Octubre de 1940

—Una noche ajetreada, qué duda cabe —declaró la señorita Woolf.

Esas palabras se quedaban más que cortas. Estaban en medio de un monumental ataque aéreo, con bombarderos que cruzaban zumbando el firmamento y lanzaban un destello de vez en cuando, cuando incidía en ellos un reflector. Las bombas HE emitían resplandores y rugidos y las enormes baterías producían un estrépito puntuado por crujidos; la algarabía de siempre. Los obuses silbaban o aullaban en su ascenso a una milla por segundo hasta que titilaban y despedían un brillo intermitente, como estrellas, antes de extinguirse. Los fragmentos caían en medio de un ruido tremendo. (Pocos días antes, el primo del señor Simms había muerto a causa de varios impactos de metralla procedente de la artillería antiaérea de Hyde Park. «Es una pena que maten a los tuyos —reflexionó el señor Palmer—. No tiene ningún sentido»). Un resplandor rojizo por encima de Holborn indicaba dónde había caído una bomba de gasolina. Ralph vivía allí, pero Ursula supuso que en una noche como aquella habría ido a la catedral de Saint Paul.

—Casi parece un cuadro, ¿verdad? —comentó la señorita Woolf.

—Del Apocalipsis, quizá —respondió Ursula.

Delante del telón que formaba la noche negra, los incendios que se habían desatado ardían en un sinfín de tonalidades: escarlata y oro y naranja, índigo y un tono amarillo enfermizo. De vez en cuando unos verdes y azules muy intensos salían despedidos al cielo allí donde el fuego había prendido en algún producto químico. Unas llamaradas de color naranja y un denso humo negro se elevaban formando volutas de un almacén.

—Esto hace que las cosas se vean con una perspectiva distinta, ¿verdad? —reflexionó la señorita Woolf.

En efecto, eso pasaba. Aquello parecía tanto imponente como terrible al lado de sus mugrientas e insignificantes labores.

—Me siento orgulloso —declaró el señor Simms en voz baja—. De que estemos luchando así, me refiero. Completamente solos.

—Y con todas las de perder —añadió la supervisora.

Veían todo lo que sucedía a orillas del Támesis. Unos globos de defensa formaban puntos en el cielo, como si fueran ballenas ciegas que subían y bajaban en medio de un elemento que no era el suyo. Salían del tejado de la Shell-Mex House, edificio que ahora ocupaba el Ministerio de Suministros, donde trabajaba el señor Simms, que había invitado a Ursula y la señorita Woolf a que «contemplaran la vista desde lo alto».

—Espectacular, ¿eh? Brutal pero a la vez extrañamente espléndido —comentó el señor Simms, como si estuvieran por encima de una de las cataratas del Distrito de los Lagos y no en un edificio del Strand en medio de un ataque aéreo.

—Bueno, no sé si lo de espléndido me convence mucho —objetó la señorita Woolf.

—Churchill subió la otra noche —añadió el funcionario—. Desde aquí se ve todo perfectamente. Se quedó fascinado.

Después, cuando Ursula y la señorita Woolf se quedaron solas, esta última le dijo:

—La verdad es que tenía la impresión de que el señor Simms ocupaba un puesto de rango inferior en el ministerio, por lo tímido que es, pero debe de tener un nivel importante si ha estado con Churchill en el tejado.

(Uno de los auxiliares de incendios que estaban de guardia lo había saludado diciendo: «Buenas noches, señor Simms», con ese respeto que la gente consideraba necesario demostrarle a Maurice, aunque, en el caso del señor Simms, se le brindaba con menos reticencias).

—Es modesto —añadió la señorita Woolf—. Eso me gusta en un hombre.

«Pues a mí me gustan los que no lo son», pensó Ursula.

—Desde luego, es todo un espectáculo —reconoció la supervisora.

—¿Verdad que sí? —confirmó un entusiasmado señor Simms.

Ursula supuso que todos advertían lo raro que resultaba que estuvieran admirando el «espectáculo» cuando eran tan dolorosamente conscientes de lo que aquello implicaba en la calle.

—Es como si los dioses hubieran organizado una fiesta especialmente ruidosa —dijo el funcionario.

—Una a la que preferiría que no me invitaran —apostilló la señorita Woolf.

Un conocido y aterrador sonido sibilante los llevó a ponerse a cubierto, pero las bombas estallaron a cierta distancia, y, aunque oyeron las explosiones de forma atronadora, no vieron dónde habían dado. A Ursula se le antojaba muy extraño pensar que tenían encima unos bombarderos alemanes pilotados por unos hombres que en lo esencial eran iguales que Teddy. No eran malos, solo hacían lo que su país les había pedido. La maldad estaba en la guerra, no en los hombres. Aunque en el caso de Hitler hacía una excepción.

—Ah, sí —convino la señorita Woolf—. Yo creo que ese hombre está loco de remate.

En ese momento, para su sorpresa, una cesta llena de bombas incendiarias apareció bajando en picado y se estrelló, con toda su ruidosa carga, contra el techo del ministerio. Los explosivos estallaron soltando chispas y los dos voluntarios se acercaron a ellos a toda prisa cargados con bombas de agua. La señorita Woolf cogió un cubo de arena y se les adelantó.

(«Qué rapidez para una mujer de su edad», solía ser el comentario del señor Bullock cuando veía a la supervisora sometida a situaciones acuciantes).

—¿Y si esta fuera la última noche del mundo? —dijo una voz conocida.

—Ah, señor Durkin, ha conseguido venir —respondió el señor Simms en tono afable—. ¿No ha tenido problemas con el portero?

—No, no, sabía que me esperaban —respondió el señor Durkin, como haciendo hincapié en su propia importancia.

—¿Qué pasa, no queda nadie en el puesto? —farfulló la señorita Woolf, sin dirigirse a nadie en concreto.

De repente, Ursula se sintió impelida a corregir al recién llegado:

—¿Y si la actual fuera la última noche del mundo? —puntualizó—. La palabra «actual» lo cambia todo, ¿no les parece? Transmite la sensación de que, de algún modo, se está en medio de la situación, como nosotros, en vez de contemplando un concepto teórico y ya está; no hay vuelta atrás, se ha acabado todo, se terminaron las vacilaciones.

—Madre mía, cuánto lío por una sola palabra —dijo el señor Durkin con tono de fastidio—. Pero me he equivocado, evidentemente.

A Ursula le parecía que esa única palabra podía cambiar mucho el significado. Si había un poeta que se mostrara puntilloso con las palabras era Donne, a quien, después de haber sido el deán de la catedral de Saint Paul, lo habían enterrado en un lugar humillante en el sótano del templo. Ya muerto, había sobrevivido al gran incendio de Londres, ¿sobreviviría también a este? La tumba de Wellington era demasiado voluminosa para desplazarla, así que la cubrieron con ladrillos. Ralph había hecho una visita guiada con Ursula; era vigilante nocturno de la catedral, y lo sabía todo sobre ella. No era tan iconoclasta como Pamela había supuesto.

Cuando salieron a la claridad de la tarde, él le propuso:

—¿Intentamos tomar un té en algún sitio?

—No, vamos a Holborn, a tu casa, a acostarnos juntos —respondió Ursula.

Eso hicieron, y ella se sintió fatal porque no pudo evitar acordarse de Crighton mientras Ralph acoplaba con gentileza su cuerpo al de ella. Después la vergüenza pareció apoderarse de él, como si ya no supiera cómo estar a su lado.

—Soy la misma persona que era antes de que lo hiciéramos —afirmó Ursula.

—Pues yo no estoy seguro de serlo —replicó él.

Y ella pensó: «Ay, Dios mío, era virgen», pero él soltó una carcajada y aseguró que no, que no, que no lo era, en absoluto, lo único que pasaba era que estaba enamoradísimo de ella «y ahora me siento…, no sé…, sublimado».

—¿Sublimado? —repitió Millie—. Eso parecen paparruchas sentimentales. Te ha puesto en un pedestal, ya verás cuando descubra que tienes los pies de barro.

—Muchas gracias.

—¿He mezclado las metáforas o se me ha ocurrido una imagen de lo más inteligente?

Millie, cómo no, siempre había…

—¿Señorita Todd?

—Lo siento. Se me ha ido la cabeza.

—Deberíamos volver a nuestro sector —dijo la señorita Woolf—. Es extraño, pero da la impresión de que aquí nos encontramos a salvo.

—Sin embargo, estoy segura de que no lo estamos —aseguró Ursula.

Y tenía razón, pues al cabo de pocos días la Shell-Mex House sufrió graves desperfectos al recibir el impacto de una bomba.

Estaba montando guardia junto a la señorita Woolf en su apartamento. Sentadas ante la gran ventana del rincón, tomaban té con galletas; podrían haber sido dos mujeres cualesquiera que pasaban juntas la tarde, de no haberse oído el estruendo y el repiqueteo de las descargas de artillería. Ursula se enteró de que la señorita Woolf se llamaba Dorcas (un nombre que nunca le había gustado) y de que su prometido (Richard) había muerto en la Gran Guerra.

—Todavía la sigo llamando así —le confesó—, aunque esta es más grande. Por lo menos en esta ocasión luchamos por la causa justa, o eso espero.

La señorita Woolf creía en la guerra, pero su fe religiosa había empezado a «tambalearse» desde el inicio de los bombardeos.

—Sin embargo, debemos aferrarnos a lo bueno y a lo verdadero. Aunque lo azaroso parece imperar. Me surgen dudas sobre los designios divinos y todo eso.

—Más parece un desastre que un designio —convino Ursula.

—Y los pobres alemanes…, dudo que entre ellos haya muchos que estén a favor de la guerra, aunque, sin duda, cosas así no se pueden decir en presencia de personas como el señor Bullock. No obstante, si hubiéramos sido nosotros los perdedores de la Gran Guerra, si hubiésemos tenido que soportar la losa de una deuda inmensa mientras la economía mundial se venía abajo, entonces a lo mejor también nos habríamos convertido en un polvorín a la espera de la chispa…, de alguien como Mosley, o algún otro personaje igualmente espantoso. ¿Más té, querida?

—Es verdad —dijo Ursula—, aunque también es cierto que intentan matarnos, no es por nada.

Como si alguien quisiera ilustrar esa afirmación, oyeron los silbidos que anunciaban que una bomba se acercaba a ellas, y se escondieron con notable celeridad detrás del sofá. No parecía muy probable que aquello bastara para salvarlas, y, sin embargo, apenas dos noches antes habían sacado a una mujer, casi ilesa, de debajo de un sofá volcado en una casa que, por lo demás, quedó prácticamente destruida.

La bomba hizo que temblaran las jarritas para la leche de porcelana de Staffordshire del aparador de la señorita Woolf, pero ambas coincidieron en que había caído fuera de su sector. En aquella época, las dos sabían interpretar con precisión los sonidos que emitían las bombas.

También estaban sumamente desanimadas porque el señor Palmer, el director de banco, había muerto al estallar una bomba de efecto retardado durante un incidente en el que intervenían. Al explotar, la bomba se lo llevó por los aires, y el hombre fue arrojado a cierta distancia; lo encontraron medio enterrado y debajo de un armazón de cama de hierro; no tenía las gafas, si bien no parecía haber sufrido grandes heridas.

—¿Le nota el pulso? —le preguntó la señorita Woolf.

A Ursula le dejó bastante perpleja que se lo preguntara, cuando la supervisora era mucho más capaz que ella de tomarle el pulso a alguien; pero se dio cuenta de que la señorita estaba muy afectada.

—Las cosas son distintas cuando conoces a la persona —aseguró la dama mientras acariciaba la frente del señor Palmer—. ¿Dónde estarán sus gafas? Sin ellas tiene un aspecto raro, ¿no?

Ursula no le notó el pulso.

—¿Lo movemos? —propuso.

Lo agarró por los hombros y la señorita Woolf por los tobillos y el cuerpo del señor Palmer se desmigajó como una galleta.

—Puedo poner más agua caliente en la tetera —propuso la señorita Woolf.

Para animarla, Ursula le contó anécdotas de la infancia de Jimmy y Teddy. De la de Maurice ni se molestó. A la dama le gustaban mucho los niños, lo único que lamentaba en la vida era no haberlos tenido.

—Si Richard no hubiera muerto, quizá… Pero no podemos mirar atrás, solo hacia el futuro. Lo pasado, pasado está. ¿Cómo era aquello que decía Heráclito? ¿Que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río?

—Más o menos. Creo que la idea se expresa mejor con la frase «Una persona puede meterse dos veces en el mismo río pero el agua siempre será distinta».

—Es usted una joven muy inteligente —aseguró la señorita Woolf—. No eche a perder su vida, ¿eh? Si sobrevive.

Ursula había visto unas semanas antes a Jimmy, que pasó dos días de permiso en Londres y pernoctó en el sofá que Millie y ella tenían en Kensington.

—Tu hermano pequeño se ha convertido en un hombre de lo más guapo —le dijo su amiga.

Millie tendía a considerar a todos los hombres guapos, en un sentido u otro, y propuso que salieran esa noche a divertirse; Jimmy accedió enseguida y declaró que ya llevaba demasiado tiempo encerrado. «Es hora de que disfrute un rato». A Jimmy siempre se le había dado bien divertirse. Aunque la juerga estuvo a punto de acabar antes de empezar porque había una bomba sin explotar en el Strand, y se refugiaron en el hotel Charing Cross.

—¿Qué? —le preguntó Millie a Ursula cuando se sentaron.

—¿Qué de qué?

—Tienes un gesto curioso, ese que pones cuando intentas acordarte de algo.

—U olvidarte de algo —añadió Jimmy.

—No estaba pensando en nada —dijo Ursula.

Era algo insignificante, un recuerdo fugaz apenas esbozado. Una tontería, como siempre: un arenque ahumado en un estante de la despensa, una sala con linóleo verde, un aro de juguete de los de antes que rodaba sin hacer ruido. Momentos envueltos en una neblina, imposibles de aprehender.

Ursula fue al aseo de señoras, donde se encontró con una chica que lloraba ruidosamente hecha un pequeño desastre. Iba muy maquillada y el rímel se le había corrido por las mejillas. Ursula ya se había fijado en la muchacha: estaba tomando una copa con un hombre mayor que ella, a quien Millie calificó de «baboso». De cerca, la chica parecía mucho más joven. La ayudó a arreglarse el maquillaje y a secarse las lágrimas, pero no quiso entrometerse para enterarse de la causa del llanto.

—Esto es por culpa de Nicky —le contó la muchacha voluntariamente—. Es un cabrón. El joven que la acompaña a usted parece estupendo, ¿le apetece que nos montemos un cuarteto? Puedo conseguir que nos dejen entrar en el Ritz, en el bar Rivoli, conozco a uno de los porteros.

—Bueno —contestó Ursula con semblante de duda—, es que ese joven en realidad es mi hermano, y no creo que…

La muchacha le dio un codazo bastante fuerte en las costillas y soltó una carcajada.

—Lo decía en broma. Disfrútenlo ustedes dos, ¿eh?

Le ofreció a Ursula un cigarrillo, que esta rechazó. La joven llevaba una pitillera de oro que parecía valiosa.

—Es un regalo —le dijo cuando la pilló mirándola.

La cerró con brusquedad y se la tendió para que la contemplara. En la tapa había un espléndido grabado de un buque de guerra, y debajo se veía únicamente la palabra «Jutlandia». Si la abría otra vez, Ursula sabía que en la parte interior de la tapa se encontraría con las iniciales A y C entrelazadas, el anagrama de Alexander Crighton. De forma instintiva, acercó la mano para cogerla, pero la chica la apartó de un tirón y dijo:

—Bueno, tengo que irme. Ya estoy hecha un primor. Parece usted buena persona —declaró, como si alguien hubiera puesto en duda la bondad del carácter de Ursula. Le tendió la mano y añadió—: Por cierto, me llamo Renee, por si nos volvemos a ver por ahí, aunque dudo que frecuentemos los mismos endroits, como se suele decir.

Su pronunciación en francés era perfecta. Qué extraño, pensó Ursula. Estrechó la mano que le ofrecía, caliente y tersa, como si la chica tuviera fiebre.

—Encantada. Me llamo Ursula.

La joven (Renee) se contempló en el espejo por última vez, con semblante de aprobación.

—Hala, pues au revoir —dijo, y salió.

Cuando Ursula volvió a la cafetería, Renee no le hizo el menor caso.

—Qué chica tan rara —le comentó a Millie.

—Lleva toda la noche haciéndome ojitos —intervino Jimmy.

—Pues la pobrecita ha cogido el pimiento por las hojas, ¿verdad, cariño? —dijo Millie mientras lo miraba pestañeando de forma ridícula e histriónica.

—Rábano —la corrigió Ursula—. Lo que se coge por las hojas es el rábano.

Estuvieron tomando copas, formando un trío de lo más alegre, en antros extraños que, por lo visto, Jimmy conocía perfectamente. Incluso Millie, experta conocedora de los clubes nocturnos, manifestó su sorpresa al ver algunos de los sitios en los que acabaron.

—¡Madre mía! —exclamó la chica cuando salieron de un local de Orange Street, ya de regreso—. Nunca había visto nada igual.

—Un endroit diferente —dijo Ursula con una carcajada.

Estaba bastante borracha. Era una palabra tan propia de Izzie que le resultaba raro habérsela oído a aquella joven, a Renee.

—Prométeme que no te morirás —le dijo Ursula a Jimmy mientras caminaban dando tumbos como ciegos.

—Haré todo lo que pueda —repuso Jimmy.