«Todo hombre nacido de mujer tiene una vida corta y llena de zozobras. Es como una flor que brota y luego se marchita; pasa como una sombra y no permanece».
Lloviznaba. Ursula sintió el impulso de sacar el pañuelo y secar la mojada tapa del ataúd. Al otro lado de la tumba abierta Pamela y Bridget hacían las veces de columnas: sostenían a Sylvie, tan devastada por el dolor que apenas se tenía en pie. Ursula sentía que se le endurecía y encogía el corazón con cada sollozo que brotaba del pecho de su madre. Durante los meses anteriores Sylvie había tratado a Hugh con una impertinencia innecesaria, y ahora esa gran congoja se le antojaba falsa.
—Eres demasiado dura con ella —le dijo Pamela—. Nadie sabe lo que pasa en la intimidad de un matrimonio, y cada pareja es distinta.
Jimmy, a quien habían mandado al norte de África la semana anterior, no consiguió que le dieran un permiso por asuntos familiares, pero Teddy apareció en el último momento. Radiante y elegante de uniforme, había vuelto de Canadá con sus «alas» prendidas («Como un ángel», dijo Bridget) y lo destinaron a Lincolnshire. Nancy y él permanecieron fuertemente abrazados durante el entierro. Nancy no dio detalles sobre su trabajo («cosas administrativas»), y a Ursula le pareció reconocer las estrategias de disimulo dictadas por la Ley de Secretos Oficiales.
La iglesia estaba atestada; casi todo el pueblo acudió a despedir a Hugh. Sin embargo, el funeral resultó algo frío, como si el invitado de honor no hubiera podido ir; algo que no había hecho, evidentemente. A Hugh no le habría gustado que se armara revuelo. En cierta ocasión le había dicho a su hija: «A mí me podéis sacar a la calle con la basura, no me importará».
El servicio religioso no tuvo nada de especial: recuerdos y lugares comunes intercalados con fuertes dosis de doctrina anglicana, aunque a Ursula le sorprendió lo bien que el pastor parecía conocer a Hugh. El comandante Shawcross leyó un fragmento de las Bienaventuranzas, de forma muy conmovedora, y Nancy «uno de los poemas preferidos del señor Todd», lo cual sorprendió a todas las mujeres de la familia, que no sabían que Hugh fuera aficionado a la poesía. Nancy declamaba bien (en realidad, mejor que Millie, que se pasaba de dramática).
—Es de Robert Louis Stevenson —añadió la joven—. Cuyas palabras pueden resultar pertinentes en estos tiempos tan duros.
En la tempestad y la aflicción, en la tribulación
venid a mí porque yo os daré reposo y descanso.
No temáis ni dudéis; abandonad la preocupación;
oíd la voz del redentor y ved cómo despunta el alba.
Aquí sufrís y lucháis, pecáis, sangráis y morís,
pero en la mansión de mi padre pronto reposaréis.
Aguantad un poco más la carga que arrostráis,
pues ya llega el salvador, ya está aquí la libertad.
—Menudas paparruchas —musitó Pamela—, pero unas paparruchas extrañamente consoladoras.
Junto a la tumba, Izzie dijo en voz baja:
—Tengo la sensación de que estoy esperando a que pase algo terrible y luego me doy cuenta de que ya ha sucedido.
Izzie había vuelto de California pocos días antes de la muerte de Hugh. Tras tomar, de forma bastante admirable, un agotador vuelo de la Pan Am de Nueva York a Lisboa, allí cogió otro de la BOAC a Bristol.
—Vi dos cazas alemanes por la ventana —contó—. Juro que creí que nos iban a atacar.
Añadió que había llegado a la conclusión de que, en cuanto británica, estaba mal pasar tranquilamente la guerra entre naranjales. La indolencia no era para ella, afirmó (pese a que Ursula habría dicho que era precisamente su especialidad). Esperaba, al igual que su marido, el famoso dramaturgo, que le encargaran guiones en la industria cinematográfica, pero solo le llegó una oferta, un drama histórico «muy tonto» que fue abortado antes de que pasara del papel a la realidad. A Ursula le dio la impresión de que el guión no estaba a la altura («demasiado ingenioso»). En cambio, no abandonó las historias de Augustus: Augustus en la guerra, Augustus y el rescate, etcétera. Tampoco ayudaba, comentaba Izzie, que aspirantes a estrella de Hollywood rodearan al famoso dramaturgo y que él fuera lo bastante vacuo para que le parecieran fascinantes.
—La verdad es que nos hemos acabado aburriendo el uno del otro, ya está —confesó—. Pasa en todas las parejas, es inevitable.
Fue Izzie quien encontró a Hugh. «Estaba en una tumbona del jardín». Los muebles de mimbre se habían descompuesto hacía mucho tiempo y los sustituyeron por tumbonas más resistentes. A Hugh no le gustó en absoluto la irrupción de la madera plegable y la lona. Habría preferido morirse en un diván de mimbre. Ursula no paraba de pensar en esos detalles intrascendentes. Le pareció que era más fácil ocuparse de aquellas cosas que asumir la cruda realidad de la muerte de su padre.
—Yo creía que se había dormido ahí fuera —contó Sylvie—, así que no lo molesté. El médico dijo que fue un ataque al corazón.
—Parecía sosegado —le dijo Izzie a Ursula—. Como si en el fondo no le importara irse de este mundo.
Ursula creía que seguramente le importaba muchísimo, pero eso no consolaría a ninguna de las dos.
Con su madre habló poco. Sylvie siempre parecía estar a punto de marcharse de la habitación, y decía: «No me puedo estar quieta». Llevaba una vieja chaqueta de lana de Hugh. «Tengo frío, mucho frío», repetía, como alguien que acabara de sufrir un trauma. La señorita Woolf habría sabido cómo tratarla. Seguramente le habría dado un té caliente y dulzón y le habría dicho unas palabras, aunque ni a Ursula ni a Izzie les apetecía hacer ni una cosa ni otra. A Ursula le pareció que estaban actuando de forma bastante vengativa, pero también tenían que ocuparse de su propia pena.
—Me quedaré con ella unos cuantos días —anunció Izzie.
A Ursula le pareció muy mala idea y se preguntó si Izzie solo pretendía evitar las bombas.
—Pues entonces más le vale irse buscando una cartilla de racionamiento —le soltó Bridget—. Porque se está usted comiendo todo lo que tenemos en casa.
A la criada la había afectado mucho la muerte de Hugh. Ursula se la había encontrado llorando en la despensa; le dijo «Lo siento mucho», como si el muerto fuera pariente de la empleada y no suyo. Bridget se secó las lágrimas vigorosamente con el delantal y le respondió:
—Tengo que preparar el té del funeral.
Ursula solo se quedó dos días más y pasó casi todo el tiempo ayudando a Bridget a ordenar las cosas de Hugh. («Yo no puedo», declaró Sylvie. «Ni yo», añadió Izzie. «Entonces nos toca a usted y a mí», le dijo Bridget a Ursula). Las prendas de Hugh eran tan reales que parecía absurdo que el hombre a quien habían pertenecido hubiera desaparecido. Ursula sacó un traje del armario y lo abrazó. Si Bridget no se lo hubiera quitado de las manos y no hubiese afirmado: «Es muy bueno, alguien agradecerá tenerlo», podría haberse metido en el armario y haber renunciado a seguir viviendo. A esas alturas Bridget ya había reprimido por completo sus emociones, gracias a Dios. Demostraba una entereza muy encomiable en esos momentos trágicos. No cabía duda de que su padre lo habría valorado.
Metieron la ropa de Hugh en paquetes de papel de estraza atados con cordel, y el lechero los recogió con el carro y se los llevó al Voluntariado de Mujeres.
El dolor volvió a Izzie muy vulnerable; deambulaba por la casa siguiendo a Ursula e intentaba recordar a Hugh y evocar así su presencia. Ursula supuso que todos hacían lo mismo; tan imposible era asimilar que ya no lo verían más, que todos empezaban a reconstituir la figura del padre como por arte de magia, sobre todo Izzie.
—No recuerdo qué fue lo último que me dijo. Ni lo que yo le dije a él.
—Da exactamente igual —respondió Ursula.
¿Quién sentía un pesar mayor, la hija o la hermana? Entonces se acordó de Teddy.
Ursula trató de recordar cuáles eran las últimas palabras que ella le había dicho a su padre. Llegó a la conclusión de que lo último fue un despreocupado «Hasta pronto». Menuda ironía.
—Nunca sabemos cuándo será la última vez —le dijo a Izzie, aunque esas palabras sonaron trilladas incluso para sus propios oídos.
A esas alturas había visto a tanta gente angustiada que ya era insensible a ese sentimiento. Con excepción del momento en que se abrazó al traje de su padre (que consideraba un incidente ridículo, como si hubiera sentido el capricho de llevar esa prenda), había confinado la muerte de Hugh a algún recóndito rincón de su cabeza para volver después a ella y examinarla. Quizá cuando todos los demás hubieran terminado de hablar.
—Y la verdad es que… —empezó a decir Izzie.
—Por favor —la interrumpió Ursula—. Tengo un dolor de cabeza tremendo.
Ursula estaba recogiendo huevos de los ponederos cuando Izzie entró en el gallinero, arrastrando los pies. Las aves cloqueaban sin cesar; daba la impresión de que echaban de menos las atenciones de Sylvie, la gallina clueca.
—La verdad es que —repitió— hay una cosa que me gustaría contarte.
—Ah —dijo Ursula, distraída por culpa de una gallina especialmente fértil.
—Tuve un hijo.
—¿Cómo?
—Que soy madre —respondió Izzie, sin poder resistirse, por lo visto, a darles un matiz dramático a sus palabras.
—¿Has tenido un hijo en California?
—No, no —aclaró su tía con una carcajada—. Fue hace mucho tiempo. Era prácticamente una niña. Tenía dieciséis años. Lo tuve en Alemania; me mandaron al extranjero con gran oprobio, como puedes imaginar. Un niño.
—¿En Alemania? ¿Y lo diste en adopción?
—Sí. Bueno, más bien lo dieron otros en mi lugar. Hugh se encargó de todo; estoy segura de que encontró una familia estupenda. Pero convirtió al crío en un rehén del destino, ¿no? Pobre Hugh; en esa época era como el pilar de la familia. Mi madre no quiso saber nada del asunto. Pero él tuvo que enterarse de cuál era el apellido de la familia, de dónde vivían y todo eso.
Las gallinas empezaban a montar un tremendo alboroto.
—Vamos fuera —propuso Ursula.
—Siempre he pensado —continuó Izzie cogiéndose del brazo de Ursula para salir con ella al jardín— que algún día hablaría con Hugh de lo que había hecho con el niño, y que quizá intentaría dar con él. Con mi hijo —añadió; pronunció la palabra como si fuera la primera vez que la decía. Empezaron a caerle lágrimas por las mejillas. Por una vez, sus emociones parecían sinceras—. Y ahora Hugh ya no está y nunca sabré qué fue del niño. Bueno, que ya no es un niño, claro, tiene la misma edad que tú.
—¿Que yo? —repitió Ursula, como si tratara de asimilar la idea.
—Sí. Pero es el enemigo. Puede que ande sobrevolando nuestro país. —De forma automática, ambas levantaron la vista y contemplaron el azul cielo otoñal, en el que no se veían ni amigos ni rivales—. Que haya ingresado en las fuerzas armadas. A lo mejor está muerto, o acaba muriendo si esta maldita guerra continúa. —Izzie ya sollozaba abiertamente—. Madre mía, cabe incluso la posibilidad de que se haya criado en una familia judía. Hugh no era antisemita, más bien lo contrario, era muy amigo de… tu vecino, ¿cómo se llama?
—El señor Cole.
—Sabes lo que les están haciendo a los judíos en Alemania, ¿verdad?
—¡Pero bueno! —exclamó Sylvie, quien se materializó de pronto, como una bruja mala—. ¿Se puede saber por qué estáis montando esta escena?
—Deberías venirte conmigo a Londres —le dijo Ursula a Izzie, a quien le resultaría más sencillo enfrentarse a las bombas de la Luftwaffe que a Sylvie.