—Dice Maurice que en unos meses habrá acabado. —Pamela apoyó el plato en la cúpula perfecta que contenía su siguiente bebé. Confiaba en que fuese niña.
—Vas a seguir y seguir hasta que tengas una, ¿verdad? —dijo Ursula.
—Hasta el día del juicio final —admitió Pamela alegremente—. Bueno, pues resulta que nos invitaron, para mi enorme sorpresa. Comida de domingo en Surrey, y a cuerpo de rey. Y esos niños raritos que tienen, Philip y Hazel…
—Creo que solo los he visto dos veces.
—Seguramente los has visto más, pero ni te has fijado en ellos. Según Maurice, nos invitaron para que los primos pudieran «conocerse mejor», pero a mis chicos no les cayeron muy bien. Philip y Hazel ni siquiera saben cómo se juega. Su madre se limitó a dejarse martirizar por el rosbif y el pastel de manzana. Edwina también se deja martirizar por Maurice. El martirio le va muchísimo, desde luego, porque mira que es violentamente cristiana para ser en realidad anglicana.
—A mí me horrorizaría estar casada con Maurice, no sé cómo lo aguanta la pobre.
—Yo creo que se siente agradecida. Él le ha dado Surrey. Una pista de tenis, amigos en el gabinete, toneladas de rosbif. Tienen invitados constantemente, y siempre gente importante. Hay mujeres que se sacrificarían por eso, hasta el punto de aguantar a Maurice.
—Supongo que Maurice es toda una prueba para su tolerancia cristiana.
—Y también lo es para las creencias de Harold en general. Se peleó con él cuando tocaron el tema de la asistencia social, y luego con Edwina cuando hablaban sobre la predestinación.
—¿Ella cree en eso? Pensaba que era anglicana.
—Ya, pero no tiene una pizca de lógica. Es bastante estúpida, supongo que por eso se casó con ella. ¿Por qué crees que Maurice anda diciendo que la guerra solo durará unos meses? ¿Serán únicamente bravuconadas del departamento? ¿Creemos acaso todo lo que dice? ¿Creemos algo de lo que dice, de hecho?
—Bueno, en general, no —repuso Ursula—. Pero es un pez gordo en Interior, de manera que, en principio, debería saber esas cosas. Está en Seguridad Nacional, un nuevo departamento creado esta semana.
—¿Y tú también?
—Sí, yo también. Precauciones frente a Ataques Aéreos es ahora un ministerio, aún estamos todos acostumbrándonos a la idea de ser adultos.
A los dieciocho, al acabar la escuela, Ursula no se había ido a París, y tampoco, pese a las exhortaciones de varios de sus profesores, solicitó el ingreso en Oxford o Cambridge para estudiar la lengua que fuera, viva o muerta. De hecho, no llegó más allá de High Wycombe y una pequeña escuela superior de secretariado. Más que encerrarse en otra institución, ansiaba «seguir adelante» con su vida y ganarse la independencia.
—«El carro alado del tiempo» y todo eso —les dijo a sus padres.
—Bueno, todos seguimos delante de un modo u otro —dijo Sylvie—, y al final llegamos al mismo sitio. No acabo de ver que importe mucho cómo llegamos.
A Ursula le parecía que la cuestión consistía precisamente en cómo se llegaba, pero no servía de nada discutir con Sylvie los días en que lo veía todo negro.
—Así podré conseguir un empleo interesante —insistió, haciendo caso omiso de las objeciones de sus padres—, en las oficinas de un periódico o quizá en una editorial.
Imaginaba un ambiente bohemio, hombres con trajes de tweed y fulares, mujeres que fumaban con sofisticación sentadas ante sus máquinas de escribir Royal.
—Pues que te vaya bien —le dijo Izzie a Ursula ante un té superior en el Dorchester, adonde las había invitado a ella y Pamela («Algo querrá», comentó esta)—. ¿Y quién quiere ser una intelectual? —añadió.
—Yo —contestó Pamela.
Resultó que Izzie sí guardaba un as en la manga. Augustus tenía tantísimo éxito que su editor le había pedido que escribiera «algo similar» para chicas.
—Pero no quieren libros basados en una chica «mala». Eso no sirve, por lo visto. Quieren una chica entusiasta, del estilo capitana del equipo de hockey, que ande bromeando y metiéndose en líos, pero siempre acatando las normas, nada que asuste al gallinero. —Se volvió hacia Pamela y añadió con tono dulce—: De manera que he pensado en ti, cariño.
El director de la escuela de secretariado era un tal señor Carver, gran discípulo tanto del sistema de Pitman como del esperanto, un hombre que intentaba que sus «chicas» llevaran los ojos vendados durante las prácticas de mecanografía. Ursula, sospechando que pretendía algo más que supervisar la velocidad con que tecleaban, se erigió en líder de una revuelta de las «chicas» de Carver.
—Qué rebelde eres —comentó con admiración una de ellas, Monica.
—No creas —contestó Ursula—. Solo es pura sensatez.
Y lo era. Se había convertido en una chica sensata.
En la escuela del señor Carver, Ursula había dado muestras de sorprendentes aptitudes para la mecanografía y la taquigrafía, aunque los hombres que la entrevistaron para el empleo en el Ministerio de Interior, hombres a quienes no volvería a ver, pensaron claramente que su dominio de los clásicos le sería de gran utilidad cuando abriera y cerrara archivadores y llevara a cabo búsquedas interminables en un mar de carpetas beige. No era exactamente el «empleo interesante» que había imaginado, pero mantuvo su interés, y a lo largo de los diez años siguientes fue ascendiendo poco a poco y con esa contención que solían mostrar las mujeres. («Algún día habrá una primera ministra —decía Pamela—. Quizá incluso lo veremos nosotras»). Ahora, Ursula tenía sus propias administrativas para buscar por ella en las carpetas beige. Se suponía que eso era progreso. Trabajaba en el Departamento de Precauciones frente a Ataques Aéreos desde 1936.
—¿Así que no te han llegado rumores? —preguntó Pamela.
—Solo soy una humilde mujer, no oigo otra cosa que rumores.
—Maurice no puede contar lo que hace —gruñó Pamela—. Le resulta imposible hablar de lo que pasa entre esos «sagrados muros». Lo dice con esas palabras, sagrados muros. Cualquiera diría que ha firmado la Ley de Secretos Oficiales con su sangre y puesto su alma como garantía.
—Bueno, la verdad es que todos tenemos que hacer eso —repuso Ursula cogiendo un poco de pastel—. Es de rigueur, ¿sabes? Personalmente, sospecho que lo único que hace Maurice es llevar la cuenta de algunas cosas.
—Además de sentirse muy satisfecho de sí mismo. Esto de la guerra le va a encantar: mucho poder y ningún peligro personal.
—Y habrá montones cosas de las que llevar la cuenta.
Las dos rieron. Ursula pensó de pronto que estaban muy contentas para hallarse al borde de un conflicto espantoso. Se encontraban en el jardín de la casa de Pamela en Finchley, una tarde de sábado, con el té servido en una mesa de bambú de patas largas. Tomaban un pastel almendrado con pedacitos de chocolate, una antigua receta que la señora Glover había escrito en un papel lleno de huellas grasientas. En algunos sitios, el papel estaba tan transparente como el cristal sucio de una ventana.
—Disfrútalo bien —dijo Pamela—, porque supongo que no habrá más pasteles. —Le dio un trocito a Heidi, una perra feúcha rescatada de la perrera de Battersea—. ¿Sabías que la gente está sacrificando a sus mascotas, a miles de ellas?
—Qué horror.
—Como si no formaran parte de la familia —añadió Pamela acariciando la cabeza de Heidi—. Es mucho más simpática que los chicos. Y se porta mejor.
—¿Cómo estaban tus evacuados?
—Llenos de mugre. —Pese al embarazo, Pamela se había pasado casi toda la mañana colaborando en la organización de evacuados mientras Olive, su suegra, cuidaba de los chicos.
—Tú serías de mucha más ayuda para el esfuerzo de guerra que alguien como Maurice —comentó Ursula—. Si de mí dependiera, te nombraría primera ministra. Lo harías muchísimo mejor que Chamberlain.
—Pues sí, es verdad. —Pamela dejó el platillo del té y cogió la labor de punto, algo rosa y con encaje—. Si es un niño, me limitaré a fingir que es una niña.
—¿Y no pensáis marcharos? No irás a dejar a los niños en Londres, ¿no? Podrías irte una temporada a la Guarida del Zorro, no creo que los alemanes se tomen la molestia de bombardear Sleepy Hollow.
—¿Y quedarme con mamá? ¡Por Dios! Tengo una amiga de la universidad, Jeanette, la hija de un párroco, aunque supongo que eso no es relevante. Dispone de una casita que era de su abuela, en Yorkshire, en Hutton-le-Hole, un puntito en el mapa. Va a instalarse allí con sus dos niños y me ha sugerido que fuera yo también con los míos. —Pamela había alumbrado en rápida sucesión a Nigel, Andrew y Christopher. Se había embarcado en la maternidad con verdadero entusiasmo—. Y a Heidi también le encantará. Por lo visto es un sitio absolutamente rústico, sin electricidad ni agua corriente. Será maravilloso para los niños, podrán correr por ahí como salvajes. No es fácil ser un salvaje en Finchley.
—Me parece que hay gente que se las apaña para serlo —repuso Ursula.
—¿Cómo está «nuestro hombre»? —quiso saber Pamela—. Nuestro hombre en el Almirantazgo.
—Puedes pronunciar su nombre —dijo Ursula sacudiéndose migajas de la falda—. Las dragonarias no tienen orejas.
—Hoy en día, nunca se sabe. ¿Te ha dicho algo?
Ursula llevaba un año (lo contaba desde Munich) saliendo con Crighton, «nuestro hombre del Almirantazgo». Se habían conocido en una reunión interdepartamental. Le llevaba quince años a Ursula y era muy atractivo y con cierto aire rapaz apenas contrarrestado por su matrimonio con una mujer muy laboriosa (Moira) y sus tres niñas, todas en una escuela privada. «No voy a dejarlas, pase lo que pase», le dijo a Ursula después de que hicieran el amor por primera vez en el emplazamiento algo básico de su «refugio de emergencia».
—Pero yo no quiero que las dejes —contestó Ursula, aunque, como declaración de intenciones, le pareció que habría sido mejor que Crighton la hubiese hecho antes del acto y no como colofón.
El «refugio» (sospechaba que no era la primera mujer que había visto su interior por invitación de Crighton) era un piso que el Almirantazgo había proporcionado a Crighton para las noches en las que se quedaba en la ciudad en lugar de «pegarse la excursión» de vuelta a Wargrave, junto a Moira y las niñas. El refugio no era de uso exclusivo suyo, y cuando no estaba disponible, emprendía «la caminata» hasta el piso de Ursula en Argyll Road, donde pasaban largas veladas en su cama individual (hacía gala de la práctica actitud de un navegante ante los espacios reducidos) o en el sofá, dedicados a «los placeres de la carne», como decía él, antes de que emprendiera «el arduo camino» de vuelta a Berkshire. Cualquier trayecto por tierra, aunque solo consistiera en un par de paradas en metro, tenía para Crighton visos de expedición. Ursula suponía que era marinero de corazón, y habría sido más feliz remando en un esquife hasta los condados de la periferia de Londres que cubriendo el trayecto por tierra. En cierta ocasión habían navegado en una pequeña embarcación hasta Monkey Island y tomaron un picnic en la ribera del río. «Como una pareja normal», comentó él con tono de disculpa.
—¿Qué es entonces, si no es amor? —quiso saber Pamela.
—Me gusta y ya está.
—A mí me gusta el tipo que me trae la compra —repuso Pamela—, pero no comparto mi cama con él.
—Bueno, lo que sí puedo asegurarte es que significa mucho más para mí que un repartidor. —Estaban al borde de una discusión, y Ursula añadió a la defensiva—: Y no es un jovencito inmaduro. Es un hombre hecho y derecho, ¿sabes?
—Ya, hecho y derecho y con familia —concluyó Pamela con un tono algo malhumorado. Esbozó una mueca burlona—: Dime, ¿no te late un poco más deprisa el corazón cuando lo ves?
—Quizá un poquito, sí —admitió Ursula con generosidad, evitando la discusión, pues sospechaba que nunca podría explicarle a Pamela la mecánica más escabrosa del adulterio—. Quién iba a decir que, de todos los miembros de la familia, la romántica acabarías siendo tú.
—Ay, no, yo creo que es Teddy —repuso Pamela—. Sencillamente me gusta creer que hay tornillos y tuercas que mantienen nuestra sociedad en su sitio, sobre todo ahora, y que el matrimonio forma parte de eso.
—Los tornillos y las tuercas no son muy románticos.
—La verdad es que te admiro —dijo Pamela—. Porque eres tú misma, porque no sigues al rebaño y esas cosas. Es solo que no quiero que te hagan daño.
—Yo tampoco quiero, créeme. ¿En paz?
—En paz —repuso Pamela enseguida. Riendo, añadió—: Qué aburrida sería mi vida sin tus lascivas noticias desde primera línea. No sabes la emoción indirecta que me proporciona tu vida amorosa, o como quiera que la llames.
La excursión a Monkey Island no había tenido nada lascivo: se sentaron castamente sobre una manta a cuadros escoceses a comer pollo frío y beber vino tinto caliente.
—La ruborosa Hipocrene —comentó Ursula.
Crighton se rió.
—Eso suena sospechosamente literario. La poesía no es lo mío, deberías saberlo.
—Sí, lo sé.
Si algo tenía Crighton era que siempre parecía ser más de lo que revelaba. Ursula había oído a alguien en la oficina referirse a él como «la esfinge», y desde luego transmitía cierto aire de reticencia que insinuaba profundidades inexploradas y secretos ocultos, alguna clase de daño cuando era niño, alguna espléndida obsesión. Ese era su yo más enigmático, se dijo mientras pelaba un huevo duro y lo mojaba en un pequeño cucurucho de papel que contenía sal. ¿Quién había preparado ese picnic? No habría sido Crighton, ¿no? Ni Moira, Dios no lo quisiera.
Él sentía ciertos remordimientos por la naturaleza clandestina de su relación. Ursula prestaba un poco de emoción a una vida que se había vuelto aburrida, según él. Había estado en Jutlandia con Jellicoe, había visto «muchas cosas» y ahora se sentía «poco más que un burócrata». Estaba inquieto, decía.
—O estás a punto de declararme tu amor —dijo Ursula—, o de decirme que todo ha terminado.
Había fruta, unos melocotones envueltos en papel de cocina.
—Es un equilibrio complicado —comentó él con una sonrisa compungida—, me tambaleo como un funámbulo.
Ursula se rió; aquella palabra no era nada propia de él.
Crighton se embarcó en una historia sobre Moira, algo relacionado con su vida en el pueblo y su necesidad de trabajar para la comunidad, y Ursula desconectó, más interesada en el descubrimiento de una tarta Bakewell al parecer salida por arte de magia de una cocina en lo más recóndito del Almirantazgo. («Nos cuidan bien», decía. Como Maurice, pensó Ursula. Los privilegios de los hombres en puestos de poder, inaccesibles para quienes se hallaban a la deriva en el mar de casacas de uniforme).
Si alguna de las colegas mayores que Ursula se hubiera enterado de su aventura amorosa, habría habido una estampida en busca de las sales, sobre todo si hubiesen sabido con qué miembro del Almirantazgo andaba coqueteando (Crighton se encontraba muy arriba en el escalafón). A Ursula se le daba bien, muy bien, guardar secretos.
—Tiene usted reputación de ser muy discreta, señorita Todd —le dijo Crighton cuando los presentaron.
—Madre mía —contestó Ursula—, eso me suena a aburrida.
—Enigmática, más bien. Sospecho que sería una buena espía.
—Bueno, ¿y cómo estaba Maurice en sí? —quiso saber Ursula.
—Maurice «en sí» estaba muy bien, en el sentido de siendo él mismo y que nunca cambiará.
—A mí nunca me invitan a comer un domingo en Surrey.
—Pues considérate afortunada.
—La verdad es que apenas lo veo. Cualquiera diría que no trabajamos en el mismo ministerio. Él se dedica a recorrer los etéreos pasillos del poder…
—Los sagrados muros.
—Los sagrados muros, sí. Y yo me dedico a corretear por un búnker.
—¿De veras? ¿Estás en un búnker?
—Bueno, no bajo tierra. Es en South Ken, ya sabes…, frente al Museo de Geología. Pero Maurice no, él prefiere su despacho en el gobierno que nuestra sala del Gabinete de Guerra.
Cuando había solicitado un empleo en Interior, Ursula supuso que Maurice daría buenas referencias de ella, pero lo que hizo fue despotricar sobre el nepotismo y asegurar que no debía despertar la menor sospecha de favoritismo. «Lo de la mujer del César y todo eso», dijo.
—Y supongo que en ese ejemplo Maurice es el César, y no la mujer del César, ¿no? —comentó Pamela.
—Ay, no, ni me sugieras una idea como esa —repuso Ursula, riendo—. Maurice de mujer, imagínate.
—Ah, pero una mujer romana, nada menos. Eso ya le gustaría más. ¿Cómo se llamaba la madre de Coriolano?
—Volumnia.
—Ay, ya sé qué tenía que contarte… Maurice invitó a un amigo a la comida. De sus tiempos en Oxford, aquel yanqui grandote. ¿Te acuerdas de él?
—¡Sí! —Ursula se esforzó en recordar el nombre—. Ay, jolín, cómo se llamaba…, era algo muy norteamericano. Trató de darme un beso el día que cumplí los dieciséis.
—¡El muy cerdo! —exclamó Pamela con una risotada—. No me lo habías contado.
—Bueno, no era el primer beso que una habría soñado; más bien pareció un placaje de rugby. Vaya patán estaba hecho. —Se echó a reír—. Creo que herí su orgullo…, o quizá algo más que su orgullo.
—Howie —dijo Pamela—. Solo que ahora es Howard… Howard S. Landsdowne Tercero, por ponerle el título completo.
—Howie —repitió Ursula, divertida—. Se me había olvidado. ¿Qué hace ahora?
—Algo relacionado con la diplomacia. Lo lleva con más secretismo incluso que Maurice. Está en la embajada, Kennedy es un dios para él. Y tengo la sensación de que Howie siente cierta admiración por el viejo Adolf.
—Maurice probablemente también lo admiraría, si no fuera tan… extranjero. Lo vi una vez en una reunión de camisas negras.
—¿A Maurice? ¡Jamás! Quizá solo estaba espiando, me lo imagino muy bien como agent provocateur. ¿Y tú qué hacías allí?
—Bueno, pues espiar, como Maurice. No, la verdad es que fue pura casualidad.
—Cuántas revelaciones sorprendentes para un solo té. ¿Va a haber más? ¿Preparo otra tetera?
Ursula se echó a reír.
—No, creo que ya está.
Pamela exhaló un suspiro.
—Es espantoso, ¿verdad?
—¿Por qué lo dices, por Harold?
—Pobrecito, supongo que tendrá que quedarse aquí. No pueden llamar a filas a los médicos de los hospitales, ¿no? Los necesitarán si nos bombardean y nos gasean. Y va a pasar, van a bombardearnos y gasearnos, lo sabes, ¿verdad?
—Sí, por supuesto —contestó Ursula, tan a la ligera como si estuvieran hablando del tiempo.
—Pues qué idea tan terrible. —Pamela volvió a suspirar; dejó las agujas y estiró los brazos en alto—. Qué día tan maravilloso hace. Cuesta creer que probablemente será el último día corriente que tendremos en mucho tiempo.
A Ursula le tocaban los días de permiso anual a partir de ese lunes. Había planeado una semana de relajadas excursiones de un día, a Eastbourne y Hastings y quizá hasta Bath o Winchester, pero con la inminente declaración de guerra parecía imposible ir a ningún sitio. De pronto sentía apatía ante lo que podía depararles el futuro. Se había pasado la mañana en la High Street de Kensington aprovisionándose: pilas para la linterna, una nueva bolsa de agua caliente, velas, cerillas, cantidades interminables de papel negro, así como latas de judías y patatas y envases al vacío de café. También se había comprado ropa: un vestido de lana buena por ocho libras, una chaqueta de terciopelo verde por seis, medias y un par de zapatos bajos de piel curtida que parecían hechos para durar. Se sintió satisfecha consigo misma al resistirse a comprar un vestido de crêpe de Chine amarillo con estampado de diminutas golondrinas.
—Mi abrigo de invierno solo tiene dos años —le contó a Pamela—, confío en que dure hasta el fin de la guerra.
—Dios quiera que sí.
—Qué horroroso es todo esto.
—Sí, lo sé —repuso Pamela cortando más pastel—. Es repugnante. Me pone furiosa. Entrar en guerra es una absoluta locura. Toma un poco más de pastel, ¿quieres? Más vale que lo hagas, mientras los niños están en casa de Olive. Cuando vengan arrasarán con todo como langostas. Sabe Dios cómo nos las apañaremos con el racionamiento.
—Estaréis en el campo, podéis cultivar cosas. Y tener gallinas. Y un cerdo. Estaréis bien. —La idea de que Pamela se fuera hacía que se sintiera muy desdichada.
—Deberías venir.
—Me temo que tengo que quedarme aquí.
—Mira qué bien, ha llegado Harold —dijo Pamela cuando apareció su marido, cargado con un gran ramo de dalias envueltas en papel de periódico mojado.
Pamela se incorporó a medias para saludarlo y él le plantó un beso en la mejilla.
—No te levantes. —Besó también a Ursula y le ofreció las dalias a Pamela.
—Las vendía una muchacha en la esquina, en Whitechapel. Parecía salida de Pigmalión. Según ella, son del huerto urbano de su abuelo.
Crighton le había ofrecido unas rosas a Ursula en una ocasión, pero se marchitaron muy deprisa. Sintió cierta envidia de las robustas flores de huerto urbano de Pamela.
—Bueno —dijo Harold tras servirse una taza de té tibio—, ya estamos evacuando a los pacientes que están suficientemente bien para trasladarse. Ya es seguro que declararán la guerra mañana. Por la mañana. Es probable que lo hagan así para que todo el país pueda arrodillarse en la iglesia y rezar por la liberación.
—Ay, sí, qué cristiana es siempre la guerra, ¿verdad? —comentó Pamela con sarcasmo—. Sobre todo cuando eres inglés. —Y añadió, dirigiéndose a Ursula—: Tengo varios amigos en Alemania, buena gente.
—Ya lo sé.
—¿Y ahora son el enemigo?
—No te alteres, Pammy —dijo Harold—. ¿Por qué está todo tan tranquilo, qué has hecho con los niños?
—Los he vendido —contestó Pamela, más animada—. Tres por el precio de dos.
—Deberías quedarte a pasar la noche, Ursula —ofreció con amabilidad Harold—. Mañana no deberías andar por ahí sola. Será un día horroroso. Son órdenes del médico.
—Gracias, pero ya tengo planes.
—Pues bien hecho —concluyó Pamela retomando la labor de punto—. No debemos comportarnos como si fuera a acabarse el mundo.
—¿Aunque sí vaya a acabarse? —preguntó Ursula. Deseó haberse comprado el vestido de crêpe de Chine amarillo.