Echaba de menos a Crighton, más de lo que había admitido nunca ante él o ante Pamela. Crighton reservó una habitación en el Savoy la víspera de que se declarara la guerra e hizo que se pusiera el vestido de noche de satén azul real solo para anunciarle que debían ponerle fin al asunto («debemos decirnos adiós»).
—Las cosas van a ponerse muy sangrientas —añadió, y ella no supo muy bien si se refería a la guerra o a ellos dos.
A pesar de aquel adiós, o quizá gracias a él, se acostaron y él se pasó mucho tiempo diciéndole que echaría de menos «este cuerpo», las «facetas de tu piel», «este bonito rostro», etcétera, hasta que acabó harta y le dijo:
—Bueno, eres tú quien quiere acabar con esto, no yo.
Ursula se preguntó si le haría el amor a Moira de la misma manera, con indiferencia y pasión en igual medida, pero era una de esas cosas que más valía no preguntar, no fueran a decirte la verdad. Qué más daba, pues Moira lo recuperaría. Una posesión de segunda mano, quizá, pero suya al fin y al cabo.
A la mañana siguiente desayunaron en la habitación y luego escucharon el discurso de Chamberlain. En la suite había una radio. No mucho después sonó una sirena, pero, curiosamente, ninguno de los dos fue presa del pánico. Todo parecía muy irreal.
—Supongo que es una prueba —dijo Crighton.
Ursula supuso que quizá a partir de entonces todo sería una prueba.
Dejaron el hotel y recorrieron el Embankment hasta el puente de Westminster, donde los voluntarios de incursiones aéreas hacían sonar sus silbatos y gritaban que la amenaza de bombardeo había pasado. Otros pasaban en bicicleta con letreros de «¡Vía libre!».
—Por Dios, temo por nosotros si esto es todo lo que somos capaces de hacer ante una incursión.
Estaban amontonando sacos de arena en el puente y por todas partes, y Ursula pensó que menos mal que había tanta arena en el mundo. Trató de recordar los versos de «La morsa y el carpintero». «Si siete fregonas con siete escobas…», pero ya habían llegado a Whitehall y Crighton interrumpió sus pensamientos cuando le cogió ambas manos.
—Ahora debo irme, cariño —dijo, y durante un instante pareció una estrella de cine de medio pelo y sentimental.
Ursula decidió que sería una monja durante el resto de la guerra. Sería mucho más sencillo.
Cuando lo observó alejarse por Whitehall se sintió de pronto terriblemente sola. Quizá, después de todo, regresaría a Finchley.