Ursula se preguntó si conocería a alguna de las víctimas; el piso de Phillimore Gardens quedaba a dos calles escasas de aquel lugar. A lo mejor se había cruzado con alguna de ellas por la mañana, al ir al trabajo, o habían charlado en la carnicería o en la verdulería.
—Por lo que se ve, hay muchas personas en paradero desconocido —dijo la señorita Woolf, que había hablado con el oficial de incidencias, quien, en apariencia, agradecía poder hablar con una vigilante dotada de sentido común—. Le alegrará saber que ya no nos estamos saltando la ley.
Un piso por encima del hombre del cepillo (aunque ya no había pisos), un vestido colgaba de una percha colocada en un riel. Cada vez más y sin querer, esos detallitos de la vida cotidiana conmovían a Ursula (la tetera que seguía en el fogón, la mesa puesta para una cena que nadie se tomaría), más que las desgracias y la destrucción de mayor envergadura que los rodeaban. Aunque a continuación, al contemplar el vestido, se dio cuenta de que todavía lo llevaba puesto una mujer, que se había quedado sin cabeza y sin piernas pero no sin brazos. Lo caprichoso del efecto de los grandes explosivos no dejaba de sorprenderla. Daba la impresión de que, en cierto sentido, aquella mujer se hubiese fundido con la pared. El incendio era tan intenso que pudo distinguir un brochecito que seguía prendido en el vestido. Un gato negro, con una cuenta de estrás que hacía las veces de ojo.
Los escombros se movieron cuando avanzó sobre ellos para dirigirse al muro posterior de la misma casa. Había una mujer sentada y con la espalda apoyada en los cascotes, con los brazos y las piernas extendidos como si fuera una muñeca de trapo. Parecía que la hubieran tirado desde el aire y que hubiese aterrizado de cualquier manera, que, seguramente, era lo que había sucedido. Ursula trató de llamar la atención del camillero pero una hilera de bombarderos cruzaba el firmamento y, con el ruido que armaban, nadie la oyó.
La mujer estaba grisácea por culpa del polvo, de modo que resultaba casi imposible saber cuántos años tenía. En la mano se le veía una quemadura de aspecto espantoso. Ursula hurgó en el botiquín que llevaba, sacó el tubo de Burnol y le aplicó un poco de la pomada en la mano. No supo por qué lo hacía, porque daba la impresión de que la mujer estaba demasiado mal para una cura con Burnol. Lamentó no tener agua; era doloroso ver lo secos que tenía los labios. Inesperadamente, abrió los ojos oscuros, con las pestañas pálidas y puntiagudas por el polvo, e intentó decir algo, pero ese mismo polvo hizo que la voz le saliera tan ronca que Ursula no entendió nada. ¿Acaso era extranjera?
—¿Qué me dice? —le preguntó, aunque tenía la impresión de que la mujer estaba a punto de morir.
—Mi niño —dijo la mujer de repente, con gran dificultad—, ¿dónde está mi niño?
—¿Su niño? —le preguntó Ursula, mirando a su alrededor.
No vio a ningún niño por allí; podía estar en cualquier sitio por debajo de los escombros.
—Se llama… —añadió la desconocida de forma gutural y poco clara; estaba haciendo un tremendo esfuerzo por hacerse entender—. Emil.
—¿Emil?
La mujer asintió muy levemente, como si ya no pudiera hablar. Ursula volvió a pasear la mirada por los alrededores por si veía a algún niño pequeño.
Se volvió para preguntarle cuántos años tenía su niño, pero a la mujer le colgaba la cabeza y, cuando le tomó el pulso, no se lo encontró.
Dejó allí a la desconocida y se puso a buscar a los vivos.
—¿Puede llevarle un comprimido de morfina al señor Emslie? —le preguntó la señorita Woolf. Ambas oían cómo una mujer soltaba gritos e improperios como un carretero, y la supervisora añadió—: Para la señora que está montando ese escándalo.
Había una regla bastante infalible: cuanto más ruido hacía alguien, menos probable era que fuese a morirse. Esa mujer herida, en concreto, emitía tales sonidos que daba la impresión de estar en condiciones de salir por su propio pie de aquel desastre y cruzar corriendo todo Kensington Gardens.
El señor Emslie estaba en el sótano de la casa; a Ursula tuvieron que bajarla dos hombres del equipo de salvamento y luego se vio obligada a colarse a través de una barricada de vigas y ladrillo. Advirtió que una casa entera parecía apoyarse de forma precaria en esa precisa barricada. Encontró al señor Emslie tendido casi horizontalmente al lado de una mujer, que había quedado atrapada por completo en las ruinas de la casa de cintura para abajo, pero estaba consciente y daba rienda a su angustia con extrema elocuencia.
—No tardaremos en sacarla de aquí —le aseguró el señor Emslie—. Ahora le traemos una buena taza de té. ¿Le apetece? Mucho, ¿eh? A mí también. Y aquí está la señorita Todd, que le trae algo para el dolor —añadió con tono consolador.
Ursula le pasó el pequeño comprimido. Parecía que al hombre se le daba muy bien ese cometido, costaba imaginárselo con el delantal de tendero, pesando azúcar y cortando pedazos de mantequilla.
En una de las paredes del sótano habían colocado sacos de arena, si bien casi todo el contenido se había derramado a raíz de la explosión y, durante un alarmante segundo de alucinación, Ursula se vio en una playa, no sabía dónde: un aro rodaba a su lado, soplaba una fuerte brisa, las gaviotas graznaban en el cielo; pero con la misma celeridad volvió a encontrarse en el sótano. La falta de sueño, pensó, podía hacer estragos.
—¡Ya era hora, coño! —exclamó la mujer, y se tragó con avidez el comprimido—. Joder, cualquiera diría que andaban de paseo por aquí.
Ursula cayó en la cuenta de que era joven y de que le resultaba extrañamente familiar. Agarraba el bolso, enorme y negro, como si la mantuviera a flote en medio del mar de madera.
—¿Alguno de ustedes tiene un pitillo?
Con cierta dificultad, teniendo en cuenta lo constreñido del espacio en que estaban, el señor Emslie se sacó del bolsillo una cajetilla aplastada de Players y a continuación, todavía con mayor dificultad, una cajita de cerillas. Ella daba incesantes golpecitos con el dedo en el cuero del bolso.
—No tengo prisa, ¿eh? —soltó con sorna—. Lo siento —añadió después de dar una larga calada—. Estar en un endroit como este afecta a los nervios, la verdad.
—¿Renee? —preguntó una sorprendida Ursula.
—¿Y a usted qué más le da cómo me llame? —soltó la joven, volviendo a adoptar la actitud grosera de antes.
—Nos conocimos en los lavabos del hotel Charing Cross hace un par de semanas.
—Creo que me ha confundido con otra persona —aseguró ella muy ofendida—. Me pasa a menudo. Tendré una cara que se repite mucho.
Dio otra calada larga al cigarrillo; luego exhaló el humo lentamente y con un deleite extraordinario.
—¿Tienen más comprimidos de esos? —preguntó—. Seguro que en el mercado negro se pagan estupendamente.
Empezaba a parecer atontada; Ursula supuso que la morfina estaba haciendo efecto, pero entonces el pitillo se le cayó de los dedos, se le quedaron los ojos en blanco y empezó a tener convulsiones. El señor Emslie le cogió la mano.
Al dirigir la vista hacia su compañero, Ursula distinguió una reproducción en color del Burbujas de Millais, que alguien había colgado con un pedazo de cinta adhesiva de un saco de arena detrás del señor Emslie. No le gustaba aquel cuadro; no era nada aficionada a los prerrafaelitas, que pintaban a esas mujeres lánguidas y con cara de drogadas. No le pareció que fueran el momento ni el lugar indicados para hacer una crítica de arte. Ahora la muerte casi le inspiraba indiferencia. Su alma tierna había cristalizado. (Y menos mal, pensó). Era como una espada templada al fuego. Volvió a verse en otro sitio, tuvo un atisbo del pasado. Estaba bajando por unas escaleras, la glicinia florecía y ella salía despedida por una ventana.
El señor Emslie le daba ánimos a Renee:
—Vamos, Susie, no te nos vayas ahora. Te sacaremos de aquí en un abrir y cerrar de ojos, ya verás. Los chicos están en ello. Y las chicas —añadió, para no olvidar a Ursula.
Renee dejó de tener convulsiones, pero entonces empezó a temblar de forma alarmante y el señor Emslie, ahora con mayor urgencia, dijo:
—¡Vamos, Susie! Vamos, no te duermas. Así, buena chica.
—Se llama Renee —objetó Ursula—, por mucho que lo niegue.
—Yo las llamo Susie a todas —reveló el hombre en voz baja—. Tuve una hija que se llamaba así; murió de difteria cuando aún era muy pequeñita.
Un último estremecimiento recorrió el cuerpo de Renee y la vida desapareció de sus ojos entreabiertos.
—Se acabó —dijo el señor Emslie con tristeza—. Seguramente han sido las heridas internas.
A continuación, escribió «Argyll Road» en una etiqueta, con su clara caligrafía de tendero, y la ató al dedo de la fallecida. Ursula le quitó el bolso a Renee, aunque le costó un poco, y lo volcó para sacar el contenido.
—Aquí está su documento de identidad —anunció, y lo mostró a su compañero para que lo viera.
En él se leía «Renee Miller», sin discusión; el señor Emslie añadió el nombre a la etiqueta.
Mientras su compañero iniciaba la compleja maniobra de darse la vuelta para salir del sótano, Ursula recogió la pitillera de oro que había caído al suelo, junto a la polvera, el carmín, los preservativos y el batiburrillo de objetos que conformaban el contenido del bolso de Renee. No era un regalo sino el fruto de un robo, estaba segura. Le costaba imaginarse a la chica y a Crighton en la misma habitación, y más aún en la misma cama. Sin duda la guerra producía extraños compañeros de cama. Seguramente él la había conocido en algún hotel, o en un endroit menos recomendable. ¿Dónde había aprendido Renee a hablar francés? Lo más probable era que solo supiera un par de palabras. No se las habría enseñado Crighton; él pensaba que el inglés bastaba para dominar el mundo.
Se metió la pitillera y el documento de identidad en un bolsillo.
Los escombros se movieron de una forma escalofriante cuando trataban de salir del sótano (después de que hubiesen desistido de dar la vuelta). Se quedaron inmóviles, agazapados como gatos, casi sin atreverse a respirar, durante lo que se les antojó una eternidad. Cuando les pareció que ya no corrían tanto riesgo si se movían, descubrieron que la nueva disposición de los cascotes impedía el paso a través de la barricada, y se vieron obligados a encontrar otra salida tortuosa, avanzando a cuatro patas por la base destrozada del edificio.
—Esta aventurilla me está dejando la espalda hecha polvo —farfulló el señor Emslie, detrás de ella.
—Y a mí las rodillas —añadió Ursula.
Continuaron con cautelosa perseverancia. Ella se animaba pensando en unas tostadas con mantequilla, aunque en Phillimore Gardens no quedaba mantequilla y, a no ser que Millie hubiera salido y hecho una cola (algo improbable), pan tampoco.
El sótano daba la impresión de ser un laberinto interminable; Ursula fue percatándose poco a poco de por qué había gente de cuyo paradero no se sabía nada arriba en la calle: estaban todos escondidos ahí abajo. Era evidente que los habitantes de la casa utilizaban esa parte del sótano como refugio. Los muertos que lo poblaban (hombres, mujeres, niños, incluso un perro) parecían haber quedado sepultados donde se habían acomodado. Estaban completamente envueltos en una capa de polvo y más bien semejaban esculturas o fósiles. Se acordó de Pompeya y Herculano. Había visitado ambos lugares en su ambiciosamente denominada «gran gira» de Europa. En Bolonia, donde se alojaba en una casa particular, se había hecho amiga de una estadounidense (Kathy, una chica que rebosaba optimismo) y ambas hicieron un recorrido apresurado por el país (Venecia, Florencia, Roma, Nápoles) antes de que Ursula se marchara a Francia, donde pasaría la última etapa de su año en el extranjero.
En Nápoles, una ciudad que las dejó espantadas, contrataron los servicios de un locuaz guía particular y pasaron el día más largo de sus vidas recorriendo decidida y penosamente las ruinas secas y polvorientas de las ciudades perdidas del Imperio romano bajo un implacable sol meridional.
—Madre mía —comentó Kathy mientras avanzaban a duras penas por un desierto Herculano—, ojalá nadie se hubiera tomado la molestia de desenterrar esto.
La amistad entre ambas atravesó un breve período de intensidad y se apagó con la misma brevedad cuando Ursula se fue a Nancy.
«He abierto las alas y he aprendido a volar —le escribió a Pamela después de marcharse de Munich y de casa de sus anfitriones, los Brenner—. Me he convertido en toda una sofisticada mujer de mundo», pese a que era poco más que una chiquilla. Si había aprendido algo ese año, era que, tras haber soportado a una sucesión de alumnos particulares, lo último a lo que quería dedicarse era a dar clase.
Así, al regresar (y considerando la posibilidad de lograr un puesto de funcionaria), hizo un curso intensivo de taquigrafía y mecanografía en High Wycombe, organizado por un tal señor Carver, a quien tiempo después detuvieron por exhibicionismo.
(—¿Uno de esos que van por ahí sacándose el nabo? —preguntó Maurice con una mueca de asco, y Hugh le dijo a gritos que saliera de allí y que nunca volviera a utilizar ese lenguaje en su casa.
—Qué infantil es —añadió el padre cuando Maurice salió al jardín dando un portazo—. ¿De verdad está preparado para casarse?
Maurice se había presentado allí para anunciar su compromiso matrimonial con una muchacha llamada Edwina, la hija mayor de un obispo.
—Cielo santo —comentó Sylvie—. ¿Tendremos que hacerle genuflexiones y esas cosas?
—No digas bobadas —replicó Maurice.
—¿Cómo te atreves a hablarle así a tu madre? —dijo Hugh.
En general, en aquella visita se dieron muestras de un mal genio muy acusado).
En realidad, el señor Carver tampoco era tan mal tipo. Le entusiasmaba el esperanto, lo cual en su momento había parecido una excentricidad absurda, pero ahora Ursula pensaba que podía estar bien lo de tener un idioma universal, como en su época lo había sido el latín. «Oh, sí —dijo la señorita Woolf—, la idea de que exista un idioma universal es maravillosa, pero también constituye una utopía absoluta. Todas las buenas ideas lo son, añadió con tristeza».
Ursula había subido al barco que la llevaba a Europa siendo virgen, pero al volver ya no lo era, algo que debía agradecerle a Italia. («Bueno, si no te sale un amante en Italia, ¿dónde te va a salir?», dijo Millie). El joven en cuestión, Gianni, cursaba un doctorado de filosofía en la Universidad de Bolonia y era más serio y grave que los italianos que había imaginado Ursula. (En las novelas románticas de Bridget, estos siempre eran arrebatadores pero poco fiables). Gianni aportó una académica solemnidad al acontecimiento y consiguió que aquel rito de iniciación resultara menos vergonzoso e incómodo de lo que Ursula temía.
—Caramba —le dijo Kathy—, qué atrevida eres.
A Ursula le recordaba a Pamela. En algunos aspectos, no en otros: en su sereno rechazo de Darwin no, por ejemplo. Kathy, que era baptista, había decidido esperar hasta el matrimonio; pocos meses después de su regreso a Chicago, su madre mandó una carta a Ursula para contarle que la joven había fallecido en un accidente de barco; debía de haber repasado todos los nombres de la agenda de direcciones de su hija y haberle escrito a todo el mundo, uno por uno. Qué espantosa tarea. En el caso de Hugh, se habían limitado a publicar una esquela en el Times. La pobre Kathy había esperado para nada. «La tumba es un lugar espléndido e íntimo, pero creo que allí nadie se abraza».
—¿Señorita Todd?
—Perdone, señor Emslie. Esto es como estar en una cripta, ¿verdad? Un sitio lleno de muertos de hace mucho tiempo.
—Sí, y me gustaría salir antes de convertirme en uno de ellos.
Cuando avanzaba con cautela, la rodilla de Ursula chocó con algo suave y blando; dio un paso hacia atrás, se dio un golpe en la cabeza con una viga rota e hizo que cayera una nube de polvo.
—¿Está bien? —le preguntó el señor Emslie.
—Sí.
—¿Nos hemos detenido porque hay alguien más?
—Un momento.
Ursula ya había pisado un cuerpo con anterioridad y reconocía la sensación mullida y carnosa que producía. Supuso que tenía que mirar, aunque bien sabía Dios que no le apetecía. Iluminó con la linterna lo que parecía un polvoriento montón de tejidos y restos de cosas, ganchillo y lazos, lana, parcialmente incrustados en el suelo a consecuencia de la bomba. Podía haber sido el contenido de un cesto de costura. Pero no lo era, evidentemente. Ursula apartó una capa de lana y después otra, como si desenvolviera un paquete mal hecho o un repollo enorme y aparatoso. Al final una manita casi intacta, una pequeña estrella, apareció entre la masa apelmazada. Pensó que quizá había encontrado a Emil. Menos mal que su madre había muerto y no podía enterarse, pensó.
—Tenga cuidado al pasar por aquí, señor Emslie —le previno, mirando hacia atrás—. Hay un bebé, intente no pisarlo.
—¿Todo bien? —preguntó la señorita Woolf cuando al fin salieron, como topos. El incendio de la otra acera casi estaba extinguido y la calle se veía envuelta en tinieblas de noche, hollín y mugre—. ¿Cuántos?
—Bastantes —contestó Ursula.
—¿Será fácil sacarlos?
—Cuesta saberlo. —Le tendió el documento de identidad de Renee—. Hay un bebé, bastante destrozado, me temo.
—Hay té hecho. Tomen un poco.
Mientras se dirigía, junto al señor Emslie, a la cantina móvil, le sorprendió distinguir un perro, asustado y hecho un ovillo, en un portal de la calle.
—Enseguida lo alcanzo —le dijo a su acompañante—. ¿Me pone una taza, por favor? Dos azucarillos.
Se trataba de un terrier bastante anodino, que gemía y temblaba de miedo. Casi toda la casa de detrás de la puerta había desaparecido y Ursula pensó que quizá era el hogar del animal, que anhelaba encontrar cierto grado de seguridad o protección y que no se le ocurría ningún otro sitio al que ir. Sin embargo, cuando se acercó a él, el animal salió corriendo calle arriba. Dichoso perro, pensó mientras lo perseguía. Finalmente consiguió alcanzarlo y lo cogió en brazos antes de que pudiera escaparse de nuevo. Todo el cuerpo del terrier temblaba; lo abrazó y le habló con voz tranquilizadora, como el señor Emslie había hecho con Renee. Apretó la cara contra su pelaje (asqueroso y sucio, pero bueno, igual que ella). Qué animal tan pequeño e indefenso. «La matanza de los inocentes», había dicho la señorita Woolf pocos días antes cuando les llegó la noticia de que había caído un proyectil en un colegio del East End. Pero ¿no era inocente todo el mundo? (¿O eran todos culpables?).
«Ese bufón de Hitler no lo es, desde luego —dijo Hugh la última vez que hablaron—; todo es culpa suya, la guerra entera».
¿De verdad no vería nunca más a su padre? Se le escapó un sollozo y el animal gimió de miedo o compasión, costaba saber cuál de las dos cosas. (No había ni un solo miembro de la familia Todd, sin contar a Maurice, que no atribuyera emociones humanas a los perros).
En ese momento se produjo un gran estruendo detrás de ellos; el terrier trató de huir de nuevo pero ella lo agarró con firmeza. Al volverse vio que el muro hastial del edificio que había ardido se estaba viniendo abajo, casi entero; los ladrillos se precipitaron ruidosamente, de forma brutal, y llovieron sobre la cantina del Voluntariado de Mujeres.
Dos voluntarias resultaron muertas, así como el señor Emslie. Y Tony, el mensajero, que en aquel momento pasaba a toda velocidad en bicicleta, aunque, por desgracia, no con la velocidad suficiente. La señorita Woolf se arrodilló sobre los ladrillos rotos e irregulares, sin reparar en el dolor, y le cogió la mano al chico. Ursula se acuclilló a su lado.
—Ay, Anthony —se lamentó la señorita Woolf, incapaz de decir más. Se le habían soltado unos mechones del moño normalmente impecable, lo que le daba cierto aspecto desquiciado, de personaje de tragedia.
Tony estaba inconsciente y tenía una herida espantosa en la cabeza; lo habían sacado a rastras de debajo de la pared derruida, y Ursula tuvo la sensación de que debía decir algo para darle ánimos y para que no advirtiera lo preocupadas que estaban. Se acordó de que era boy scout, y empezó a hablarle de los placeres de la vida al aire libre, de plantar una tienda en el campo, oír cómo fluía un arroyo cercano, recoger leña pequeña para hacer un fuego, contemplar cómo se disipaba la niebla por la mañana mientras se cocinaba el desayuno al aire libre.
—Cómo vas a divertirte otra vez cuando haya acabado la guerra —le dijo.
—Y qué contenta estará tu madre cuando te vea llegar a casa esta noche —añadió la señorita Woolf sumándose a la pantomima. Ahogó un sollozo en la palma de la mano.
Tony no dio muestras de haberlas oído, y observaron cómo se iba poniendo mortalmente pálido, del color de la leche aguada. Había muerto.
—Ay, Dios —se lamentó la señorita Woolf—. No puedo soportarlo.
—Pero tenemos que soportarlo —repuso Ursula mientras se limpiaba los mocos, las lágrimas y la suciedad de las mejillas con el dorso de la mano y se decía que en otro momento aquel intercambio habría sido al revés.
—Malditos estúpidos —se indignó un airado Fred Smith—, ¿a quién se le ocurre aparcar ahí la dichosa cantina? Justo delante del muro hastial…
—No sabían que estaba ahí —adujo Ursula.
—Pues tenían que haberse dado cuenta, joder.
—Pues alguien tenía que habérselo dicho, joder —replicó la joven con un súbito acceso de rabia—. Algún maldito bombero, por ejemplo.
Ya empezaba a amanecer; les llegó el sonido de la sirena que indicaba el final del peligro.
—Me ha parecido verte antes, pero luego he llegado a la conclusión de que me lo había imaginado —añadió Ursula para hacer las paces.
Él estaba irritado porque habían muerto, no porque se hubieran comportado de forma estúpida.
Ursula tuvo la sensación de que estaba en un sueño y de que se alejaba de la realidad, y declaró:
—Estoy prácticamente muerta. Tengo que ir a dormir, si no me volveré loca. Vivo aquí al lado —añadió—. Ha sido una suerte que no haya caído en nuestro piso. Y también lo ha sido que me haya puesto a perseguir a este perro.
Un miembro del equipo de rescate le dio una cuerda para que la atara al cuello del animal, al que amarró a un poste chamuscado que sobresalía en el suelo. Se acordó de los brazos y las piernas que el camillero había recogido antes.
—Supongo que las circunstancias me obligan a ponerle el nombre de Lucky, por mucho que sea un lugar común llamarlo así. La verdad es que me ha salvado, si no me hubiera puesto a seguirlo habría estado tomando el té en la cantina.
—Malditos estúpidos —repitió él—. ¿Te acompaño a casa?
—Te lo agradecería —respondió ella.
Pero Ursula no lo condujo «al lado», a Phillimore Gardens, sino que avanzaron cansados y de la mano, como niños, mientras el perro correteaba detrás de ellos, por Kensington High Street, casi desierta a esa hora de la mañana; solo se desviaron ligeramente para no toparse con una cañería de gas que estaba ardiendo.
Ursula sabía adónde iban; en cierto sentido, resultaba inevitable.
En la pared del dormitorio de Izzie, enfrente de la cama, había una ilustración enmarcada: uno de los dibujos originales del primer libro de Las aventuras de Augustus, un boceto en el que salía un niño muy descarado con un perro. Prácticamente parecía una caricatura: la gorra de colegial, la mejilla manchada de babas de Augustus y el terrier west highland que no se parecía especialmente al Jock de la vida real.
Esa imagen no estaba en consonancia con el aspecto que Ursula recordaba del cuarto antes de que lo dejaran cerrado: un dormitorio femenino, lleno de sedas de color marfil y de satén de tonos claros, caros frascos de vidrio tallado y cepillos esmaltados. Habían enrollado una alfombra de Aubusson y la habían convertido en un cilindro prieto, atado con una cuerda gruesa, que estaba apoyado en una pared. En otro de los muros colgaba un cuadro de un impresionista menor, adquirido, sospechaba Ursula, más por la forma en que casaba con la decoración que por una verdadera apreciación de la obra del artista. Ursula pensó que quizá habían colocado allí a Augustus para que Izzie no olvidara sus triunfos. El cuadro impresionista lo habían guardado en un lugar seguro, pero daba la impresión de que se habían dejado olvidada la ilustración, o quizá Izzie ya no estaba especialmente apegada a ella. Fuera cual fuese el motivo, ahora una grieta diagonal recorría el cristal de una esquina a otra. La joven recordó la noche que Ralph y ella estuvieron en la bodega, la noche en que cayó la bomba en Holland House; quizá el desperfecto se produjo entonces.
Con toda sensatez, Izzie había decidido no quedarse en la Guarida del Zorro con «la viuda doliente», como definía a Sylvie, porque «vamos a andar todo el día a la gresca»; al final se instaló en Cornualles, en una casa situada en lo alto de un acantilado («parecida a Manderley, el no va más de lo agreste y romántico, aunque, por fortuna, sin una señorita Danvers»), y empezó a «crear a destajo» una viñeta cómica de Las aventuras de Augustus para un periódico popular. Habría sido muchísimo más interesante, pensó Ursula, que hubiera dejado que Augustus creciera, como lo había hecho Teddy.
Un sol de mantequilla e impropio de esas fechas pugnaba por abrirse paso entre las tupidas cortinas de terciopelo. «¿Por qué de esta manera, a través de ventanas, a través de cortinas nos visitas?», le vino a la cabeza. Si pudiera retroceder en el tiempo y escoger a un personaje histórico como amante, elegiría a Donne. A Keats no; saber que iba a morir prematuramente le daría un cariz espantoso a todo. Ese era el problema de los viajes en el tiempo, evidentemente (aparte de que eran imposibles): siempre desempeñarías el papel de Casandra y, al saber por adelantado lo que iba a pasar, irías creando un ambiente aciago. Resultaba incesantemente agotador, pero lo único que se podía hacer era seguir avanzando.
Oyó que un pájaro trinaba detrás de la ventana, aunque ya estaban en noviembre. Seguramente los bombardeos alemanes en Londres habían creado en las aves la misma confusión que en las personas. ¿Cómo les habían afectado las explosiones? Supuso que muchas habían muerto; quizá sus corazoncitos no soportaban las explosiones, o les estallaban los pequeños pulmones a causa de la onda expansiva. Seguro que caían del cielo como piedras livianas.
—Pareces pensativa —le dijo Fred Smith, que estaba tumbado, con un brazo por detrás de la cabeza, y fumaba un cigarrillo.
—Y tú pareces extrañamente cómodo.
—Lo estoy —confirmó él con una sonrisa mientras se incorporaba para abrazarle la cintura y darle un beso en la nuca.
Los dos estaban muy sucios, como si hubieran pasado la noche trabajando duramente en una mina de carbón. Ella recordó lo cubiertos de hollín que estaban la noche en que viajaron en la cabina de la locomotora. La última vez que vio a Hugh con vida.
En Melbury Road no había agua caliente, ni fría tampoco, ni luz, todo lo habían cortado indefinidamente. A oscuras, se habían metido debajo del guardapolvo que tapaba el colchón sin funda de Izzie y se sumieron en un sueño que imitaba a la muerte. Pocas horas después, los dos se despertaron al mismo tiempo e hicieron el amor. Fue el tipo de amor (de lujuria, por decirlo con toda sinceridad) que se ven impelidos a experimentar los supervivientes de las catástrofes (o también las personas que prevén vivir una catástrofe): libre de toda constricción, salvaje en ciertos momentos pero también extrañamente tierno y cariñoso, teñido de cierta melancolía. Al igual que la sonata de Bach que había tocado herr Zimmerman, aquel episodio la dejó agitada, le produjo una escisión entre cuerpo y alma. Intentó recordar otra frase de Marvell que aparecía en el Diálogo entre el alma y el cuerpo, algo relacionado con «listones de huesos» y grilletes y esposas, pero no lo consiguió: le pareció demasiado desagradable en un momento en que estaba rodeada por tanta piel y carne suave en aquella cama abandonada (en todos los sentidos).
—Estaba pensando en Donne —dijo—. En la frase esa: «Atareado y viejo necio, sol desobediente», ya sabes cuál te digo.
No, supuso que él no lo sabía.
—¿Eh? —preguntó con él con indiferencia; no, con algo peor que la indiferencia.
La pilló desprevenida un recuerdo repentino de los fantasmas grises del sótano, del momento en que se había arrodillado delante del bebé. Luego, durante un instante, se vio en otro sitio que no era el sótano de Argyll Road ni el dormitorio de Izzie en Holland Park, sino un limbo extraño, en el que estaba cayendo, cayendo…
—¿Un cigarrillo? —le ofreció Fred, que encendió otro con la colilla del primero y se lo pasó.
Ella lo cogió y dijo:
—La verdad es que no suelo fumar.
—Y yo la verdad es que no suelo ligar con desconocidas para después follármelas en una casa pija.
—Un término muy propio de Lawrence. Y no soy una extraña, nos conocemos desde que éramos pequeños, más o menos.
—De otra forma.
—Claro, ¿cómo íbamos a conocernos de este modo? —Ya empezaba a caerle mal—. No tengo ni idea de qué hora es —añadió—. Pero te puedo ofrecer un vino buenísimo para desayunar. Me temo que no tengo nada más.
Él miró el reloj de pulsera y dijo:
—Ya nos hemos saltado el desayuno. Son las tres de la tarde.
El perro abrió la puerta de un cabezazo para pasar; sus patas fueron repiqueteando levemente en los tablones de madera sin cubrir. El animal subió a la cama de un salto y se quedó mirando fijamente a Ursula, quien comentó:
—Pobrecito. Debe de estar muerto de hambre.
—¡Fred Smith! ¿Y qué tal ha sido la cosa? ¡Cuenta, cuenta!
—Una decepción.
—No me digas, ¿en la cama?
—No, no, qué va, no me refiero a eso. Nunca lo había…, bueno, hecho así. Seguramente creía que la situación sería romántica. No, esa no es la palabra adecuada, queda más bien tonta. Pensaba que habría más sentimiento, quizá.
—¿Que sería algo más trascendente? —propuso Millie.
—Justo. Aspiraba a vivir algo trascendente.
—Imagino que esas cosas no puedes forzarlas. Al pobre Fred le has pedido demasiado.
—Me había hecho una idea de cómo era —confesó Ursula—, pero esa idea no tenía nada que ver con él. A lo mejor lo que quería era enamorarme.
—Y, en cambio, has tenido un rato de cama espléndido. ¡Pobrecilla!
—Tienes razón, mis expectativas no eran justas. Ay, Dios, creo que lo he tratado como una imbécil y una esnob. Me he puesto a soltarle frases de Donne. ¿Tú me consideras una esnob?
—Muchísimo. Oye, hueles fatal —comentó Millie alegremente—. Tabaco, sexo, bombas, a saber qué más. ¿Te lleno la bañera?
—Sí, por favor, estaría muy bien.
—Y ya que estás —añadió su amiga—, podías bañar también a ese maldito perro. Huele que alimenta. Aunque es mono —declaró, imitando un acento estadounidense (bastante mal).
Ursula suspiró, se estiró y declaró:
—La verdad es que estoy harta, hartísima, de las bombas.
—Pues me temo que todavía falta un poco para que termine la guerra —dijo Millie.