Llevaban meses viviendo en el sótano, como ratas. Cuando los británicos los bombardeaban durante el día y los estadounidenses por la noche, no les quedaba otra. El sótano bajo el edificio de apartamentos en Savignyplatz era húmedo y repugnante, con una lamparita de parafina por toda iluminación y un cubo a modo de retrete, y sin embargo era mejor que los bunkers en la ciudad. En cierta ocasión un ataque diurno las había sorprendido a ella y Frieda cerca del zoológico, y se refugiaron en la torre antiaérea de la estación del Jardín Zoológico, donde había miles de personas hacinadas y se medía el suministro de aire con una vela (como si fueran canarios). Si la vela se apaga, le dijo alguien, todo el mundo tiene que salir al aire libre aunque haya un ataque aéreo en marcha. Cerca de donde se encontraban aplastadas contra una pared, un hombre y una mujer se abrazaban (un término educado para lo que estaban haciendo), y cuando se fueron tuvieron que pasar por encima de un anciano que había muerto durante el bombardeo. Lo peor de todo, peor incluso que todo eso, era que, además de un refugio, la enorme ciudadela de cemento era una gigantesca batería antiaérea, con varios cañones escupiendo fuego en el techo constantemente y haciendo estremecerse todo el refugio con cada retroceso. Era lo más cerca del infierno que Ursula esperaba llegar jamás.
Una enorme explosión zarandeó la estructura, una bomba había caído cerca del zoo. Ursula notó el efecto de succión de la onda expansiva en el cuerpo y le aterrorizó que a Frieda le estallaran los pulmones. El instante pasó. Varias personas vomitaron, aunque por desgracia solo podía hacerse en tus propios pies o, peor incluso, en los pies de otro. Ursula juró que no volvería a entrar jamás en una torre antiaérea. Prefería morir en plena calle y deprisa, se dijo, y con Frieda. Últimamente no paraba de pensar en eso. En una muerte rápida y limpia, con Frieda arrebujada en sus brazos.
Quizá era Teddy quien estaba allí arriba, lanzando bombas sobre ellas. Confió en que fuera él, pues significaría que seguía vivo. Un día llamaron a su puerta, cuando aún tenía puerta, antes de que los británicos empezaran con sus implacables bombardeos en noviembre del 43. Al abrir, se encontró con un jovencito flaco, de unos quince o dieciséis años. Tenía un aire de desesperación y Ursula se preguntó si buscaría dónde esconderse, pero lo que hizo fue ponerle un sobre en la mano y salir corriendo antes de que ella pudiera pronunciar palabra.
El sobre estaba arrugado y sucio. En él aparecían su nombre y su dirección, y se le saltaron las lágrimas al reconocer la letra de Pamela. En finas hojas de papel azul apergaminado, fechadas varias semanas atrás, le contaba con detalle las idas y venidas de su familia: Jimmy en el ejército, Sylvie y su lucha en el frente doméstico («una nueva arma: ¡las gallinas!»). Pamela estaba bien; según decía, ahora vivía en la Guarida del Zorro y tenía cuatro hijos varones. Teddy estaba en la RAF, era jefe de escuadrón con una medalla de Vuelo Distinguido. Era una carta larga y preciosa, y la última página era casi una posdata: «He dejado las noticias tristes para el final». Hugh había muerto. «En el otoño de 1940, plácidamente, de un ataque al corazón». Ursula deseó no haber recibido aquella carta, deseó poder pensar en Hugh todavía vivo, en Teddy y Jimmy en papeles que no fueran de combatientes, pasando la guerra en una mina de carbón o en la defensa civil.
«Pienso en ti constantemente», decía Pamela. No le recriminaba nada, no decía «Ya te lo dije» ni «¿Por qué no volviste a casa cuando aún podías hacerlo?». Ursula lo había intentado, pero demasiado tarde, por supuesto. El día después de que Alemania le declarase la guerra a Polonia recorrió la ciudad, haciendo las cosas que se suponía que se debían hacer cuando la guerra era inminente. Hizo acopio de pilas, linternas y velas; compró comida en lata y tela para hacer estores con que oscurecer las ventanas; fue a los grandes almacenes Wertheim en busca de ropa para Frieda, de una y dos tallas más por si la guerra se alargaba mucho tiempo. No adquirió nada para ella, pasó de largo todos aquellos abrigos y botas calentitos, medias y vestidos decentes, algo que ahora lamentaba con amargura.
Oyó a Chamberlain en la BBC, aquellas fatídicas palabras suyas: «Este país está en guerra con Alemania», y durante varias horas se sintió extrañamente petrificada. Trató de llamar por teléfono a Pamela, pero todas las líneas estaban saturadas. Luego, hacia el anochecer (Jürgen había pasado todo el día en el ministerio), volvió de pronto a la vida, como Blancanieves. Tenía que irse, tenía que volver a Inglaterra, con pasaporte o sin él. Hizo una maleta a toda prisa y se llevó a Frieda a coger un tranvía hasta la estación. Si conseguían subirse a un tren, todo saldría bien. No había trenes, le dijo un jefe de estación. Las fronteras estaban cerradas.
—Estamos en guerra, ¿no lo sabía?
Ursula corrió a la embajada británica en Wilhelmstrasse, llevando casi a rastras a la pobre Frieda. Eran ciudadanas alemanas, pero se pondría a merced del personal de la embajada; sin duda podrían hacer algo, ella seguía siendo inglesa de nacimiento. A esas alturas ya era casi de noche y se encontraron con la verja cerrada con candado y el edificio a oscuras.
—Se han ido —le dijo un transeúnte—, no ha llegado usted a tiempo.
—¿Que se han ido?
—Han vuelto a Gran Bretaña.
Ursula tuvo que llevarse una mano a la boca para contener el gemido que brotaba de su interior. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¿Por qué no había visto lo que se le venía encima? «Un necio advierte el peligro demasiado tarde, cuando ya ha pasado», dijo en cierta ocasión Isabel I.
Después de recibir la carta de Pamela se pasó dos días llorando de forma intermitente. Jürgen se mostró comprensivo y le llevó un poco de café auténtico; ella no le preguntó de dónde lo había sacado. Una buena taza de café (por milagroso que fuera conseguirla) difícilmente mitigaría la pena que sentía por su padre, por Frieda, por sí misma. Por todo el mundo. Jürgen murió en un ataque aéreo estadounidense en el 44. Ursula se avergonzó del alivio que sintió cuando le dieron la noticia, sobre todo por lo afectada que pareció Frieda. Quería a su padre y él a ella, lo cual suponía algo muy valioso que salvar de todo el lamentable asunto que había constituido su matrimonio.
Frieda se encontraba enferma. Su rostro estaba tan demacrado y pálido como el de la mayoría de la gente que se veía en las calles, pero tenía los pulmones llenos de mucosidad y tremendos ataques de tos que no parecían acabarse nunca. Cuando le ponía la oreja contra el pecho era como oír un galeón en el mar, cabeceando y soltando crujidos al hendir las olas. Ojalá pudiera sentarla junto a un buen fuego, darle un cacao caliente, un estofado, unas empanadillas, unas zanahorias. ¿Seguirían comiendo bien en el Berg?, se preguntó. ¿Quedaría alguien en el Berg?
Encima de ellas, el bloque de pisos seguía en pie, aunque una bomba le había arrancado casi toda la fachada. Todavía subían a revolver por ahí en busca de cualquier cosa que resultase útil. Se había librado del saqueo debido a la dificultad casi insalvable de subir por las escaleras, que estaban llenas de escombros. Frieda y ella se ataban pedazos de cojín con trapos en las rodillas y se ponían gruesos guantes de piel que habían pertenecido a Jürgen, y trepaban así sobre las piedras y los ladrillos, como un par de monos muy torpes.
Lo único que no había en el piso era precisamente lo único que les interesaba: comida. El día anterior habían hecho cola durante tres horas para conseguir una barra de pan. Cuando se la comieron, les pareció que no llevaba harina, aunque se hacía difícil saber qué llevaba…, ¿cemento y yeso en polvo? Al menos sabía a eso. Se acordó de la panadería de Rogerson en su pueblo, de cómo el olor a pan flotaba hasta la calle y del escaparate lleno de preciosos panes blancos y blanditos con un glaseado broncíneo y pegajoso. O de la cocina de la Guarida del Zorro los días en que la señora Glover horneaba pan: las grandes barras de pan moreno y «sano» en las que insistía Sylvie, pero también los bizcochos, las tartas y los panecillos. Se imaginó comiéndose una rebanada caliente de pan moreno, con una gruesa capa de mantequilla y mermelada elaborada con frambuesas y grosellas de la Guarida del Zorro. (Se atormentaba constantemente con recuerdos de comida). Ya no habría más leche, le dijo alguien en la cola del pan.
Por la mañana, fräulein Farber y su hermana frau Meyer, que antes vivían juntas en la buhardilla pero ahora rara vez salían del sótano, le dieron dos patatas y un pedazo de salchicha cocida para Frieda, «Aus Anstand», según ellas, por pura decencia. Herr Richter, residente a su vez en el sótano, le contó a Ursula que las hermanas habían decidido dejar de comer. (Algo que no costaba mucho hacer cuando no había comida, se dijo ella). Según él, ya no podían más. No eran capaces de enfrentarse a lo que ocurriría cuando llegaran los rusos.
Les llegó el rumor de que en el este la gente se había visto rebajada a comer hierba. Pues qué suerte, pensó Ursula, ya que en Berlín no había hierba, solo el esqueleto ennegrecido de una ciudad orgullosa y hermosa. ¿Estaba Londres así también? No parecía probable, pero sí posible. Speer ya tenía sus nobles ruinas, con mil años de antelación.
El pan incomible de ayer y dos patatas medio crudas el día anterior era cuanto Ursula tenía en el estómago. Todo lo demás, por poco que fuera, se lo había dado a Frieda. Pero ¿de qué le serviría a Frieda si se moría? No podía dejarla sola en aquel mundo tan terrible.
Después del ataque al zoológico, acudieron allí a ver si quedaban animales que pudieran comerse, pero se les había adelantado mucha gente. (¿Podía pasar algo así en su país? ¿Que los londinenses buscaran carroña en el zoo de Regent’s Park? ¿Por qué no?).
Todavía veían un pájaro de vez en cuando que claramente no era nativo de Berlín, sobreviviendo contra todo pronóstico, y, en cierta ocasión, se encontraron un animal sarnoso y encogido de miedo que tomaron por un perro y después se dieron cuenta de que era un lobo. Frieda insistió en que se lo llevaran de regreso al sótano y lo convirtieran en su mascota. Ursula no pudo ni imaginar la reacción de su anciana vecina frau Jaeger ante una cosa así.
Su apartamento era como una casa de muñecas, abierta al mundo, con todos los detalles íntimos de su vida doméstica a la vista: camas y sofás, los cuadros en las paredes, incluso un par de adornos que habían sobrevivido a la explosión. Se habían llevado ya cualquier cosa verdaderamente útil, pero aún quedaban algunas prendas de ropa y unos cuantos libros, y el día anterior Ursula encontró un alijo de velas bajo un montón de loza hecha añicos. Confiaba en hacer un trueque con ellas por medicinas para Frieda. Aún quedaba un retrete en el cuarto de baño y a veces, quién sabía cómo, todavía salía agua. Una de las dos sostenía en alto una vieja sábana para proteger el pudor de la otra. ¿Acaso importaba tanto el pudor a aquellas alturas?
Ursula tomó la decisión de volver a vivir en el piso. Hacía frío allí dentro pero el aire no era fétido y le parecía que, a fin de cuentas, sería mejor para Frieda. Aún tenían mantas y colchas con las que envolverse y compartían un colchón en el suelo, tras una barricada formada por la mesa y las sillas del comedor. Pensaba constantemente en las comidas que habían servido en aquella mesa y sus sueños estaban llenos de carne, de cerdo y ternera, grandes tajadas a la parrilla, asadas y fritas.
El apartamento estaba en una segunda planta, y ese hecho, combinado con las escaleras parcialmente inaccesibles, quizá bastara para disuadir a los rusos. Por otra parte, serían muñecas en exhibición en la casa de muñecas, una mujer y una niña listas para convertirse en carnaza. Frieda no tardaría en cumplir once años, pero si una décima parte de los rumores que llegaban del este eran ciertos, su edad no la salvaría de los rusos. Frau Jaeger no paraba de hablar con nerviosismo sobre cómo los rusos se abrían camino hacia Berlín violando y asesinando. Ya no había radio, solo rumores y de vez en cuando algún boletín de noticias. El nombre de Nemmersdorf estaba casi siempre en boca de frau Jaeger («¡Una masacre!»).
—Ay, cállese ya —le espetó Ursula un día.
Lo dijo en inglés, una lengua que la mujer no entendía, por supuesto, aunque debió de captar la acritud en su tono. Frau Jaeger se acobardó visiblemente al oír que se dirigían a ella en la lengua del enemigo, y Ursula se arrepintió; no era más que una anciana asustada, se recordó.
El este se acercaba más y más. Hacía mucho que se había perdido todo interés en el frente occidental, ahora solo les preocupaba el oriental. El estruendo distante de la artillería se veía reemplazado por un fragor constante. No había nadie que pudiera salvarlos. Ochenta mil soldados alemanes para defenderlos de millón y medio de soviéticos, y la mayoría de esos soldados alemanes parecían ser niños o viejos. Quizá a la pobre frau Jaeger le haría falta rechazar al enemigo con un palo de escoba. En cuestión de días, de horas incluso, aparecería el primer ruso.
Corría el rumor de que Hitler había muerto.
—Pues ya era hora —comentó herr Richter.
Ursula recordó haberlo visto dormido en su tumbona en la terraza del Berg. Había sido un pobre actor contoneándose en el escenario. ¿Y para qué? Una suerte de Armagedón. La muerte de Europa.
Era a la vida misma a la que Shakespeare había hecho contonearse en escena, se corrigió. «La vida es una sombra que camina, un pobre actor que se arrebata y contonea y nunca más se le oye». En Berlín todos eran sombras que caminaban. La vida había sido importantísima una vez, y ahora era lo más barato que había en oferta. Pensó vagamente en Eva, siempre tan indiferente ante la idea del suicidio; ¿habría acompañado a su líder al infierno?
Frieda estaba muy pachucha; tenía escalofríos y fiebre y se quejaba casi constantemente de dolor de cabeza. De no haber estado enferma quizá habrían formado parte del éxodo de gente que se dirigía hacia el oeste, huyendo de los rusos, pero no había posibilidad de que sobreviviera a un viaje así.
—No puedo más, mamá —susurró, en un terrible eco de las hermanas de la buhardilla.
Ursula la dejó sola mientras corría a la farmacia, abriéndose paso sobre los escombros que alfombraban la calle y algún que otro cadáver; ya no sentía nada por los muertos. Se agazapaba en los umbrales cuando el fuego de artillería sonaba muy cerca, y luego correteaba hasta la esquina siguiente. La farmacia estaba abierta, pero no había medicamentos. El farmacéutico ni siquiera quiso sus preciosas velas o su dinero. Ursula volvió, dándose por vencida.
Todo el tiempo que pasó lejos de Frieda sintió angustia de que le ocurriera algo durante su ausencia, y se prometió no volver a apartarse de su lado. Vio un tanque ruso a dos calles de distancia y sintió terror, ¿y cuánto más sentiría Frieda? El ruido del fuego de artillería era constante. Tuvo la sensación de que el mundo llegaba a su fin. Si era así, Frieda debía morir en sus brazos, no sola. Pero ¿en brazos de quién moriría ella? Anheló la seguridad que le transmitía su padre, y pensar en Hugh hizo que se echara a llorar.
Después de trepar por la escalera en ruinas, estaba completamente exhausta. Encontró a Frieda delirando, y se tendió a su lado en el colchón en el suelo. Acariciándole el cabello mojado, le habló en voz baja sobre otro mundo. Le habló de las campanillas en primavera en el bosque cercano a la Guarida del Zorro, de las flores que crecían en el prado más allá del bosquecillo: lino y consuelda, ranúnculo, amapolas silvestres, borbonesas y margaritas. Le habló del olor de la hierba recién segada en un jardín inglés, del aroma de las rosas de Sylvie, del sabor agridulce de las manzanas del huerto. Le habló de los robles en el sendero, de los tejos en el cementerio y de la haya en el jardín de la Guarida del Zorro. Le habló de los zorros, los conejos, los faisanes, las liebres, las vacas y los grandes caballos de tiro. Del sol que arrojaba sus amistosos rayos sobre los campos de maíz y de verduras. Del alegre canto del mirlo, de la lírica alondra, del suave arrullo de las palomas torcaces, del ulular de la lechuza en la oscuridad.
—Tómate esto —le dijo, metiéndole una pastilla en la boca—. La he conseguido en la farmacia, te ayudará a dormir.
Le contó a Frieda que sería capaz de caminar sobre cuchillos por protegerla, de arder en las llamas del infierno para salvarla, de ahogarse en las aguas más profundas si eso la hacía flotar a ella, y le contó que iba a hacer una última cosa por ella, la más difícil de todas.
Abrazó a su hija, la besó y le murmuró al oído, hablándole de Teddy cuando era pequeño, de la fiesta de cumpleaños sorpresa, de lo lista que era Pamela y lo pesado que era Maurice y lo divertido que había sido Jimmy de pequeñito. Del tictac del reloj en el vestíbulo y del traqueteo del viento en el tubo de la chimenea y de cómo encendían un enorme fuego en Nochebuena y colgaban los calcetines de la repisa y al día siguiente comían ganso asado y pudin de ciruelas, y de que eso harían todos las próximas navidades, todos ellos juntos.
—Todo saldrá bien ahora, ya lo verás.
Cuando tuvo la seguridad de que Frieda se había dormido, cogió la pequeña cápsula de cristal que le había dado el farmacéutico, la metió con suavidad en la boca de Frieda y le cerró las delicadas mandíbulas. La cápsula se rompió con un diminuto crujido. Cuando mordía su propia ampolla de cristal recordó unos versos de los Sonetos sacros de Donne. «Corro hacia la muerte, y la muerte me encuentra, presurosa, y todos mis placeres son pasado». Abrazó con fuerza a Frieda y no tardaron en verse envueltas por las alas de terciopelo del murciélago negro, y aquella vida se tornó irreal y se desvaneció.
Nunca había elegido la muerte en lugar de la vida, y cuando abandonaba esta última, Ursula supo que algo se había agrietado y se había hecho añicos y que el orden de las cosas había cambiado. Entonces la oscuridad borró todos sus pensamientos.