Del otro lado de la pared le llegaban los quejidos de Emil y los reproches tranquilizadores de la señora Appleyard; luego la mujer se embarcó en una canción de cuna en la que Ursula supuso que sería su lengua materna. Era una canción increíblemente triste, y ella se prometió que si alguna vez tenía un hijo (un poco difícil cuando habías decidido ser una monja), solo le cantaría cosas ligeras y alegres.
Se sentía sola. Le habría gustado sentir el consuelo que ofrecía un cuerpo caliente; en noches como aquella, tener un perro sería mucho mejor que estar sola. Una presencia viva, respirando a su lado.
Apartó un poco el estor de la ventana. Aún no había rastro de bombarderos, solo el largo dedo de un solitario reflector que se hundía en la negrura. La luna pendía en el cielo, una fina luna creciente. «Pálida y lánguida», según Shelley, pero «reina y cazadora, casta y hermosa» para Ben Jonson. Para Ursula, transmitía una indiferencia que hizo que se estremeciera.
Siempre había un segundo antes de que sonase la sirena en que captaba un sonido que no había oído todavía. Era como un eco, o más bien lo contrario de un eco. Un eco venía después, pero ¿había una palabra para lo que venía antes?
Oyó el silbido de un avión en lo alto y el tableteo de las primeras bombas al caer, y estaba a punto de dejar caer de nuevo el estor y correr hacia el sótano cuando vio un perro agazapado en el portal de enfrente; fue como si sus propios deseos lo hubieran hecho materializarse allí.
Incluso desde donde estaba, era capaz de captar su terror. Ursula titubeó unos instantes, y luego pensó «qué diablos» y corrió escaleras abajo.
Se encontró con las hermanas Nesbit.
—Ay, qué mala suerte, señorita Todd —dijo Ruth con una risita—. Lo de cruzarse en las escaleras, ya sabe.
Ursula bajaba y las hermanas subían.
—Van en la dirección equivocada —dijo Ursula, sin mucho sentido.
—He olvidado mi calceta —repuso Lavinia. Llevaba un broche de esmalte con la forma de un gato negro. Una pequeña cuenta de estrás hacía las veces de ojo.
—Está tejiendo unos leotardos para el bebé de la señora Appleyard —explicó Ruth—. En su piso hace mucho frío.
En la calle había un ruido tremendo. Oyó el estruendo de bombas incendiarias al caer por un tejado, como si estuvieran vaciando un gigantesco cubo para el carbón. El cielo ardía. Una bengala descendió en su paracaídas, tan elegante como unos fuegos artificiales, iluminando cuanto había debajo.
Una retahíla de bombarderos rugía en lo alto cuando Ursula cruzó corriendo la calle hasta el perro. Era alguna clase de terrier, y gimoteaba y temblaba. Al cogerlo en brazos, oyó un aterrador silbido y supo que lo tenía crudo, que los dos lo tenían crudo. Un estruendo colosal fue seguido por el estallido más tremendo que había oído hasta entonces en los bombardeos. Se acabó, se dijo. Voy a morir.
Algo le golpeó la frente, un ladrillo o algo así, pero no perdió el conocimiento. Una fortísima bocanada de aire, como un huracán, la arrancó del suelo. Sintió un dolor espantoso en los oídos; solo captaba un pitido muy agudo y cantarín, y supo que debía de haberse quedado sin tímpanos. Los escombros llovían sobre ella, provocándole tajos y golpeándola. Daba la impresión de que la explosión se producía en oleadas sucesivas y sentía vibrar y retumbar el suelo bajo sus pies.
Desde la distancia, una explosión parecía concluir casi de inmediato, pero cuando una estaba en su centro era como si durase para siempre, como si su naturaleza cambiara y se desarrollara sobre la marcha, de modo que no tenías ni idea de cómo acabaría, de cómo acabarías tú. Estaba incorporada a medias en el suelo y trataba de agarrarse a algo, aunque no podía soltar al perro (por alguna razón era lo primordial) y se encontró deslizándose lentamente por la fuerza de la onda expansiva.
La presión empezó a reducirse un poco, si bien seguían lloviendo tierra y polvo y la onda no había remitido todavía. Entonces algo le dio en la cabeza y todo se volvió negro.
La despertó el perro lamiéndole la cara. Costaba entender lo ocurrido, pero al cabo de un rato comprendió que el portal donde había cogido al perro ya no existía. La puerta había volado hacia el interior, y ellos dos con ella; ahora estaban tendidos sobre escombros en el pasillo de una casa. La escalera que tenían detrás, enterrada en ladrillos rotos y madera astillada, no conducía a ningún sitio porque las plantas superiores habían desaparecido.
Todavía aturdida, se incorporó con esfuerzo hasta quedar sentada. Sentía la cabeza embotada pero no parecía tener nada roto y no veía que sangrara por ningún sitio, aunque debía de estar cubierta de cortes y magulladuras. El perro también parecía ileso, aunque estaba muy callado.
—Con la suerte que tienes, deberías llamarte Lucky —le dijo, pero había tanto polvo en el aire que apenas le salió un hilo de voz.
Se puso en pie con cuidado y recorrió el pasillo hasta la calle.
Su casa también había desaparecido y allí donde miraba había grandes montones de escombros humeantes y paredes esqueléticas. La luna creciente brillaba lo suficiente, incluso a través del velo de polvo, para iluminar el horror. Si no hubiese corrido a salvar al perro, ahora estaría reducida a cenizas en el sótano de los Miller. ¿Estaban todos muertos? ¿Las Nesbit, la señora Appleyard y Emil? ¿El señor Bentley? ¿Todos los Miller?
Salió dando tumbos a la calle, donde dos bomberos desenrollaban una manguera. Cuando la enroscaban en la boca de riego, uno de ellos la vio.
—¿Se encuentra bien, señorita? —gritó.
Qué curioso, era clavado a Fred Smith. Y entonces el otro bombero exclamó:
—¡Cuidado! ¡La pared se viene abajo!
Y así era. Despacio, increíblemente despacio, como en un sueño, la pared entera se inclinaba hacia ellos sobre un eje invisible y sin soltar un solo ladrillo, como si hiciera una elegante reverencia, y cayó así, de una pieza, trayendo consigo la oscuridad.