Agosto de 1939

Der Zauberberg. La montaña mágica.

Aaw. Sie ist so niedlich.

Clic, clic, clic. Eva estaba loca por su Rolleiflex. Eva estaba loca por Frieda. «¡Es monísima!», declaraba. Estaban en la enorme terraza del Berghof, que inundaba el sol alpino, mientras esperaban a que les llevasen la comida. Era muchísimo más agradable comer ahí fuera, al fresco, y no en el enorme y sombrío comedor, por cuyo enorme ventanal solo se veían montañas. A los dictadores les gustaba todo a lo grande, incluso los paisajes. Bitte lächeln! Una gran sonrisa. Frieda obedeció. Era una niña obediente.

Eva convenció a Frieda para que se quitara su vestidito inglés hecho a mano, tan cómodo (de Bourne and Hollingsworth, Sylvie lo había mandado para el cumpleaños de la niña), y la atavió con un traje bávaro: vestidito tirolés, delantal, calcetines blancos hasta la rodilla. A Ursula, con su mirada inglesa (cada vez más inglesa, o eso le parecía), aún le daba la impresión de que habían sacado el traje de un baúl de los disfraces, o de que quizá formaba parte de la función teatral de un colegio. En cierta ocasión, en su escuela (cuánto tiempo parecía haber pasado desde entonces), habían puesto en escena El flautista de Hamelín; Ursula interpretaba el papel de una niña del pueblo y le pusieron una vestimenta que no se diferenciaba mucho de la que Frieda llevaba ahora.

A Millie le tocó el personaje del rey de las ratas y estuvo sobresaliente en el escenario, según Sylvie: «Las Shawcross dan lo mejor de sí cuando son el centro de atención, ¿verdad?». Había algo en Eva que le recordaba a Millie: una animación inquieta y vacía que debía ser alimentada continuamente. Pero es que Eva también era actriz, e interpretaba el papel de su vida. De hecho, su vida era su papel, las dos cosas no se diferenciaban.

Frieda, la preciosa y pequeña Frieda, de solo cinco años, ojos azules y con aquellas trenzas cortas y rubias. La piel de la niña, tan pálida y demacrada al llegar, ahora lucía rosada y dorada gracias al sol de los Alpes. Cuando el Führer vio a la niña, Ursula advirtió un brillo fanático en los ojos también azules, fríos como el Königsee, el lago que había más abajo, y supo que aquel hombre estaba viendo cómo el futuro del Tausendjähriges Reich se extendía ante sí, Mädchen tras Mädchen.

—No se parece a usted, ¿verdad? —le comentó Eva sin malicia; era una persona sin malicia.

Cuando Ursula era pequeña (una época de su vida que, por lo visto, rememoraba de forma compulsiva durante aquellos días), leía cuentos de hadas sobre princesas injustamente tratadas que conseguían huir de padres depravados y madrastras celosas embadurnándose la cara con jugo de nuez e impregnándose los cabellos de ceniza para disfrazarse, con el fin de asumir la identidad de una gitana, del forastero, del rechazado. Ursula se preguntó cómo se obtendría el jugo de nuez, no parecía algo que pudiera encontrarse fácilmente en una tienda. Y ahora era peligroso convertirse en el forastero de piel teñida de jugo de nuez, sobre todo si uno quería sobrevivir en aquel lugar, en Obersalzberg (Der Zauberberg), en el reino de la fantasía, «el Berg», como se referían a aquella zona con la intimidad de los elegidos.

¿Qué diablos hacía allí, se preguntó Ursula, cuando podía marcharse? Frieda ya se había recuperado bastante, su convalecencia casi había terminado. Decidió comentarle algo a Eva aquel mismo día. Al fin y al cabo no eran prisioneros, podían irse cuando quisieran.

Eva encendió un cigarrillo. El Führer no estaba y la ratoncita se divertía. A él no le gustaba que fumara ni bebiera, ni que se maquillara. Ursula admiraba mucho esos pequeños actos de rebeldía de Eva. El Führer había llegado y se había vuelto a marchar dos veces desde la llegada de Ursula al Berghof junto a Frieda dos semanas antes; como era de esperar, esas llegadas y partidas constituían momentos intensamente dramáticos para Eva. Según la conclusión a la que había llegado Ursula hacía mucho tiempo, el Reich era todo pantomima y espectáculo. «Una historia narrada por un idiota, llena de ruido y furia —le escribió a Pamela—. Aunque, desgraciadamente, algún significado sí tiene».

A instancias de Eva, Frieda hizo una pirueta y soltó una carcajada. La niña era el núcleo más profundo del corazón de Ursula y desempeñaba un papel fundamental en todo lo que hacía o decía. Estaba dispuesta a caminar sobre cuchillos durante el resto de su vida si con eso protegía a la pequeña. A arder en el infierno para salvarla. A ahogarse en las aguas más profundas si con eso ella flotaba. (Se había planteado muchas posibilidades extremas. Convenía estar preparada). No tenía la menor idea (Sylvie no le había comentado nada al respecto) de que el amor de una madre podía ser algo tan dolorosamente visceral, tan dolorosamente físico.

—Ah, desde luego —dijo Pamela, como si fuera lo más trivial del mundo—, te convierte en una loba de los pies a la cabeza.

Ursula no se consideraba una loba; era, al fin y al cabo, una osa.

Sí había lobas de verdad que merodeaban por todo el Berg: Magda, Emmy, Margarete, Gerda, esposas y madres de las proles de los altos cargos del partido. Todas ellas competían por ver quién conseguía una pequeña parcela de poder y sus vientres fecundos daban a luz a un niño tras otro, para el Reich, para el Führer. Esas lobas eran peligrosas, depredadoras, y odiaban a Eva, la «vaca estúpida» (die blöde Kuh) que, sin que supieran muy bien cómo, había logrado vencerlas a todas.

Ellas, no cabía duda, habrían dado cualquier cosa por ser la compañera del glorioso líder, en lugar de la insignificante Eva. ¿Acaso un hombre de su talla no merecía una Brunilda, o, al menos, una Magda o una Leni? O quizá a la propia valkiria, «la Mitford», das Fräulein Mitford, como la llamaba Eva. El Führer admiraba Inglaterra, sobre todo la Inglaterra aristocrática e imperial, aunque Ursula dudaba de que ese sentimiento le impidiera tratar de destruir el país si llegaba el momento.

A Eva le inspiraban rechazo todas las valkirias que podían competir con ella por conseguir la atención del Führer; sus emociones más intensas nacían del miedo. La mayor antipatía la sentía por Bormann, la éminence grise del Berg. Era él quien controlaba el dinero, quien le compraba a Eva los regalos que le hacía el líder y quien daba ciertas cantidades de dinero para que consiguiese los abrigos de piel y los zapatos de Ferragamo, y quien le recordaba, de muchas y sutiles maneras, que apenas era una cortesana. Ursula se preguntó por la procedencia de esos abrigos, ya que casi todos los peleteros que había visto en Berlín eran judíos.

Menudo resentimiento colectivo debía de crear entre las lobas el hecho de que la consorte del Führer fuera dependienta. Cuando lo conoció, le contó Eva a Ursula, trabajaba en la Photohaus de Hoffmann, y se dirigió a él con el apelativo de «herr Lobo».

—Adolf significa «lobo noble» en alemán —le aclaró.

A él debió de encantarle aquello, pensó Ursula. Nunca había oído a nadie llamarlo Adolf. (¿Lo llamaba Eva mein Führer incluso en la cama? Parecía perfectamente posible).

—¿Y sabes cuál es su canción preferida? —añadió Eva—. «¿Quién teme al lobo feroz?».

—¿De la película de Disney Los tres cerditos? —le preguntó una incrédula Ursula.

—¡Sí!

Ay, pensó Ursula, qué ganas de contárselo a Pamela.

—Y ahora una con Mutti —pidió Eva—. Cógela en brazos. Sehr schön. ¡Sonríe!

Ursula había observado cómo Eva acosaba alegremente al Führer con la cámara, cómo lograba una imagen suya cuando no se escabullía del objetivo o se bajaba el ala del sombrero hasta un punto tan bajo que resultaba cómico, como si fuera un espía mal disfrazado. Al Führer no le gustaba que ella le hiciera fotos; prefería los favorecedores focos de un estudio o una pose más heroica de la que ofrecía en las instantáneas que a Eva le gustaban. A ella, en cambio, le encantaba que la retratasen. No solo quería salir en las fotografías, también en una película. «Ein película». Pensaba ir a Hollywood («algún día») e interpretarse a sí misma, «la historia de mi vida», declaraba. (En cierto sentido, para Eva todo se volvía real gracias a la cámara). Al parecer, el Führer se lo había prometido. Evidentemente, el Führer prometía muchas cosas. Así había conseguido la posición que ocupaba en aquel momento.

Eva volvió a enfocar la Rolleiflex. Ursula se alegró de no haber llevado su vieja Kodak, que habría salido muy mal parada en comparación.

—Pediré que te hagan copias —dijo Eva—. Las puedes enviar a Inglaterra, a tus padres. Salen muy bonitas con las montañas ahí detrás. Ahora, sonríe mucho, por favor. Jetzt lach doch mal richtig!

Esa vista de las montañas constituía el fondo de todas las imágenes que allí se tomaban, el fondo de todo. Al principio a Ursula le parecieron preciosas; ahora su magnificencia se le empezaba a antojar opresiva. Los enormes riscos cubiertos de hielo y el torrente de las cascadas, los infinitos pinos…, la naturaleza y el mito se fundían y daban una forma sublimada al alma germánica. A Ursula le parecía que el romanticismo alemán se caracterizaba por la enormidad y lo místico; a su lado, los lagos ingleses se convertían en algo anodino. Y el alma inglesa, de encontrarse en algún sitio, estaba sin duda en los jardines de las casas, desprovistos de todo heroísmo: una franja de césped, un macizo de rosas, una hilera de judías pintas.

Tenía que volver a casa. No a Berlín, a Savignyplatz, sino a Inglaterra. A la Guarida del Zorro.

Eva colocó a Frieda en el parapeto y Ursula la quitó inmediatamente de allí.

—Las alturas la marean —adujo.

Eva siempre estaba con medio cuerpo inclinado de forma precaria por encima del mismo parapeto, o poniendo en él a perros o niños pequeños. Al otro lado, la pendiente daba vértigo: llegaba hasta el Königsee y pasaba por el pueblo de Berchtesgaden. A Ursula le inspiró lástima ese pueblecito, en el que se veían aquellas inocentes macetas de alegres geranios en las ventanas, y cuyos arroyos bajaban sinuosos al lago. Le daba la impresión de que había pasado mucho tiempo desde que estuvo allí con Klara, cuyo profesor se había divorciado por fin; ahora Klara estaba casada con él y tenían dos hijos.

—Ahí viven los Nibelungen —le aseguró Eva a Frieda mientras señalaba las cumbres que los rodeaban—, y también hay demonios, brujas y perros maléficos.

—¿Perros maléficos? —repitió la niña, no muy convencida.

A Frieda ya le daban miedo los irritantes Negus y Stasi, los insoportables terriers escoceses de Eva, y no le hacía ninguna falta que además le hablaran de enanos y demonios.

Por lo que sé, pensó Ursula, fue Carlomagno quien se ocultó en el Untersberg, donde duerme en una cueva mientras aguarda a que lo despierten para librar la batalla definitiva entre el bien y el mal. Se preguntó cuándo llegaría ese día. Quizá no faltaba mucho.

—Y una más —pidió Eva—. ¡Sonreíd!

La Rolleiflex lanzaba destellos incesantes bajo el sol. Eva también tenía una cámara de cine, un regalo muy caro de su señor Lobo particular, y Ursula supuso que debía alegrarse de que no los estuvieran inmortalizando en color y en movimiento; imaginó que en el futuro alguien se pondría a hojear los (muchos) álbumes de Eva y se preguntaría quién era Ursula, que quizá la confundiría con Gretl, la hermana de Eva, o con su amiga Herta, personajes muy secundarios de la historia.

Un día, de eso no cabía duda, todo aquello quedaría para siempre sepultado bajo el peso de la historia, incluso las montañas; al fin y al cabo, la arena era el futuro de las rocas. La mayoría de las personas vivían confusamente los acontecimientos y solo al considerarlos de forma retrospectiva se percataban de su importancia. El Führer era distinto: él, de manera consciente, estaba creando la historia para el futuro. Solo un auténtico narcisista podía hacer eso. Y Speer diseñaba unos edificios para Berlín que presentaran un aspecto espléndido al volverse ruinas dentro de mil años, eran su regalo al Führer. (¡Pensar según esos parámetros! Ursula vivía al día, lo cual era otra consecuencia de la maternidad; el futuro estaba tan teñido de misterio como el pasado).

Speer era el único que se mostraba simpático con Eva, y por eso Ursula se permitió ciertas libertades con él y le dijo lo que pensaba, algo que quizá él no merecía. El hombre también era el único guapo de entre esos aspirantes a caballero teutón, el único que no era paticorto, que no tenía cuerpo de sapo ni parecía un cerdo corpulento, o, algo que acababa resultando peor, que no parecía un burócrata de rango inferior. («¡Y todos van de uniforme! —le escribió a Pammy—. Pero todo es de mentira. Esto es como estar viviendo en las páginas de El prisionero de Zenda. Las paparruchas se les dan muy bien». Lamentó no tener a Pammy a su lado; le habría encantado analizar los personajes del Führer y de sus secuaces, y habría llegado a la conclusión de que eran unos charlatanes adeptos a la palabrería).

En privado, Jürgen afirmaba que todos le parecían «llenísimos de defectos», pero en público actuaba como cualquier buen servidor del Reich. Lippenbekenntnis, decía. Repetía lo que le convenía repetir. (No queda otro remedio, habría declarado Sylvie). Así se abría uno camino en la vida, aseguraba Jürgen. Ursula suponía que en ese aspecto se parecía bastante a Maurice, quien decía que había que colaborar con necios y burros para progresar profesionalmente. Claro que Maurice era abogado. En esa época había alcanzado una posición bastante destacada en el Ministerio del Interior. Si entraban en guerra, ¿supondría eso un problema? ¿Bastaría la armadura de la ciudadanía alemana (que con tan pocas ganas había asumido) para protegerla? (¡Si entraban en guerra! ¿Realmente podía permitir que eso le sucediera mientras estaba en el continente?).

Jürgen era abogado. Si quería ejercer como tal tenía que ingresar en el partido, no había otra. Lippenbekenntnis. Trabajaba en el Ministerio de Justicia, en Berlín. En la época en que le pidió que se casara con él («ha sido un cortejo bastante precipitado», le escribió ella a Sylvie), hacía poco que Jürgen había dejado de ser comunista.

Ahora el abogado había renunciado a sus posturas izquierdistas y defendía a ultranza todo lo que se había conseguido: el país funcionaba de nuevo, había pleno empleo, comida, salud, amor propio. Nuevos trabajos, nuevas carreteras, nuevas fábricas, nueva esperanza; ¿acaso había otra forma de conseguir todo eso, decía él? Pero eso se había logrado recurriendo a una falsa religión eufórica y a un falso y rabioso mesías. «Todo tiene un precio», argumentaba Jürgen. Aunque quizá no tan alto como el que habían pagado ellos. (A Ursula le llamaba la atención, con frecuencia, cómo lo habían conseguido. Mediante el miedo y una buena puesta en escena, fundamentalmente. Pero el dinero y los puestos de trabajo ¿de dónde habían salido? Quizá gracias a la fabricación de banderas y uniformes, había cantidad suficiente de unas y de otros para salvar casi todas las economías. «De todas formas, la economía ya se estaba recuperando —le escribió Pamela—; para los nazis ha sido una casualidad afortunada que hayan podido apropiarse de esa recuperación»). Sí, reconocía él, era verdad que había violencia, pero no era más que un espasmo, una oleada, una forma de liberar tensiones llevada a cabo por las Sturmabteilung. Todo, todos, se comportaban ahora con mayor sensatez.

En abril asistieron al desfile organizado para celebrar el quincuagésimo cumpleaños del Führer en Berlín. A Jürgen le asignaron tres asientos en el palco de invitados. «Un honor, supongo», comentó el abogado. ¿Qué habría hecho, se preguntó ella, para merecer ese «honor»? (¿Había mostrado Jürgen alegría por esa distinción? A veces costaba saberlo). No había conseguido entradas para las Olimpiadas de 1936, y, sin embargo, ahora estaban codeándose con los peces gordos del Reich. En esa época el letrado siempre andaba ocupado. «Los abogados nunca duermen», aseguraba. (Sin embargo, por lo que Ursula veía, todos estaban preparados para pasarse los mil años durmiendo).

El desfile duró una eternidad; fue la mayor expresión vista hasta el momento de la maestría escénica de Goebbels. Mucha música marcial y después la obertura interpretada por la Luftwaffe: una impresionante y estruendosa exhibición aérea que sobrevoló el Eje Este-Oeste y la puerta de Brandeburgo, integrada por una formación de escuadrones de aviación, oleada tras oleada. Más ruido y furia. «Heinkels y Messerschmitts», aclaró Jürgen. ¿Cómo lo sabía? Todos los muchachos conocían los tipos de avión, repuso.

A continuación hubo un desfile de regimientos, una sucesión en apariencia interminable de soldados que avanzaban a paso de oca por la calzada. A Ursula le recordaron a las integrantes del cabaret Tiller, que tanto levantaban las piernas.

Stechschritt —dijo Ursula—, ¿se puede saber a quién se le ha ocurrido eso?

—A los prusianos —contestó Jürgen con una carcajada—, a quién si no.

Sacó una tableta de chocolate, partió un pedazo y se lo ofreció a Jürgen. Él torció el gesto y dijo que no con la cabeza, como si ella hubiera demostrado poco respeto por aquella congregación de gerifaltes del ejército. Ursula se comió otro trozo. Pequeños actos de rebeldía.

Él se acercó para que ella lo oyera (el gentío estaba armando un barullo tremendo) y le dijo: «Con independencia de todo lo demás, no queda más remedio que admirar su precisión». En efecto, Ursula la admiraba. Era extraordinaria. De una perfección robótica, como si cada miembro de cada regimiento fuera idéntico al vecino, como si los hubiesen fabricado en una cadena de montaje. Aquello no era del todo humano, pero lo importante en un ejército no era que pareciera humano, ¿verdad? («Todo resultó sumamente masculino», le informó a Pamela). ¿Sería el ejército británico capaz de llevar a cabo esos ejercicios mecánicos a tal escala? Quizá los soviéticos sí, aunque en cierto sentido el compromiso de los británicos era menor.

Frieda, a la que tenía en el regazo, ya se había dormido, y aquello no había hecho más que empezar. Hitler no dejaba de saludar a las tropas, de mantener el gesto rígido y el brazo inmóvil delante de sí (ella alcanzaba a verlo de refilón desde donde estaban, solo el brazo, como un atizador). Resultaba evidente que el poder procuraba una clase especial de vigor. Si hoy yo cumpliera cincuenta años, pensó Ursula, me gustaría pasar el día a orillas del Támesis, en Bray o Henley o en las inmediaciones, con un almuerzo campestre, un almuerzo muy inglés: un termo de té, pastelillos de salchicha, emparedados de huevo y berro, un bizcocho y bollitos. En esa imagen aparecía toda su familia, pero ¿formaba parte Jürgen de aquella estampa idílica? Podía integrarlo perfectamente, tendido en la hierba con los típicos pantalones de franela de un club de remo, hablando de críquet con Hugh. Se conocían y se llevaban bien. Jürgen y Ursula habían llegado a Inglaterra en 1935 y se presentaron en la Guarida del Zorro para hacer una visita. «Parece un tipo simpático», dijo Hugh, aunque se mostró menos entusiasmado al enterarse de que ella había adquirido la nacionalidad alemana, lo cual fue un tremendo error, Ursula se daba cuenta ahora.

—Lo de entender las cosas a posteriori está muy bien —dijo Klara—. Si todos las entendiéramos en su momento no habría que escribir libros de historia.

Ursula tendría que haberse quedado en Inglaterra. En la Guarida del Zorro, con el prado y la arboleda y el arroyo que atravesaba el bosque de las campanillas.

Empezó a avanzar por delante de ellos la maquinaria bélica. «Aquí vienen los tanques», anunció Jürgen en inglés cuando apareció el primer Panzer, transportado en la parte posterior de un camión. Hablaba bien inglés, ya que había pasado un año en Oxford (por eso sabía de críquet). Luego vieron otro Panzer que avanzaba por sus propios medios, motos con sidecares, carros acorazados, la caballería trotando con elegancia (algo que agradaba especialmente a los espectadores; Ursula despertó a Frieda para que viera los caballos) y después la artillería, desde cañones de combate ligeros a enormes cañones antiaéreos.

—Son del modelo K-3 —comentó Jürgen con admiración, como si eso quisiera decir algo para ella.

Aquel desfile denotaba un apego al orden y la geometría que a Ursula le resultaba incomprensible. En ese aspecto no difería del resto de los desfiles y paradas (de todo aquel teatro), pero este parecía estar imbuido de un espíritu muy belicoso. Tanto armamento resultaba abrumador: ¡el país estaba armado hasta los dientes! Ursula no se había dado cuenta hasta entonces. No era de extrañar que todo el mundo tuviera trabajo. «Para salvar una economía hace falta una guerra, o eso dice Maurice», le decía Pamela en una carta. ¿Y para qué hacía falta el armamento, si no era para una guerra?

—Modernizar el equipamiento de nuestras Fuerzas Armadas nos ha salvado el alma —le aseguró Jürgen—, nos ha permitido volver a sentirnos orgullosos de nuestro país. Cuando, en mil novecientos dieciocho, los generales se rindieron…

Ursula dejó de atender; era un razonamiento que ya había oído demasiadas veces.

«Fueron ellos quienes iniciaron la última guerra —le escribió irritada a Pamela—. Y la verdad es que da la impresión de que han sido los únicos que lo han pasado mal después, que nadie más ha vivido la pobreza ni el hambre ni la desgracia». Frieda volvió a despertarse, de mal humor. Ella le dio chocolate. Ursula también estaba de mal humor. Entre las dos se terminaron la tableta.

Hubo que reconocer que el final del espectáculo resultó muy conmovedor. El sinfín de estandartes de los regimientos se unieron en una franja de varias hileras de profundidad delante del podio de Hitler, una formación tan precisa que parecía que los bordes estaban cortados a cuchillo, y después dichos estandartes tocaron el suelo para honrar al líder. La muchedumbre enloqueció.

—¿Qué te ha parecido? —le preguntó Jürgen cuando salían de la tribuna con paso cansado, mientras él llevaba a Frieda a hombros.

—Espléndido —contestó Ursula—. Magnífico.

Notaba el inicio de un dolor de cabeza hormigueándole en las sienes.

La enfermedad de Frieda empezó una mañana, varias semanas después, con fiebre alta.

—Estoy malita —dijo la niña.

Cuando Ursula le tocó la frente, la tenía húmeda, y le dijo:

—Hoy no tienes que ir al parvulario, te puedes quedar en casa conmigo.

—Un resfriado veraniego —dictaminó Jürgen al volver a casa.

Siempre había sido una chiquilla propensa a enfriarse («Lo ha heredado de mi madre», dictaminó Sylvie en tono sombrío) y estaban acostumbrados a que moqueara, a que le doliera la garganta, pero este resfriado empeoró a ojos vistas y Frieda se quedó sin fuerzas, con fiebre alta. Daba la impresión de que su piel estuviera a punto de arder.

—Hagan que le baje la temperatura —ordenó el médico.

Ursula le aplicó toallas frías y húmedas en la frente y le leyó cuentos pero, por mucho que lo intentara, Frieda no conseguía mantener el interés. Luego empezó a delirar; el médico le acercó el oído a los pulmones, de los que salía un estertor, y dictaminó:

—Bronquitis; tienen que esperar a que se le pase.

Esa noche, muy tarde, la niña se puso mucho peor repentina, terriblemente; envolvieron el cuerpecillo casi inanimado en una manta y la llevaron a toda prisa al hospital más cercano, que era católico. Le diagnosticaron neumonía.

—Esta pequeña está muy enferma —dijo el médico, como si ellos tuvieran cierta culpa.

Ursula estuvo al lado de la cama de Frieda dos días y dos noches, dándole la manita para que no se fuera de este mundo.

—Si pudiera tenerla yo en vez de ella —se lamentaba Jürgen entre susurros, al otro lado de las sábanas blancas y almidonadas que, pegadas a la niña, también la mantenían en este mundo.

Unas monjas pululaban por el pabellón como galeones con sus enormes y complejas tocas. ¿Cuánto tiempo, se preguntó Ursula en un momento de distracción en que no tenía toda la atención centrada en Frieda, tardan en ponerse esos chismes por la mañana? Estaba segura de que ella nunca lo habría conseguido sin que le quedara hecha un desastre. Ese tocado le parecía un motivo suficiente para no ser monja.

Con fuerza de voluntad, animaron a la niña a que siguiera viviendo y ella lo hizo. Triumph des Willens. Pasó la crisis y Frieda inició el lento camino de la recuperación. Pálida y débil, necesitaría un período de convalecencia y, una noche, cuando Ursula volvió del hospital, encontró un sobre que un mensajero les había dejado en su casa.

—Es de Eva —le anunció a Jürgen mientras le enseñaba la carta, cuando él regresó del trabajo.

—¿Quién es Eva? —le preguntó él.

—¡Sonreíd!

Clic, clic, clic. Bueno, cualquier cosa con tal de que Eva estuviera entretenida, pensó Ursula. A ella no le importaba. Eva había sido muy amable al invitarlas para que la niña respirara el aire puro de las montañas y para que comiera las verduras y los huevos frescos de la Gutshof, la granja modelo de las laderas a los pies del Berghof.

—¿Es una orden real? —le preguntó Jürgen—. ¿Se puede negar uno? ¿Te quieres negar? Espero que no. Y también te vendrá bien para los dolores de cabeza.

Recientemente Ursula se había dado cuenta de que cuanto más ascendía él en el escalafón del ministerio, más se parecían las conversaciones entre ambos a un monólogo. Jürgen hacía afirmaciones, preguntas, se respondía a las preguntas y sacaba conclusiones sin que le hiciera falta que ella participara. (Quizá aquello era típico de los abogados). Ni siquiera parecía ser consciente de su comportamiento.

—De modo que al fin el viejo verde se ha buscado una compañera, ¿no? ¡Quién lo iba a decir! ¿Tú lo sabías? No, me lo habrías comentado. Y pensar que la conoces… Esto solo puede beneficiarnos, ¿verdad? Estar tan cerca del trono. Para mi carrera, que equivale a decir para nosotros. Liebling —añadió, de forma mecánica.

A Ursula le parecía que estar tan cerca de un trono era algo bastante peligroso.

—A Eva no la conozco —le respondió—. Nunca la había visto. Es frau Brenner quien la conoce, y a su madre, a frau Braun. Klara trabajaba a veces en Hoffmann, con Eva. Fueron juntas al jardín de infancia.

—Impresionante —declaró Jürgen—, de la Kaffeeklatsch al centro mismo del poder en tres sencillos pasos. ¿Sabe fräulein Eva Braun que su antigua amiga del jardín de infancia, Klara, está casada con un judío?

Ella nunca le había oído pronunciar esta última palabra con un tono tan despectivo y degradante, y fue como si le hundieran un clavo en el corazón.

—No tengo ni idea —respondió—, pero no suelo frecuentar la Kaffeeklatsch, como tú la llamas.

El Führer ocupaba tanto espacio en la vida de Eva que, cuando él no estaba, ella era un recipiente vacío. Eva montaba guardia todas las noches junto al teléfono cuando su amante se hallaba ausente y se comportaba como un perro, aguzaba inquieta el oído para enterarse de cuando llegara la llamada que le llevaba la voz de su amo.

Y allá en las alturas no había casi nada que hacer. Al cabo de cierto tiempo, recorrer penosamente los senderos forestales y darse un baño en el (gélido) Königsee se convirtió en algo que producía más nerviosismo que vigor. Recoger flores silvestres también acababa resultando aburrido, y lo mismo pasaba al tomar el sol en las tumbonas de la terraza; cualquiera acababa volviéndose algo loco. En el Berg había batallones de institutrices y niñeras, todas más que dispuestas a quedarse con Frieda, y Ursula acabó sumida en la misma ociosidad que Eva. Había cometido la tontería de llevarse un solo libro, que al menos era largo Der Zauberberg, La montaña mágica de Mann. No se percató de que estaba en la lista de lecturas prohibidas. Un oficial de la Wehrmacht la vio leyéndolo y comentó:

—Es usted muy atrevida, es uno de los libros que han prohibido.

Ella supuso que, con aquel «que han prohibido», el hombre quería dar a entender que él no era uno de ellos. ¿Qué era lo peor que podían hacerle? ¿Quitarle el libro y tirarlo a la estufa de la cocina?

El oficial de la Wehrmacht era simpático. Le contó que su abuela era escocesa, que él había pasado muchas vacaciones felices en «las Tierras Altas».

Im Grunde hat es eine merkwürdige Bewandtnis mit diesem Sicheinleben an fremden Orte, dieser… sei es auch… mühseligen Anpassung und Umgewöhnung, leyó, y tradujo aplicadamente y bastante mal: «Hay algo extraño en el fenómeno de establecerse en un sitio nuevo, la laboriosa adaptación y familiarización…». Cuánta verdad, pensó. Costaba leer a Mann. Habría preferido toda una colección de novelas góticas de Bridget. No le cabía ninguna duda de que no estaban verboten.

A ella, el aire de las montañas no le disminuyó los dolores de cabeza (y tampoco Thomas Mann). En todo caso, le empeoraron. Kopfschmerzen: la mera palabra le ponía la cabeza como un bombo.

—No encuentro nada anormal en usted —le dijo el médico en el hospital—. Será cosa de los nervios.

Y le recetó veronal.

Eva carecía de la inteligencia suficiente para servirle de estímulo, pero lo cierto era que el Berg tampoco era precisamente una corte caracterizada por la intelectualidad. La única persona a la que se podía haber calificado de pensador era Speer. Aunque Ursula sospechaba que Eva no vivía sin hacerse preguntas. Se notaban la depresión y las neurosis ocultas bajo toda esa Lebenslust, pero la ansiedad no era lo que un hombre buscaba en una amante.

Ursula suponía que para hacerlo bien como amante (aunque ella nunca lo había sido de nadie, ni bien ni mal), una mujer tenía que procurar consuelo y alivio, una almohada cómoda para la cabeza cansada. Gemütlichkeit. Eva era agradable, hablaba de temas sin importancia y no intentaba demostrar inteligencia ni astucia. Los hombres poderosos necesitaban que sus mujeres no les plantearan ningún reto; el hogar no debía ser escenario de debates intelectuales. «Mi propio marido me lo ha dicho, ¡así que tiene que ser verdad!», le escribió a Pamela. Él no se lo había asegurado refiriéndose a sí mismo: no era un hombre poderoso. «Todavía no, al menos», añadió con una carcajada.

El entorno político solo preocupaba a Eva en la medida en que alejaba de ella al objeto de su devoción. La habían apartado con toda grosería del escrutinio público, no le habían concedido ninguna posición oficial, ninguna posición, de hecho; era fiel como un perro pero recibía menos reconocimiento que un perro. Blondi ocupaba en la jerarquía un lugar más elevado que Eva. Lo que más lamentaba, le comentó Eva, era que no le hubieran permitido conocer a la duquesa cuando los Windsor visitaron el Berghof.

Ursula torció el gesto al escuchar aquello. «Pero ¿no sabías que es una nazi?», le soltó sin pensar. («¡Supongo que debería tener más cuidado al abrir la boca!», le escribió a Pamela). Eva se limitó a responder: «Sí, pues claro que lo es», como si fuera lo más natural del mundo que la consorte del antiguo rey de Inglaterra, que nunca volvería a serlo, fuera hitleriana.

La gente debía ver que el Führer seguía un noble y solitario camino de castidad; no podía casarse porque su esposa era Alemania. Se había sacrificado en aras del destino de su país; al menos, esa era la situación explicada en dos palabras, y en ese momento Ursula pensó que más le convenía callar y asentir. (Estaban inmersos en uno de los infinitos monólogos de después de cenar de Hitler). Igual que nuestra Reina Virgen, pensó, pero no lo dijo, porque no creía que al Führer le gustara especialmente que lo compararan con una mujer, aunque fuera inglesa, aristócrata y con el corazón y el estómago de un rey. En el colegio, Ursula había tenido una profesora de historia aficionada a citar frases de Isabel I: «No cuenten secretos a aquellos cuya fe y cuyo silencio no hayan puesto previamente a prueba».

Eva habría sido más feliz si no se hubiera movido de Munich, si se hubiera quedado en la casita burguesa que el Führer le había comprado, en la que podía llevar una vida social normal. Aquí, en su jaula dorada, se veía obligada a entretenerse, a hojear revistas, a comentar los últimos peinados y detalles de la vida amorosa de las estrellas de cine (como si Ursula supiera algo de ese asunto) y a lucir un modelo tras otro, como si fuera una transformista. Ursula había entrado varias veces a su dormitorio, una estancia bonita y femenina que no guardaba parecido alguno con la austera decoración del resto del Berghof, y que solo estropeaba el retrato del Führer, que ocupaba el lugar más destacado de la pared. El héroe de Eva. Hitler no la había correspondido colgando un retrato de su amante en sus aposentos; en vez de encontrarse con el risueño rostro de Eva en la pared, se topaba con los rasgos adustos e inquisitivos de su querido héroe, Federico el Grande. Friedrich der Grosse.

«Siempre que oigo lo de “grosse” pienso sin querer que van a decir “grosero”», le escribió a Pamela. Resultaba curioso mezclar las ideas de conquista y guerra con la de grosería. ¿Y dónde había aprendido la grandeza el Führer? Eva esbozó un gesto de indiferencia; no lo sabía.

—Él siempre ha sido político. Nació siendo político.

No, pensó Ursula, nació siendo un bebé, como todo el mundo. Y esto es lo que él ha elegido ser.

El dormitorio del Führer, situado al lado del aseo de Eva, no se podía visitar. Pero Ursula lo había visto dormido, no en ese cuarto sacrosanto sino bajo la luz de la sobremesa, en la terraza del Berghof; la boca del gran guerrero se abría exangüe en una lèse-majesté. Ofrecía un aspecto vulnerable, pero en el Berg no había asesinos. Muchas pistolas, pensó Ursula; no le costaría nada coger una Luger y pegarle un tiro en el corazón o la cabeza. Pero entonces ¿qué le pasaría a ella? Peor aún: ¿qué le pasaría a Frieda?

Eva estaba sentada al lado de él y lo contemplaba con el cariño con que se miraría a un niño. Cuando dormía, él era solo de ella.

Eva no era, en esencia, más que una joven simpática. No podía juzgarse necesariamente a una mujer en virtud del hombre con quien se acostaba. (¿O sí?).

Tenía una maravillosa figura atlética que inspiraba bastante envidia a Ursula. Era una muchacha sana, amante de la actividad física: nadaba, esquiaba, patinaba, bailaba, hacía gimnasia; le encantaba estar al aire libre, le encantaba el movimiento. Sin embargo, se había pegado como una lapa a un hombre indolente y de mediana edad, una criatura de la noche, literalmente, que no se levantaba antes de mediodía (y que aun así, podía echarse una siesta por la tarde), que no bebía ni fumaba ni bailaba ni cometía ningún exceso, de hábitos espartanos aunque su vigor no lo fuera. Un hombre al que nadie había visto con menos ropa que unos Lederhosen (una prenda cómicamente carente de atractivo para una persona ajena a Baviera), cuya halitosis repugnó a Ursula la primera vez que lo vio y que tomaba pastillas, como si fueran caramelos, para tratarse un «problema de gases». («Me han dicho que se tira pedos —dijo Jürgen—. Ten cuidado. Será de tanta verdura»). Le preocupaba su dignidad pero en realidad no era un hombre vanidoso. «Solo megalómano», escribió Ursula a Pamela.

Les mandaron un coche con chófer y, al llegar al Berghof, el Führer en persona los recibió en la gran escalinata en la que daba la bienvenida a los dignatarios, donde el año anterior había recibido a Chamberlain. Cuando este regresó a Inglaterra, declaró que «ahora sabía lo que tenía herr Hitler en la cabeza». Ursula no creía que nadie lo supiera, ni siquiera Eva. Eva, la que menos.

—Es usted muy bienvenida, gnädiges Frau —le dijo—. Quédese hasta que la liebe Kleine esté mejor.

«Le gustan las mujeres, los niños y los perros, ¿qué se le puede reprochar? —le escribió Pamela—. Es una pena que sea un dictador que no respeta la ley ni las nociones más básicas de humanidad». Pamela tenía bastantes amigos en Alemania de la época de la universidad, muchos de los cuales eran judíos. En casa tenía un full (bueno, un trío) de ruidosos muchachos (la pequeña Frieda, tan callada, se habría sentido abrumada en Finchley) y ahora le contaba que estaba embarazada de nuevo, «y cruzo los dedos para que sea una niña». Ursula echaba de menos a Pammy.

A Pamela no le iría nada bien en aquel régimen. La indignación moral que habría sentido sería demasiado grande para que se callara. No se habría podido morder la lengua como hacía Ursula (que se pasaba la vida con un bozal puesto). «También sirven quienes solo aguantan y esperan». ¿Servía asimismo esa frase para la ética personal? Se preguntó si aquella frase podía justificar su propio comportamiento. Quizá era mejor cambiar algunas palabras de una frase de Edmund Burke que de una de Milton: «Para que las fuerzas del mal venzan en el mundo basta con que un número suficiente de buenas mujeres no haga nada».

El día después de que llegaran se organizó una merienda infantil para celebrar un cumpleaños, el de un pequeño Goebbels o Bormann, Ursula no sabía muy bien de quién, había muchísimos niños y eran todos iguales. Se acordó de las filas de militares del desfile de aniversario del Führer. Bañados y relucientes, todos ellos recibieron una palabra especial del tío Lobo antes de que les dejaran deleitarse con la tarta que habían colocado en una larga mesa. A la pobre Frieda, tan golosa (sin duda, en ese aspecto había salido a la madre) le pesaban demasiado los párpados por el cansancio para probarla. Siempre había tarta en el Berghof, Streusel con semillas de amapola y Tortes de canela y ciruela, bollos rellenos de crema, bizcochos de chocolate, las grandes cúpulas que formaba la Schwarzwälder Kirschtorte… Ursula se preguntó quién se comería todos esos dulces. Ella, desde luego, hacía todo lo posible por ayudar en la tarea.

Si un día con Eva podía llegar a ser tedioso, aquello no era nada comparado con una velada en la que el Führer estaba presente. Horas interminables de la sobremesa de la cena transcurrían en el Gran Salón, una sala enorme y fea en la que escuchaban el gramófono o veían películas (o, muchas veces, las dos cosas). El líder, por supuesto, elegía las obras. En lo musical, sentía predilección por Die Fledermaus o Die lustige Witwe. La primera noche, Ursula creyó que le costaría olvidar la imagen de Bormann, Himmler, Goebbels (y sus salvajes secuaces), todos luciendo unas sonrisas de serpiente, con los labios apretados (más bien Lippenbekenntnis, quizá), mientras escuchaban Die lustige Witwe. Ursula había visto una representación estudiantil de La viuda alegre en la universidad. Era una buena amiga de la chica que interpretaba el papel de Hanna, la protagonista. Jamás se le habría ocurrido que la siguiente ocasión en que escucharía las palabras: «¡Oh, Vilja! ¡La bruja del bosque!», sería en alemán y en la más extraña de las compañías. La representación universitaria la había visto en 1931, momento en que no sospechó lo que el futuro le deparaba a ella, y menos aún a Europa.

Casi todas las noches se ponían películas en el Gran Salón. Llegaba el proyeccionista y enrollaban mecánicamente el gran tapiz gobelino de una de las paredes, como si fuera una persiana; entonces quedaba al descubierto la pantalla que se escondía tras él. A continuación tenían que soportar alguna espantosa cursilada romántica o una aventura estadounidense o, aún peor, un filme de montañismo. Ursula había visto así King Kong, Tres lanceros bengalíes y La gran conquista. En la primera velada les había tocado La montaña sagrada (más montañas, más Leni). La película preferida del Führer, según le confesó Eva, era Blancanieves. Ursula se preguntó cuál sería el personaje con el que se identificaba Hitler: ¿la bruja malvada, los enanitos? ¡No sería Blancanieves! Llegó a la conclusión de que seguramente era el príncipe (¿Tenía nombre? ¿Alguna vez lo tenían o bastaba con ser ese personaje?). El príncipe que despertaba a la joven dormida, del mismo modo en que Hitler había despertado a Alemania. Aunque no con un beso.

Cuando nació Frieda, Klara le regaló una preciosa edición de Schneewittchen und die sieben Zwerge, Blancanieves y los siete enanitos, con ilustraciones de Franz Jüttner. Hacía ya mucho que al profesor de Klara le habían prohibido dar clase en la escuela de arte. Planearon marcharse en 1935 y luego en 1936. Después de la Kristallnacht, Pamela escribió directamente a Klara, pese a que no la conocía en persona, para ofrecerle una casa en Finchley. Pero esa inercia, esa maldita tendencia que todos parecían tener a limitarse a esperar… Y al profesor lo detuvieron en una redada y se lo llevaron al este para que trabajase en una fábrica, según habían declarado las autoridades.

—Con las preciosas manos de escultor que tiene… —se lamentaba Klara.

(«Bueno, en realidad fábricas no son», escribió Pamela).

Ursula recordaba que de niña leía cuentos de hadas con fervor, y que aprendió a confiar enormemente no tanto en los finales felices como en el triunfo de la justicia en el mundo. Sospechaba que die Brüder Grimm le habían tomado el pelo. Spieglein, Spieglein an der Wand / Wer ist die Schönste im ganzen Land? No es nadie de este grupito, desde luego, se dijo mientras recorría el Gran Salón con la mirada en esa primera y aburrida velada en el Berg.

El Führer era un hombre que prefería la opereta a la ópera, los dibujos animados a la alta cultura. Al observarlo mientras le daba la mano a Eva y tarareaba la música de Lehar, a Ursula le sorprendió lo vulgar (incluso necio) que era, más cercano a Mickey Mouse que a Sigfrido. Sylvie lo habría considerado un don nadie. Izzie se lo habría comido y habría escupido los restos. La señora Glover…, ¿qué habría hecho la señora Glover, pensó Ursula? Aquel era su nuevo juego favorito, imaginarse cómo habrían reaccionado sus conocidos ante los oligarcas nazis. Llegó a la conclusión de que la señora Glover seguramente le habría dado una buena paliza con la maza de la carne. (¿Y Bridget? Seguro que lo habría ignorado por completo).

Cuando terminó la película, el líder empezó a hablar (durante horas) sobre sus temas predilectos: el arte y la arquitectura alemanes (se consideraba un arquitecto frustrado), su camino noble y solitario (volvía a salir el lobo). Él era el salvador de Alemania, de la pobre Alemania, su Schneewittchen, a la que él salvaría, lo quisiera ella o no. Siguió perorando sobre el arte y la música sanos de Alemania, sobre Wagner, Die Meistersinger, su frase preferida del libreto, Wacht auf, es nahet gen den Tag, o «Despertad, ha llegado la mañana» (y tanto que llegaría si él seguía hablando de aquella manera, pensó ella). Luego sobre el destino, el suyo, y cómo estaba indisolublemente unido al del Volk. Heimat, Boden, victoria o caída («¿Qué victoria? —pensó Ursula—. ¿Contra quién?»). Luego añadió algo sobre Federico el Grande que ella no acabó de entender, algo sobre la arquitectura romana, después sobre el país natal. (Los rusos lo llamaban «la madre patria», Ursula pensó que quizá eso se podía interpretar de alguna manera. ¿Qué decían los ingleses? Seguramente «Inglaterra» y ya está. Como muchísimo, el «Jerusalén» de Blake).

A continuación volvió a centrarse en el destino y en los Tausendjähriges. Sin cesar, sin cesar, de modo que el dolor de cabeza que se le había manifestado de forma leve antes de la cena se transformó a esas alturas en una corona de espinas. Imaginó que Hugh decía: «Ande, cállese ya, herr Hitler», y de repente sintió tanta añoranza que estuvo a punto de echarse a llorar.

Quería volver a casa. Quería estar en la Guarida del Zorro.

Igual que sucedía con los reyes y sus cortesanos, no se podían marchar hasta que se lo permitieran, hasta que el propio monarca decidiera ascender a sus aposentos. En determinado momento Ursula pilló a Eva dirigiéndole a Hitler un bostezo exageradísimo, como si le quisiera decir: «Ya está bien, lobito» (su imaginación estaba adquiriendo tintes bastante morbosos, lo sabía, aunque aquello resultaba disculpable dadas las circunstancias). Y luego, al fin, gracias a Dios, el Führer se puso en pie y los agotados acompañantes se levantaron sin apenas hacer ruido.

Daba la impresión de que al Führer lo querían especialmente las mujeres. Le escribían miles de cartas, le preparaban bizcochos, le bordaban esvásticas en cojines y almohadones y, como hacían Hilde y Hanne, de la Liga de Muchachas Alemanas, formaban una fila por toda la empinada carretera que llevaba al Obersalzberg para atisbarlo, presas del delirio, cuando él pasaba en un Mercedes enorme y negro. Muchas le decían a gritos que querían tener un hijo suyo. «Pero ¿qué es lo que le ven?», se sorprendía Sylvie. Ursula la había llevado a un desfile, uno de esos que se celebraban en Berlín, interminables, en los que ondeaban banderas y estandartes, porque quería «descubrir por mí misma a qué se debe tanto alboroto». (Qué británico por parte de Sylvie reducir el Tercer Reich a un «alboroto»).

La calle era un bosque de rojo, negro y blanco.

—Utilizan unos colores muy agresivos —comentó Sylvie, como si se estuviera planteando la posibilidad de pedir a los nacionalsocialistas que le decoraran el salón.

A medida que el Führer se acercaba, la excitación de la muchedumbre se convertía en un enloquecido paroxismo de Sieg Heils y Heil Hitlers.

—¿Soy la única a la que esto no le conmueve? —quiso saber Sylvie—. ¿A ti qué te parece que es esto, histeria colectiva de un tipo u otro?

—Sí, es como lo del traje nuevo del emperador —contestó Ursula—. Somos las únicas que ven que va desnudo.

—Es un payaso —aseguró una desdeñosa Sylvie.

—Chitón —advirtió Ursula. La palabra era la misma en inglés y en alemán y no quería despertar la hostilidad de quienes las rodeaban. Añadió—: Deberías poner el brazo en alto.

—¿Yo? —replicó la indignada representante de la feminidad británica.

—Sí, tú.

A regañadientes, Sylvie levantó el brazo. Ursula pensó que recordaría toda la vida aquella imagen de su madre haciendo el saludo nazi. Desde luego, se diría más tarde, aquello sucedió en 1934, cuando el miedo no había mermado y confundido la conciencia de la gente, cuando ella todavía estaba ciega respecto a lo que de veras se avecinaba. Ciega de amor, quizá, o a lo mejor solo era una necia y una obtusa. (Pamela se había dado cuenta, a ella nada le había impedido ver).

Sylvie había viajado a Alemania para echarle un buen vistazo al inesperado marido de Ursula. Esta se preguntaba qué habría hecho si Jürgen no le hubiera parecido adecuado: ¿drogarla y raptarla y llevársela en el Schnellzug? En aquella época seguían en Munich, Jürgen no había empezado a trabajar en el Ministerio de Justicia en Berlín, no se habían instalado en Savignyplatz ni habían tenido a Frieda, aunque a Ursula ya le pesaba el embarazo.

—Qué gracia que vayas a ser madre —comentó Sylvie, como si aquello fuera algo que nunca se había esperado—. De un alemán —añadió con gesto reflexivo.

—De un niño —la corrigió Ursula.

—Qué bien estar alejada unos días —comentó Sylvie.

¿Alejada de qué?, se preguntó Ursula.

Quedaron para comer un día con Klara, quien después le comentó: «Tu madre es de lo más chic». Ursula nunca había considerado a su madre una mujer con mucho estilo, pero suponía que, si la comparaba con la madre de Klara, frau Brenner, suave y esponjosa como una hogaza de Kartoffelbrot, Sylvie parecía sacada de una ilustración de moda.

Al volver de la comida, su madre le dijo que quería pasar por Oberpollingers y comprarle un regalo a Hugh. Cuando llegaron a los grandes almacenes vieron que habían pintado en los escaparates unos eslóganes contra los judíos, y Sylvie comentó: «Caramba, qué desastre». La actividad comercial continuaba en el establecimiento, pero una pareja de sonrientes patanes que llevaban uniformes de las SA deambulaban ante las puertas, lo cual desanimaba a la gente a entrar. No fue el caso de Sylvie, que avanzó por delante de los camisas pardas mientras Ursula la seguía con desgana y subía por la gruesa alfombra de las escaleras. Al verse delante de los uniformes, esbozó un caricaturesco gesto de impotencia y adujo, bastante avergonzada: «Es inglesa». Después pensó que Sylvie no comprendía lo que suponía vivir en Alemania, pero, al considerarlo en retrospectiva, se dijo que quizá su madre lo había entendido perfectamente.

—Ah, aquí llega la comida —dijo Eva dejando la cámara, y le dio la mano a Frieda.

Condujo a la niña a la mesa y le colocó un cojín suplementario antes de llenarle el plato de comida. Pollo, patatas asadas y ensalada, todo el Gutshof. Qué bien comían allí. De postre, para Frieda, un Milchreis, con una leche ordeñada aquella misma mañana a las vacas del Gutshof. (Para Ursula un Käsekuchen menos infantil, un cigarrillo para Eva). Ursula se acordó del pudin de arroz de la señora Glover, con una franja amarilla, cremosa y pegajosa debajo de la cubierta crujiente y marrón. Le llegó el olor de la nuez moscada, aunque sabía que en el plato de Frieda no había. No recordaba cómo se llamaba esa especia en alemán y le pareció demasiado complicado explicárselo a Eva. La comida sería lo único que echaría de menos del Berghof, así que más le valía disfrutarla mientras pudiera, pensó, y se sirvió más Käsekuchen.

La comida se la servía un pequeño contingente que procedía del ejército de empleados que prestaban servicio en el Berghof. El Berg constituía una curiosa combinación de un chalet de vacaciones alpino y un campo de entrenamiento militar. En realidad era un pueblecito; contaba con un colegio, una oficina de correos, un teatro, un enorme barracón de las SS, un campo de tiro, una bolera, un hospital de la Wehrmacht y mucho más; en realidad, tenía de todo menos iglesia. También había un montón de apuestos y jóvenes oficiales de la Wehrmacht que habrían sido mejores pretendientes para Eva.

Después de comer fueron a la Teehaus de Mooslahner Kopf, mientras los perros de Eva soltaban agudos ladridos y saltaban en torno a ellos. (Ojalá uno de ellos se cayera por el parapeto o por el mirador). Ursula empezaba a notar un dolor de cabeza y se hundió agradecida en una de las butacas de tapicería de lino con flores verdes que le resultaban especialmente ofensivas a la vista. De la cocina les llevaron té (y unos pasteles, como era natural). Ursula se tomó un comprimido de codeína con el té y declaró:

—Creo que Frieda ya está lo bastante bien para que volvamos a casa.

Ursula se acostó todo lo temprano que pudo. Se deslizó entre las frías sábanas blancas de la cama que compartía con Frieda en la habitación de invitados. Demasiado cansada para dormir, a las dos de la mañana seguía despierta, de manera que encendió la lámpara de la mesita de noche —Frieda estaba sumida en el profundo sueño de los niños, solo la enfermedad era capaz de despertarla—; sacó papel y estilográfica y le escribió a Pamela.

Por supuesto, ninguna de esas cartas a Pamela se envió nunca. No podía tener la absoluta seguridad de que no las leería alguien. Sencillamente no se sabía, eso era lo peor de todo (y cuánto peor debía de ser para otros). Se dijo que ojalá no estuvieran en plena canícula, cuando la Kachelofen de la habitación de invitados estaba apagada y fría, pues habría sido más seguro quemar la correspondencia. Más seguro sería no haberla escrito nunca. Ya no se podía expresar lo que se pensaba de verdad. «A fin de cuentas, lo cierto es cierto». ¿De dónde era eso? ¿De Medida por medida? Pero quizá lo cierto, la verdad, se había sumido en el sueño hasta el fin de las cuentas. Y, llegado el momento, habría que hacer un verdadero montón de cuentas.

Quería irse a casa. Quería volver a la Guarida del Zorro. Había planeado regresar en mayo, pero Frieda se puso enferma. Lo tenía todo previsto, las maletas hechas y metidas bajo la cama, donde solían guardarse vacías, de modo que Jürgen no tenía motivos para mirar en su interior. Tenía los billetes de tren, los del tren que enlazaba con el barco, y no se lo había dicho a nadie, ni siquiera a Klara. Prefería no tocar los pasaportes —el de Frieda, por suerte, todavía estaba vigente desde el viaje que habían hecho a Inglaterra en 1935— de la caja de púas de puercoespín en la que guardaban todos los documentos. Comprobaba que siguieran allí casi todos los días, pero entonces, el día anterior a la partida, miró en la caja y no estaban. Pensó que se había confundido, rebuscó entre certificados de nacimiento, de fallecimiento y de matrimonio, entre pólizas de seguros y pagarés, el testamento de Jürgen (era abogado, después de todo) y toda clase de papeles, pero lo que buscaba no estaba allí. Presa del pánico, vació el contenido sobre la alfombra y revisó los papeles uno por uno, una y otra vez. Los pasaportes de ellas no estaban, solo el de Jürgen. Desesperada, rebuscó en todos los cajones de la casa, miró dentro de cada armario y caja de zapatos, bajo los cojines del sofá y los colchones. Nada.

Cenaron como de costumbre. Ursula apenas era capaz de tragar.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó Jürgen, solícito.

—No —contestó, le pareció que con voz chillona. ¿Qué podía decir? Él lo sabía, claro que lo sabía.

—He pensado que podíamos tomarnos unas vacaciones —dijo Jürgen—. En Sylt.

—¿Sylt?

—Sí, Sylt. Para ir allí no necesitaremos pasaporte.

¿Había sonreído? ¿Sí o no? Y entonces Frieda cayó enferma y solo importó eso.

Er kommt! —exclamó alegremente Eva a la mañana siguiente durante el desayuno. El Führer estaba en camino.

—¿Cuándo? ¿Ahora?

—No, esta tarde.

—Qué pena, ya nos habremos ido —repuso Ursula. «Gracias a Dios», se dijo—. Pero dale las gracias, ¿quieres?

Las llevaron a casa en uno de los Mercedes negros del garaje de Platterhof, y el chófer era el mismo que las había llevado al Berghof.

Al día siguiente, Alemania invadió Polonia.