Noviembre de 1940

Estaba boca arriba, tendida en un charco de agua, un hecho que al principio no le preocupó gran cosa. Lo peor era aquel olor tan espantoso; una combinación de distintas sustancias, todas malas, y Ursula trataba de separarlas y distinguirlas. Por un lado, estaba el fétido olor a gas (doméstico); por otro, el hedor a alcantarilla, asquerosamente acre, que le producía náuseas. Había que añadir un complejo cóctel de yeso viejo y mojado y polvo de ladrillo, mezclados con los restos de habitación humana —papel pintado, ropa, libros, comida— y el olor amargo y ajeno de los explosivos. En pocas palabras, la esencia de una casa destrozada.

Tenía la sensación de estar en el fondo de un pozo profundo. A través de un borroso velo de polvo, como niebla, distinguía un pedazo de cielo negro y la luna creciente que recordaba haber visto unas horas antes al mirar por la ventana. Parecía que hiciese muchísimo tiempo de eso.

La ventana en sí, o el marco al menos, seguía allí, muy por encima de ella, donde no debiera estar. Sin duda era su ventana: reconocía las cortinas, ahora harapos chamuscados, ondeando en la brisa. Eran, o habían sido, de grueso brocado de jacquard, compradas en John Lewis; Sylvie la había ayudado a elegirlas. Había alquilado el piso de Argyll Road amueblado, pero Sylvie declaró que las cortinas y las alfombras eran «absolutamente burdas» y le dejó dinero para comprar unas cuando se mudara.

Por entonces Millie le sugirió que se instalara con ella en Phillimore Gardens. Seguía interpretando papeles de ingenua y, según ella, esperaba pasar de repente de Julieta al ama. «Sería divertido compartir cuchitril», dijo, pero Ursula no tenía muy claro que el concepto de diversión de Millie coincidiera con el suyo. A veces se sentía aburrida y sobria ante el halo resplandeciente de Millie. Como un simple gorrión en compañía de un martín pescador. Y a veces Millie irradiaba demasiada luz.

Aquello fue justo después de Munich; Ursula se había embarcado ya en su aventura con Crighton, y le pareció más práctico vivir sola. Al mirar atrás, comprendía que se había adaptado mucho más a las necesidades de Crighton que él a las suyas, como si Moira y las niñas anularan de algún modo su propia existencia.

«Piensa en Millie —se dijo—; piensa en las cortinas, piensa en Crighton si hace falta». En cualquier cosa que no fuera el apuro en que se encontraba. En el gas, sobre todo. Parecía tener una importancia especial tratar de no pensar en el gas.

Tras comprar las cosas para la casa, Sylvie y Ursula se tomaron el té en el restaurante de los almacenes John Lewis, servidas por una camarera adusta pero eficiente.

—Siempre me alegro de no tener que convertirme en otra persona.

—Ser tú misma se te da muy bien —repuso Ursula, consciente de que no sonaba necesariamente a cumplido.

—Bueno, es que tengo años de práctica.

Tomaron un té muy bueno, de esos que ya no se sirven en los grandes almacenes. Después John Lewis quedó destruido, pasó a ser la calavera desdentada y negra de un edificio. («Qué horror», escribió Sylvie, más afectada al parecer que por los espantosos bombardeos del East End). Sin embargo, en cuestión de días, los almacenes volvían a estar en pie y funcionando; «Así se reacciona a un bombardeo», dijeron todos, pero ¿qué alternativa había en realidad?

Sylvie estaba de muy buen humor aquel día y se habían sentido unidas hablando de cortinas y de la estupidez de la gente que pensaba que el absurdo pedazo de papel de Chamberlain significa algo.

Había mucho silencio, y Ursula se preguntó si le habrían reventado los tímpanos. ¿Cómo había llegado hasta allí? Recordaba haber mirado por la ventana de Argyll Road, por esa ventana que ahora estaba tan lejos, y haber visto la luna creciente. Y antes había estado sentada en el sofá, cosiendo un poco, dándole la vuelta al cuello gastado de una blusa, con la radio sintonizada en una emisora alemana de onda corta. Asistía a clases de alemán por las tardes («conoce a tu enemigo»), pero le costaba descifrar lo que no fuera un violento sustantivo ocasional (Luftangriffe, Verluste) en aquella transmisión. Desesperada ante su poco dominio de la lengua, apagó la radio y puso a Ma Rainey en el gramófono. Antes de marcharse a Estados Unidos, Izzie le había legado su colección de discos, un archivo impresionante de cantantes de blues norteamericanas. «Ya no escucho todo eso, está muy passé —comentó—. El futuro consiste en algo un poco más soigné». Ahora la casa de Izzie en Holland Park estaba cerrada, y todos los muebles cubiertos con fundas. Se había casado con un famoso dramaturgo y en verano se largó con él a California.

(—Vaya par de cobardes —dijo Sylvie.

—Pues no sé qué decirte —repuso Hugh—. Estoy seguro de que si pudiera pasarme la guerra en Hollywood, lo haría).

—Esa música que oye es muy interesante —le dijo la señora Appleyard un día cuando se cruzaron en las escaleras.

La pared entre sus casas era como papel de fumar, de modo que Ursula contestó:

—Lo siento, no era mi intención molestarla —aunque podría haber añadido que oía berrear a su bebé día y noche y eso sí que era molesto. El bebé, de cuatro meses, era grande para su edad, rollizo y rubicundo, como si le hubiese chupado la vida a su madre.

La señora Appleyard, con el peso muerto del bebé en los brazos, con la cabeza en el hombro, hizo un ademán despreciativo.

—No se preocupe, no me molesta.

Era una mujer algo sombría de Europa del Este, quizá una refugiada, suponía Ursula, aunque su inglés era muy correcto. El señor Appleyard había desaparecido meses atrás, tal vez para ser soldado, pero Ursula no preguntaba, pues el suyo era un matrimonio clara y audiblemente infeliz. La señora Appleyard estaba embarazada cuando su marido se fue, y por lo que Ursula sabía (u oía), él nunca volvió para conocer a su crío berreón.

La señora Appleyard debía de haber sido guapa en su día, pero ahora cada vez estaba más flaca y tristona; daba la impresión de que solo la (muy) sólida carga del bebé y sus necesidades la mantenían amarrada a la vida.

En el cuarto de baño que compartían en el primer piso, siempre había una palangana esmaltada con hediondos pañales del bebé en remojo, que luego la señora Appleyard hervía en una olla en la cocina de dos fogones. En el fogón vecino solía haber un cazo con repollo, y como resultado de esa doble cocción, su persona siempre desprendía un leve perfume a verdura pasada y ropa húmeda. Ursula reconocía ese olor, era el olor de la pobreza.

Las señoritas Nesbit, que anidaban en el último piso, se preocupaban mucho por la señora Appleyard y el bebé, del modo en que tendían a hacerlo antaño las viejas criadas. Las Nesbit, Lavinia y Ruth, solteronas, vivían en las habitaciones de la buhardilla («bajo el alero, como golondrinas», cotorreaban). Eran tan parecidas que podrían haber sido gemelas, y Ursula tenía que hacer tremendos esfuerzos para distinguirlas.

Estaban jubiladas hacía mucho tiempo —ambas habían sido telefonistas en Harrods— y eran muy frugales; su único lujo parecía ser una impresionante colección de bisutería, adquirida en su mayor parte en Woolworths a la hora de comer durante sus «años laborales». Su piso olía muy distinto del de la señora Appleyard, a agua de lavanda y cera para muebles Mansion House, el aroma de las señoras mayores. A veces Ursula hacía la compra tanto para las Nesbit como para la señora Appleyard. Esta última siempre la esperaba en la puerta con el dinero exacto que le debía (conocía los precios de todos los productos) y un educado «gracias», pero las Nesbit intentaban engatusarla para que pasara a tomar un té aguado con galletas rancias.

Debajo de ellas, en el segundo piso, se encontraba el señor Bentley («un tipo raro», coincidían todas), cuya casa olía al eglefino ahumado que cocía en leche para cenar, y, en la puerta de al lado, a la distante señorita Hartnell (cuyo piso no despedía olor alguno), que trabajaba de gobernanta en el hotel Hyde Park y era muy severa, como si nada estuviera nunca a la altura de lo que esperaba. Hacía que Ursula se sintiera inferior.

—Yo creo que ha tenido desengaños amorosos —le decía Ruth Nesbit a Ursula para disculparla, mientras se llevaba una mano huesuda al pecho, como si su propio y frágil corazón estuviese a punto de arrojarse por la borda para unirse a alguien del todo inadecuado. Las dos señoritas Nesbit tenían una visión muy romanticona del amor, pues nunca habían experimentado sus rigores. En cuanto a la señorita Hartnell, parecía más proclive a provocar desengaños que a padecerlos.

—Yo también poseo algunos discos —dijo la señora Appleyard con el fervor de una conspiradora—. Pero ¡ay!, no tengo gramófono. —Su «¡Ay!» parecía traer consigo toda la tragedia de un continente deshecho. Casi no podía con el peso que se le pedía que acarreara.

—Pues estaré encantada de que venga a ponerlos en el mío —repuso Ursula, aunque confiaba en que la esclavizada señora Appleyard no aceptase el ofrecimiento. Se preguntó qué clase de música tendría; le pareció imposible que fuese algo alegre.

—Brahms —dijo la señora Appleyard en respuesta a la pregunta que no se había formulado—. Y Mahler.

El bebé se revolvió como si lo perturbara la perspectiva de oír a Mahler. Siempre que Ursula se encontraba a su madre en las escaleras o en el rellano, el bebé estaba dormido. Era como si hubiera dos críos: el de dentro del piso, que no paraba de llorar, y el de fuera, que nunca lo hacía.

—¿Le importaría coger a Emil un momento mientras busco las llaves? —le pidió la señora Appleyard, y le tendió al enorme bebé sin esperar respuesta.

—Emil —musitó Ursula.

No se le había ocurrido que el bebé tuviera un nombre. Como de costumbre, Emil iba preparado para un invierno en el Ártico, envuelto en pañales, ranitas de plástico y peleles, y con toda clase de complementos tejidos y con cintas. Ursula tenía cierta práctica con los críos pequeños, ya que Pamela y ella habían mimado a Teddy y Jimmy con el mismo entusiasmo que prodigaban a cachorritos de perro, gato y conejo, y era la viva imagen de la tía cariñosa con los niños de Pamela, pero el bebé de la señora Appleyard parecía de un orden menos atrayente. Los bebés Todd desprendían un dulce aroma a leche y polvos de talco y al aire fresco bajo el que se secaba su ropa, mientras que de Emil emanaba cierto olor a presa.

La señora Appleyard hurgó en busca de las llaves en su bolso grandote y maltrecho, que parecía haber cruzado también media Europa desde un país lejano (del cual, a todas luces, Ursula nada sabía). Por fin, con un gran suspiro, localizó las llaves en el fondo del bolso. El crío, quizá sintiendo la proximidad del umbral, se revolvió en brazos de Ursula, como preparándose para la transición. Abrió los ojos y su expresión fue rebelde.

—Gracias, señorita Todd —dijo la señora Appleyard reclamando para sí al bebé—. Ha sido agradable hablar con usted.

—Ursula, por favor.

La señora Appleyard titubeó, casi con timidez, antes de decir:

—Eryka. —Y deletreó—: E-r-y-k-a.

Llevaban un año viviendo puerta con puerta, pero ese era el máximo grado de intimidad al que habían llegado.

Casi en cuanto se cerró la puerta, el bebé empezó a dar sus alaridos de costumbre. «¿Lo pincha con alfileres?», escribió Pamela. Ella traía al mundo bebés plácidos. «No suelen volverse unos bestias antes de los dos años», decía. Había dado a luz a otro varón, Gerald, justo antes de Navidad. «Tendrás más suerte la próxima vez», le dijo Ursula cuando la vio. Tomó un tren para visitar al recién nacido, un largo y arriesgado viaje hacia el norte cuya mayor parte pasó en el furgón del jefe de tren, pues los vagones iban atestados de soldados de camino a un campo de instrucción. Se vio sometida a un aluvión de insinuaciones sexuales, que empezó siendo divertido para transformarse en pesado.

—No eran perfectos caballeros exactamente —le comentó a Pamela cuando por fin llegó, tras cubrir la última etapa del viaje en un carro tirado por un burro, como si el tiempo se hubiese desplazado a otro siglo, a otro país incluso.

La pobre Pammy estaba harta de la guerra ilusoria y de permanecer encerrada con tantos críos «como la supervisora de un colegio de varones». Eso sin mencionar a Jeanette, que resultó ser «un poco vaga» (además de quejica y de que roncaba). «Esperaba algo mejor de la hija de un párroco —escribió—, aunque vete a saber por qué». Pamela levantó el campamento y regresó a Finchley en primavera, pero al comenzar los bombardeos nocturnos se batió en retirada con su prole a la Guarida del Zorro, «hasta el final de la guerra» pese a sus anteriores recelos ante la posibilidad de vivir con Sylvie. Harold, ahora en el hospital de Saint Thomas, trabajaba en la primera línea de fuego. Un par de semanas antes habían bombardeado la residencia de enfermeros y cinco de ellos murieron. «Cada noche es un infierno», informaba Harold. Eran las mismas noticias que llegaban de Ralph desde los sitios en los que caían las bombas.

¡Ralph! Por supuesto, Ralph. Ursula se había olvidado de él. También estuvo en Argyll Road. ¿Estaba allí cuando explotó la bomba? Se esforzó en volver la cabeza para mirar alrededor, como si fuera a encontrarlo entre los escombros. No había nadie, estaba sola. Sola y acorralada en una jaula de vigas destrozadas, con el polvo posándose por todas partes, en su boca, las ventanillas de la nariz, los ojos. No, Ralph se había marchado cuando sonaron las sirenas.

Ursula ya no se acostaba con su hombre del Almirantazgo. La declaración de guerra había provocado en su amante un repentino aluvión de culpabilidad. Debían poner fin a su aventura, dijo Crighton. Por lo visto, las tentaciones de la carne tenían menor importancia que las actividades militares; como si ella fuese Cleopatra a punto de destruir a su Marco Antonio por amor. Al parecer, ahora había bastantes emociones en el mundo sin el riesgo añadido de «tener una amante».

—¿Soy eso, una amante? —preguntó Ursula.

Nunca había pensado que luciera una letra escarlata, pues semejante distintivo era propio de una mujer más ligera de cascos, ¿no?

La balanza se había inclinado. Crighton se tambaleó, y por lo visto, había estado a punto de caer.

—Muy bien —dijo ella con serenidad—, si es eso lo que quieres…

A esas alturas, Ursula empezaba a sospechar que no había en realidad un Crighton distinto y más interesante bajo la enigmática superficie. Después de todo, no era tan inescrutable. Crighton era Crighton: Moira, las niñas, Jutlandia, si bien no necesariamente en ese orden.

Aunque él había decidido poner fin al romance, estaba muy afectado. ¿Ella no?

—Tienes mucha sangre fría —le dijo a Ursula.

Ella le dijo que nunca había estado «enamorada» de él.

—Y espero que sigamos siendo amigos.

—Me temo que no, no creo que podamos —repuso Crighton, que ya sentía nostalgia de algo que era agua pasada.

Aun así, Ursula se pasó el día siguiente llorando sumisamente por haberlo perdido. La atracción que sentía por él no era una emoción tan negligente como parecía pensar Pamela. Después se secó las lágrimas, se lavó el pelo y se fue a la cama con un plato de tostadas con Bovril y una botella de Château Haut-Brion de 1929 que había birlado de la excelente bodega de Izzie, que había dejado como si tal cosa en Melbury Road. Ursula tenía llaves de su casa. «Coge lo que quieras, lo que encuentres», le dijo Izzie antes de irse. Y eso hizo Ursula.

Se dijo que era una pena, sin embargo, no tener más citas con Crighton. La guerra volvía más fácil la indiscreción. Los apagones para evitar ataques constituían la pantalla perfecta para mantener relaciones ilícitas, y los trastornos ocasionados por los bombardeos, cuando por fin empezaron, le habrían proporcionado excusas de sobra para no estar en Wargrave con Moira y las niñas.

En cambio, Ursula tenía una relación totalmente legítima con un compañero del curso de alemán. Después de la clase inicial (Guten Tag. Mein Name ist Ralph. Ich bin dreizig Jahre alt), los dos se refugiaron en el Kardomah en Southampton Road, por aquel entonces casi invisible tras un muro de sacos de arena. Resultó que Ralph trabajaba en el mismo edificio que ella, en la sección de mapas de los daños causados por los bombardeos.

Solo cuando salieron de la clase, que se impartía en una habitación mal ventilada en una tercera planta en Bloomsbury, Ursula reparó en la cojera de Ralph. Herido en Dunkerque, dijo él antes de que se lo preguntara. Había recibido un tiro en la pierna mientras esperaba en el agua para subir a uno de los botes que iban y venían entre la orilla y los barcos. Lo subió a bordo un pescador de Folkestone a quien le pegaron un tiro en el cuello minutos después.

—Ya está —le dijo a Ursula—, no es necesario que volvamos a hablar del tema.

—No, supongo que no —respondió ella—. Pero me parece terrible.

Ursula había visto los informativos, por supuesto. «Jugamos bien nuestras cartas con una mala mano», comentó Crighton. Ursula se topó con él en Whitehall poco después de la evacuación de las tropas. Dijo que la echaba de menos. (Ella pensó que volvía a tambalearse). Ursula dio decididas muestras de indiferencia; aferrando unas carpetas beige contra el pecho a modo de coraza, dijo que debía llevar sin falta unos informes al Gabinete de Guerra. Ella también lo echaba de menos. Y le pareció importante que él no lo advirtiera.

—¿Actúas de enlace para el Gabinete de Guerra? —le preguntó él; parecía impresionado.

—Solo para el ayudante de un subsecretario. Bueno, la verdad es que ni siquiera para el ayudante, solo para otra «chica» como yo.

Ursula pensó que la conversación ya había durado bastante. Crighton la miraba de una forma que hacía que deseara que la abrazara.

—Tengo que irme —dijo alegremente—. Hay una guerra en marcha, ¿sabes?

Ralph procedía de Bexhill y era ligeramente sarcástico, de izquierdas y utópico. («¿No son utópicos todos los socialistas?», comentó Pamela). Ralph no se parecía en nada a Crighton, quien, al mirar atrás, a Ursula se le antojaba demasiado poderoso.

—¿Te está tirando los tejos un rojo? —le preguntó Maurice cuando se topó con Ursula entre los sagrados muros; ella tuvo la sensación de que había ido en su busca—. Quizá no te convenga, si alguien se entera.

—No es exactamente un comunista con carnet del partido.

—Aun así —repuso Maurice—, claro que al menos no revelará posiciones de batalla en sus conversaciones de alcoba.

¿Qué significaba eso? ¿Sabía Maurice lo de Crighton?

—Tu vida personal no es personal, al menos mientras haya una guerra en marcha —añadió él con expresión de repugnancia—. Y por cierto, ¿para qué estás aprendiendo alemán? ¿Esperas la invasión? ¿Te preparas para dar la bienvenida al enemigo?

—Pensaba que me acusabas de comunista, no de fascista —repuso Ursula con irritación.

(«Qué imbécil es —dijo Pamela—. Solo le aterroriza cualquier cosa que le haga causar mala impresión. Y no lo estoy defendiendo, Dios me libre»).

Desde donde se hallaba en el fondo del pozo, Ursula alcanzaba a ver que la mayor parte de la finísima pared entre su piso y el de la señora Appleyard había desaparecido. Al alzar la mirada a través de los fracturados tablones del suelo y las vigas destrozadas, vio también un vestido que pendía mustio de una percha, que pendía a su vez de una moldura para colgar cuadros. Era la moldura del salón de los Miller en la planta baja; reconocía el papel pintado de rosas amarillentas y muy abiertas. Aquella misma tarde había visto a Lavinia Nesbit en las escaleras con ese vestido puesto, cuando era del color de la sopa de guisantes (e igualmente mustio). Ahora tenía un tono gris polvo y había emigrado al piso de abajo. A unos pasos de su cabeza veía su propia tetera, un trasto grande y marrón que estaba de más en la Guarida del Zorro. La reconoció por el grueso cordel con el que la señora Glover había rodeado el asa un día de hacía mucho tiempo. Todo estaba ahora fuera de lugar, incluida ella.

Sí, Ralph había estado en Argyll Road. Comieron pan con queso, regados con una botella de cerveza. Luego ella hizo el crucigrama, el del Telegraph del día anterior. Hacía poco se había visto obligada a comprarse unas gafas para ver de cerca, unas bastante feas. Hasta que llegó a casa no se dio cuenta de que eran casi idénticas a las que llevaba una de las señoritas Nesbit. ¿Sería ese también su destino, contemplar su reflejo con gafas en el espejo sobre la chimenea? ¿Acabaría ella también como una solterona? «Objeto de eterna burla para muchachos y muchachas». ¿Y podías ser una solterona cuando habías lucido la letra escarlata? El día anterior, había aparecido de manera misteriosa un sobre en su escritorio mientras tomaba un sándwich a toda prisa en el parque de Saint James. Vio su nombre escrito con la letra de Crighton (una cursiva sorprendentemente bonita); rompió el sobre en pedacitos y lo arrojó a la papelera sin leer la carta que iba dentro. Más tarde, cuando todas las oficinistas se apiñaban como palomas en torno al carrito del té, recuperó los pedazos y volvió a unirlos.

No sé dónde he puesto mi pitillera de oro. Ya sabes a cuál me refiero, la que me regaló mi padre después de Jutlandia. ¿No la habrás encontrado por casualidad?

Tuyo afectísimo, C.

Pero él nunca había sido suyo, ¿no? Ni mucho menos, pues pertenecía a Moira. (O quizá al Almirantazgo). Tiró los pedazos de papel a la papelera. La pitillera estaba en su bolso. La había encontrado debajo de la cama unos días después de que él se la dejara.

—Un penique por tus pensamientos —dijo Ralph.

—No lo valen, créeme.

Ralph estaba tendido a su lado, con la cabeza apoyada en el brazo del sofá y los pies enfundados en calcetines en su regazo. Aunque parecía dormido, murmuraba una respuesta cada vez que ella le hacía una pregunta del crucigrama.

—¿«Un Roldán por un Oliveros»? ¿Qué tal «paladín»? ¿Qué te parece?

El día anterior le había pasado una cosa rara. Fue en el metro; no le gustaba el metro, antes de los bombardeos se desplazaba en bicicleta a todas partes, aunque ahora era complicado con tantos cristales y escombros. Iba haciendo el crucigrama del Telegraph, tratando de fingir que no estaba bajo tierra. La mayoría de la gente se sentía a salvo allí abajo, pero a Ursula no le gustaba la idea de estar encerrada. Se había producido un incidente solo un par de días antes. Cayó una bomba en una boca de metro; la onda expansiva recorrió los túneles y el resultado fue espantoso. No estaba segura de que hubiese salido en los periódicos; esa clase de sucesos hundían la moral.

En el metro, un hombre sentado a su lado se inclinó de pronto hacia ella (que se encogió y apartó).

—Se le da muy bien —dijo el tipo indicando con la cabeza la cuadrícula a medio rellenar—. ¿Puedo darle mi tarjeta? Pásese por mi oficina, si quiere. Ando reclutando chicas listas.

«Apuesto a que sí», se dijo ella. El tipo se bajó en Green Park saludándola con el sombrero. En la tarjeta figuraba una dirección en Whitehall, pero Ursula la tiró.

Ralph sacó dos cigarrillos del paquete y los encendió. Le pasó uno a Ursula.

—Eres una chica lista, ¿no?

—Sí, bastante. Por eso estoy en el Departamento de Inteligencia y tú en la Sala de Mapas.

—Ja, ja, lista y graciosa.

Entre ellos había una camaradería sin complicaciones, más de amigos que de amantes. Ambos respetaban la personalidad del otro y tenían pocas exigencias. Que ambos trabajaran en el Gabinete de Guerra ayudaba lo suyo; había muchas cosas que nunca tenían que contarse.

Ralph le acarició el dorso de la mano.

—¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias.

Aún tenía las manos del arquitecto que era antes, la guerra no las había estropeado. Había permanecido lejos del combate, a salvo en su papel de topógrafo en el Cuerpo de Ingenieros, estudiando mapas y fotografías, y por tanto no esperaba convertirse en combatiente y encontrarse vadeando las aguas sucias, grasientas y sanguinolentas mientras le disparaban desde todas partes. (Pues al final había hablado un poco más de aquello).

Aunque los bombardeos fueran espantosos, decía, era capaz de ver que saldría algo bueno de ellos. Era optimista con respecto al futuro (a diferencia de Hugh o Crighton). Decía que «todos esos tugurios», Woolwich, Silvertown, Lambeth y Limehouse, estaban siendo arrasados, y después de la guerra tendrían que reconstruirse. Según él, era una oportunidad para construir desde cero casas limpias y modernas con todas las comodidades, una comunidad de cristal y acero que se elevara en el cielo en lugar de barriadas victorianas. «Una especie de San Gimignano para el futuro».

A Ursula no la convencía demasiado aquella visión de torres modernas; si de ella dependiera, el futuro reconstruido consistiría en ciudades verdes, en cómodas casitas con jardines tradicionales bien cuidados.

—Vaya conservadora estás hecha —le decía Ralph con cariño.

Y sin embargo él adoraba también el viejo Londres («¿Qué arquitecto no lo haría?»), con las iglesias de Wren, las magníficas mansiones y los elegantes edificios públicos; «las piedras angulares de Londres», decía. Un par de noches por semana formaba parte de la patrulla de vigilancia de Saint Paul, hombres dispuestos a trepar hasta las vigas «de ser necesario» para mantener a salvo de bombas incendiarias la vieja iglesia. Era una trampa en caso de incendio, según él, con toda aquella madera vieja, plomo por todas partes, tejados planos, montones de escaleras y rincones recónditos y oscuros. Había respondido a un anuncio en la revista del Real Colegio de Arquitectos en el que solicitaban arquitectos voluntarios para actuar de vigilantes contraincendios porque ellos «comprenderían los planos y esa clase de cosas».

«Es posible que tengamos que ser bastante ágiles», le dijo a Ursula, y ella se preguntó cómo lo sería con su cojera. Tuvo visiones de Ralph sitiado por las llamas en todas aquellas escaleras y en los sitios recónditos y oscuros. La guardia en sí se llevaba a cabo en un ambiente de camaradería: jugaban al ajedrez y mantenían largas conversaciones sobre filosofía y religión. Ella imaginaba que aquello le iba muy bien a Ralph.

Hacía solo unas semanas habían contemplado juntos, embelesados y horrorizados, cómo ardía Holland House. Venían de Melbury Road, donde saquearon la bodega.

—¿Por qué no te alojas en mi casa? —había dicho Izzie como si tal cosa antes de embarcar hacia América—. Puedes ser mi vigilante. Aquí estarás a salvo. No creo que los alemanes quieran bombardear Holland Park.

Ursula pensó que Izzie sobrestimaba un poco la precisión de la Luftwaffe con las bombas. Y si aquel sitio era tan seguro, ¿por qué salía ella huyendo con el rabo entre las piernas?

—No, gracias —respondió. La casa era demasiado grande y estaba muy vacía. Pero tenía la llave y a veces iba en busca de cosas que resultaban de utilidad. Aún quedaban latas de comida en los armarios, que reservaba para una emergencia desesperada, y la bodega llena, por supuesto.

Ralph y ella buscaban en los estantes botelleros con las linternas —la electricidad se había cortado en cuanto se fue Izzie— y Ursula acababa de coger una botella de Pétrus con muy buena pinta y de preguntarle a Ralph «¿Crees que esto combinará bien con buñuelos de patata y cerdo en conserva?» cuando se produjo una tremenda explosión; pensando que le habían dado a la casa, se arrojaron al duro suelo de piedra de la bodega con las manos en la cabeza. Esto último era un consejo de Hugh: «Protégete siempre la cabeza»; se lo inculcó a Ursula en una visita reciente a la Guarida del Zorro. Hugh había pasado una guerra, y ella a veces lo olvidaba. Todas las botellas de vino se sacudieron y estremecieron en sus botelleros y, mirando atrás, Ursula pensó con terror en el daño que todos esos Château Latour y Château d’Yquem podrían haber causado de haber llovido sobre ellos, con el cristal roto como metralla.

Salieron corriendo y vieron cómo Holland House se convertía en una hoguera, con las llamas devorándolo todo, y Ursula pensó «Dios mío, no dejes que muera en un incendio. Que sea algo rápido, por favor».

Le tenía un cariño tremendo a Ralph. No era un amor obsesivo como les pasaba a algunas mujeres. Con Crighton, se había visto acosada sin tregua por esa idea de amor, pero con Ralph mantenía una relación más franca. No era amor, sino más bien el sentimiento que una abrigaría por su perro favorito (y no, jamás le habría dicho a él algo así. Había gente, mucha gente, que no entendía hasta qué punto podías llegar a sentirte unido a un perro).

Ralph encendió otro pitillo.

—Harold dice que fumar es malísimo. Dice que ha visto pulmones en el quirófano que parecían chimeneas sin barrer.

—Pues claro que no es bueno —comentó Ralph encendiéndole otro a ella—. Pero tampoco es bueno que los alemanes te bombardeen y te peguen tiros.

—¿No te preguntas a veces qué habría pasado si se hubiese cambiado un pequeño detalle en el pasado? Quiero decir, si Hitler hubiera nacido muerto, o si alguien lo hubiese raptado de pequeñito para criarlo…, no sé, en una casa de cuáqueros, por ejemplo; seguro que las cosas habrían sido distintas.

—¿Y tú crees que los cuáqueros raptarían a un bebé? —le preguntó Ralph sin mucho entusiasmo.

—Bueno, si supieran qué iba a pasar, quizá sí.

—Pero nadie sabe qué va a pasar. Además, Hitler podría haber salido igual, con cuáqueros o sin ellos. Tal vez habrías tenido que matarlo. ¿Serías capaz de algo así? ¿De matar a un bebé con una pistola? Y si no tuvieras pistola, ¿qué me dices de hacerlo con tus propias manos? A sangre fría.

«Si creyera que con eso salvaría a Teddy, sí —se dijo Ursula—. Y no solo a Teddy, por supuesto, sino al resto del mundo». Teddy solicitó el ingreso en la RAF el día después de que se declarara la guerra. Trabajaba en una pequeña granja en Suffolk. Tras dejar Oxford, pasó un año en una escuela de agronomía; luego trabajó en pequeñas granjas y minifundios por todo el país. Decía que quería saberlo todo antes de tener sus propias tierras. («¿Vas a ser granjero?», seguía preguntando Sylvie). Teddy no quería ser uno de esos idealistas que cantaban las alabanzas de la vuelta a la tierra para acabar hundidos hasta la rodilla en barro, con vacas enfermas y corderos muertos y cultivos que no valía la pena cosechar. (Por lo visto, había trabajado en uno de esos sitios).

Teddy seguía escribiendo poesía. «Un granjero poeta, ¿eh? —decía Hugh—. Como Virgilio. Esperamos que escribas unas nuevas Geórgicas». Ursula se preguntaba cómo se sentiría Nancy siendo la esposa de un granjero. Era increíblemente lista y estaba en Cambridge investigando sobre algún arcano y desconcertante aspecto de las matemáticas. («Un puro galimatías para mí», decía Teddy). Y ahora el sueño de la infancia de Teddy de convertirse en piloto estaba de pronto a su alcance. En aquel momento se encontraba a salvo en Canadá, en una escuela de instrucción del imperio, aprendiendo a volar; mandaba cartas a casa sobre la cantidad de comida que había, sobre lo maravilloso que era el tiempo, que ponían a Ursula verde de envidia. Deseaba que Teddy pudiera quedarse allí para siempre, a salvo.

—¿Cómo hemos acabado hablando de asesinar bebés a sangre fría? —le preguntó a Ralph—. Pensándolo bien… —Ladeó la cabeza hacia la pared y el ulular de sirena de los berridos de Emil.

Ralph se echó a reír.

—Esta noche no es tan terrible. Pensándolo bien, si mis hijos armaran un barullo como ese acabaría en el manicomio.

A Ursula le pareció interesante que hubiese dicho «mis hijos» y no «nuestros hijos». Qué extraño era, de hecho, pensar siquiera en tener hijos en unos tiempos en que la misma existencia del futuro estaba en tela de juicio. Se puso en pie con cierta brusquedad.

—Los bombardeos no tardarán en empezar.

En los inicios de los bombardeos sobre la ciudad habría dicho «No pueden producirse todas las noches», pero ahora sabían que sí podía ser así. («¿La vida va a consistir en esto para siempre? —le escribió a Teddy—. ¿En verse hostigado sin tregua por las bombas?»). Ya llevaban cincuenta y seis noches seguidas, de manera que empezaba a parecer posible que no hubiera un final.

—Pareces un perro —dijo Ralph—. Tienes un sexto sentido para los ataques aéreos.

—Bueno, pues será mejor que me creas y te vayas. O tendrás que bajar al agujero negro de Calcuta, y ya sabes que no va a gustarte un pelo.

La extensa familia de los Miller —Ursula había contado al menos cuatro generaciones de ellos— vivían en la planta baja y el semisótano de la casa de Argyll Road. Asimismo tenían acceso a un nivel inferior, un sótano que los residentes del edificio utilizaban como refugio antiaéreo. Era un laberinto, un espacio mohoso y desagradable, lleno de arañas y escarabajos, y cuando estaban todos allí dentro, la sensación era de un espantoso hacinamiento, en especial cuando los Miller hacían bajar de mala gana por las escaleras al perro de la familia, una bola informe de pelo que se llamaba Billy, para que se uniera a ellos. Y, por supuesto, tenían que aguantar también las lágrimas y lamentaciones de Emil, a quien los ocupantes del sótano se iban pasando como un paquete no deseado en un inútil intento de apaciguarlo.

Con la intención de darle un toque «hogareño» al sótano (algo que nunca se conseguiría), el señor Miller había pegado algunas reproducciones de «grandes obras de arte inglesas», como él las llamaba, en las paredes forradas de sacos de arena. Dichas láminas en color —El carro de heno, El señor y la señora Andrews, de Gainsborough (qué pagados de sí mismos se veían), y Burbujas (el cuadro más feo de Millais, en opinión de Ursula)— tenían la sospechosa pinta de haber sido birlados de caros libros de arte. «Cultura», decía el señor Miller con cara de sabihondo. Ursula se preguntó qué habría elegido ella para representar las «grandes obras de arte inglesas». A Turner, quizá; sus obras tardías, con esos temas difuminados, efímeros. Sospechaba que no les gustarían una pizca a los Miller.

Cosió el cuello de la blusa. Apagó el Sturm und Drang de la emisión de radio y escuchó a Ma Rainey cantando «Yonder Come the Blues», un antídoto contra todo el sentimentalismo facilón que empezaba a brotar del transistor. Comió pan con queso con Ralph y trató de completar el crucigrama; luego lo hizo salir a toda prisa por la puerta con un beso. Entonces apagó la luz y levantó el estor opaco para vislumbrarlo alejándose Argyll Road abajo. Pese a la cojera (o quizá a causa de ella), tenía un andar ligero, como si esperase que algo interesante fuera a cruzarse en su camino. Le recordaba a Teddy.

Él sabía que Ursula lo observaba, pero no miró atrás, se limitó a levantar un brazo en un saludo silencioso, y luego lo engulló la oscuridad. Sin embargo, había un poco de luz de una finísima luna creciente y unas cuantas estrellas aquí y allá que titilaban tenuemente, como si alguien hubiese arrojado en la negrura un puñado de polvo de diamante. La «Luna Reina» rodeada por «el enjambre de estrellas, sus hadas», aunque Ursula sospechaba que Keats escribía sobre una luna llena, y la luna sobre Argyll Road parecía más una dama de honor que una reina. De pronto la invadió una vena poética, si bien no muy inspirada. Se dijo que era por la magnitud de la guerra, que te hacía buscar formas desesperadas de pensar en ella.

Bridget siempre decía que daba mala suerte ver la luna a través de un cristal, y Ursula dejó caer de nuevo el estor y corrió las cortinas.

Ralph se tomaba a la ligera su propia seguridad. Después de Dunkerque, decía, se sentía protegido contra una muerte violenta y repentina. A Ursula le parecía que en tiempos de guerra, cuando alrededor de una persona se producía una cantidad inmensa de muertes repentinas y violentas, las probabilidades estaban alteradas y se hacía imposible estar protegido contra nada.

Como ella sabía que ocurriría, comenzaron los aullidos de las sirenas, seguidos enseguida por las baterías antiaéreas en Hyde Park y el estruendo de las bombas, que una vez más caían en el puerto, por cómo sonaban. Se puso en movimiento, arrancó la linterna de su colgador junto a la puerta de la calle, donde moraba cual reliquia sagrada, y cogió el libro, que también esperaba en la entrada. Era su «libro del refugio», Du côté de chez Swann. Ahora que parecía que la guerra duraría eternamente, Ursula decidió embarcarse en Proust.

Los aviones bramaron en lo alto, y luego Ursula oyó el temible silbido de una bomba que descendía y el sordo topetazo cuando aterrizó cerca de allí. A veces, una explosión parecía mucho más próxima de lo que lo estaba en realidad. (Qué rápido adquiría una nuevos conocimientos en los temas más improbables). Buscó su traje de protección. Llevaba puesto un vestido, ligero para el tiempo que hacía, y en el sótano hacía un frío y una humedad terribles. El traje lo había comprado con Sylvie, quien acudió a pasar un día en la ciudad antes de que empezaran los bombardeos. Fueron a dar un paseo por Piccadilly y Sylvie vio un anuncio en el escaparate de Simpson’s de «trajes de protección a medida» e insistió en que entraran a probarse uno. Ursula no lograba imaginar a su madre en un refugio, y mucho menos con un traje de protección, pero era claramente una prenda, un uniforme incluso, que le resultaba atractivo. «Irá muy bien para limpiar el gallinero», dijo, y compró uno para cada una.

La siguiente detonación tuvo un tono imperioso, y Ursula abandonó la búsqueda del maldito traje y cogió en cambio la manta de retazos de lana que Bridget había tejido a ganchillo.

(«Iba a hacer un paquete con ella y mandarla a la Cruz Roja —escribió la criada con su letra redonda de colegiala—, pero entonces pensé que usted podía necesitarla más».

«Ya ves, incluso en mi propia familia encajo en la categoría de refugiada», le escribió Ursula a Pamela).

Se encontró a las hermanas Nesbit en las escaleras.

—Ay, qué mala suerte, señorita Todd —dijo Lavinia con una risita—. Lo de cruzarse en las escaleras, ya sabe.

Ursula bajaba y las hermanas subían.

—Van en la dirección equivocada —dijo Ursula, sin mucho sentido.

—He olvidado mi calceta —repuso Lavinia. Llevaba un broche de esmalte con la forma de un gato negro. Una pequeña cuenta de estrás hacía las veces de ojo.

—Está tejiendo unos leotardos para el bebé de la señora Appleyard —comentó Ruth—. En su piso hace mucho frío.

Ursula se preguntó cuántas prendas tejidas más podían ponerle al pobre niño antes de que pareciera una oveja. Una oveja, no un cordero. El crío de la señora Appleyard no tenía nada que ver con un cordero. Emil, se recordó.

—Bueno, pues dense prisa.

—Pasen, pasen, ya casi estamos todos —exclamó el señor Miller cuando desfilaron uno por uno hacia el refugio.

Un batiburrillo de sillas y camas improvisadas llenaba el húmedo espacio. Había dos antiguos catres del ejército que el señor Miller había sacado de algún sitio y sobre los que se había convencido a las Nesbit de que diesen descanso a sus ancianos huesos. En aquel momento en que las hermanas estaban ausentes, Billy el perro se instaló en uno de ellos. Había también un pequeño infiernillo y una estufa de queroseno Aladdin, y a Ursula le parecía extraordinariamente peligroso estar tan cerca de dos objetos como esos cuando lanzaban bombas encima. (A los Miller no les costaba ningún esfuerzo ser optimistas ante el peligro).

La lista estaba casi completa: la señora Appleyard y Emil, el raro del señor Bentley, la señorita Hartnell y los Miller al completo. La señora Miller expresó su preocupación ante el paradero de las Nesbit, y el señor Miller se ofreció voluntario para ir a meterles prisa («con la maldita calceta incluida»), pero justo entonces una explosión tremenda hizo estremecerse el sótano. Ursula sintió el temblor de los cimientos mientras la onda expansiva recorría la tierra debajo de ellos. Obedeciendo el mandato de Hugh, se arrojó al suelo y se llevó las manos a la cabeza, agarrando al crío Miller que tenía más cerca («Eh, quítame las manos de encima») por el camino. Se agachó con torpeza sobre él, pero el niño se revolvió hasta liberarse.

Se hizo un silencio.

—No ha sido nuestra casa —dijo el crío con desdén, irguiéndose con arrogancia para recuperar su dignidad viril herida.

La señora Appleyard también se había arrojado al suelo, con el bebé encajado debajo de sí. La señora Miller no había agarrado a ningún miembro de su prole, sino la vieja lata de tofes de Farrah’s Harrogate que contenía sus ahorros y sus pólizas de seguros.

El señor Bentley, con voz un poco más trémula de lo normal, preguntó:

—¿Hemos sido nosotros?

«No —pensó Ursula—; si lo hubiésemos sido, estaríamos muertos». Volvió a sentarse en una de las desvencijadas sillas de madera alabeada proporcionadas por el señor Miller. Notaba cómo le palpitaba el corazón, demasiado fuerte. Empezó a temblar y se envolvió en la manta de ganchillo de Bridget.

—No, el chico tiene razón —repuso el señor Miller—, por cómo sonaba, ha sido en Essex Villas.

El señor Miller siempre pretendía saber dónde caían las bombas. Por sorprendente que fuera, acertaba con frecuencia. Todos los Miller eran expertos en el lenguaje de tiempos de guerra, así como en el espíritu de guerra; y eran capaces de adoptarlo. («Nosotros también somos capaces de transmitirlo, ¿no? —escribió Pamela—. Cualquiera diría que no tenemos las manos manchadas de sangre»).

—Son la columna vertebral de Inglaterra, sin duda —le dijo Sylvie a Ursula cuando los vio en persona por primera (y última) vez.

La señora Miller había invitado a Sylvie a tomar una taza de té en su cocina, pero Sylvie seguía enfadada por el estado de las cortinas y las alfombras de Ursula, del cual culpaba a la señora Miller, dando por sentado que era la casera y no otra simple inquilina. (Hizo oídos sordos a las explicaciones de Ursula). Sylvie se comportó como si fuera una duquesa que visitara la cabaña de uno de sus patanes arrendatarios. Ursula imaginó a la señora Miller diciéndole después al señor Miller: «Vaya mujer tan engreída».

De lo alto les llegaba el estruendo de un bombardeo constante; oían los timbales de grandes bombas, el silbar de los obuses y el retumbar de una unidad móvil de artillería cercana. De vez en cuando los cimientos del sótano se estremecían con el estallido de las bombas que arreciaban sobre la ciudad. Emil aullaba, Billy el perro aullaba, un par de los pequeñines Miller aullaban. Y todos lo hacían de forma discordante, en un desagradable contrapunto al Donner und Blitzen de la Luftwaffe. Una tormenta terrible, interminable. «La desesperanza detrás y la muerte delante».

—Caray, el viejo Fritz intenta darnos un buen susto esta noche —comentó el señor Miller ajustando una lámpara con la misma tranquilidad que si estuviera en una acampada.

Era el responsable de la moral en el sótano. Al igual que Hugh, había sobrevivido a las trincheras y aseguraba ser inmune a las amenazas de los alemanes. Había todo un club de ellos: Crighton, Ralph, el señor Miller, incluso Hugh; hombres que habían padecido las ordalías del fuego, el barro y el agua y suponían que se trataba de una experiencia por la que se pasaba una sola vez en la vida.

—Qué andará tramando el viejo Fritz, ¿eh? —añadió el señor Miller con tono tranquilizador, dirigiéndose a uno de los más pequeños y aterrorizados—. Trata de dejarme sin mi sueño reparador, ¿a que sí? —El señor Miller siempre se refería a los alemanes en singular, en la persona de Fritz o Jerry, de Otto, Hermann o Hans; a veces hasta el mismísimo Adolf estaba a cuatro millas por encima de ellos lanzando sus bombas.

La señora Miller (Dolly), la personificación del triunfo de la experiencia sobre la esperanza (a diferencia de su cónyuge), repartía «refrigerios» a base de té, cacao, galletas y pan con margarina. Los Miller, una familia de moral generosa, nunca andaban cortos de raciones gracias a Renee, su hija mayor, quien tenía «contactos». Renee contaba dieciocho años, estaba plenamente formada en todos los sentidos y parecía una muchacha ligera de cascos. La señorita Hartnell dejaba bien claro que consideraba muy inferior a Renee, aunque no ponía reparos a la hora de compartir las provisiones que llevaba a casa. Ursula tenía la impresión de que uno de los críos más pequeños de los Miller era en realidad de Renee y que la familia, de forma pragmática, se había limitado a acogerlo en su seno.

Los «contactos» de Renee eran ambiguos, pero, unas semanas atrás, Ursula la había visto en la cafetería del primer piso del hotel Charing Cross dando delicados sorbitos a una ginebra en compañía de un tipo de aspecto acicalado y próspero, a todas luces un mafioso.

—Anda que no tiene mala pinta el caballero —comentó Jimmy riendo.

Jimmy, el bebé traído al mundo para celebrar la paz tras la guerra que acabaría con todas las guerras, estaba a punto de combatir en otra. Tenía unos días de permiso del campamento de instrucción, y los dos se refugiaron en el hotel Charing Cross mientras en el Strand se ocupaban de una bomba que no había estallado. Se oía el estruendo de la artillería naval emplazada en cureñas entre Vauxhall y Waterloo —bum-bum-bum—, pero los bombarderos andaban en busca de otros objetivos y parecían haber pasado de largo.

—¿Esto no se acaba nunca? —quiso saber Jimmy.

—Por lo visto, no.

—Se está más seguro en el ejército —repuso él riendo.

Jimmy se había alistado como soldado raso a pesar de que el ejército le había ofrecido el grado de oficial. Quería ser uno más de los chicos, según dijo. («Pero alguien tiene que ser oficial, ¿no? —dijo un desconcertado Hugh—. Y más vale que sea alguien con un poco de inteligencia»).

Jimmy deseaba tener esa experiencia. Quería ser escritor, y ¿había algo mejor que una guerra para revelarle las cumbres y las simas de la condición humana? «¿Un escritor? —soltó Sylvie—. Mucho me temo que la mano del hada mala meció su cuna». Ursula supuso que se refería a Izzie.

Había sido estupendo pasar un tiempo con Jimmy. Estaba arrebatador en su uniforme de combate y conseguía entrar en todas partes: locales subidos de tono en Dean Street y Archer Street, en el Boeuf sur le Toit en Orange Street (hasta tal punto subido de tono que rayaba en lo peligroso), sitios que la hicieron cuestionarse quién era Jimmy. Todo sea por saber lo máximo sobre la condición humana, fue su explicación. Se emborracharon y dijeron tonterías, lo que supuso un alivio en comparación con encogerse de miedo en el sótano de los Miller.

—Prométeme que no te morirás —le dijo Ursula a Jimmy cuando daban tumbos como una pareja de ciegos por Haymarket mientras oían cómo otra parte de Londres era borrada del mapa.

—Haré todo lo que pueda —repuso Jimmy.

Tenía frío. El charco sobre el que yacía aún hacía que sintiera más frío. Tenía que moverse. ¿Podía moverse? No, por lo visto. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? ¿Diez minutos? Diez años. El tiempo se había detenido. Todo parecía haberse detenido. Solo quedaba aquella espantosa mezcla de olores. Estaba en el sótano. Lo sabía porque veía Burbujas, todavía milagrosamente sujeto con cinta adhesiva a un saco de arena junto a su cabeza. ¿Iba a morir contemplando aquella imagen tan banal? Y de pronto la banalidad le pareció muy grata en comparación con la visión fantasmal que apareció a su lado. Un fantasma terrible, con ojos negros en una cara gris y el pelo revuelto, que la arañaba con sus garras.

—¿Has visto a mi bebé? —preguntó el fantasma.

Ursula tardó unos instantes en comprender que no era ningún fantasma. Era la señora Appleyard, con el rostro cubierto de mugre y polvo y con churretones de sangre y lágrimas.

—¿Has visto a mi bebé? —repitió.

—No —musitó Ursula, con la boca seca a causa de los escombros que habían caído sobre ella.

Cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos, la señora Appleyard ya no estaba. Quizá la había imaginado, quizá deliraba. O quizá era realmente el fantasma de la señora Appleyard y ambas se encontraban atrapadas en algún limbo desolado.

El vestido de Lavinia Nesbit que pendía del colgador de cuadros de los Miller volvió a llamar su atención. Pero no era el vestido de Lavinia Nesbit. Un vestido no tenía brazos. No mangas, sino brazos. Con manos. Algo en el vestido le hizo un guiño a Ursula, el ojo del broche de gato cuando incidió en él la luna creciente. Lo que pendía del colgador de los Miller era el cuerpo sin cabeza y sin piernas de la propia Lavinia Nesbit. Resultaba tan absurdo que en el interior de Ursula empezó a brotar una carcajada. No llegó a soltarla porque algo se movió, una viga o una parte de la pared, y se encontró rociada por una lluvia de polvo como talco. El corazón le palpitaba descontrolado en el pecho. Lo sentía dolorido, una bomba de relojería a punto de explotar.

Por primera vez, sintió pánico. Nadie acudiría en su ayuda. Desde luego, no el fantasma trastornado de la señora Appleyard. Moriría allí sola, en el sótano de Argyll Road, sin otra compañía que el Burbujas y el cuerpo sin cabeza de Lavinia Nesbit. Si Hugh estuviese allí, o Teddy o Jimmy, o incluso Pamela, se esforzarían en sacarla, en salvarla. Se preocuparían por ella. Pero no había nadie para preocuparse por ella. Se oyó maullar como un gato herido. Qué lástima sintió, como si la sintiera por otra persona.

—Bueno, creo que a todos nos sentaría bien una taza de cacao —había dicho la señora Miller—, ¿no les parece?

El señor Miller seguía preocupado por las Nesbit, y Ursula, que no soportaba más el claustrofóbico sótano, anunció:

—Voy a buscarlas. —Y se levantó de la silla.

En aquel preciso instante, un sonoro silbido anunció la llegada de una bomba potentemente explosiva. Hubo un estruendo gigantesco, un crujido inmenso, como si la pared del infierno se partiera en dos y dejara salir a todos los demonios, y luego vinieron una succión y una compresión tremendas, como si le absorbieran las entrañas, los pulmones, el corazón y el estómago, y hasta los globos oculares. «Saluda a este día postrero y perpetuo». «Se acabó —se dijo—. Voy a morir».

Una voz quebró el silencio casi junto a su oreja, una voz de hombre.

—Venga, señorita, a ver si conseguimos sacarla de aquí, ¿de acuerdo?

Ursula le veía la cara, mugrienta y sudorosa, como si hubiera abierto un túnel para llegar hasta ella. (Supuso que en efecto lo había hecho). Se sorprendió al reconocerlo. Era uno de los voluntarios de Precauciones frente a Ataques Aéreos, uno nuevo.

—¿Cómo se llama, señorita? ¿Puede decírmelo?

Ursula intentó pronunciar su nombre, pero se dio cuenta de que no lo conseguía.

—¿Cómo? —preguntó el voluntario—. ¿Qué ha dicho…, Mary? ¿Susie?

Ursula no quería morir llamándose Susie. Pero ¿importaba acaso?

—Bebé —consiguió musitar.

—¿Bebé? —repitió él con aspereza—. ¿Tiene un bebé?

El voluntario retrocedió un poco y le gritó algo a alguien invisible. Ursula oyó otras voces y comprendió que ahora había mucha gente allí. Como si lo confirmara, el voluntario dijo:

—Estamos todos aquí para sacarla. Los chicos del gas ya lo han cortado, y la moveremos en un santiamén. No se preocupe. Ahora hábleme de su bebé, Susie. ¿Lo tenía en brazos? ¿Es muy pequeñín?

Ursula pensó en Emil, tan pesado como una bomba (¿a quién habían pillado con él en brazos cuando se paró la música y volaron la casa?), y trató de hablar, pero se encontró maullando otra vez.

Algo crujió y gimió en lo alto, y el voluntario le cogió la mano.

—Tranquila, estoy aquí.

Ursula sintió un agradecimiento enorme, tanto hacia el voluntario como hacia cuantos se esforzaban en sacarla de allí. Pensó en lo agradecido que se sentiría también Hugh. Pensar en su padre la hizo echarse a llorar.

—Vamos, vamos, Susie —dijo el voluntario—, todo va a salir bien, no tardaremos en sacarla de aquí, como a un mejillón de su concha. ¿Le traigo una taza de té? ¿Qué tal suena eso? Estupendo, ¿verdad? A mí también me apetece una.

Parecía estar nevando, en copos como diminutas agujas contra su piel.

—Frío —musitó.

—No se preocupe, la sacaremos de aquí en menos que canta un gallo, ya lo verá —dijo el voluntario.

Se quitó el abrigo que llevaba y la tapó con él. No había espacio para una maniobra generosa como esa y derribó algo, provocando una lluvia de escombros sobre los dos.

—Oh —soltó Ursula, porque sintió de pronto unas ganas violentas de vomitar, pero se le pasaron y se quedó más tranquila.

Ahora caían hojas mezcladas con el polvo y las cenizas y las escamas de los muertos. De pronto se encontró cubierta por un montón de finas hojas de haya. Olían a setas y a hogueras y a algo dulce. Al pan de jengibre de la señora Glover. Un olor mucho más agradable que el de las aguas negras y el gas.

—Venga, muchacha —dijo el voluntario—. Venga, Susie, no se me duerma…

Le sujetó la mano con más fuerza, pero Ursula miraba algo que lanzaba destellos y daba vueltas bajo el sol. ¿Un conejo? No, una liebre. Una liebre plateada, que giraba lentamente ante sus ojos. Era fascinante. Era lo más bonito que había visto en su vida.

Se precipitaba desde un tejado para internarse en la noche. Estaba en un campo de maíz con el sol cayendo a plomo. Recogía frambuesas en el sendero. Jugaba al escondite con Teddy. «Qué niñita tan salada», dijo alguien. Pero no fue el voluntario, ¿no? Y entonces empezó a nevar. El cielo nocturno ya no estaba en lo alto; ahora la rodeaba, como un mar cálido y oscuro.

Se internaba flotando en la negrura. Trató de decirle algo al voluntario. «Gracias». Aunque ya no importaba. Ya nada importaba. Se hizo la oscuridad.