Als er das Zimmer verlassen hatte wusst, was sie aus dieser Erscheinung machen solle
Las abejas zumbaban, entonando su canción de cuna estival y vespertina, y Ursula, a la sombra de los manzanos, abandonó Die Marquise von O, soñolienta. Con los ojos entrecerrados observó a un conejito mordisquear encantado la hierba a unas yardas de distancia. O no se había percatado de su presencia o era muy valiente. A esas alturas, Maurice ya le habría pegado un tiro. Estaba en casa tras su graduación, a la espera de comenzar las prácticas en derecho, y se había pasado todas las vacaciones presa del más absoluto y ruidoso aburrimiento. («Podría haberse conseguido un empleo para el verano —comentó Hugh—. No es algo insólito que los jóvenes vigorosos se pongan a trabajar»).
Tan aburrido estaba Maurice, de hecho, que había accedido a darle clases de tiro a Ursula y hasta a utilizar botellas y latas como dianas en lugar de los muchos animalitos a los que andaba siempre disparando al tuntún: conejos, zorros, tejones, palomas, faisanes, y en una ocasión hasta un pequeño corzo, algo que ni Pamela ni Ursula le perdonarían nunca. Siempre y cuando fueran inanimadas, a Ursula le gustaba disparar a las cosas. Utilizaba la vieja escopeta de cazar patos de Hugh, pero Maurice tenía una espléndida Purdey, regalo de su abuela cuando cumplió veintiún años. Adelaide llevaba varios años amenazando con morirse pero nunca había «cumplido sus promesas», según Sylvie. Se aferraba a la vida en Hampstead, «como una araña gigante», decía Izzie horrorizada, a las chuletas de ternera à la russe, o quizá eran las chuletas en sí las que causaban semejante reacción. No era uno de los mejores platos en el repertorio de la señora Glover.
Una de las pocas cosas, quizá la única, que Sylvie e Izzie tenían en común era la antipatía hacia la madre de Hugh.
—También es tu madre —le recordó Hugh a Izzie.
—No, qué va, a mí me encontró en una cuneta. Me lo dijo muchas veces. Era tan mala que ni los gitanos me querían.
Hugh fue a ver las prácticas de tiro de Maurice y Ursula.
—Vaya, osita —comentó—, si estás hecha toda una Annie Oakley.
—¿Sabes? —Sylvie apareció de pronto y le dio un susto a Ursula que la despertó del todo—. Nunca más en tu vida volverá a haber días largos e indolentes como estos. Creerás que sí, pero nunca volverán.
—A menos que llegue a ser increíblemente rica —repuso Ursula—. Así podré estar sin hacer nada el día entero.
—Es posible —admitió Sylvie—. Aun así, el verano llegará a su fin algún día. —Se dejó caer en la hierba junto a Ursula y cogió el volumen de Kleist—. Un romántico suicida —comentó con desdén—. ¿De verdad piensas estudiar lenguas modernas? Tu padre dice que podría serte más útil el latín.
—¿Cómo va a serme útil? Si nadie lo habla —repuso Ursula con cierta razón. Se trataba de un argumento al que llevaban dando remilgadas vueltas todo el verano—. Me iré a vivir un año a París y no hablaré otra cosa que francés. Eso sí que será útil allí.
—Oh, París —dijo Sylvie, y se encogió de hombros—. París tiene más fama de la que merece.
—Berlín, entonces.
—Alemania está hecha un desastre.
—Viena.
—A tope.
—Bruselas —dijo Ursula—. Nadie puede ponerle objeciones a Bruselas.
Era verdad, a Sylvie no se le ocurrió nada que decir sobre Bruselas, y la gran gira que habían hecho por Europa llegó a un abrupto final.
—Cuando acabe la universidad, en cualquier caso —añadió Ursula—. Y aún faltan años, puedes dejar de preocuparte.
—La universidad no te enseñará a ser esposa y madre —dijo Sylvie.
—¿Y si no quiero ser esposa y madre?
Sylvie se echó a reír.
—Ahora estás diciendo tonterías solo para provocarme. —Se levantó, con cierta desgana—. En el jardín hay té. Y pastel. Y, por desgracia, también está Izzie.
Antes de cenar, Ursula fue a dar un paseo por el sendero, con Jock trotando encantado unos pasos por delante. (Era un perro con una alegría desbordante, costaba creer que Izzie pudiera haber hecho tan buena elección). Hacía una de esas tardes de verano en que a Ursula le daban ganas de estar sola. «Oh, es que a tu edad una chica se ve sencillamente consumida por lo sublime», decía Izzie. Ursula no sabía muy bien qué quería decir con eso («Nadie sabe nunca muy bien qué quiere decir Izzie», decía Sylvie) pero creía entenderlo un poquito. En el aire reluciente había algo extraño, cierta sensación de inminencia que le colmaba el pecho, como si le estuviera creciendo el corazón. Era una suerte de bienaventuranza extrema; no se le ocurría otra forma de describirlo. Quizá se trataba del futuro, se dijo, que se acercaba cada vez más.
Tenía dieciséis años, estaba al borde de todo. Hasta la habían besado, el día en que los cumplía además; había sido aquel amigo norteamericano de Maurice un poco inquietante. «Solo un beso», le dijo ella, pero luego lo apartó de un empujón cuando se pasó un poco de la raya. Por desgracia, el chico tropezó con sus enormes pies y cayó de espaldas contra los arbustos de las mariposas, para quedar en una postura que parecía bastante incómoda y desde luego muy poco digna. Ursula se lo contó a Millie, que se partió de la risa. Aun así, como dijo Millie, un beso era un beso.
El paseo la llevó hasta la estación, donde saludó a Fred Smith, que se quitó la gorra de ferroviario ante ella como si ya fuera adulta.
La inminencia siguió siendo inminente, y hasta retrocedió, mientras observaba cómo resoplaba y emprendía la marcha hacia Londres el tren de Fred.
Ursula volvió sobre sus pasos y se encontró con Nancy, que andaba buscando cosas para su colección de naturaleza, y emprendieron el regreso juntas hasta que las alcanzó Benjamin Cole en su bicicleta. El joven se detuvo y desmontó.
—¿Quieren estas damiselas que las escolte hasta casa? —preguntó, como habría hecho Hugh, y Nancy soltó una risita.
Ursula se alegró de que el calor de la tarde ya le hubiese encendido las mejillas, porque sintió cómo se ruborizaba. Cogió un poco de perejil de monte y se abanicó (sin mucho éxito) con él. Después de todo, no andaba tan equivocada con lo de la inminencia.
Benjamin («Oh, llamadme Ben, ahora solo mis padres me llaman Benjamin») las acompañó hasta la puerta del jardín de los Shawcross.
—Bueno, pues adiós —dijo, y volvió a montar en la bicicleta para cubrir el corto trayecto hasta su casa.
—Oh —musitó Nancy, sintiéndolo por Ursula—. Pensaba que igual te acompañaba a casa y os quedabais los dos solos.
—¿Tanto se me nota? —le preguntó Ursula con abatimiento.
—Pues sí. Pero no te preocupes. —Nancy le dio unas palmaditas en el brazo como si fuera ella quien le llevara cuatro años y no al revés, y añadió—: Ay, me parece que es tarde, y no quiero perderme la cena.
Asiendo sus tesoros, recorrió dando brincos el sendero hacia su casa mientras canturreaba «tralará». Nancy era una niña de las que canturreaban «tralará», desde luego. Ursula deseó ser una niña así. Se volvió para irse, suponiendo que también ella llegaba tarde a cenar, pero entonces oyó el insistente tintineo de un timbre de bicicleta que anunciaba a Benjamin (¡Ben!) dirigiéndose como un bólido hacia ella.
—Se me ha olvidado decirte que celebramos una fiesta la semana que viene, el sábado por la tarde. Mi madre me dijo que os invitara. Es el cumpleaños de Dan, y quiere algunas chicas para diluir a los chicos, creo que lo dijo así. Pensaba que quizá vendríais tú y Millie. Nancy es un poco pequeña, ¿no?
—Sí, un poco —se apresuró a contestar Ursula—. Pero estaré encantada de ir, y Millie también, seguro. Gracias.
La inminencia había regresado al mundo.
Lo observó alejarse en la bici, silbando. Al volverse, casi chocó con un hombre que parecía haber salido de la nada y que estaba allí plantado, esperándola. Se levantó un poco la gorra.
—Buenas tardes, señorita.
Era un tipo de aspecto muy tosco, y Ursula dio un paso atrás.
—¿Me dice cómo se llega a la estación, señorita?
Ursula señaló camino abajo.
—Por ahí.
—¿Le importaría enseñarme el camino, señorita? —insistió el tipo, acercándose otra vez.
—No —contestó ella—. No, gracias.
La mano del hombre salió disparada y la agarró del antebrazo. Ursula dio un tirón y consiguió soltarse, y echó a correr, sin atreverse a mirar atrás hasta que llegó a casa.
—¿Todo bien, osita? —le preguntó Hugh cuando la vio abalanzarse hacia el porche—. Pareces sin aliento.
—No, estoy bien, de verdad. —Hugh no haría más que preocuparse si le contaba lo de aquel hombre.
—Chuletas de ternera à la russe —anunció la señora Glover mientras dejaba una gran fuente de porcelana blanca sobre la mesa—. Lo digo porque la última vez que las preparé alguien dijo que no conseguía imaginar qué podían ser.
—Los Cole celebran una fiesta —le dijo Ursula a Sylvie—. Millie y yo estamos invitadas.
—Qué bien —contestó Sylvie, distraída con el contenido de la fuente de porcelana blanca, gran parte del cual se le daría más tarde a un menos exigente (o, como lo habría expresado la señora Glover, «menos maniático») terrier west highland.
La fiesta fue decepcionante. Consistió en una celebración de considerables proporciones con interminables charadas (Millie estaba en su elemento, cómo no) y adivinanzas cuyas respuestas Ursula sabía en su mayor parte, pero no conseguía hacerse oír, derrotada por la feroz velocidad competitiva de los chicos Cole y sus amigos. Ursula se sintió invisible y la única intimidad que compartió con Benjamin (ya no le parecía Ben) fue cuando él le preguntó si le apetecía un zumo de frutas y luego se olvidó de llevárselo. No hubo baile pero sí montañas de comida, y Ursula se consoló eligiendo qué servirse de una impresionante selección de postres. La señora Cole, que patrullaba ante la comida, le comentó:
—Madre mía, con lo poquita cosa que eres, ¿dónde metes toda esa comida?
Sí, pensó Ursula mientras volvía a casa con el ánimo por los suelos, soy tan poquita cosa que nadie ha reparado siquiera en mi presencia.
—¿Te han dado pastel? —le preguntó un ansioso Teddy cuando entró por la puerta.
—Un montón.
Se sentaron en la terraza y compartieron el enorme pedazo de pastel que le había dado la señora Cole antes de irse, y del que Jock recibió su ración correspondiente. Cuando un gran zorro apareció trotando en el jardín a la luz del crepúsculo, Ursula le arrojó un trozo, pero el animal lo observó con el desdén de un carnívoro.