«Ved cómo corre la sangre de Cristo a través del firmamento», dijo una voz allí cerca. «Por el firmamento —pensó Ursula—, no a través». El rojo resplandor de un falso amanecer indicaba que se había producido un enorme incendio en el este. La artillería de Hyde Park chisporroteaba y lanzaba llamaradas; las baterías antiaéreas que había más cerca de casa tampoco se quedaban atrás y formaban una gran cacofonía; los proyectiles salían disparados, en medio de silbidos, como si fueran fuegos artificiales, y formaban un atronador estruendo cuando explotaban en lo alto. Y por debajo de todo eso se oía el terrible y palpitante zumbido de los motores desacompasados de los bomberos, un sonido que siempre le revolvía el estómago.
Una mina lanzada en paracaídas fue cayendo con lenta elegancia y una cesta de bombas incendiarias desparramó ruidosamente su contenido por lo que quedaba de la calle, provocando ramilletes de fuego. Un voluntario, cuyo rostro Ursula no pudo distinguir, se acercó corriendo a los explosivos con una bomba de mano. Si no hubiera existido todo aquel ruido, aquello podría haber sido un hermoso paisaje nocturno, pero vaya si había ruido, una burda disonancia que hacía pensar que alguien había abierto de par en par las puertas del infierno dejando salir los aullidos de los condenados.
«Porque esto es el infierno y no estoy fuera de él», volvió a decir la voz, como si estuviera leyéndole el pensamiento. Estaba tan oscuro que apenas veía al dueño de esa voz, aunque sabía sin ninguna duda que se trataba del señor Durkin, un miembro de la patrulla de voluntarios de su puesto, un profesor de literatura inglesa jubilado, muy dado a soltar frases célebres. También a citarlas mal. La voz —o el señor Durkin— dijo otra cosa, quizá asimismo perteneciente a Fausto, pero las palabras se desvanecieron en el tremendo estallido de una bomba que cayó a un par de calles de distancia.
El suelo tembló y otra voz, de alguien que se afanaba en el terraplén, exclamó:
—¡Cuidado!
Ella oyó que algo se movía y luego un estrépito parecido al de un desprendimiento de piedras precipitándose por una montaña, el preludio de una avalancha. Escombros, no piedras; que formaban un montículo, no una montaña. Los escombros que componían ese montículo era cuanto quedaba de una casa, o más bien de varias casas que ahora estaban derruidas y amontonadas. Media hora antes esos escombros eran hogares; ahora esos mismos hogares se habían convertido en una infernal mezcolanza de ladrillos, vigas y tablas partidas, muebles, cuadros, alfombras, ropa de cama, libros, vajilla, linóleo, vidrio. Personas. Fragmentos aplastados de vidas que jamás se recompondrían.
El ruido sordo fue perdiendo intensidad y acabó por cesar; se frenó la avalancha y la misma voz gritó:
—¡Muy bien! ¡Continúen!
Era una noche sin luna; la única luz procedía de las linternas cubiertas del equipo de salvamento de emergencia, unos espectrales fuegos fatuos que se iban moviendo por encima del montículo. El otro motivo de que reinase esa inmensa y traicionera oscuridad era la densa nube de humo y polvo que pendía en el aire como un velo de gasa infame. El hedor, como siempre, resultaba espantoso. No solo era el olor del gas de carbón y de los fuertes explosivos, sino también la pestilencia insoportable que se extiende cuando un edificio queda reducido a cascotes. Ursula no conseguía desprenderse de ese olor. Se había tapado la boca y la nariz con un viejo pañuelo de seda, como una bandolera, pero apenas impedía que el polvo y el hedor se le metieran en los pulmones. La muerte y la descomposición se le pegaban a la piel, al cabello, a la nariz, se le colaban en los pulmones y bajo las uñas, continuamente. Se habían convertido en parte de ella.
Les acababan de repartir unos monos, de color azul marino y muy poco favorecedores. Hasta entonces, Ursula solía ponerse un traje de protección que le había comprado Sylvie, casi como si fuera un artículo de última moda, en Simpson’s, poco después de que se declarara la guerra. Ella le añadió un viejo cinturón de cuero de Hugh, del que colgaban sus «accesorios»: una linterna, la máscara antigás, un paquete de primeros auxilios y un cuaderno. En un bolsillo llevaba una navaja y un pañuelo; en el otro, unos gruesos guantes de piel y una barra de carmín. «Ah, qué buena idea», comentó la señorita Woolf al ver la navaja. Hay que reconocer, pensó Ursula, que por mucho que haya un sinfín de normativas, en realidad lo están improvisando todo.
El señor Durkin, pues en efecto era él, salió de entre las tinieblas y el humo neblinoso. Enfocó su cuaderno con la linterna; la débil luz apenas iluminaba el papel.
—En esta calle vive mucha gente —declaró mientras consultaba la lista de nombres y portales que ya no guardaban relación alguna con el caos circundante—. Los Wilson ocupan el número uno —continuó, como si empezar por el principio pudiera ayudar en algo.
—El número uno ya no existe —dijo Ursula—. Ya no quedan números.
La calle estaba irreconocible; todo aquello que era familiar había quedado aniquilado. Incluso a plena luz del día habría sido irreconocible. Ya no era una calle; se había convertido en «el montículo». De veinte pies de altura, quizá más, con tablones y escaleras apoyados contra los costados para que el equipo de salvamento pudiera avanzar a rastras por encima de él. Había algo rudimentario en la cadena humana que habían formado, para transportar cestas de escombros de mano en mano, desde lo alto del montículo hasta la parte inferior. Podrían haber sido unos esclavos construyendo las pirámides, o, en este caso, excavándolas. Ursula se acordó de pronto de las hormigas podadoras del zoo de Regent’s Park: cada una llevaba obedientemente su pequeña carga. ¿Habrían evacuado a las hormigas junto al resto de animales o se habrían limitado a liberarlas en el parque? Eran insectos tropicales, así que cabía la posibilidad de que no pudieran sobrevivir a los rigores del clima de Regent’s Park. Allí había visto a Millie en una puesta en escena al aire libre, interpretando Sueño de una noche de verano, en el verano de 1938.
—¿Señorita Todd?
—Sí, perdone, señor Durkin, estaba en las nubes.
Últimamente le sucedía con frecuencia: se encontraba en medio de esas escenas espantosas y, sin darse cuenta, empezaba a recordar momentos agradables del pasado. Pequeñas esquirlas de luz en la oscuridad.
Avanzaron con precaución hacia el montículo. El señor Durkin le pasó la lista de los habitantes de la calle y empezó a echar una mano en la cadena de cestos. En realidad nadie cavaba en el terraplén, sino que iban quitando los escombros a mano, como si fueran cuidadosos arqueólogos.
—Lo que se ve ahí arriba impresiona bastante —le dijo un miembro del equipo de salvamento que estaba casi al final de la cadena.
Habían abierto un hueco en medio del montículo (que por tanto era más bien un volcán, se dijo Ursula). Muchos de los hombres del equipo procedían del ramo de la construcción (albañiles, peones, etcétera), y Ursula pensó que quizá les parecía extraño estar desplegándose por encima de aquellos edificios derruidos, como si, en cierto sentido, el tiempo hubiera retrocedido. Pero también eran hombres pragmáticos, con recursos y no propensos a esa clase de fantasías.
De vez en cuando alguna voz pedía silencio, algo imposible cuando el ataque seguía su curso encima de ellos, pero, aun así, todo se detenía mientras los que estaban en lo más alto aguzaban el oído por si les llegaba alguna señal de vida del interior del montículo. Parecía no haber esperanza; sin embargo, si algo les habían enseñado los bombardeos alemanes de Londres era que la gente vivía (y moría) en las circunstancias más inverosímiles.
Ursula aguzó la vista en la oscuridad para ver dónde estaban las tenues luces azules que señalaban la localización del puesto del oficial de incidencias, pero a quien distinguió fue a la señorita Woolf, que se le acercaba con gesto decidido y pisando ladrillos rotos.
—La cosa está muy fea —aseguró en tono neutro cuando llegó donde estaba Ursula—. Necesitan a una persona menuda.
—¿Menuda? —repitió Ursula. La palabra, por algún motivo, le pareció carente de significado.
Se había presentado voluntaria para llevar a cabo labores de vigilancia durante los ataques aéreos después de la invasión de Checoslovaquia en marzo de 1939, cuando, de pronto, le pareció evidente que Europa estaba abocada a la perdición. («Menuda pesimista y menuda agorera estás hecha», le soltó Sylvie, pero Ursula trabajaba ahora en el Departamento de Precauciones frente a Ataques Aéreos del Ministerio de Interior, y podía ver el futuro). Durante el extraño crepúsculo que había supuesto la llamada «guerra ilusoria» que precedió a los bombardeos, las patrullas de voluntarios parecían un poco ridículas, pero ahora constituían «la columna vertebral de las defensas de la ciudad», según Maurice.
Los otros voluntarios eran de lo más variopinto. La señorita Woolf, una enfermera jefe jubilada, los supervisaba a todos. Delgada y tiesa como un palo, con el cabello de color acero recogido en un moño, toda ella desprendía una autoridad natural. Después estaban su ayudante, el ya mencionado señor Durkin, el señor Simms, que trabajaba en el Ministerio de Suministros, y el señor Palmer, director de un banco. Estos dos últimos habían participado en la guerra anterior y ya eran demasiado mayores para esta (al señor Durkin le habían expedido un «certificado de exención médica», según declaraba con actitud defensiva). También estaba el señor Armitage, que era cantante de ópera y, como ya no había óperas en las que cantar, los entretenía entonando «La donna è mobile» y «Largo al factotum». «Solo las arias populares —le confesó a Ursula—. A la gente no le gustan las cosas exigentes».
—Yo me quedo con las canciones de Al Bowlly —declaró el señor Bullock.
Este último, llamado John, era un hombre corpulento en quien, según la señorita Woolf, «no se podía confiar del todo». De constitución más que robusta, era luchador profesional y levantaba pesas en un gimnasio de la zona; también frecuentaba algunos de los clubes nocturnos menos recomendables. Mantenía relaciones con varias «bailarinas» bastante sofisticadas. Un par de ellas se habían «pasado» por el refugio a visitarlo, pero la señorita Woolf las espantó como si fueran gallinas. («¿Bailarinas? ¡Ja!», dijo).
Y en último lugar, aunque no por ello menos importante, estaba herr Zimmerman («Llámenme Gabi, por favor», les pidió, aunque nadie le hizo caso), que era violinista en una orquesta de Berlín y a quien denominaban «nuestro refugiado» (Sylvie tenía evacuados, también designados en virtud de sus circunstancias). Se había «fugado» en 1935 mientras estaba de gira con su orquesta. La señorita Woolf, que lo conoció a través del Comité de Refugiados, hizo un sinfín de gestiones para cerciorarse de que ni a herr Zimmerman ni a su violín los internasen o, peor incluso, para que no los metieran en un barco que fuera a cruzar las aguas letales del Atlántico. Todos seguían el ejemplo de la señorita y no lo llamaban «señor», sino «herr». Ursula sabía que la enfermera empleaba ese apelativo para que él se sintiera como en casa, pero así únicamente conseguía hacer hincapié en su condición de extranjero.
La señorita Woolf había conocido a herr Zimmerman cuando trabajaba en la Fundación Británica para los Judíos Alemanes. («Un nombre demasiado pomposo, me temo»). Ursula no tenía muy claro si la señorita Woolf gozaba de cierta influencia o si, sencillamente, lo que pasaba era que se negaba a aceptar un no por respuesta. Quizá las dos cosas.
—Pues sí que somos cultos aquí, ¿no? —comentó el señor Bullock en tono sarcástico—. Podríamos dedicarnos a montar espectáculos en vez de luchar en esta guerra.
(«El señor Bullock es un hombre de emociones intensas», le dijo a Ursula la señorita Woolf. Y de intenso consumo de alcohol, pensó ella. Intenso en todo, de hecho).
Les habían requisado un pequeño salón de actos a unos metodistas para establecer su puesto en él, algo de lo que se encargó la señorita Woolf (que también era metodista), y lo amueblaron con un par de catres, un infiernillo con todo lo necesario para preparar el té y varias sillas, tanto de respaldo duro como blando. Comparado con algunos puestos, comparado con muchos, en ese imperaba el lujo.
El señor Bullock se presentó una noche con una mesita de cartas provista de un tapete verde y la señorita Woolf manifestó públicamente su afición al bridge. En la época tranquila que se vivió entre la caída de Francia y los primeros ataques aéreos a principios de septiembre, el señor Bullock los enseñó a todos a jugar al póquer. «Este nos quiere desplumar jugando a las cartas», comentaba el señor Simms. Tanto él como el señor Palmer perdieron varios chelines por haber apostado con el señor Bullock. La señorita Woolf, por otro lado, llevaba dos libras de ganancias cuando empezaron los bombardeos sobre Londres. El señor Bullock dijo, entre divertido y perplejo, que le sorprendía que los metodistas no tuvieran prohibido el juego. Gracias a las victorias de la mujer consiguieron también una diana de dardos, con lo que el señor Bullock no podía quejarse de nada, aseguró ella. Un día, mientras ordenaban un caótico montón de cajas que había en una esquina de la sala, descubrieron un piano que llevaba oculto todo ese tiempo, y resultó que la señorita Woolf (que estaba demostrando ser una mujer con muchas habilidades) lo tocaba muy bien. Aunque prefería obras de compositores como Chopin y Liszt, no le importaba nada lanzarse a interpretar «algunas cancioncillas facilonas» (en palabras del señor Bullock) que todos pudieran cantar.
Habían fortificado el puesto con sacos de arena, pese a que ninguno de ellos creía que fueran a servir de algo si les caía un proyectil. Aparte de Ursula, que pensaba que las precauciones constituían una esencial muestra de sensatez, los demás estaban bastante de acuerdo con el señor Bullock, que declaraba que «si te toca, te toca», con una especie de indiferencia budista que el doctor Kellet habría admirado. En el verano había aparecido la necrológica en el Times. Ursula se alegraba mucho de que el médico no hubiera tenido que pasar por otra guerra, porque le habría obligado a pensar en lo inútil que había sido que Guy lo perdiera todo en Arras.
Todos eran voluntarios a tiempo parcial menos la señorita Woolf, que recibía un sueldo, pasaba allí todo el día y se tomaba sus obligaciones muy en serio. Los sometía a rigurosos entrenamientos y se cercioraba de que cumplieran con la instrucción militar para que supieran utilizar las máscaras antigás, desactivar explosivos, entrar en edificios en llamas, colocar a los heridos en las camillas, poner tablillas, vendar extremidades. Les hacía preguntas para comprobar si conocían el contenido de los manuales que les había mandado leer y se mostraba sumamente interesada en que aprendieran a etiquetar cuerpos, tanto vivos como muertos, para que se pudieran mandar como si fueran paquetes al hospital o al depósito de cadáveres junto con la información pertinente. Habían hecho varios ejercicios al aire libre en un simulacro de bombardeo. («Esto no hay quien se lo crea», soltó un burlón señor Bullock, que no adoptó precisamente la actitud adecuada). A Ursula le tocó dos veces asumir el papel de persona herida: en una ocasión tuvo que simular que se había roto una pierna y, en otra, que se había desvanecido por completo. También le tocó estar «en el otro lado» haciendo de voluntaria y tuvo que tratar al señor Armitage, que encarnaba a alguien que sufría un ataque de histeria. Supuso que la experiencia teatral del hombre lo ayudó a ofrecer una interpretación inquietantemente auténtica. Le costó bastante sacarlo del personaje al final del ejercicio.
Tenían que conocer a los habitantes de todos los edificios del sector, si estos contaban con refugio propio, si acudían a uno público o si también eran fatalistas y les daba todo igual. Tenían que saber si alguien se había marchado o mudado, si alguien se había casado o si había tenido un hijo, o si alguien había muerto. Tenían que saber dónde estaban las bocas de riego, los callejones sin salida, los pasajes angostos, los sótanos, los centros de descanso.
«Patrullar y vigilar» era el lema de la señorita Woolf. Normalmente patrullaban las calles por parejas hasta medianoche, momento en que solía producirse un período de calma, y, si no habían caído bombas en su sector, mantenían una educada discusión para decidir quién ocupaba los catres. Evidentemente, si había un ataque aéreo «en sus calles», entonces a todos les tocaba ponerse a «bombear sin parar», según la expresión de la señorita Woolf. A veces llevaban a cabo la vigilancia desde el apartamento de esta, situado dos pisos más arriba y que contaba con una ventana en una esquina con una vista espléndida.
La señorita Woolf hacía asimismo con ellos ejercicios de primeros auxilios suplementarios. Aparte de haber trabajado como enfermera jefe, también había sido la encargada de un hospital de campaña en la guerra anterior y les explicó («Como ya sabrán los caballeros aquí presentes que prestaron servicio activo en esa espantosa contienda») que los heridos de una guerra no tenían nada que ver con los que sufrían accidentes rutinarios en tiempos de paz. «Esto es mucho peor —declaró—. Tenemos que estar preparados para ver imágenes muy perturbadoras». Desde luego, ni siquiera ella se había imaginado lo perturbadoras que serían esas imágenes cuando afectaran a civiles y no a soldados del campo de batalla, cuando vieran grandes palas que recogían pedazos de carne sin identificar o que sacaban extremidades minúsculas y desgarradoras de un niño de entre los escombros.
—No podemos mirar hacia otro lado —le dijo a Ursula—. Debemos hacer nuestro trabajo y convertirnos en testigos.
Ursula quiso saber a qué se refería.
—Pues a que tenemos que recordar a esas personas —le aclaró la señorita Woolf— cuando llegue el futuro y haya pasado el peligro.
—¿Y si nos matan a nosotras?
—Entonces otros tendrán que recordarnos.
El primer incidente grave que presenciaron se produjo en una casa enorme situada en medio de una hilera de viviendas adosadas que había recibido el impacto directo de un proyectil. El resto de la calle no sufrió daños, como si la Luftwaffe hubiera elegido precisamente a aquellos ocupantes: dos familias con abuelos, varios niños, dos bebés. Todos sobrevivieron a la explosión al refugiarse en el sótano, pero tanto la cañería de suministro de agua como otra de aguas residuales se rompieron y antes de que se pudieran cortar, los que estaban en el sótano se ahogaron en medio de la inmundicia.
Una de las mujeres consiguió trepar y quedarse pegada a una de las paredes del sótano, donde la vieron a través de un hueco; la señorita Woolf y el señor Armitage se sujetaron agarrándose del cinturón de cuero de Hugh mientras Ursula quedaba casi suspendida por encima del borde de lo que quedaba del sótano; le tendió una mano a la mujer y, durante un instante, le pareció que lograría cogerla, pero esta enseguida desapareció y se sumergió bajo el líquido sucio que iba subiendo hasta llenar el sótano.
Cuando al fin llegaron los bomberos para achicar el agua sacaron quince cadáveres, siete de ellos de niños, y los colocaron delante de la casa, como para que se secaran. La señorita Woolf ordenó que los amortajaran con la mayor celeridad posible y que los ocultaran detrás de un muro hasta que llegara el carro del depósito.
—Resulta desmoralizante ver imágenes así —declaró.
A esas alturas, ya hacía mucho que Ursula había vomitado toda la cena. Le pasaba después de casi todos los incidentes. Al señor Armitage y al señor Palmer también; al señor Simms, antes. Al parecer, solo la señorita Woolf y el señor Bullock tenían estómago y no les afectaba la muerte.
Después Ursula intentó no pensar en los niños pequeños ni en la expresión de terror de aquella pobre mujer que había intentado en vano cogerle la mano (y había otra expresión en su cara, quizá incredulidad, como si aquello no pudiera estar pasando).
—Piensen que ahora están en paz —les dijo después la señorita Woolf en tono firme mientras les repartía un té abrasador y azucarado—. Ya se han librado de todo esto; solo se han ido un poco antes.
—«Todos se han marchado al mundo de luz» —intervino el señor Durkin.
Ursula pensó: «No es así, es “Todos se han ido al mundo de luz”», aunque ella no tenía muy claro que los muertos accedieran a ningún sitio que no fuera un vacío negro e infinito.
—Pues espero que a mí no me toque morir cubierto de mierda —apuntó el señor Bullock, de forma más prosaica.
A Ursula le pareció que no podría sobreponerse a ese primer y terrible incidente, pero el recuerdo que tenía de él ya había quedado sepultado por muchos otros y ahora apenas se acordaba.
—La cosa está muy fea —aseguró la señora Woolf sin alterar el tono de voz—. Necesitan a una persona menuda.
—¿Menuda? —repitió Ursula.
—Poco voluminosa —aclaró la señorita Woolf pacientemente.
—¿Para que se meta entre los escombros? —preguntó ella contemplando horrorizada lo alto del volcán.
No estaba muy segura de tener las agallas necesarias para que la bajaran a las mismas fauces del infierno.
—No, por ahí no —le dijo la supervisora—. Venga.
Empezó a llover a cántaros; a Ursula le costó enormemente seguir a la señorita Woolf y avanzar por el terreno desigual y destrozado, en el que había un sinfín de obstáculos desparramados. La linterna casi no daba luz. Se pilló el pie en una rueda de bicicleta y se preguntó si la montaba alguien al caer la bomba.
—Aquí —anunció la señorita Woolf.
Se hallaban delante de otro montículo, tan grande como el anterior. ¿Se trataba de otra calle o de la misma? Ursula estaba completamente desorientada. ¿Cuántos montículos había? Imaginó brevemente una posibilidad de pesadilla: que toda la ciudad hubiera quedado reducida a un único y gigantesco montón.
Este no era un volcán; los miembros del equipo de salvamento estaban entrando en él a través de un hueco horizontal en uno de los lados. Con mayor vigor esta vez, quitaban los escombros con picos y palas.
—Aquí hay una especie de agujero —dijo la señorita mientras cogía con firmeza la mano de Ursula, como si fuera una niña remolona y tuviese que tirar de ella. Ursula no vio un agujero por ningún lado—. Creo que no existe ningún peligro, solo tiene que conseguir pasar.
—¿Es un túnel?
—No, un agujero, nada más. Al otro lado ha quedado un espacio más profundo, creemos que ahí abajo hay alguien. No muy profundo —aclaró para darle ánimos—. Túnel no hay —repitió—. Entre de cabeza.
Los del equipo de salvamento dejaron de apartar escombros y se quedaron esperando, con gran impaciencia, a Ursula.
Tuvo que quitarse el casco para conseguir colar el cuerpo en el agujero, mientras sostenía la linterna con torpeza y por delante. A pesar de lo que la señorita le había dicho, esperaba encontrarse con un túnel, pero enseguida vio un espacio cavernoso, como si estuviera haciendo espeleología. Sintió alivio al notar que cuatro manos invisibles la sujetaban del viejo cinturón de cuero de Hugh. Apuntó con la linterna en varias direcciones para ver algo, a alguien.
—¡Hola! —gritó mientras iluminaba el profundo hueco.
Delante del vacío se había formado un entramado desigual de tuberías de gas dobladas y madera astillada, reducida al tamaño de cerillas. Se fijó en un hueco que se abría en medio de la caótica mezcolanza mientras intentaba distinguir algo en las tinieblas del fondo. Un rostro vuelto hacia arriba, de un hombre, pálido y espectral, parecía surgir de la oscuridad como una visión, como un prisionero en una mazmorra. Cabía la posibilidad de que ese rostro estuviera unido a un cuerpo, pero no estaba segura.
—Hola —repitió, como si el hombre pudiera responder, aunque ahora había visto que le faltaba parte de la cabeza.
—¿Hay alguien? —preguntó la señora Woolf en tono esperanzado cuando Ursula salió del agujero a gatas y de espaldas.
—Un muerto.
—¿Es fácil sacarlo?
—No.
La lluvia lo volvía todo aún más repulsivo, si es que eso era posible, al convertir el polvillo mojado de los ladrillos en una especie de mugre pegajosa. Tras pasar un par de horas trabajando duramente en esas condiciones, acabaron todos cubiertos de pies a cabeza de aquella sustancia. Era algo demasiado asqueroso para pensar en ello.
Había escasez de ambulancias, el tráfico avanzaba muy lento a causa de un incidente ocurrido en Cromwell Road y se habían retrasado el médico y la enfermera que tendrían que haber estado presentes; las nociones suplementarias de primeros auxilios que la señorita Woolf les había impartido resultaron de lo más provechosas. Ursula entablilló un brazo roto, vendó una herida en la cabeza, puso un parche en un ojo y le inmovilizó el tobillo al señor Simms, que se lo había torcido al pisar el terreno desigual; también les puso etiquetas a dos supervivientes que estaban inconscientes (lesiones en la cabeza, fémur roto, clavícula rota, costillas rotas, algo que seguramente era una pelvis aplastada) y a varios muertos (que presentaban menos complicaciones, estaban muertos y ya está); después los revisó a todos para comprobar que no se hubiesen puesto las etiquetas al revés, por si acababan mandando a los muertos al hospital y a los vivos al depósito de cadáveres. También envió a muchos supervivientes al centro de descanso y a numerosos heridos que deambulaban por ahí al puesto de primeros auxilios que dirigía la señorita Woolf, quien, al ver a Ursula, le pidió:
—A ver si encuentra por ahí a Anthony, por favor. Necesitamos una cantina móvil.
Ursula envió a Tony a hacer el recado. Solo la señorita Woolf lo llamaba Anthony. Tenía trece años, era boy scout y el mensajero del servicio de defensa civil del grupo; se dedicaba a recorrer a toda velocidad y en bicicleta las calles abarrotadas de escombros y cristales. Si Tony fuera hijo suyo, pensó Ursula, lo habría mandado a algún sitio muy lejos de aquella pesadilla en vez de forzarlo a internarse en ella. Evidentemente, él estaba encantado con toda la situación.
Después de hablar con Tony, Ursula volvió a pasar por el agujero porque a alguien le daba la impresión de haber oído un ruido, pero el hombre pálido y muerto estaba tan muerto como antes.
—Hola otra vez —le dijo.
Pensó que podía tratarse del señor McColl, de la calle de al lado. A lo mejor había ido a visitar a alguien. Mala suerte. Estaba agotada; los muertos, en su descanso eterno, casi inspiraban envidia.
Cuando salió de nuevo del agujero la cantina móvil había llegado. Se enjuagó la boca con té y escupió el polvo de los ladrillos.
—Seguro que antes era toda una dama —le dijo el señor Palmer entre risas.
—Me ofende usted —contestó Ursula con una carcajada—. Creo que sí escupo como toda una dama.
La operación de rescate en el montículo seguía activa aunque sin indicios de que se hubieran obtenido resultados, pero, por lo demás, la tranquilidad se iba apoderando de la noche y la señorita Woolf le dijo a Ursula que volviera al puesto y descansara. Desde lo alto del montón pidieron una cuerda, para bajar a alguien, supuso ella, o para subir a alguien, o las dos cosas.
—Creen que es una mujer —le comentó el señor Durkin.
Ella estaba exhausta, le costaba incluso caminar. Evitaba los escombros en la medida de lo posible; apenas había avanzado unas pocas yardas cuando alguien la agarró del hombro y le dio un tirón hacia atrás con tanta fuerza que se habría caído si esa misma persona no la hubiera sujetado con firmeza para que no perdiera el equilibrio.
—Cuidado, señorita Todd —gruñó una voz.
—¿Señor Bullock?
En los confines del puesto, aquel hombre le producía un poco de inquietud, pero, curiosamente, en ese lugar arrasado le parecía inofensivo.
—¿Qué pasa? —le preguntó—. Estoy un poco cansada.
Él dirigió la linterna hacia delante y dijo:
—¿Es que no lo ve?
—No veo nada.
—Porque no hay nada.
Ella aguzó la vista. Un cráter, enorme: un hoyo sin fondo.
—De entre veinte y treinta pies —añadió el señor Bullock—. Y ha estado usted a punto de caer en él. —La acompañó al puesto y aseguró—: Está demasiado cansada.
Fue agarrándola del brazo durante todo el camino; ella notaba la fuerza de los músculos que la sostenían.
Ya en el puesto, se desplomó en un catre y, más que quedarse dormida, se desvaneció. Se despertó cuando se oyó la sirena que señalaba el final del peligro, a las seis de la mañana. Le pareció que llevaba días durmiendo, pero solo habían sido tres horas.
También andaba por allí el señor Palmer, que trajinaba preparando el té. Ella se lo imaginó en su casa, con pantuflas y una pipa, leyendo el periódico. Le parecía absurdo que estuviera ahí.
—Aquí tiene —le dijo tendiéndole una taza—. Debería irse a casa, querida —añadió—. Ya no llueve.
Como si hubiera sido la lluvia la que le había complicado la noche, y no la Luftwaffe.
No se fue directamente, sino que antes pasó por el montículo para ver cómo avanzaban las labores de rescate. Bajo la luz del día todo parecía distinto; la forma de la mole le resultaba extrañamente familiar. Le recordó algo pero, aunque le hubiera ido la vida en ello, no consiguió saber qué.
Vio una estampa de destrucción absoluta; prácticamente había desaparecido toda la calle, pero el montículo, el original, seguía bullendo de actividad. Pensó que aquel habría sido un buen tema para un artista especializado en imágenes de guerra. Los excavadores del montículo sería un buen título. Bea Shawcross había estudiado bellas artes y se licenció justo cuando empezaba la guerra. Ursula se preguntó si se habría sentido impelida a plasmar la guerra o si intentaba trascenderla.
Fue subiendo por la pendiente con suma cautela. Un miembro del equipo de salvamento le tendió una mano para ayudarla. Habían llegado los integrantes de un nuevo turno pero, por lo que se veía, eran los del turno anterior quienes seguían trabajando. Ursula los entendió. Costaba irse del sitio en que se había producido un incidente si, en cierto sentido, te daba la sensación de que era «tuyo».
Se extendió un repentino alboroto de emoción en torno al cráter del volcán cuando al fin llegó el fruto de las delicadas y pesadas labores nocturnas. Estaban sacando a una mujer, con una cuerda atada bajo las axilas (a estas alturas todo rastro de delicadeza ya había desaparecido), sencillamente tirando de ella por la estrecha abertura. Ya en el montículo, se la fueron pasando de unos a otros.
Ursula vio que estaba casi negra de mugre y consciente solo a ratos. Destrozada pero viva, aunque fuera por los pelos. La metieron en una ambulancia que la esperaba pacientemente en la parte inferior.
Ursula bajó también. En el suelo, un cadáver amortajado aguardaba la llegada de la furgoneta del depósito. Ella destapó la cara y reconoció al hombre de rostro pálido de la noche anterior. A plena luz del día vio que, desde luego, era el señor McColl, del número diez.
—Hola, qué tal —le dijo.
Dentro de poco se convertiría en un viejo amigo. En esa situación, la señorita Woolf le habría pedido que lo etiquetara, pero, al buscar el cuaderno, descubrió que lo había perdido y que no tenía dónde escribir. Al hurgar en un bolsillo encontró el lápiz de labios. «Qué remedio», oyó decir a la voz de Sylvie.
Se le pasó por la cabeza escribir algo en la frente del señor McColl, pero le pareció un acto humillante (aunque se dijo: «¿Más humillante que la muerte?»), así que le destapó el brazo, escupió en un pañuelo y le limpió parte de la mugre, como si fuera un niño. Escribió el nombre y la dirección del hombre con el lápiz de labios. De color rojo sangre, lo cual, en realidad, se le antojó de lo más apropiado.
—Bueno, pues adiós. No creo que volvamos a vernos.
Tras evitar el traicionero cráter de la noche anterior, se encontró con la señorita Woolf sentada a una mesa de comedor que habían salvado del desastre, como si estuviera en una oficina dando instrucciones a la gente, diciéndole dónde podían encontrar comida y un techo, dónde conseguir ropa, cartillas de racionamiento y cosas por el estilo. La supervisora de voluntarios seguía animada, aunque a saber cuándo era la última vez que había dormido. La mujer tenía un temple de hierro, de eso no cabía duda. Ursula le había cogido muchísimo cariño, la respetaba casi más que a cualquier otra persona de las que conocía, sin contar a Hugh, quizá.
La cola la formaban los ocupantes de un refugio enorme, muchos de los cuales estaban todavía saliendo del interior y guiñaban los ojos al toparse con la luz, como si fueran animales nocturnos; entonces descubrían que se habían quedado sin un hogar al que volver. Ursula pensó que el refugio no estaba donde debiera, y la calle tampoco. Tardó unos instantes en reorientar el pensamiento y en darse cuenta de que había pasado toda la noche pensando que estaba en otra calle distinta.
—Han sacado a la mujer —le dijo a la señorita Woolf.
—¿Viva?
—Más o menos.
Cuando al fin volvió a Phillimore Gardens vio que Millie estaba despierta y vestida.
—¿Ha ido bien el día? —le preguntó—. Hay té hecho —añadió mientras lo servía y le daba una taza a Ursula.
—Bueno, te lo puedes imaginar —respondió esta cogiendo la taza. El té estaba tibio. Esbozó un gesto de indiferencia—. Bastante espantoso. ¿Ya es esa hora? Me tengo que ir al trabajo.
Al día siguiente le sorprendió encontrar una entrada en las hojas de incidencias de la señorita Woolf, escrita con la caligrafía clara de la supervisora. A veces una carpeta beige acababa convirtiéndose en un misterioso tostón. Ursula no tenía muy claro por qué ciertas cosas acababan llegando a su mesa. «05.00 Informe provisional de incidente. Informe de situación. Víctimas: 55 hospitalizados, 30 muertos, 3 desaparecidos. Siete casas completamente derruidas, unas 120 personas sin hogar; 2 brigadas de bomberos, 2 ambulancias, 2 operaciones de rescate, 2 operaciones de alto riesgo, un perro todavía activo. Las labores continúan».
Ursula no había visto ningún perro. Aquel solo había sido uno de los muchos incidentes ocurridos en todo Londres esa noche; cogió un fajo de papeles y dijo:
—Señorita Fawcett, esto ya se puede archivar.
Estaba impaciente por que llegara el carrito con el té y el tentempié de las once.
Tomaron el almuerzo al aire libre, en la terraza. Ensalada de patata y huevo, rábano, lechuga, tomate, incluso un pepino.
—Todo cultivado y recogido por la hermosa mano de nuestra madre —dijo Pamela. La verdad era que se trataba de la mejor comida de Ursula desde hacía mucho—. Y para terminar creo que hay una carlota de manzana.
Estaban solas en la mesa. Sylvie había ido a abrir la puerta y Hugh aún no había vuelto de su expedición a examinar una bomba sin estallar que, por lo visto, había caído en un campo del otro lado del pueblo.
Los chicos también comían al fresco, repantigados en el césped, un estofado de ternera y un guiso de judías y maíz (más bien, en el mundo real, unos emparedados de carne de lata y huevos duros). Habían montado un mohoso y viejo tipi que habían descubierto en el cobertizo e iniciado un juego sin reglas de indios y vaqueros, hasta la llegada del carro de la comida (es decir, Bridget con una bandeja).
Los hijos de Pamela eran los vaqueros y a los evacuados no les importaba en absoluto ser los apaches.
—Creo que casa mejor con su carácter —declaró Pamela, que les había hecho unas diademas de cartón a las que pegó unas plumas de gallina.
Los vaqueros tuvieron que conformarse con atarse al cuello unos pañuelos de Hugh. Los dos perros labradores correteaban sumidos en un estado de canino frenesí al captar el bullicio circundante, mientras que Gerald, que solo tenía diez meses, dormía ajeno a todo en una manta al lado de la perra de Pamela, Heidi, demasiado amodorrada para formar parte de la algarabía.
—Al parecer, han decidido que Gerald es una niña india —dijo Pamela—. Al menos, gracias al juego están callados. Lo cual parece un milagro. Y menos mal que todavía hace buen tiempo y pueden jugar fuera. Seis chicos en una casa. Gracias a Dios, ya ha empezado el colegio. Los niños no se cansan nunca, hay que tenerlos entretenidos todo el día. Imagino que tu visita será fugaz, ¿no?
—Eso me temo.
Un valioso domingo para ella sola que había sacrificado para ver a Pammy y los pequeños. Encontró a Pamela agotada, mientras que la guerra parecía animar a Sylvie. Se había convertido en una sorprendente y acérrima defensora del Voluntariado de Mujeres.
—No me lo explico. Las otras mujeres no suelen caerle bien —comentó Pamela.
Sylvie tenía ahora muchísimas gallinas y había subido el nivel de producción de huevos para adecuarlo a los tiempos de guerra.
—Obliga a los pobres bichos a pasarse día y noche poniendo —añadió Pamela—. Cualquiera diría que mamá está al frente de una fábrica de armamento.
A Ursula le parecía complicado conseguir que las gallinas hicieran horas extraordinarias.
—Las convence con su labia —contestó Pamela con una carcajada—. Está hecha toda una criadora de gallinas.
Ursula no mencionó que la habían llamado para actuar en un incidente, en el que un proyectil había caído en una casa cuyos habitantes tenían gallinas en un corral improvisado en el jardín trasero y que, a su llegada, se encontraron a las gallinas, casi todas vivas, sin una sola pluma. «Anda, ya vienen desplumadas», soltó el señor Bullock con una cruel carcajada. Ursula había visto cómo una explosión le arrancaba la ropa a la gente y dejaba los árboles sin hojas en pleno verano, pero tampoco comentaba tales experiencias. Ni mencionaba que se internaba en aguas negras de cañerías rotas, ni, desde luego, que había gente ahogada en esas aguas. Tampoco hablaba del asco que se sentía cuando ponías la mano en el pecho de un hombre y advertías de pronto que tu mano estaba dentro de ese pecho, que habías metido la mano en el interior del pecho. (Era de agradecer que estuviese muerto, suponía Ursula).
¿Le contaba Harold a Pamela lo que había visto? Ursula no se lo preguntó; sacar el tema en un día tan agradable parecía fuera de lugar. Se acordó de todos los soldados de la guerra anterior que volvieron al hogar y que no comentaban nada de lo que habían visto en las trincheras. El señor Simms, el señor Palmer, y también su propio padre, claro está.
La producción de huevos de Sylvie parecía desempeñar un papel fundamental en una especie de mercado negro rural. Nadie sufría ningún tipo de escasez en particular.
—Aquí se ha impuesto la economía del trueque —le dijo Pamela—. Y vaya si hacen trueques. Seguro que ahora la tenemos en la puerta dedicada a eso.
—Por lo menos aquí no corréis mucho peligro —comentó Ursula.
Aunque ¿era cierto aquello? Se acordó de la bomba sin estallar que Hugh había ido a examinar. Y de lo sucedido la semana anterior, cuando otra bomba cayó en un prado municipal y dejó a las vacas hechas pedazos.
—En esta zona mucha gente ha comido ternera con gran discreción —le contó Pamela—. Incluidos nosotros, me alegra decir.
Por lo visto, Sylvie, que ya había vuelto, consideraba que ese «terrible episodio» los había puesto al mismo nivel que Londres con sus sufrimientos. Encendió un cigarrillo en vez de terminar de comer. Ursula se comió lo que su madre dejó en el plato mientras Pamela cogía un pitillo de la cajetilla de Sylvie y lo encendía.
Salió Bridget y empezó a recoger los platos; Ursula se puso en pie bruscamente y dijo:
—No, no, ya me encargo yo.
Ni Pamela ni Sylvie se levantaron; siguieron fumando en silencio mientras observaban cómo los que estaban en el tipi intentaban defenderse ante una partida de atacantes formada por evacuados. Ursula se sintió desairada. Tanto Sylvie como Pamela hablaban como si lo estuvieran pasando muy mal, mientras que ella trabajaba día tras día, casi todas las noches en una patrulla y presenciaba las imágenes más espantosas. El día anterior, sin ir más lejos, habían tenido que liberar a una persona mientras les iba goteando sangre en la cabeza, perteneciente a un cadáver en el dormitorio del piso superior, al que no podían llegar porque en la escalera había un amasijo de vidrios, que llegaba hasta la rodilla, de una enorme claraboya en lo alto.
—Me estoy planteando volver a Irlanda —le anunció Bridget mientras enjuagaban los platos—. En este país nunca me he sentido acogida.
—Yo tampoco —confesó Ursula.
Al final la carlota de manzana no consistió más que en unas manzanas asadas, porque Sylvie se negó a utilizar el valioso pan rancio para hacer un pudin cuando podía ser más útil si se les daba a las gallinas. En la Guarida del Zorro no se desperdiciaba nada. Los restos de comida eran para las gallinas («Sylvie está pensando en conseguir un cerdo», reveló un desesperado Hugh); los huesos con los que ya se había hecho caldo, al igual que todas las latas y frascos de cristal que no se llenaban de mermelada o conservas agridulces o judías o tomate, se donaban para su reutilización. Los libros de la casa se habían empaquetado para llevarlos a la oficina de correos y mandárselos a los equipos de voluntarios.
—Nosotros ya los hemos leído —dijo Sylvie—. ¿Qué sentido tiene guardarlos?
Hugh regresó y Bridget volvió a salir, refunfuñando, para llevarle un plato.
—¡Oh! —exclamó Sylvie al verlo, y añadió con tono educado—: ¿Vive usted aquí? Oiga, ¿por qué no se sienta con nosotros?
—Sylvie, de verdad… —replicó Hugh, con mayor acritud de la acostumbrada—. A veces eres tan infantil…
—Si lo soy, es por culpa del matrimonio —repuso ella.
—Recuerdo haberte oído decir que para una mujer no había mejor vocación que el matrimonio —dijo él.
—¿Ah, sí? Debió de ser en nuestros años mozos.
Pamela enarcó las cejas mirando a Ursula y esta se preguntó cuándo habrían empezado sus padres a pelearse tan abiertamente; iba a preguntarle su padre por la bomba pero entonces Pamela soltó, muy animada, para cambiar de tema:
—¿Cómo está Millie?
—Bien —contestó Ursula—. Resulta muy fácil compartir casa con ella. Aunque casi nunca la veo en Phillimore Gardens. Se ha metido en una organización de artistas que colaboran en la guerra. Está en no sé qué compañía que recorre las fábricas para entretener a los trabajadores a la hora de la comida.
—Pobrecillos —comentó Hugh con una carcajada.
—¿Con obras de Shakespeare? —preguntó Sylvie con gesto dubitativo.
—Creo que ahora no le hace ascos a nada. Cancioncillas aquí y allá, comedias, ya te imaginas.
No parecía que Sylvie se lo imaginara.
—Me estoy viendo con un chico —soltó Ursula.
Los pilló a todos desprevenidos, incluso a sí misma. Lo había hecho más que nada para darle un poco de vida a la conversación. Pero tendría que haber sido más lista.
Se llamaba Ralph. Vivía en Holborn y era un amigo nuevo, un «compañero» que había conocido en clase de alemán. Antes de la guerra era arquitecto, y Ursula suponía que después de ella volvería a serlo. Si alguien seguía vivo, claro. (¿Podría Londres quedar borrado del mapa, como Cnosos o Pompeya? Seguramente los cretenses y los romanos habían ido por ahí repitiendo «Esto lo superaremos» en medio de la catástrofe). Ralph tenía muchas ideas para reconstruir los barrios pobres erigiendo en ellos modernas torres. «Una ciudad para las personas», repetía, añadiendo que sería un lugar «que surgiría de las cenizas de la antigua como el ave fénix, modernista hasta la médula».
—Parece todo un iconoclasta —dijo Pamela.
—No le va la nostalgia, como a nosotros.
—Ah, ¿a nosotros nos va la nostalgia?
—Pues sí —afirmó Ursula—. La nostalgia se basa en algo que nunca ha existido. Nosotros nos imaginamos una Arcadia del pasado, Ralph la ve en el futuro. Las dos son igual de irreales, desde luego.
—¿Palacios coronados por nubes?
—Algo así.
—Pero ¿el chico te gusta?
—Sí.
—¿Y habéis…? Bueno, eso.
—¡Pero bueno! ¿Qué pregunta es esa?
Ursula soltó una carcajada. Sylvie había vuelto a la puerta; Hugh estaba en el césped, con las piernas cruzadas, simulando que era el gran jefe Toro Veloz.
—Una pregunta muy buena —repuso Pamela.
Pues resultó que no lo habían hecho. Quizá si él hubiera sido más ardiente… Ella se acordó de Crighton.
—En cualquier caso casi no queda tiempo para…
—¿El sexo? —la interrumpió Pamela.
—Iba a decir para un noviazgo, pero sí.
Sylvie volvió e intentaba separar a los dos grupos que mantenían un conflicto armado en el jardín. Como enemigos, los evacuados demostraban un espíritu muy poco deportivo. A Hugh lo habían atado con una vieja cuerda de tender la ropa.
—¡Socorro! —le dijo a Ursula moviendo los labios pero sin emitir ningún sonido, aunque en realidad sonreía como un colegial.
A ella le alegró verlo tan feliz.
Antes de la guerra, el cortejo por parte de Ralph (o por parte de ella, quién sabe) se habría traducido en bailes, salidas al cine, agradables cenas à deux, pero ahora, normalmente, acababan en lugares arrasados por una bomba, como curiosos que contemplan unas ruinas antiguas. Habían descubierto que las vistas que se disfrutaban desde el piso superior del autobús número 11 resultaban en especial indicadas para ese propósito.
Era posible que esto se debiera más a cierta perversión presente en las personalidades de ambos que a la guerra en sí. Al fin y al cabo, otras parejas conseguían mantener los rituales.
Habían «visitado» la galería Duveen del Museo Británico, Hammonds, al lado de la Galería Nacional, y el enorme cráter de la estación de metro de Bank, tan grande que habían tenido que construir un puente temporal por encima de él. Los grandes almacenes John Lewis, que todavía ardían cuando llegaron: los maniquíes ennegrecidos de los escaparates estaban desparramados por toda la acera, las prendas arrancadas.
—¿Te parece que somos morbosos? —le preguntó Ralph.
—No, somos testigos —respondió Ursula.
Seguramente al final acabaría acostándose con él. Tampoco había grandes motivos para no hacerlo.
Bridget salió con el té y un bizcocho.
—Creo que debería ir desatando a papá —dijo Pamela.
—Toma una copa —le dijo Hugh mientras le servía un vaso de whisky de malta de una licorera de cristal tallado que guardaba en su despacho—. Últimamente vengo aquí cada vez más —añadió—. Este es el único sitio donde me siento en paz. Los perros y los evacuados tienen la entrada estrictamente prohibida. Por cierto, me preocupo por ti.
—Yo también me preocupo por mí.
—¿Hay mucha sangre?
—Muchísima. Pero creo que es lo que hay que hacer. Creo que no nos equivocamos.
—¿Una guerra justa? Ya sabes que casi toda la familia de los Cole sigue en Europa. El señor Cole me ha contado cosas espantosas, cosas que les están pasando a los judíos. Creo que aquí nadie quiere enterarse. Bueno —añadió mientras alzaba la copa y trataba de animar el ambiente—, ¡a meterse esto entre pecho y espalda! Brindo por el final.
Ya había caído la noche para cuando Ursula se marchó, y Hugh la acompañó hasta la estación.
—Me temo que estamos sin gasolina, tendrías que haberte ido antes —comentó pesaroso. Llevaba una linterna potente y nadie iba a decirle a gritos que la apagara—. Tampoco creo que esto vaya a servir para alertar de nuestra presencia a un Heinkel.
Ursula le contó que las fuentes de luz causaban un pavor casi supersticioso a los equipos de salvamento, incluso cuando estaban en medio de un ataque aéreo, rodeados de edificios incendiados, de explosivos y llamaradas. Como si una pequeña linterna fuera a cambiar algo.
—En las trincheras conocí a uno —le contó Hugh— que encendió una cerilla y, hala, así, de repente, un francotirador alemán le voló la cabeza. Era un buen hombre —añadió con semblante reflexivo—; se apellidaba Rogerson, como los panaderos del pueblo. Aunque no eran parientes.
—No me lo habías contado.
—Te lo estoy contando ahora —contestó Hugh—. Que te sirva de lección; no asomes la cabeza del parapeto, mantén tu luz bajo un fanal.
—No hablas en serio, ¿verdad?
—Pues sí. Te prefiero cobarde que muerta, osita. Y a Teddy y Jimmy también.
—Eso tampoco lo dices en serio.
—Sí. Ya hemos llegado: está tan oscuro que podrías tropezarte con la estación sin llegar a verla. Ah, mira, aquí está Fred. Buenas noches, Fred.
—Hola, señor Todd, señorita Todd. Este es el último tren de la noche —dijo Fred Smith, que hacía mucho tiempo que había ascendido de fogonero a maquinista.
—No es exactamente un tren —repuso Ursula, perpleja: había locomotora, pero no vagones.
Fred volvió la cabeza y miró más allá del andén hacia donde deberían haber estado los vagones, como si se le hubiera olvidado su ausencia.
—Ah, sí, es verdad; la última vez que los vieron, colgaban del puente de Waterloo. Es una larga historia —añadió, aunque era evidente que no le apetecía contarla.
Ursula no pudo explicarse que estuviera allí la locomotora sin los vagones, pero la expresión de Fred era algo hosca.
—Entonces no podré volver a casa esta noche —aventuró ella.
—Bueno —dijo Fred—, tengo que volver a la ciudad con la locomotora, el vapor funciona y voy con un fogonero, el bueno de Willie, así que si quieres subir, señorita Todd, creo que podemos llevarte.
—¿De veras?
—Será un poco más sucio que en los asientos acolchados, pero si estás dispuesta…
—Desde luego.
La locomotora parecía impaciente por salir, así que la joven abrazó brevemente a Hugh.
—Hasta pronto.
Dicho lo cual, subió los peldaños que llevaban a la plataforma del maquinista y se acomodó en el asiento del fogonero.
—Ten mucho cuidado en Londres, osita, ¿eh? —le pidió Hugh, que levantó la voz para que no la ahogara el silbido del vapor—. ¿Me lo prometes?
—¡Te lo prometo! —exclamó ella—. ¡Hasta pronto!
Cuando el tren emprendió la marcha entre resoplidos, se volvió en el asiento e intentó distinguir a su padre en el andén a oscuras. Sintió una repentina punzada de culpabilidad por haberse puesto a jugar al escondite con los chicos después de cenar. Lo que tendría que haber hecho, como había apuntado Hugh, era marcharse cuando aún había luz. Ahora su padre tendría que volver solo por aquel camino oscuro. (De repente se acordó de la pobre Angela, tantos años antes). Hugh no tardó en desaparecer envuelto en la oscuridad y el humo.
—Vaya, sí que es emocionante esto —le dijo a Fred.
Ni se le pasó por la cabeza que jamás volvería a ver a su padre.
Emocionante era, en efecto, pero también algo aterrador. La locomotora era una tremenda bestia de metal que avanzaba rugiendo en la oscuridad, con el poder en bruto de una máquina que ha cobrado vida; temblaba y se mecía como si tratara de echar a Ursula de sus entrañas. La joven nunca se había parado a pensar en cómo funcionaba la sala de máquinas. La había imaginado, si es que lo había hecho alguna vez, como un lugar más o menos sosegado: el maquinista concentrado en las vías que se extendían ante él mientras el fogonero iba echando paletadas de carbón alegremente. Sin embargo, lo que vio fue una actividad incesante, una conversación continua entre el fogonero y el maquinista relativa a las pendientes y la presión, unas paletadas frenéticas que se detenían abruptamente, un estruendo perpetuo, el calor casi insoportable de la caldera, el mugriento hollín de los túneles cuya entrada, por lo visto, no impedían las láminas de metal que se habían colocado para que hubiera más luz en la cabina. ¡Hacía muchísimo calor!
—Más que en el infierno —admitió Fred.
Pese a las limitaciones de velocidad propias de tiempos de guerra, daba la impresión de que iban al menos el doble de deprisa que cuando ella había viajado en un vagón (en «los asientos acolchados», pensó; debía recordar la expresión para repetírsela a Teddy, quien, aunque ahora era piloto, no había abandonado su sueño de la infancia de convertirse en maquinista).
A medida que se aproximaban a Londres fueron distinguiendo unos incendios en el este y les llegó el lejano repiqueteo de las armas de fuego, pero cuando se acercaron a la zona de clasificación de vagones y a las cocheras reinaba un silencio casi fantasmal. Frenaron hasta quedar inmóviles y de pronto, por suerte, reinó la calma.
Fred la ayudó a bajar de la cabina.
—Ya estamos, señorita —le dijo—. Hogar, dulce hogar. Bueno, no del todo, me temo. —De repente pareció titubear—. Debería acompañarte a casa pero tenemos que dejar en su sitio esta locomotora. ¿Puedes volver sola a partir de aquí?
Daba la impresión de que estuvieran en medio de la nada, solo había vías y señales y las sombras amenazadoras de las locomotoras.
—Ha caído una bomba en Marylebone. Estamos en la parte posterior de la estación de King’s Cross —comentó Fred, como si le hubiera leído el pensamiento—. La cosa no es tan complicada como parece. —Encendió una linterna de luz más que tenue, que apenas iluminaba un poco más allá—. Hay que tener cuidado —añadió—, este sitio constituye un objetivo militar muy importante.
—No me va a pasar absolutamente nada —aseguró ella, con un optimismo más acentuado del que sentía—. No te preocupes por mí, y gracias. Buenas noches, Fred.
Echó a andar con actitud decidida, pero un instante después tropezó con un riel y soltó un gritito de dolor al darse un fuerte golpe en la rodilla contra los afilados bloques de piedra de la vía.
—Dame la mano, señorita Todd —dijo el maquinista mientras la ayudaba a ponerse en pie—. No podrás orientarte en la oscuridad. Vamos, te acompaño hasta la entrada.
La cogió del brazo y se puso en marcha, guiándola tan tranquilamente como si estuvieran dando un paseo dominical por el Embankment. Ella se acordó de que, cuando era más joven, Fred le gustaba bastante. Y le pareció que no le costaría demasiado que le volviera a gustar.
Llegaron a dos enormes puertas de madera; él abrió una más pequeña que quedaba enmarcada en una de ellas.
—Creo que ya sé dónde estoy —declaró Ursula. En realidad no tenía la menor idea, pero no quería causarle más molestias a Fred—. Pues muchas gracias de nuevo, quizá volvamos a vernos la próxima vez que me pase por la Guarida del Zorro.
—No creo —repuso él—. Mañana ingreso en el cuerpo auxiliar de bomberos del ejército. Hay muchos vejetes como Willie que pueden llevar los trenes.
—Me alegro por ti —dijo ella, aunque pensaba en lo peligroso que era el cuerpo de bomberos.
Era el apagón más negro de todos los tiempos. Ursula avanzaba con una mano extendida ante sí y acabó chocándose con una mujer que le reveló dónde estaban. Continuaron juntas alrededor de media milla. Después de seguir sola unos minutos más, oyó unos pasos detrás y dijo «Hola» para que el dueño de esos pasos no se diera un topetazo contra ella. Era un hombre, apenas una silueta en la oscuridad que se convirtió en su acompañante hasta Hyde Park. Antes de la guerra a nadie se le habría ocurrido cogerse del brazo de un completo desconocido, menos aún si era hombre, pero ahora el peligro que venía del cielo parecía mucho mayor que cualquier cosa que pudiera sucederle a una de resultas de esa extraña intimidad.
Le pareció que debía de faltar poco para el amanecer cuando llegó a Phillimore Gardens, pero apenas era medianoche. Millie, de punta en blanco, acababa de llegar de pasar la noche fuera.
—¡Ay, Dios! —exclamó al ver a Ursula—. ¿Qué te ha pasado? ¿Te ha caído una bomba encima?
Ursula se contempló en el espejo y advirtió que estaba embadurnada de hollín y polvo de carbón de la cabeza a los pies.
—Vaya, con esta pinta doy miedo.
—Pareces una minera —aseguró Millie.
—Más bien una maquinista —repuso ella, tras lo cual le contó en dos palabras las aventuras de esa noche.
—Vaya —exclamó Millie—, conque Fred Smith, el hijo del carnicero. Estaba de muy buen ver.
—Seguramente aún lo está. Traigo huevos de la Guarida del Zorro —anunció mientras sacaba del bolso la caja de cartón que Sylvie le había dado.
Los huevos estaban rodeados de paja, pero se habían resquebrajado y roto por culpa de las sacudidas de la vía, o como resultado de su caída en la cochera.
Al día siguiente se las apañaron para preparar una tortilla con los que pudieron salvar.
—Qué buenos —alabó Millie—. Deberías pasar por tu casa más a menudo.