—Er kommt! Er kommt! —exclamó una de las chicas.
—¿Ya viene? ¿Por fin? —dijo Ursula, y miró de soslayo a Klara.
—Sí, por lo visto. Menos mal, antes de que nos muramos de hambre y aburrimiento —respondió ella.
A las dos les parecían divertidas y desconcertantes por igual las tonterías de las chicas más jovencitas cuando se trataba de adorar a su héroe. Llevaban esperando al borde de la carretera buena parte de la calurosa tarde, sin nada de comer o beber aparte del cubo de leche que dos de las chicas habían acarreado desde una granja cercana. Algunas habían oído el rumor de que el Führer llegaría ese día a su refugio en la montaña, y a esas alturas hacía horas que lo esperaban pacientemente. Unas cuantas habían dormido la siesta en el arcén cubierto de hierba, pero ninguna tenía la más mínima intención de abandonar sin haberle echado un vistazo al Führer.
Se oyeron vítores procedentes de unas curvas más abajo en la escarpada carretera que subía hasta Berchtesgaden, y todas se pusieron en pie al instante. Un coche grande y negro pasó de largo y algunas chicas chillaron de emoción, pero «él» no iba dentro. Luego apareció un segundo coche, un magnífico Mercedes descapotable negro, con un banderín con la esvástica ondeando sobre el capó. Pasó más despacio que el coche anterior, y en él sí viajaba el nuevo canciller del Reich.
El Führer les brindó una versión abreviada de su saludo, un pequeño ademán hacia atrás, de forma que pareció que se llevara una mano a la oreja para oírlas mejor mientras le gritaban. Hilde, la chica que estaba junto a Ursula, se limitó a soltar un «Oh» cuando lo vio, confiriéndole a aquella única sílaba un éxtasis religioso. Y entonces se acabó, tan rápido como había empezado. Hanne cruzó las manos sobre el pecho, con pinta de santa estreñida.
—Mi vida ya tiene pleno sentido —dijo, y se echó a reír.
—Tiene mejor pinta en las fotos —murmuró Klara.
Todas las chicas estaban de un humor excelente, llevaban el día entero así, y, siguiendo órdenes de su Gruppenführerin (Adelheid, una amazona rubia, admirablemente competente a sus dieciocho años), formaron a toda prisa un pelotón y emprendieron con alegría la larga marcha de vuelta al albergue juvenil, cantando. («No paran de cantar —le escribió Ursula a Millie—. Es todo un poco lustig para mi gusto. Me siento como si estuviera en el coro de una ópera popular dicharachera»).
El repertorio era variado: canciones populares, curiosas baladas de amor e himnos patrióticos entusiastas y algo violentos sobre banderas mojadas en sangre, así como las obligatorias piezas improvisadas en torno a la hoguera. Les gustaba sobre todo schunkeln: entrelazar los brazos y mecerse al son de las canciones. Cuando le insistieron a Ursula en que interpretara una canción, eligió la solemne «Auld Lang Syne», perfecta para schunkeln.
Hilde y Hanne eran las hermanas pequeñas de Klara, miembros entusiastas de la BDM, la Bund Deutscher Mädel o Liga de Muchachas Alemanas, el equivalente femenino de las Hitlerjugend o Juventudes Hitlerianas («Los llamamos Ha Jot», dijo Hilde, y ella y Hanne prorrumpieron en risitas al pensar en chicos guapos vestidos de uniforme).
Antes de su llegada a casa de los Brenner, Ursula nunca había oído hablar de las Juventudes Hitlerianas ni de la Liga de Muchachas Alemanas, pero en las dos semanas que llevaba allí, Hilde y Hanne casi no hablaban de otra cosa.
—Es una afición muy saludable —comentó su madre, frau Brenner—. Fomenta la paz y el entendimiento entre los jóvenes. Se acabaron las peleas. Y las mantiene alejadas de los chicos.
A Klara, que al igual que Ursula acababa de licenciarse —había estudiado bellas artes en la Akademie—, la obsesión de sus hermanas le era indiferente, pero se había ofrecido a hacerles de acompañante en el Bergwanderung, el campamento de verano, que consistía en ir de un Jugendherberge al siguiente en las montañas bávaras.
—Vendrás, ¿no? —le dijo Klara a Ursula—. Seguro que nos divertiremos y así podrás ver un poco el campo. Y si no vienes te quedarás encerrada en la ciudad con Mutti y Vati.
«Creo que es más o menos como las girl scouts», le escribió Ursula a Pamela.
«No exactamente», contestó Pamela.
Ursula no tenía previsto pasar mucho tiempo en Munich. Alemania no suponía más que un rodeo en su vida, una parte de su intrépido año en Europa.
—Será mi gira estelar particular —le dijo a Millie—, aunque me temo que va a ser un poco de segunda fila, y no tan «estelar».
El plan consistía en ir a Bolonia en lugar de a Roma o Florencia, a Munich y no a Berlín, y a Nancy en vez de a París (a Nancy Shawcross le divirtió mucho esta última elección); todas ellas eran ciudades donde sus tutores de la universidad sabían de buenos hogares en los que podía alojarse. Para mantenerse daría unas cuantas clases, aunque Hugh se había ocupado de que le enviaran una cantidad modesta pero regular de dinero. A Hugh le produjo alivio que fuera a pasar el tiempo «en provincias», donde «la gente, en general, se comporta mejor». («Quiere decir que son más aburridos», le dijo ella a Millie). Hugh había prohibido terminantemente París; sentía una aversión particular por esa ciudad, y Nancy no le entusiasmaba mucho más puesto que seguía siendo francesa a ultranza. («Será porque está en Francia», señaló Ursula). Hugh ya había visto suficiente de la Europa continental durante la Gran Guerra, decía, y no conseguía ver por qué se armaba tanto barullo al respecto.
Pese a las reservas de Sylvie, Ursula había estudiado lenguas modernas: francés, alemán y un poco de italiano (muy poco). Recién licenciada, como no se le ocurría nada más, solicitó y obtuvo una plaza en un curso de formación para profesores. Lo postergó un año, diciendo que quería tener la oportunidad de ver un poco de mundo antes de «acomodarse» en una vida entera ante la pizarra. Esa era al menos su lógica, la que mostraba ante sus padres, mientras que su verdadera esperanza era que ocurriese algo durante el tiempo que pasaría en el extranjero que supusiera que nunca le hiciera falta ocupar ese puesto. No tenía ni idea de qué era ese «algo». («El amor, quizá», dijo Millie con tono nostálgico). Cualquier cosa, en realidad, que no significara acabar como una solterona amargada en una escuela secundaria para chicas, abriéndose paso en la conjugación de verbos extranjeros, con polvo de tiza cayéndole de la ropa como caspa. (Basaba dicho retrato en sus propias maestras). Y tampoco era una profesión que hubiese despertado mucho entusiasmo en su círculo más inmediato.
«¿Que quieres ser maestra?», dijo Sylvie.
—Francamente, si hubiese arqueado más las cejas, le habrían llegado a la estratosfera —le contó Ursula a Millie.
—Pero ¿de verdad quieres? ¿Dar clases?
—¿Por qué todo el mundo que conozco me hace esa pregunta con el mismo tono de voz? —le preguntó Ursula, ofendida—. ¿Tan claro está que no sirvo para esta profesión?
—Sí.
Millie había hecho un curso en una academia de arte dramático en Londres y ahora trabajaba en una compañía de repertorio en Windsor, en obritas para complacer al público y melodramas de segunda fila.
—Estoy esperando a que alguien me descubra —anunció, adoptando una pose muy teatral.
Todo el mundo parece estar esperando algo, pensó Ursula. «Más vale no andar esperando —decía Izzie—. Más vale hacer las cosas». A ella le resultaba más fácil decir algo así.
Millie y Ursula se sentaron en las sillas de mimbre en el jardín de la Guarida del Zorro, confiando en que los zorros acudieran a jugar en la hierba. Últimamente se veía en el jardín a una zorra y su camada. Sylvie le dejaba sobras, y la zorra estaba ahora medio domesticada y se sentaba sin miedo en medio del césped, como un perro que aguardara la cena, mientras sus cachorros, que en junio ya se veían delgaduchos y con las patas largas, se peleaban y hacían cabriolas en torno a ella.
—¿Y qué quieres que haga? —le preguntó con tono de desamparo (y de desesperación). Apareció Bridget con una bandeja con té y pastel, que dejó en la mesa entre ambas—. ¿Que aprenda taquigrafía y mecanografía y trabaje en la administración? También me suena bastante deprimente. Quiero decir, ¿qué más hay para una mujer que no quiera ir de casa de sus padres al hogar conyugal sin hacer nada mientras tanto?
—Una mujer culta —corrigió Millie.
—Una mujer culta, sí.
Bridget murmuró algo incomprensible.
—Gracias, Bridget —dijo Ursula.
(—Tú has visto Europa —le dijo a Sylvie con tono ligeramente acusador—. Estuviste allí de joven.
—No fui sola, sino con mi padre.
Pero, por sorprendente que fuera, esa discusión pareció causar efecto y, al final, fue Sylvie quien defendió el viaje ante las objeciones de Hugh).
Antes de su marcha a Alemania, Izzie la llevó a comprar ropa interior y bufandas de seda, preciosos pañuelos bordeados de encaje, «un buen par de zapatos», dos sombreros y un bolso.
—No se lo digas a tu madre.
En Munich se alojaría con la familia Brenner —padres, tres hijas (Klara, Hildegard y Hannelore) y un hijo, Helmut, ahora en un internado— en un piso en Elisabethstrasse. Hugh había mantenido ya una prolongada correspondencia con herr Brenner para cerciorarse de que fuera un anfitrión adecuado.
—Voy a causarle una tremenda decepción —le contó ella a Millie—. Herr Brenner estará esperando el Segundo Advenimiento, vistos los preparativos que se han hecho.
Herr Brenner era profesor en la Deutsche Akademie y había dispuesto que Ursula impartiera clases de inglés a principiantes; tenía previsto presentarle además a ciertas personas que andaban en busca de clases particulares. Todo eso se lo contó cuando fue a buscarla al tren. Ursula se sintió un poco abatida; todavía no se había hecho a la idea de ponerse a trabajar y estaba agotada tras un viaje largo y decididamente duro en ferrocarril. El Schnellzug que salía de la Gare de l’Est en París era cualquier cosa menos schnell y viajó en el compartimento, entre otros, con un hombre que alternaba entre fumar un puro y darle bocados a un salami entero, actos ambos que la dejaron bastante confusa. («Y de París no he visto más que el andén de una estación», le escribió a Millie).
El hombre del salami la siguió cuando salió al pasillo en busca del lavabo de señoras. Ursula pensó que se dirigía al vagón restaurante, pero al llegar ante la puerta del pequeño aseo, el tipo, para su alarma, intentó colarse dentro con ella. Dijo algo que Ursula no entendió, aunque le pareció subido de tono (el puro y el salami parecieron extraños preludios).
—Lass mich in Ruhe —«Déjeme en paz», dijo ella con firmeza.
Pero el hombre siguió empujándola, y ella a él. Ursula supuso que aquel forcejeo, más educado que violento, le habría parecido cómico a un observador. Deseó que hubiera alguien en el pasillo a quien pudiera recurrir. No quería ni imaginar qué le haría aquel hombre si conseguía encerrarla en el diminuto lavabo. (Después se preguntaría por qué no se había limitado a gritar. Vaya tontaina estaba hecha).
Su «salvación» llegó en la forma de una pareja de oficiales, muy elegantes con sus uniformes negros y sus insignias plateadas, que se materializaron de la nada y agarraron al hombre. Le soltaron una severa reprimenda, aunque ella no reconoció la mitad del vocabulario, y luego, muy galantes, le encontraron otro vagón, uno ocupado solo por mujeres, cuya existencia ella desconocía. Cuando los oficiales se marcharon, sus compañeras de viaje parlotearon sin cesar sobre lo apuestos que eran los oficiales de las SS. («Schutzstaffel —murmuró una con tono de admiración—. No como esos patanes con camisas pardas»).
El tren llegó tarde a la estación de Munich. Se había producido alguna clase de incidente, comentó herr Brenner; un hombre había caído del tren.
Pese a que era verano, hacía mucho frío y llovía a cántaros. El lúgubre ambiente no mejoró con su llegada al enorme piso de los Brenner, donde no se habían encendido luces para mitigar la oscuridad y la lluvia arreciaba contra las ventanas con cortinas de encaje como si estuviera decidida a entrar por la fuerza.
Ursula y herr Brenner subieron su pesado baúl por las escaleras, un acto algo ridículo. Sin duda había alguien que podía ayudarlos, ¿no?, se dijo ella con irritación. Hugh habría empleado a «un mozo» —o dos— y no esperado que lo subiera ella. Pensó en los dos oficiales de las SS del tren, con cuánta eficacia y cortesía se habrían ocupado del baúl.
Resultó que las mujeres de la casa estaban ausentes.
—Oh, todavía no han vuelto —comentó con indiferencia herr Brenner—. Creo que han ido de compras.
El piso estaba lleno de pesados muebles, alfombras raídas y frondosas plantas que le daban cierto aspecto de jungla. Ursula se estremeció; parecía inhóspito y frío para aquella época del año.
Maniobraron hasta meter el baúl en la habitación que le habían asignado.
—Esta era la habitación de mi madre —comentó herr Brenner—. Estos son sus muebles. Murió el año pasado, por desgracia.
La forma en que miró la cama, un trasto enorme y gótico que parecía hecho para provocar pesadillas en su ocupante, dejó bastante claro que el fallecimiento de frau Brenner había tenido lugar bajo su sedosa colcha. La cama parecía dominar la habitación y Ursula sintió un repentino nerviosismo. Su experiencia en el tren con el hombre del salami aún era vergonzosamente vívida, y ahora volvía a encontrarse sola en un país extranjero con un completo desconocido. Acudieron a su cabeza los escabrosos relatos de Bridget sobre la trata de blancas.
Para su alivio, oyeron abrirse la puerta de la casa y un gran alboroto procedente del vestíbulo.
—Ah —dijo herr Brenner con una sonrisa radiante—, ¡ya están aquí!
Las hijas entraron en tropel en el piso, empapadas por la lluvia, riendo y cargadas con paquetes.
—Mirad quién ha llegado —dijo herr Brenner, provocando enorme excitación en las dos pequeñas. (Hilde y Hanne resultarían las dos niñas más excitables que Ursula había conocido nunca).
—¡Ya estás aquí! —exclamó Klara cogiéndole ambas manos con las suyas heladas y mojadas—. Herzlich willkommen in Deutschland.
Mientras las dos pequeñas hablaban por los codos, Klara se movió por el piso encendiendo lámparas y el sitio se vio transformado de pronto: las alfombras estaban un poco gastadas pero eran suntuosas, los antiguos muebles brillaban de tan pulidos, la fría jungla de plantas resultó ser una bonita enramada de helechos. Herr Brenner encendió una gran Kachelofen de porcelana en la sala de estar («es como tener un animal grandote y calentito en la habitación», le escribió ella a Pamela) y le aseguró que al día siguiente el clima volvería a ser normal, cálido y soleado.
Pusieron enseguida la mesa, con un mantel bordado, y apareció la cena: una bandeja con queso, salami, rodajas de salchicha, ensalada y un pan moreno que olía como el pastel de semillas de la señora Glover, así como una especie de macedonia de frutas, deliciosa, que le confirmó que estaba en un país extranjero. («¡Macedonia fría de frutas! —le escribió a Pamela—. ¡Lo que diría la señora Glover de algo así!»).
Hasta la habitación de la madre muerta de herr Brenner se le hizo más confortable. La cama era blanda e invitadora, las sábanas lucían un embozo de ganchillo hecho a mano y la lamparita de la mesilla de noche tenía una bonita pantalla de cristal rosa que arrojaba una luz muy cálida. Alguien —Klara, sospechaba— había puesto un ramito de margaritas en un pequeño jarrón sobre el tocador. Cuando se encaramó a la cama (tan alta que requería un pequeño escabel) se caía de agotamiento y se sumió agradecida en un sueño profundo y sin pesadillas, sin que la inquietara el fantasma de la anterior ocupante.
—Pero tendrás un poco de tiempo libre, por supuesto —dijo frau Brenner a la mañana siguiente, durante el desayuno (extrañamente similar a la cena de la víspera).
Klara andaba «sin saber muy bien qué hacer». Había acabado el curso de bellas artes y no se decidía sobre el siguiente paso. Estaba impaciente por marcharse de casa y «ser una artista», pero se quejaba de que en Alemania no había «mucho dinero que dedicarle al arte». Tenía algunas de sus obras en su habitación, grandes lienzos toscos y abstractos que no casaban bien con su carácter amable y comedido. Ursula no conseguía imaginar que pudiera ganarse la vida con ellos.
—Es posible que tenga que dar clases —comentó Klara con abatimiento.
—Un destino peor que la muerte —convino Ursula.
En ocasiones, Klara se dedicaba a enmarcar fotografías para un estudio en Schellingstrasse. La hija de unos conocidos de frau Brenner trabajaba allí y la había recomendado. Klara y la hija, Eva, habían ido juntas al parvulario.
—Pero enmarcar no es precisamente un arte, ¿no? —dijo Klara.
El fotógrafo, Hoffmann, era el «fotógrafo personal» del nuevo canciller, «de manera que conozco muy de cerca sus facciones», añadió Klara.
Los Brenner no tenían mucho dinero (Ursula suponía que por eso le alquilaban una habitación) y todos los conocidos de Klara eran pobres; si bien en 1933 todo el mundo en todas partes era pobre.
Pese a la falta de fondos, Klara estaba decidida a que le sacaran el mejor partido a lo que quedaba del verano. Iban al salón de té Carlton o al café Heck junto al Hofgarten a tomar Pfannkuchen y Schokolade hasta acabar con indigestión. Paseaban durante horas por el Englischer Garten y luego tomaban helados o bebían cerveza, con las caras sonrosadas por el sol. También salían en barca o iban a nadar con amigos de Helmut, el hermano de Klara, un carrusel de Walters, Werners, Kurts, Heinzes y Gerhards. El propio Helmut estaba en Potsdam y era cadete, Jungmann, en una nueva clase de escuela militar que había fundado el Führer.
—Le entusiasma el partido —comentó Klara en inglés. Lo hablaba bastante bien y disfrutaba practicándolo con Ursula.
—Los partidos —corrigió esta última—. Nosotros diríamos «le entusiasman los partidos».
Klara se echó a reír y meneó la cabeza.
—No, no, el partido, los nazis. ¿No sabías que desde el mes pasado es el único permitido?
«Cuando Hitler llegó al poder —escribió Pamela con cierta pedantería—, aprobó la Ley de Autorización, que en Alemania se llama Gesetz zur Behebung der Not von Volk und Reich, que se traduce más o menos por “Ley para Remediar la Penuria del Pueblo y el Reich”. Es un título muy extravagante para el derrocamiento de la democracia».
Ursula respondió alegremente: «Pero la democracia volverá a imperar como hace siempre. Esto de ahora también pasará».
«Sin ayuda, no», repuso Pamela.
Pamela era una gruñona en lo que respectaba a Alemania y no costaba mucho ignorarla cuando se podía pasar las largas y calurosas tardes tomando el sol con los Walters, Werners, Kurts, Heinzes y Gerhards, apoltronada junto a la piscina o el río. Ursula se quedó impresionada al ver que esos chicos andaban casi desnudos con sus cortísimos shorts y sus bañadores, desconcertantes de tan pequeños. Descubrió que los alemanes, en general, no tenían problema en quitarse la ropa delante de los demás.
Klara conocía también a un grupo distinto, más cerebral, sus amigos de bellas artes. Tendían a preferir los interiores oscuros y llenos de humo de los cafés o sus propios y desastrados apartamentos. Bebían y fumaban un montón y hablaban mucho sobre arte y política. («De manera que, en general —le escribió a Millie—, ¡mi educación está siendo muy completa entre estos dos grupos de gente!»). Esos amigos de bellas artes de Klara eran gente andrajosa y disidente a los que parecía desagradar Munich, un nido de «provincialismo pequeñoburgués» por lo visto, y que no paraban de hablar de mudarse a Berlín. Ursula advirtió que hablaban por los codos de hacer cosas pero en realidad hacían bien pocas.
Klara era presa de una clase distinta de inercia. Su vida se hallaba en «un punto muerto»; estaba enamorada de un profesor de la escuela, un escultor, pero él se encontraba ahora de vacaciones con la familia en la Selva Negra. (De mala gana, admitió que esa «familia» la formaban en realidad su mujer y sus dos hijos). Klara decía que estaba a la espera de que su vida se resolviera por sí sola. Más evasivas, se dijo Ursula. Aunque tampoco ella pudiera hablar mucho.
Ursula seguía siendo virgen, por supuesto; estaba «intacta», como habría dicho Sylvie. No por razones morales, sino simplemente porque aún no había conocido a nadie que le gustara lo suficiente.
—Pero si no tiene que gustarte —dijo Klara, riendo.
—Ya, pero quiero que sea así.
En lugar de eso, parecía ser un imán para tipos desagradables —el hombre del tren, el hombre del sendero—, y le preocupaba que fueran capaces de ver algo en ella que ella misma no veía. Se sentía muy rígida e inglesa en comparación con Klara y sus amigos artistas o los colegas del ausente Helmut (quienes hacían gala en realidad de una conducta intachable).
Hanne y Hilde convencieron a Klara y Ursula para que las acompañaran a un espectáculo en el estadio deportivo de la zona. Ursula pensó que se trataría de un concierto, pero resultó un mitin de las Juventudes Hitlerianas. Pese al optimismo de frau Brenner, la Liga de Muchachas Alemanas no había conseguido mitigar el interés de Hilde y Hanne por los chicos.
A Ursula todos aquellos chicos efusivos y saludables le parecían iguales, pero Hilde y Hanne invirtieron mucho tiempo en señalar animadamente a los amigos de Helmut, los mismos Walters, Werners, Kurts, Heinzes y Gerhards que haraganeaban junto a la piscina muy escasos de ropa. Ahora, comprimidos en sus inmaculados uniformes (más shorts muy cortos), parecían boy scouts muy rectos y temibles.
Hubo mucho marchar de aquí para allá y muchos cánticos al son de una banda y varios oradores que trataban de imitar el estilo declamatorio del Führer (sin conseguirlo), y luego todos se pusieron en pie y entonaron el Deutschland über alles. Como Ursula no se sabía la letra cantó en voz baja «Glorious Things of Thee Are Spoken» al son de la preciosa melodía de Haydn, un himno que habían cantado con frecuencia en la escuela. Cuando acabaron de cantar todos exclamaron «Sieg Heil!» y saludaron con el brazo en alto, y Ursula casi se sorprendió al imitarlos. Klara se desternilló de risa, pero Ursula advirtió que también tenía el brazo alzado.
—No me queda otra —dijo con toda tranquilidad—. No quiero que me agredan en el camino a casa.
No, gracias, Ursula no quería quedarse con Vati y Mutti en la calurosa y polvorienta Munich, de manera que Klara rebuscó en el armario hasta dar con una falda azul marino y una blusa blanca que cumplían los requisitos, y la líder del grupo, Adelheid, le consiguió una guerrera caqui. Un pañuelo de tres puntas sujeto por un nudo cabeza de turco de hebras trenzadas completaba el atuendo. Ursula se dijo que estaba muy elegante. Se sorprendió lamentando no haber sido nunca una girl scout, aunque supuso que consistía en algo más que en llevar el uniforme.
La edad máxima para pertenecer a la Liga de Muchachas Alemanas era de dieciocho años, de modo que Klara y Ursula no podían afiliarse; según Hanne, eran «señoras mayores», alte Damen. A Ursula no le parecía que hiciera ninguna falta que escoltaran al grupo, pues Adelheid era tan eficaz como un perro pastor con sus chicas. Con su escultural figura y las trenzas rubias y nórdicas, podría haber sido una joven Freya llegada de Fólkvangr. Era la propaganda perfecta. Con sus dieciocho años, no tardaría en ser demasiado mayor para la Liga de Muchachas Alemanas, ¿y qué haría entonces?
—Pues me alistaré en la Unión de Mujeres Nacionalsocialistas, por supuesto —dijo. Ya llevaba prendida en el proporcionado pecho una pequeña esvástica, la runa que simbolizaba la pertenencia al partido.
Hicieron el trayecto en tren, con las mochilas en las rejillas portaequipajes, y al caer la tarde llegaron a un pequeño pueblo alpino cerca de la frontera con Austria. Desde la estación, marcharon en formación (cantando, cómo no) hasta el Jugendherberge. La gente se paraba a verlas pasar y algunos aplaudían.
El dormitorio que les asignaron estaba lleno de literas, la mayoría de ellas ya ocupadas por otras chicas, y tuvieron que hacinarse como sardinas en lata. Klara y Ursula decidieron compartir un colchón en el suelo.
Les dieron de cenar en el comedor, sentadas a largas mesas con caballetes; les sirvieron sopa y Knäckebrot con queso, que resultaría el menú habitual. Por la mañana desayunaban pan moreno con queso y mermelada y té o café. El aire límpido de la montaña les abría el apetito y se zampaban todo lo que les ponían delante.
El pueblo y sus alrededores eran idílicos, y hasta había un pequeño castillo que se les permitió visitar. Era frío y húmedo y estaba lleno de armaduras, banderas y escudos heráldicos. Parecía un sitio muy incómodo donde vivir.
Daban largos paseos alrededor del lago o por el bosque y luego hacían autoestop y volvían al albergue en camiones agrícolas o carros de heno. Un día las llevaron bordeando el río hasta una magnífica cascada. Klara había llevado consigo su cuaderno de bocetos y sus rápidos y vivaces dibujos al carbón resultaron mucho más interesantes que sus pinturas.
—Ay, no —exclamó—. Son gemütlich. Solo son cuatro rayas. Mis amigos se reirían de ellos.
El pueblo en sí era un lugar soñoliento y acogedor con las ventanas de las casas llenas de geranios. Junto al río había una taberna donde tomaban cerveza y ternera con fideos hasta la saciedad. Ursula nunca mencionaba la cerveza en sus cartas a Sylvie, pues ella no habría entendido hasta qué punto era habitual beberla allí. Y aunque lo hubiese entendido, no lo habría aprobado.
Al día siguiente se pondrían en marcha, pues vivirían en tiendas de campaña durante unos días, en un gran campamento de chicas, y Ursula lamentó dejar atrás el pueblo.
En su última noche allí hubo una feria, una combinación de mercado agrícola y festival de la cosecha, incomprensible en gran medida para Ursula. («Para mí también —dijo Klara—. Soy una chica de ciudad, no lo olvides»). Todas las mujeres llevaban el traje tradicional de la región y se exhibían animales de granja con variopintos adornos a los que se les otorgaban premios. El campo estaba decorado con banderas, una vez más con esvásticas. Corría la cerveza y una banda interpretaba música. En medio del campo se había instalado una gran plataforma de madera y, acompañados por un acordeón, unos chicos en Lederhosen daban una demostración de Schuhplattler, batiendo palmas, pisando fuerte y dándose palmadas en muslos y talones al son de la música.
Klara se burló de ellos, pero a Ursula le parecieron habilidosos. Se dijo que le gustaría bastante vivir en un pueblo de los Alpes («Como Heidi», le escribió a Pamela. Ahora le escribía menos, pues la nueva Alemania cada vez sacaba más de quicio a su hermana. Pamela, incluso en la distancia, era la voz de su conciencia, pero lo cierto era que se hacía fácil tener una conciencia cuando estabas lejos).
El acordeonista ocupó su lugar en la banda y la gente empezó a bailar. Ursula se encontró con que la sacaba a bailar una sucesión de muchachos granjeros increíblemente tímidos con una torpe y extraña forma de moverse por la pista de baile que reconoció como el ritmo de compás tres por cuatro de la Schuhplattler. Entre la cerveza y el baile empezaba a estar un poco mareada, de modo que se quedó aturdida cuando apareció Klara arrastrando a un hombre muy guapo que sin duda no era de la zona.
—¡Mira a quién acabo de encontrarme!
—¿A quién? —quiso saber Ursula.
—Nada menos que al primo del primo de nuestro primo segundo —contestó alegremente Klara—. Te presento a Jürgen Fuchs.
—Dejémoslo en primo segundo —repuso él, sonriendo.
—Encantada de conocerte.
El joven hizo entrechocar los talones y le besó la mano, y Ursula se acordó del príncipe de Cenicienta.
—Es el prusiano que llevo dentro —comentó él entre risas.
Las Brenner también se rieron.
—No tenemos ni una gota de sangre prusiana —dijo Klara.
Jürgen tenía una preciosa sonrisa, divertida y meditabunda al mismo tiempo, y los ojos de un azul extraordinario. Sin duda era guapo, un poco a lo Benjamin Cole, solo que Benjamin era su polo opuesto en oscuro, el negativo donde Jürgen Fuchs era el positivo.
Una Todd y un Fuchs; ambos apellidos significaban «zorro». ¿Habría intervenido el destino en su vida? El doctor Kellet habría valorado aquella coincidencia.
«Es guapísimo», le escribió a Millie tras el encuentro. Se le pasaron por la cabeza todas esas espantosas palabras que aparecían en las noveluchas rosas: «irresistible, impresionante». Había leído suficientes novelas de Bridget en las ociosas tardes de lluvia para conocerlas.
«Ha sido amor a primera vista», añadió, atolondrada. Pero lo que sentía no era verdadero «amor», por supuesto (eso era lo que sentiría algún día por un hijo), sino tan solo el falso esplendor de la locura. «Folie à deux —respondió Millie—. Qué delicioso».
«Te hará mucho bien», escribió Pamela.
«El matrimonio se basa en una clase de amor más duradero», advirtió Sylvie.
«Pienso mucho en ti, osita —escribió Hugh—, tan lejos de aquí».
Cuando cayó la noche hubo una procesión con antorchas por el pueblo y luego fuegos artificiales desde las almenas del pequeño castillo. Fue emocionante.
—Wunderschön, nicht wahr? —comentó Adelheid con el rostro radiante a la luz de las antorchas.
Sí, coincidió Ursula, es precioso.