Abril de 1940

El claxon de un coche en la calle quebró el silencio de la mañana de domingo en Knightsbridge. Ursula echaba de menos el tañido de las campanas de las iglesias. Cuántas cosas había dado por sentadas antes de la guerra. Deseó poder volver atrás y apreciarlas como era debido.

—¿Por qué toca el claxon —quiso saber Crighton— si tenemos un timbre como Dios manda? —Se asomó a la ventana—. Ya está aquí, si es un joven con traje y chaleco y más presuntuoso que el petirrojo de una tarjeta de Navidad.

—Pues la descripción encaja, sí. —Aunque Ursula no consideraba «joven» a Maurice, nunca se lo había parecido, pero supuso que para Crighton lo era.

Hugh cumplía sesenta años, y Maurice se había ofrecido de mala gana a llevarla a la celebración en la Guarida del Zorro. Sería una novedad, y no necesariamente buena, pasar un tiempo encerrada en un coche con Maurice. Rara vez estaban a solas.

—¿Tiene gasolina? —le preguntó Crighton enarcando una ceja, aunque fue más una afirmación que una pregunta.

—Tiene chófer —contestó Ursula—. Sabía que Maurice le sacaría el máximo partido a la guerra.

«¿Qué guerra?», habría dicho Pamela. Estaba «aislada» en Yorkshire con seis críos pequeños por toda compañía, y con Jeanette, que no solo resultó ser una quejica sino también «una fainéante. Esperaba algo mejor de la hija de un párroco. Es tan gandula que me paso el día corriendo no solo detrás de mis niños sino también de los suyos. Ya estoy harta de este rollo de la evacuación, creo que no tardaremos en volver a casa».

—Supongo que no podía aparecer en casa con un coche sin haberme llevado —dijo Ursula—. Maurice no querría que lo vieran comportarse mal, ni su propia familia. Ha de mantener su reputación. Además, tiene a los suyos allí y esta noche los traerá de vuelta a Londres.

Maurice había mandado a Edwina y los niños a pasar las vacaciones de Pascua en la Guarida del Zorro. Ursula se preguntaba si su hermano sabría algo sobre la guerra que no se había hecho público; ¿sería la Pascua una época especialmente peligrosa? Tenía que haber muchas cosas que Maurice sabía y otros no, pero la Pascua transcurrió sin incidentes, y Ursula supuso que solo se trataba de unos nietos que visitaban a sus abuelos. Philip y Hazel eran niños muy poco imaginativos, y se preguntaba cómo se llevarían con los bravucones evacuados de Sylvie.

—Cuando regresemos iremos muy apretados, con Edwina y los niños. Eso sin mencionar al chófer. Pero bueno, es lo que toca.

El claxon volvió a sonar. Ursula lo ignoró por pura cuestión de principios. Qué maliciosamente satisfactorio resultaría aparecer con Crighton, se dijo, con todas sus galas de la marina (todas esas medallas, todos esos galones dorados), tan por encima de Maurice en todos los sentidos.

—Podrías venir conmigo, ¿sabes? Nos limitaríamos a no mencionar a Moira, ni a las niñas.

—¿Es tu casa?

—¿Cómo dices?

—Antes has dicho que Maurice no podía aparecer «en casa». ¿Y tu casa no es esta? —quiso saber Crighton.

—Sí, claro —contestó Ursula.

Maurice se paseaba de aquí para allá por la acera, impaciente; ella dio golpecitos en la ventana para llamar su atención y levantó el dedo índice al tiempo que vocalizaba «un minuto». Maurice la miró frunciendo el entrecejo.

—Es una forma de hablar —continuó ella volviéndose de nuevo hacia Crighton—. Lo normal es referirte a la casa de tus padres como «tu casa».

—¿Ah, sí? Yo no lo hago.

«No —pensó Ursula—, tú no». La «casa» de Crighton estaba en Wargrave, aunque solo fuera en sus pensamientos. Y tenía razón, por supuesto; ella no consideraba su hogar el piso de Egerton Gardens. Era un punto en el tiempo, una parada temporal en un viaje más que la guerra había interrumpido.

—Podemos discutir ese punto si quieres —dijo de buen talante—. Pero es que…, bueno, Maurice está ahí, marchando acera arriba y abajo como un soldadito de plomo.

Crighton se echó a reír. Nunca buscaba discutir.

—Me encantaría ir contigo y conocer a tu familia, pero voy a la Ciudadela.

El Almirantazgo estaba construyendo una fortaleza subterránea, la Ciudadela, en Horse Guards Parade, y Crighton se encontraba en plena tarea de traslado de su oficina.

—Entonces nos veremos después —dijo Ursula—. Mi carruaje aguarda y Maurice está piafando.

—El anillo —le recordó Crighton.

—Ay, sí, casi se me olvida.

Ursula había empezado a llevar una alianza «por las apariencias» cuando no estaba en el trabajo, «por los tenderos y demás». El chico que repartía la leche, la mujer que acudía a limpiar dos veces por semana; no quería que pensaran que la suya era una relación ilícita. (Se había sorprendido a sí misma con aquella timidez).

—Imagínate cuántas preguntas me habrían hecho si lo hubiesen visto —dijo Ursula quitándose el anillo del dedo para dejarlo sobre la mesa del recibidor.

Crighton le dio un beso en la mejilla.

—Que lo pases bien.

—No te lo garantizo.

—¿Todavía no has conseguido un hombre? —le preguntó Izzie a Ursula. Y, volviéndose hacia Sylvie, añadió animadamente—: Claro que ya tienes… ¿cuántos nietos? ¿Siete, ocho?

—Seis. Y es posible que tú también seas ya abuela, Izzie.

—¿Qué? —intervino Maurice—. ¿Cómo va a ser abuela?

—Bueno, en cualquier caso —dijo Izzie como quien no quiere la cosa—, le quita la presión a Ursula de producir más.

—¿Producir? —repitió Ursula con el tenedor lleno de salmón en gelatina cuando se lo llevaba a la boca.

—Por lo visto te has quedado para vestir santos —dijo Maurice.

—¿Cómo dices? —El tenedor volvió al plato.

—La eterna dama de honor…

—Una vez —repuso Ursula—. He sido dama de honor una sola vez, de Pamela.

—Ya me como yo eso si no vas a hacerlo tú —intervino Jimmy, y le birló el salmón.

—Pues sí que iba a comérmelo.

—Pues aún peor —continuó Maurice—. Nadie te quiere siquiera como dama de honor, solo tu hermana. —Soltó una risita, más de colegial que de hombre hecho y derecho.

A Ursula le dio rabia que estuviese sentado demasiado lejos para darle un puntapié bajo la mesa.

—Compórtate, Maurice —murmuró Edwina.

Ursula se preguntó cuántas veces al día te decepcionaría Maurice si estuvieras casada con él. Si se trataba de encontrar argumentos en contra del matrimonio, le parecía que la existencia de Maurice era el mejor de todos. Cómo no, a Edwina se le habían bajado bastante los humos a causa del «chófer», que era una chica bastante atractiva con el uniforme del Voluntariado de Mujeres. Para bochorno de la muchacha (se llamaba Penny pero todos lo olvidaron de inmediato), Sylvie insistió en que se sentara a la mesa, cuando era obvio que se habría sentido más cómoda en el coche o en la cocina con Bridget. La metieron con calzador en el extremo de la mesa, entre los evacuados, y era objeto del examen gélido y constante de Edwina. Por su parte, Maurice ponía buen cuidado en ignorarla. Ursula trataba de verle algún significado a su actitud. Deseó que Pamela estuviese allí, se le daba muy bien descifrar a la gente, aunque quizá no tanto como a Izzie. («Bueno, ya veo que Maurice ha sido un niño malo. La verdad es que es monísima. ¿Y qué hombre puede resistirse a una mujer de uniforme?»).

Philip y Hazel se sentaban entre sus padres, muy pasivos. Sylvie nunca había dado muestras de un cariño especial por los hijos de Maurice, mientras que parecía encantada con sus evacuados, Barry y Bobby («mis dos hormiguitas»), que en ese momento gateaban bajo la mesa de estilo neorregencia y soltaban risitas un poco maníacas. «Son unos traviesos», decía Sylvie con tono indulgente. Los evacuados, que era como los demás se referían a ellos, como si su condición los definiera, habían sido objeto de una limpieza a fondo por parte de Bridget y Sylvie, pero nada podía disimular su pícara naturaleza. («Vaya par de diablillos», comentó Izzie con un leve estremecimiento). A Ursula le caían bien, le recordaban a los pequeños Miller. De haber sido perros, habrían meneado la cola constantemente.

Sylvie tenía ahora un par de cachorritos de verdad, dos excitables labradores negros que también eran hermanos. Se llamaban Hector y Hamish, pero por lo visto todos se referían a ellos sin hacer distinciones con el colectivo «los perros». Los perros y los evacuados parecían haber contribuido a que todo se viera ahora más desaliñado en la Guarida del Zorro. La propia Sylvie parecía más resignada a esta guerra de lo que nunca lo había estado a la anterior. Hugh no tanto. Lo habían «convencido» para instruir al equipo local de voluntarias y aquella misma mañana, tras el oficio religioso, les enseñó a «las damas» de la iglesia cómo utilizar la bomba de mano.

—¿Es adecuado hacer algo así un domingo? —quiso saber Edwina—. Estoy segura de que Dios está de nuestra parte, pero… —Se interrumpió, incapaz de defender un argumento teológico pese a ser «una cristiana devota», lo cual, según Pamela, significaba que les daba buenos sopapos a los niños y los hacía comerse en el desayuno lo que se habían dejado en la cena.

—Claro que es adecuado —repuso Maurice—. En mi papel como organizador de la defensa civil…

—Yo no considero que esté «para vestir santos», como has tenido la simpatía de señalar —lo interrumpió Ursula con irritación.

Una vez más, deseó fugazmente que Crighton estuviera presente con sus medallas y sus galones. Qué horrorizada se quedaría Edwina si supiera lo de Egerton Gardens. («¿Y cómo está el almirante?», le preguntó Izzie más tarde en el jardín, por lo bajo como una conspiradora, pues, cómo no, ella lo sabía. Izzie lo sabía todo, y si no lo sabía, te lo sacaba con facilidad. Al igual que Ursula, tenía condiciones para el espionaje. «No es almirante —respondió ella—, pero está bien, gracias»).

—Te las apañas bien sola —le dijo Teddy a Ursula—. «Tú, que en tus propios ojos callas», etcétera.

Teddy tenía fe en la poesía, como si el simple hecho de citar a Shakespeare fuera capaz de calmar los ánimos. Ella pensaba que ese soneto hablaba en realidad del egoísmo, pero no lo dijo, pues Teddy tenía buena intención. A diferencia de los demás, por lo visto, que parecían obsesionados con su condición de soltera.

—Por el amor de Dios, si solo tiene treinta años —volvió a meter baza Izzie. («Ojalá se callaran todos de una vez», pensó Ursula.)—. Después de todo, yo tenía más de cuarenta cuando me casé.

—¿Y dónde está ese marido tuyo? —le preguntó Sylvie paseando la vista por la mesa de estilo neorregencia, cuyas alas se habían abierto para dar cabida a los comensales de ese día. Fingió estar perpleja (no le pegaba nada)—. No lo veo por aquí.

Izzie eligió la ocasión para dejarse caer («Sin que la invitaran, como siempre», dijo Sylvie) y felicitar a Hugh por sus seis décadas. («Un hito»). Las demás hermanas de Hugh consideraban «demasiado duro» el viaje hasta la Guarida del Zorro.

—Vaya puñado de arpías están hechas —le dijo Izzie después a Ursula. A pesar de ser la benjamina, Izzie nunca fue la favorita—. Hugh siempre ha sido muy bueno con ellas.

—Siempre ha sido bueno con todo el mundo —repuso Ursula, sorprendida, incluso alarmada, cuando se encontró con los ojos llenos de lágrimas al pensar en lo sensato y digno de confianza que era su padre.

—Ay, no hagas eso —dijo Izzie, y le tendió un pedacito de encaje que por lo visto hacía las veces de pañuelo—. Vas a hacerme llorar a mí también.

Parecía poco probable, no había pasado nunca.

Izzie eligió asimismo aquella ocasión para anunciar su inminente partida hacia California. A su marido, el famoso dramaturgo, le habían ofrecido trabajo como guionista en Hollywood.

—Todos los europeos se van para allá.

—Ah, conque ahora eres europea, ¿no es eso? —dijo Hugh.

—¿No lo somos todos?

Se había reunido la familia entera, con excepción de Pamela, para quien el viaje era en efecto demasiado duro. Jimmy consiguió un par de días de permiso, y Teddy se llevó consigo a Nancy. Cuando ella llegó, le dio un encantador abrazo a Hugh, dijo «Feliz cumpleaños, señor Todd» y le puso en las manos un paquete en un bonito envoltorio del antiguo papel pintado de la casa de los Shawcross. Era un ejemplar de El custodio.

—Es una primera edición. Dice Ted que le gusta Trollope. (Un hecho del que, por lo visto, ningún otro miembro de la familia estaba al corriente).

—El bueno de Ted —repuso Hugh besándola en la mejilla. Y añadió dirigiéndose a él—: Vaya tesoro de chica tienes. ¿Cuándo piensas proponerle matrimonio?

—Oh —soltó Nancy ruborizándose, y añadió entre risas—: Hay tiempo de sobra para eso.

—Eso espero —dijo una sombría Sylvie.

Teddy se había graduado ya en la Escuela Elemental de Vuelo («¡Tiene alas! —exclamó Nancy—. ¡Como un ángel!») y estaba a la espera de zarpar hacia Canadá para las prácticas de pilotaje. Cuando tuviera el título, regresaría y ocuparía un puesto en la Unidad Operativa de Instrucción.

—Bueno, pues qué gran consuelo —dijo Sylvie.

—¡Ay! —chilló un evacuado debajo de la mesa—. Quién ha sido el cabrón que me ha dado una patada.

Instintivamente, todos miraron a Maurice.

Algo frío y húmedo le subía a Ursula por la falda. Confió en que fuera el hocico de un perro y no la nariz de un evacuado. Jimmy la pellizcó en el brazo (bastante fuerte) y dijo:

—No paran, ¿eh?

La pobre voluntaria —definida por su condición, como los evacuados y los perros— parecía a punto de llorar.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Nancy, siempre solícita.

—Es hija única —comentó Maurice como si tal cosa—. O sea que no entiende las alegrías de la vida familiar.

Que Maurice estuviera al corriente de los orígenes de la voluntaria pareció enfurecer especialmente a Edwina, que aferraba el cuchillo de la mantequilla como si planeara atacar a alguien, a Maurice o a la voluntaria, o a cualquiera que tuviera a tiro para asestarle una cuchillada, por cómo pintaba la cosa. Ursula se preguntó cuánto daño podría causar un cuchillo para mantequilla. El suficiente, supuso.

Nancy se levantó de un brinco de la mesa y le dijo a la voluntaria:

—Ven, vamos a dar un paseo, hace un día precioso. En el bosque se habrán abierto las campanillas, si te apetece caminar un poco. —La agarró del brazo y la sacó de la sala casi a rastras.

Ursula se planteó correr tras ellas.

—«El cortejo es al matrimonio lo que un prólogo muy ingenioso a una obra muy aburrida» —declaró Izzie como si no hubiese habido interrupción—. Eso dijo alguien.

—Congreve —repuso Sylvie—. ¿Qué diantre tiene que ver con nada?

—Solo lo comentaba —dijo Izzie.

—Claro…, y tú estás casada con un dramaturgo, ¿no? —le recordó Sylvie—. Ese a quien nunca vemos.

—El viaje es distinto para todos —sentenció Izzie.

—Ay, por favor —repuso Sylvie—. No nos vengas con tu filosofía de pacotilla.

—Para mí, el matrimonio consiste en la libertad —dijo Izzie—. Para ti, siempre ha consistido en las tribulaciones de la reclusión.

—¿De qué demonios hablas? —quiso saber Sylvie. (Y el resto de la mesa compartió su desconcierto.)—. Qué tonterías dices.

—¿Y qué vida habrías tenido si no? —continuó alegremente Izzie (o implacablemente, dependiendo del punto de vista)—. Creo recordar que tenías diecisiete años y eras más pobre que las ratas, la hija de un artista en bancarrota y muerto. Sabe Dios qué habría sido de ti de no haber acudido Hugh en tu rescate.

—Tú no recuerdas nada, en aquel tiempo aún llevabas pañales.

—No exactamente. Y yo, por supuesto…

—Oh, cállate ya —zanjó Hugh con tono de cansancio.

Bridget alivió la tensión (con frecuencia ese era su papel estelar en la Guarida del Zorro ahora que ya no estaba la señora Glover) cuando entró en el comedor llevando en alto un pato asado.

—Pato à la surprise —dijo Jimmy, pues, cómo no, todos esperaban pollo.

Nancy y la voluntaria («Penny», les recordó Nancy a todos) volvieron a tiempo de que les tendieran sendos platos recalentados.

—Tendrás suerte si ahí queda algo de pato —le dijo Teddy a Nancy cuando le pasó el plato—. Al pobre bicho lo han dejado limpio.

—Un pato es muy poca comida —comentó Izzie encendiendo un cigarrillo—. Apenas da para dos, no consigo imaginar en qué estabas pensando.

—Estaba pensando en que hay una guerra en marcha —replicó Sylvie.

—De haber sabido que pretendías ponernos pato —continuó Izzie—, me habría hecho con algo un poco más generoso. Conozco a un hombre que puede conseguir cualquier cosa.

—Apuesto a que sí —ironizó Sylvie.

Jimmy le ofreció a Ursula el hueso de la suerte y los dos expresaron en voz alta el deseo de que Hugh tuviera un feliz cumpleaños.

Se declaró una amnistía con la llegada del pastel, una creación ingeniosa a base de huevos principalmente, cómo no. Bridget lo llevó hasta la mesa. Lo de convertir un acto cualquiera en memorable no era lo suyo, y lo dejó caer sin ceremonias delante de Hugh. Este la convenció de sentarse a la mesa. Ursula oyó musitar a la voluntaria: «Yo de ti no lo haría».

—Formas parte de la familia, Bridget —insistió Hugh.

Ursula se dijo que nadie más en la familia trabajaba como un burro de sol a sol como hacía Bridget. Tras jubilarse, la señora Glover se fue a vivir con una hermana, un paso inducido por la muerte repentina aunque no inesperada de George.

Justo cuando Hugh llenaba de aire los pulmones, con bastante dramatismo puesto que había una única vela que soplar, se oyó un gran alboroto procedente del vestíbulo. Uno de los evacuados salió a investigar y volvió corriendo con la noticia:

—¡Una mujer y montones de puñeteros críos!

—¿Cómo ha ido? —quiso saber Crighton cuando ella volvió por fin a casa.

—Ha vuelto Pammy, y al parecer para quedarse —respondió Ursula, decidiéndose por el plato fuerte—. Se la veía agotada. Venía en tren, con tres críos pequeños y un bebé en brazos, ¿te imaginas? Ha tardado horas.

—Vaya pesadilla —repuso Crighton con entusiasmo.

(—¡Pammy! —exclamó Hugh. Parecía contentísimo.

—Feliz cumpleaños, papá. Me temo que no traigo regalos, solo a nosotros.

—Más que suficiente —contestó Hugh sonriendo de oreja a oreja).

—Y con maletas, y con el perro. Vaya fortachona está hecha. Mi trayecto de vuelta, por cierto, ha supuesto otra clase de pesadilla. Maurice, Edwina, sus aburridos retoños y el chófer, que era una chica muy mona del Voluntariado de Mujeres.

—Madre mía —repuso Crighton—, ¿cómo lo hará ese tipo? Llevo meses tratando de echarle el guante a una chica de la marina.

Ursula se rió y rondó por la cocina mientras él preparaba cacao caliente para los dos. Mientras se lo tomaban en la cama, lo obsequió con anécdotas de la jornada, embelleciéndolas un poco (se sentía en la obligación de entretenerlo). ¿Qué los distinguía, después de todo, de cualquier pareja casada?, se preguntó. Quizá la guerra. Quizá no.

—Creo que voy a tener que alistarme o algo así —dijo Ursula. Pensaba en la voluntaria—. Poner mi granito de arena, como suele decirse. Ensuciarme las manos. Leo informes todos los días sobre gente que hace cosas muy valientes y yo sigo con las manos limpias.

—Tú ya pones tu granito de arena.

—¿Cómo? ¿Con mi apoyo a la marina?

Crighton se rió y rodó sobre sí para estrecharla entre sus brazos. Le hundió la nariz en la nuca y, allí tendida, Ursula se dijo de pronto que era posible que fuera feliz. O por lo menos, pensó, matizándolo un poco, tan feliz como era posible ser con esa vida.

En el tortuoso trayecto de vuelta a Londres, se le había ocurrido que su casa, su hogar, no estaba en Egerton Gardens, ni siquiera en la Guarida del Zorro. El hogar era solo un concepto, y, como la Arcadia, se había perdido en el pasado.

Señaló el día en sus recuerdos como «el sesenta cumpleaños de Hugh», una entrada más en una lista de celebraciones familiares. Más adelante, cuando comprendió que sería la última vez que estuvieran todos reunidos, deseó haber prestado más atención.

Por la mañana, Crighton la despertó con una bandeja con té y tostadas. Ursula tenía que agradecer esa domesticidad suya más a su condición de reservista que a Wargrave.

—Gracias —dijo Ursula. Se incorporó con esfuerzo, pues aún estaba agotada del día anterior.

—Malas noticias, me temo —dijo él mientras descorría las cortinas.

Ursula pensó en Teddy y Jimmy, aunque sabía que, esa mañana al menos, estarían a salvo en sus camas en la Guarida del Zorro, compartiendo su habitación de la infancia, que antaño fuera de Maurice.

—¿Qué malas noticias son esas? —quiso saber.

—Noruega ha caído.

—Pobre Noruega —dijo ella, y dio un sorbo de té caliente.