Il se tenait devant un miroir long, appliqué au mur entre les deux fenêtres, et contemplait son image de très beau et très jeune homme, ni grand ni petit, le cheveu bleuté comme un plumage de merle.
Apenas conseguía mantener los ojos abiertos para leer. Hacía un calor delicioso y el tiempo se deslizaba como melaza día tras día, sin otra cosa que hacer que leer y dar largos paseos, sobre todo con la vana esperanza de toparse con Benjamin Cole, o de hecho con cualquiera de los chicos Cole, que se habían convertido en jóvenes morenos y apuestos. «Podrían pasar por italianos», decía Sylvie. Pero ¿por qué querrían ser otra cosa que ellos mismos?
Cuando Sylvie la encontró tendida bajo los manzanos, con Chéri abandonado con gesto soñoliento sobre la cálida hierba, comentó:
—Nunca más en tu vida volverá a haber días largos e indolentes como estos. Creerás que sí, pero nunca volverán.
—A menos que llegue a ser increíblemente rica —repuso Ursula—. Así podré estar sin hacer nada el día entero.
—Es posible —admitió Sylvie de mala gana, pues no quería renunciar a la pose desasosegada que solía lucir desde hacía poco—. Aun así, el verano llegará a su fin algún día.
Se dejó caer en la hierba junto a Ursula. Tenía la piel pecosa de trabajar en el jardín. Siempre se levantaba al alba. Ursula habría estado encantada de dormir el día entero. Sylvie hojeó perezosamente el libro de Colette.
—Deberías hacer algo más con tu francés —dijo.
—Podría vivir en París.
—Bueno, quizá eso no.
—¿Te parece que debería solicitar el ingreso en una universidad cuando acabe la escuela?
—Ay, cariño, ¿qué sentido tendría hacer eso? No van a enseñarte a ser buena esposa y madre.
—¿Y si no quiero ser esposa y madre?
Sylvie se echó a reír.
—Ahora estás diciendo tonterías solo para provocarme. —Acarició la mejilla de Ursula—. Siempre fuiste una niñita muy divertida. —Incorporándose con cierta desgana, añadió—: En el jardín hay té. Y pastel. Y, por desgracia, también está Izzie.
—Cariño —dijo Izzie cuando vio a Ursula cruzar el jardín hacia ella—. Has crecido desde la última vez que te vi. Ya eres toda una mujer, ¡y qué guapa!
—Yo no diría tanto —repuso Sylvie—. Estábamos hablando de su futuro.
—¿Ah, sí? —dijo Ursula—. Pensaba que hablábamos de mi francés. —Y, dirigiéndose a Izzie, añadió—: Necesito una educación como Dios manda.
—Uy, qué seriedad —comentó Izzie—. A los dieciséis, deberías estar perdidamente enamorada de algún chico que no te conviene.
«Lo estoy —se dijo Ursula—. Estoy enamorada de Benjamin Cole». Suponía que no le convenía mucho. («¿Un judío?», imaginaba que diría Sylvie. O un católico, o un minero —o cualquier extranjero—, un dependiente, un oficinista, un mozo de cuadra, un conductor de tranvía, un maestro de escuela. La lista de pretendientes que no convenían era interminable).
—¿Lo estabas tú? —le preguntó a Izzie.
—¿Si estaba qué? —quiso saber Izzie, desconcertada.
—¿Estabas enamorada a los dieciséis?
—Oh, profundamente.
—¿Y tú? —le preguntó Ursula a Sylvie.
—Madre mía, no.
—Pero a los diecisiete sí tenías que estar enamorada —dijo Izzie.
—¿Tenía que estarlo?
—Cuando conociste a Hugh, por supuesto.
—Por supuesto.
Izzie se inclinó hacia Ursula y bajó la voz hasta convertirla en un susurro conspirador.
—Yo me fugué cuando tenía tu edad.
—Tonterías —le dijo Sylvie a Ursula—. No hizo nada semejante. Ah, aquí llega Bridget con la bandeja del té. —Se volvió hacia Izzie—. ¿Has venido a vernos por una razón en particular o solo para fastidiar?
—Pasaba por aquí cerca con el coche, y he decidido haceros una visita. Hay algo que quiero pedirte.
—Ay, madre —dijo Sylvie con tono cansino.
—He estado pensando —continuó Izzie.
—Ay, madre.
—Para ya de decir eso, Sylvie.
Ursula sirvió té y cortó el pastel. Intuía que se avecinaba una pelea. Un bocado de pastel dejó temporalmente muda a Izzie. No era uno de los más esponjosos de la señora Glover.
—Como decía —tragó con dificultad—, he estado pensando… y no digas nada, Sylvie. Las aventuras de Augustus siguen teniendo muchísimo éxito, ahora escribo un libro cada seis meses. Es una locura. Y tengo la casa en Holland Park, y tengo dinero, pero no tengo marido, claro. Y tampoco tengo un hijo.
—No me digas —repuso Sylvie—. ¿Estás segura?
Izzie la ignoró.
—No tengo a nadie con quien compartir mi buena fortuna. O sea que estaba pensando… ¿y si adopto a Jimmy?
—¿Perdona?
—Qué increíble es esta Izzie —le siseó Sylvie a Hugh.
Izzie seguía en el jardín, distrayendo a Jimmy con la lectura de un manuscrito sin terminar que llevaba en el enorme bolso. «Augustus en la playa».
—¿Por qué no quiere adoptarme a mí? —quiso saber Teddy—. Después de todo, se supone que yo soy Augustus.
—¿Quieres que Izzie te adopte? —preguntó un perplejo Hugh.
—Ay, madre, no —repuso Teddy.
—Nadie va a adoptar a nadie —intervino Sylvie, furiosa—. Ve y habla con ella, Hugh.
Ursula fue a la cocina en busca de una manzana y se encontró a la señora Glover aporreando tajadas de carne de ternera con la maza.
—Imagino que son las cabezas de los alemanes —dijo.
—¿De verdad?
—Los que arrojaron aquel gas que acabó con los pulmones del pobre George.
—¿Qué hay de cenar? Estoy muerta de hambre.
Ursula se había vuelto bastante insensible cuando se trataba de los pulmones de George Glover; había oído hablar tanto de ellos que parecían tener vida propia, al igual que los pulmones de la madre de Sylvie, unos órganos que semejaban tener más personalidad que su propietaria.
—Chuletas de ternera à la russe —contestó la señora Glover dándole la vuelta a la carne para aporrearla otra vez—. Y esos dichosos rusos son igual de malos, por cierto.
Ursula se preguntó si la señora Glover habría conocido alguna vez a alguien de otro país.
—Bueno, en Manchester hay un montón de judíos —repuso la cocinera.
—¿Conoció a alguno?
—¿Yo? ¿Por qué iba a conocer a alguno?
—Pero los judíos no son necesariamente extranjeros, ¿no? Los Cole, los vecinos de al lado, son judíos.
—No seas tonta, son tan ingleses como tú y yo.
La señora Glover les tenía cierto cariño a los chicos Cole, a causa de sus excelentes modales. Ursula se preguntó si valía la pena discutir. Cogió otra manzana y la señora Glover volvió a sus golpes de maza.
Ursula se comió la manzana sentada en un banco en un apartado rincón del jardín, uno de los escondrijos favoritos de Sylvie. Las palabras «chuletas de ternera à la russe» vagaban soñolientas por su cabeza. Y entonces, de pronto, estaba en pie, con el corazón desbocado en el pecho, y sentía un terror repentino y familiar aunque largo tiempo olvidado…, pero ¿de qué tenía miedo? Aquello no estaba en consonancia con el tranquilo jardín, la calidez de la tarde en su rostro, y Hattie, la gata, lamiéndose perezosamente en el sendero lleno de sol.
No había terribles presagios de muerte, nada que sugiriese que algo no marchaba bien en el mundo, pero, aun así, arrojó el corazón de la manzana a unos arbustos y huyó corriendo del jardín, cruzó la verja y salió a la carretera, con los viejos demonios pisándole los talones. Hattie hizo una pausa en su acicalado y observó con desdén cómo se mecía la puerta de la verja.
Quizá era un trágico accidente de tren, quizá tendría que desgarrarse las enaguas como las niñas de Los niños del tren para hacerle señas al maquinista, pero no, cuando llegó a la estación, el tren de las 17.30 a Londres avanzaba con lentitud junto al andén bajo el seguro control de Fred Smith y su maquinista.
—¿Señorita Todd? —dijo levantándose la visera de la gorra de ferroviario—. ¿Te encuentras bien? Pareces preocupada.
—Estoy bien, Fred, gracias por tu interés. —Solo tengo un miedo mortal, nada por lo que inquietarse.
Fred Smith no tenía pinta de haber tenido un instante de miedo mortal en toda su vida.
Volvió sobre sus pasos, todavía empapada de aquel miedo indescriptible. A medio camino se encontró con Nancy Shawcross.
—Hola, ¿qué andabas haciendo?
—Oh —repuso Nancy—, solo estoy buscando cosas para mi álbum de la naturaleza. Tengo unas hojas de roble y unas piñas diminutas.
El miedo empezó a desvanecerse en el cuerpo de Ursula.
—Pues vamos, volveré a casa contigo.
Cuando se acercaban al campo del ganado lechero, un hombre se encaramó a los travesaños horizontales de la puerta de la verja y aterrizó pesadamente sobre el perejil de monte. Se levantó la gorra ante Ursula.
—Buenas tardes, señorita —musitó, y desapareció en dirección a la estación.
Cojeaba, y eso lo hacía caminar de manera un poco cómica, como Charlie Chaplin. Otro veterano de guerra, quizá, se dijo Ursula.
—¿Y ese quién era? —preguntó Nancy.
—No tengo ni idea —contestó Ursula—. Oh, mira, ahí, en la carretera…, un escarabajo errante. ¿Te sirve?