Junio de 1932

Pamela había elegido un brocado blanco para ella y satén amarillo para sus damas de honor. El amarillo era más bien verdoso y hacía que las damas se vieran un poco biliosas. Eran cuatro: Ursula, Winnie Shawcross (la prefería a ella que a Gertie) y las dos hermanas pequeñas de Harold. Este procedía de una familia numerosa y bulliciosa de Old Kent Road que Sylvie consideraba «inferior». El hecho de que Harold fuese médico no parecía mitigar su posición (Sylvie sentía una curiosa aversión por la profesión médica).

—Pensaba que tu propia familia era algo déclassé, ¿no? —le dijo Hugh a Sylvie.

A él le caía bien su futuro yerno, lo encontraba «estimulante». Y la madre de Harold, Olive, también le gustaba.

—Dice lo que piensa —le dijo a Sylvie—. Y piensa lo que dice, no como algunos.

—En el muestrario me pareció que se veía bonito —dijo Pamela no muy convencida ante la tercera y definitiva prueba de Ursula en el salón de una modista en Neasden, nada menos.

A Ursula, el vestido cortado al bies le apretaba en el vientre.

—Ha engordado desde la última prueba —dijo la modista.

—¿De verdad?

—Sí —coincidió Pamela.

Ursula pensó en la última vez que había engordado. Belgravia. Esta vez no era por la misma razón, desde luego. Estaba de pie sobre una silla y la modista se movía a su alrededor, con un alfiletero sujeto a la muñeca.

—Pero sigues estando guapa —añadió Pamela.

—Me paso el día sentada en el trabajo —comentó Ursula—. Supongo que debería caminar más.

Qué fácil era ser perezosa. Vivía sola, pero nadie lo sabía. Hilda, la chica con quien supuestamente compartía el piso, un último piso en Bayswater, se había mudado a otro sitio, aunque todavía pagaba el alquiler, gracias a Dios. Hilda residía ahora en Ealing, en un «verdadero palacete del placer» con un hombre llamado Ernest cuya esposa le negaba el divorcio, y tenía que fingir ante sus padres que aún estaba en Bayswater llevando la vida de una mujer soltera y virtuosa. Ursula suponía que solo era cuestión de tiempo que los padres de Hilda aparecieran de manera inesperada en la puerta y ella tuviera que contar una mentira, o varias, para justificar la ausencia de su hija. Hugh y Sylvie se habrían quedado horrorizados de saber que Ursula vivía sola en Londres.

—¿Bayswater? —preguntó una dudosa Sylvie cuando anunció que se marchaba de la Guarida del Zorro—. ¿De verdad es necesario?

Hugh y Sylvie inspeccionaron el piso, y también a Hilda, que salió bien parada del examen de Sylvie. Aun así, a esta le pareció que tanto el piso como Hilda tenían ciertas carencias.

«Ernest de Ealing», como Ursula pensaba en él, era quien pagaba el alquiler («Soy una mantenida», comentaba Hilda de buen humor), pero la propia Hilda aparecía cada quince días para recoger el correo y entregar el dinero.

—Puedo buscar a otra persona con quien compartir el piso —propuso Ursula, aunque detestaba semejante idea.

—Esperemos un poco —repuso Hilda—, a ver si las cosas acaban de salirme bien. He ahí lo que tiene de bueno vivir en pecado, siempre puedes limitarte a largarte.

—También puede hacerlo Ernest (de Ealing).

—Tengo veintiún años y él cuarenta y dos, no va a largarse, créeme.

El hecho de que Hilda se mudara a otro sitio había supuesto un alivio. Ursula podía pasearse toda la tarde en bata con los rulos puestos, comiendo naranjas y chocolate y escuchando la radio. Cierto que Hilda no habría puesto objeciones a esas costumbres; incluso le habrían gustado, pero Sylvie les había inculcado el decoro en presencia de otras personas desde muy pequeños, y costaba quitárselo de encima.

Cuando llevaba un par de semanas sola, se le ocurrió que apenas contaba con amigas, y que las pocas que tenía nunca parecían preocuparse lo suficiente por ella para mantener el contacto. Millie se había convertido en actriz y casi siempre andaba de gira con una compañía de teatro. Le enviaba alguna que otra postal desde sitios que nunca habría visitado en otras circunstancias —Stafford, Gateshead, Grantham— e incluía divertidas viñetas de sí misma en distintos papeles («¡Yo de Julieta, para morirse de risa!»). Lo cierto era que su amistad no había sobrevivido a la muerte de Nancy. La familia Shawcross se encerró en sí misma con su dolor, y cuando Millie empezó por fin a vivir otra vez su propia vida, se encontró con que Ursula había dejado de vivir la suya. Ursula deseaba muchas veces poder explicarle el episodio de Belgravia, pero no quería poner en peligro lo poco que quedaba de su frágil amistad.

Ursula trabajaba ahora para una gran empresa de importaciones, y cuando oía a las chicas de la oficina charlar sobre lo que hacían y con quién, se preguntaba cómo lo harían para conocer a toda esa gente, a todos esos Gordons, Charlies, Dicks, Mildreds, Eileens y Veras, una multitud alegre e inquieta con quienes frecuentaban teatros de variedades y cines, iban a patinar, nadaban en piscinas al aire libre y casas de baños y hacían excursiones en coche al bosque de Epping y a Eastbourne. Ella no hacía ninguna de esas cosas.

Ursula ansiaba estar sola pero detestaba la soledad, un enigma que era incapaz de resolver. En el trabajo, las chicas le daban un trato distinto, como si fuera mayor y superior a ellas en todos los sentidos, aunque no lo era. De vez en cuando, alguna de la camarilla de la oficina le preguntaba:

—¿Quieres salir con nosotras después del trabajo?

Lo hacían con amabilidad; a Ursula le parecía que por caridad, y quizá estaba en lo cierto. Nunca aceptaba esos ofrecimientos. Sospechaba…, no, sabía que hablaban de ella a sus espaldas, aunque era pura curiosidad, en realidad no decían nada desagradable. Imaginaban que había cosas de ella que desconocían. Era «una incógnita». «Las apariencias engañan». Les habría decepcionado saber que no había más bajo esa superficie, que hasta los clichés eran más interesantes que la vida que ella llevaba. Nada de incógnitas ni misteriosos trasfondos (en el pasado, quizá, pero no en el presente). A menos que tuvieran en cuenta su afición a la bebida. Y suponía que lo harían.

El trabajo era una lata: interminables facturas de mercancías, formularios de aduanas y balances contables. Las mercancías en sí —ron, cacao, azúcar— y sus exóticos lugares de procedencia no estaban en consonancia con el habitual aburrimiento en la oficina. Ursula suponía que ella era un diente pequeñito en el gran engranaje del imperio.

—Ser un diente no tiene nada de malo —decía Maurice, que ahora era un gran engranaje en el Ministerio del Interior—. La rueda del mundo necesita dientes.

Ella no quería ser un diente, pero Belgravia parecía haber puesto fin a cualquier proyecto más ambicioso.

Ursula sabía cómo empezó a beber. No hubo un motivo dramático sino que fue por algo tan simple como un boeuf bourguignon que planeó prepararle a Pamela durante su visita de fin de semana de unos meses atrás. Su hermana todavía trabajaba en el laboratorio de Glasgow y quería hacer algunas compras para su boda. Harold aún no se había mudado; tenía que ocupar su puesto en el hospital Royal London al cabo de unas semanas.

—Pasaremos un fin de semana genial, las dos solas —dijo Pamela.

—Hilda no está —mintió Ursula sin esfuerzo—. Se ha ido a Hastings a pasar el fin de semana con su madre.

No había razón para no contarle la verdad a Pamela sobre su arreglo con Hilda, pues su hermana había sido siempre la única persona con quien podía ser sincera, y sin embargo algo la hizo contenerse.

—Estupendo —repuso Pamela—. Arrastraré el colchón de Hilda hasta tu habitación y será como en los viejos tiempos.

—¿Tienes muchas ganas de estar casada? —le preguntó Ursula cuando estaban en la cama. Lo cierto es que no se parecía en nada a los viejos tiempos.

—Claro que sí, ¿por qué no iba a tenerlas? La idea del matrimonio me atrae. Me transmite algo liso, redondo, sólido.

—¿Como un guijarro?

—Como una sinfonía. Bueno, un dúo, más bien, supongo.

—Lo de ponerte poética no va contigo.

—Me gusta lo que hay entre nuestros padres —dijo Pamela llanamente.

—¿De verdad?

Hacía bastante que Pamela no pasaba tiempo con Hugh y Sylvie. Quizá no sabía qué había entre ellos últimamente. Disonancia, más que armonía.

—¿Has conocido a alguien? —le preguntó Pamela con cautela.

—No, a nadie.

—Todavía no —repuso Pamela con su tono más alentador.

Para el boeuf bourguignon hacía falta borgoña, como es natural, y a la hora de comer Ursula entró en la vinatería ante la que pasaba todos los días de camino al trabajo en la City. Era un local antiquísimo; la madera del interior daba la impresión de llevar varios siglos empapada en vino, y las oscuras botellas con sus preciosas etiquetas parecían prometer algo más que su contenido. El vinatero eligió una botella para ella; algunas personas utilizaban vino de baja calidad para cocinar, aseguró, pero el de baja calidad solo debería usarse como vinagre. Era un hombre mordaz y un poco abrumador. Prodigó a la botella la misma ternura que se le dedicaría a un bebé, envolviéndola con sumo cuidado en papel de seda para tendérsela a Ursula, que la metió en el capazo, donde permanecería oculta toda la tarde, no fuera a sospechar alguien en la oficina que era una borrachina.

Compró el borgoña antes que la carne, y aquella noche se dijo que abriría la botella y probaría una copita, ya que el vinatero lo puso por las nubes. Había tomado alcohol con anterioridad, por supuesto, pues no era una abstemia, pero nunca había bebido sola. Jamás había descorchado una cara botella de borgoña y servido una copa solo para ella (en bata, con rulos y un acogedor fuego de gas). Fue como meterse en una bañera caliente en una noche fría; el vino, intenso y añejo, se le antojó de pronto un consuelo enorme. Aquella era la «copa llena del cálido sur» de Keats, ¿no? Su desaliento habitual pareció evaporarse ligeramente, de modo que se tomó otra copa. Cuando se puso en pie sintió un leve mareo, y se rió de sí misma. «Qué achispada», dijo sin dirigirse a nadie en particular.

De pronto se encontró planteándose conseguir un perro. Así tendría con quien hablar. Un perro como Jock la recibiría todos los días con alegre optimismo, y quizá una parte se le contagiaría. Jock ya había muerto, de un ataque al corazón, según el veterinario. «Con ese corazoncito tan fuerte que tenía», dijo Teddy, con su propio corazón hecho pedazos. Lo sustituyeron por un galgo inglés de ojos tristes que parecía demasiado delicado para los bruscos avatares de una vida perruna.

Ursula lavó la copa y volvió a ponerle el corcho a la botella, dejando vino suficiente para la carne del día siguiente, antes de tambalearse hacia la cama.

Durmió profundamente y no despertó hasta que sonó la alarma del reloj, lo que supuso un cambio con respecto a la agitación habitual. «Beber, y sin ser visto, abandonar el mundo». Una vez despierta, comprendió que no podría cuidar de un perro.

Al día siguiente, en el trabajo, el tedio de pasarse la tarde garabateando en los libros de contabilidad se vio animado por la idea de la botella a medias sobre la encimera de la cocina. Después de todo, podía comprar otra botella para la carne.

—Quedó buena, ¿eh? —comentó el vinatero cuando Ursula volvió a aparecer dos días después.

—No, no —respondió ella riendo—, todavía no he preparado la carne. Se me ha ocurrido que podría conseguir un vino igual de bueno para acompañarla.

Comprendió que no podría volver a aquella tienda tan encantadora, pues el número de boeuf bourguignons que alguien decidiría preparar tenía un límite.

Para Pamela, preparó un abstemio pastel de carne con puré, seguido por manzanas al horno con crema.

—Te he traído un regalo de Escocia —anunció Pamela, y sacó una botella de whisky de malta.

Tras beberse el whisky, encontró otra vinatería, una que trataba sus mercancías con menos veneración.

—Es para un boeuf bourguignon —explicó, aunque el hombre no mostró interés en el uso que le daría al vino—. Me llevaré dos, de hecho. Voy a cocinar para un montón de gente.

Se hizo con un par de botellas de Guinness en el bar de la esquina.

—Para mi hermano, que ha aparecido sin avisar.

Teddy ni siquiera tenía dieciocho años, y dudaba que fuera bebedor. Un par de días después, hizo lo mismo.

—¿Ha aparecido su hermano otra vez, señorita? —preguntó el dueño del bar. Le guiñó un ojo y Ursula se ruborizó.

Un restaurante italiano en Soho por el que pasaba «por casualidad» le vendió un par de botellas de Chianti sin rechistar. «Jerez directamente del barril»; podía llevar una jarra a la cooperativa al fondo de la calle y se la llenaban de la barrica. («Para mi madre»). Ron de bares que quedaban muy lejos de su casa («Para mi padre»). Era como una científica experimentando con distintas formas de alcohol, pero sabía qué le gustaba más: aquella primera botella de una ruborosa Hipocrene, el vino rojo como la sangre. Planeó cómo conseguir que le mandaran una caja («para una celebración familiar»).

Se había convertido en una bebedora en secreto. Era un acto privado, íntimo y solitario. Solo con pensar en una copa, el corazón le palpitaba tanto de temor como de expectación. Por desgracia, entre la restrictiva legislación para la venta de bebidas alcohólicas y el espanto de verse humillada, una joven de Bayswater podía tener considerables dificultades para satisfacer su adicción. A los ricos les resultaba más fácil; Izzie tenía una cuenta en algún sitio, en Harrods, probablemente, y le mandaban los pedidos a casa.

Había sumergido un dedo del pie en las aguas del Leteo, y al cabo de un instante, sin saber cómo, se estaba ahogando; pasó de la sobriedad a ser una borracha en cuestión de semanas. Era vergonzoso y al mismo tiempo una manera de aniquilar la vergüenza. Cada mañana al despertar se decía: «Esta noche no, esta noche no beberé», y cada tarde anhelaba más y más hacerlo al imaginar que llegaba al piso al final de la jornada para abandonarse a la inconsciencia. Había leído relatos sensacionalistas sobre los fumaderos de opio de Limehouse, y se preguntaba si serían ciertos. El opio sonaba mejor que el borgoña para eclipsar el dolor de la existencia. Tal vez Izzie podría facilitarle la ubicación de algún fumadero chino, pues había «dado sus buenas chupadas por ahí», como confesó alegremente, pero Ursula no se veía capaz de preguntarle algo así. Y eso podía llevarla no al nirvana (después de todo, había resultado una discípula aventajada del doctor Kellet), sino a una nueva Belgravia.

A Izzie se le permitía volver en ocasiones al redil familiar («Solo en bodas y funerales —puntualizó Sylvie—. En bautizos, no»). Estaba invitada a la boda de Pamela, si bien, para el inmenso alivio de Sylvie, envió sus excusas por no poder asistir. «Pasaré el fin de semana en Berlín». Un conocido suyo tenía un avión («qué emocionante») e iba a llevarla hasta allí. Ursula visitaba a Izzie de vez en cuando. Tenían en común el espanto de Belgravia, un recuerdo que las uniría para siempre, aunque nunca hablaban de ello.

En su lugar, Izzie mandó un regalo de boda, una caja de tenedores de postre de plata, un obsequio que divirtió a Pamela.

—Qué mundano —le comentó a Ursula—. Izzie nunca deja de sorprenderme.

—Ya casi he terminado —anunció la modista de Neasden con un puñado de alfileres entre los dientes.

—Supongo que me estoy poniendo rellenita —admitió Ursula contemplando en el espejo el satén amarillo que se tensaba para acomodar su vientre—. Quizá debería apuntarme a la Asociación Femenina de Salud y Belleza.

Sin haber bebido una sola gota, tropezó en el camino de regreso a casa desde el trabajo. Ocurrió una deprimente tarde de noviembre, lluviosa y oscura, unos meses después de la boda de Pamela, y sencillamente no vio el borde levantado de una baldosa de la acera por culpa de una raíz de árbol. Tenía las manos ocupadas, con libros de la biblioteca y la compra, que había conseguido a toda prisa a la hora de comer; su instinto fue proteger los alimentos y los libros y no a sí misma. El resultado fue que cayó de cara contra la acera y la peor parte se la llevó la nariz.

El dolor la dejó aturdida; jamás había experimentado nada ni remotamente parecido. Se incorporó hasta quedar de rodillas y se abrazó el cuerpo, con la compra y los libros abandonados en la acera mojada. Se oyó gimotear y lamentarse, y no pudo hacer nada por impedirlo.

—¡Caramba! —exclamó una voz de hombre—. Qué mala suerte. Deje que la ayude. Se ha llenado de sangre toda esa bonita bufanda de color melocotón. ¿Es de ese color, o es salmón?

—Melocotón —murmuró Ursula, educada pese al dolor.

Nunca se había fijado mucho en la bufanda de mohair que llevaba al cuello. Parecía haber un montón de sangre. Sentía cómo se le hinchaba toda la cara y el olor denso y acre de la sangre en la nariz, aunque el dolor se había mitigado un poco.

El hombre era bastante apuesto, no muy alto pero con el cabello rubio rojizo, los ojos azules y una piel clara y lozana sobre unos bonitos pómulos. La ayudó a levantarse. La mano que le tendió se notaba firme y seca.

—Me llamo Derek. Derek Oliphant.

—¿Oli… qué?

—Oliphant.

Tres meses después, estaban casados.

Derek era oriundo de Barnet, y a Sylvie le pareció tan poco digno de interés como Harold antes que él. Ahí, por supuesto, residía su encanto en lo que a Ursula concernía. Daba clases de historia en Blackwood, una escuela pública de poca monta para chicos («los hijos varones de aspirantes a tenderos», dijo Sylvie con desdén) y cortejaba a Ursula con conciertos en Wigmore Hall y paseos por Primrose Hill. Hacían largos recorridos en bicicleta que acababan en pubs agradables de las afueras, donde él tomaba media pinta de cerveza y ella una limonada.

Resultó que se había roto la nariz. («Ay, pobrecita —escribió Pamela—, con esa nariz tan bonita que tenías»). Antes de escoltarla a un hospital, Derek la llevó a un bar allí cerca para que se lavara un poco.

—Deje que le pida un brandy —se ofreció él cuando Ursula se hubo sentado.

—No, no, estoy bien, solo quiero un vaso de agua. No soy gran bebedora —contestó, aunque la noche anterior había caído redonda en el suelo de su dormitorio en Bayswater tras beberse una botella de ginebra que le había birlado a Izzie.

No tenía mala conciencia por robarle a Izzie, ya que ella le había quitado muchas cosas. El asunto de Belgravia, por ejemplo.

Ursula dejó de beber casi tan de repente como había empezado. Suponía que se había creado un vacío en su interior a raíz del episodio de Belgravia. Intentó llenar ese vacío con la bebida, pero ahora lo llenaba con sus sentimientos por Derek. ¿Qué sentimientos eran esos? Sobre todo alivio porque alguien quisiera cuidar de ella, alguien que desconocía su vergonzoso pasado. «Estoy enamorada», le escribió como loca a Pamela. «Hurra», le contestó su hermana.

—A veces —fue el comentario de Sylvie—, uno confunde la gratitud con el amor.

La madre de Derek aún vivía en Barnet, pero su padre había muerto, al igual que una hermana más pequeña que él.

—Sufrió un accidente terrible —contó Derek—. Se cayó al fuego cuando tenía cuatro años.

Sylvie siempre había hecho mucho hincapié en colocar pantallas para la chimenea. El propio Derek había estado a punto de ahogarse cuando era niño, como dijo después de que Ursula le contara su incidente en Cornualles. Era una de las pocas aventuras de su vida en la que tenía la sensación de haber desempeñado un papel casi enteramente inocente. ¿Y Derek? Una ola tremenda, un bote volcado, un heroico recorrido a nado hasta la costa. No hizo falta ningún señor Winton.

—Me rescaté a mí mismo.

—Entonces no es un hombre del todo corriente —dijo Hilda ofreciendo un cigarrillo a Ursula.

Ella titubeó, pero lo rechazó, pues no estaba dispuesta a embarcarse en otra adicción. Se encontraba en plena tarea, empaquetando sus pertenencias. Se moría de ganas de dejar atrás Bayswater. Derek vivía en una habitación alquilada en Holborn, aunque estaba a punto de formalizar la compra de una casa para los dos.

—Por ciento, le he escrito al casero —dijo Hilda—. Le he dicho que nos vamos las dos. La mujer de Ernie va a darle el divorcio, ¿te lo había dicho? —Bostezó—. Me ha pedido que me case con él. Y creo que voy a decirle que sí. Las dos seremos mujeres casadas y respetables. Puedo ir a visitarte a… ¿dónde era?

—Wealdstone.

Los invitados a la boda, en un juzgado de paz, quedaron limitados, según los deseos de Derek, a la madre del novio y Hugh y Sylvie. Pamela se quedó desconcertada al enterarse de que no la habían invitado.

—No queríamos esperar —dijo Ursula—. Y a Derek no le apetecía tener mucho jaleo.

—¿Y tú no querías jaleo? ¿No es esa la gracia de una boda?

No, ella no quería jaleo. Iba a pertenecer a alguien, por fin estaría a salvo, era cuanto contaba. Ser una novia no significaba nada, ser una esposa lo era todo.

—Queríamos que fuera todo muy sencillo —insistió con decisión. («Y barato, por cómo pinta la cosa», dijo Izzie, que envió otro juego de tenedores de postre de plata).

—A mí me parece un tipo simpático —comentó Hugh en lo que hizo las veces de banquete de bodas, una comida a base de tres platos en un restaurante cercano al juzgado de paz.

—Sí, lo es —dijo Ursula—. Muy simpático.

—Aun así, es una celebración un poco rara, mi querida osita —repuso Hugh—. No se parece en nada a la boda de Pammy, ¿eh? Parecía que media Old Kent Road estuviese allí presente. Y al pobre Teddy le ha molestado bastante que no lo invitarais. Pero lo más importante es que seáis felices —añadió con tono animoso.

Ursula se puso un traje de chaqueta gris perla para la ceremonia. Sylvie llevó ramilletes para todos, para vestidos y solapas, elaborados con rosas de invernadero de una floristería.

—No son mis rosas, por desgracia —le dijo a la señora Oliphant—. Las mías son de la variedad Gloire des Mousseux, por si le interesa.

—Estoy segura de que son muy bonitas —repuso la señora Oliphant con un tono que no sonó demasiado a cumplido.

—Cásate demasiado pronto y te arrepentirás demasiado tarde —murmuró Sylvie, sin dirigirse a nadie en particular, antes de un comedido brindis con jerez por los novios.

—¿Y tú? —le preguntó Hugh—. ¿Estás arrepentida?

Sylvie fingió no oírlo. Estaba de un humor especialmente discordante.

—Es un cambio de vida, creo yo —le susurró Hugh a Ursula, un poco avergonzado.

—Yo también —musitó ella.

Hugh le cogió la mano y le dio un apretón.

—Esa es mi niña.

—¿Y sabe Derek que no estás intacta? —le preguntó Sylvie cuando se quedó a solas con Ursula en el tocador de señoras.

Estaban sentadas en pequeños taburetes acolchados, retocándose el pintalabios en el espejo. La señora Oliphant se había quedado en la mesa, pues no llevaba pintalabios que retocar.

—¿Intacta? —repitió Ursula mirando a su madre a través del espejo. ¿Qué significaba eso, que era defectuosa? ¿Que estaba rota?

—Que no eres doncella —insistió Sylvie, y al ver la cara inexpresiva de Ursula, añadió con impaciencia—: Que te han desflorado. Para no ser inocente ni mucho menos, me pareces increíblemente ingenua.

«Antes Sylvie me quería —se dijo ella—. Pero ya no».

—Intacta —repitió Ursula. Ni se le había pasado por la cabeza semejante cuestión—. ¿Cómo va a saberlo él?

—Por la sangre, por supuesto —contestó Sylvie con cierta irritación.

Ursula pensó en el papel pintado de glicinias. Y en su desfloración. No se le había ocurrido que hubiese una relación entre ambas cosas. Creyó que la sangre era fruto de una herida, no de la rotura del himen.

—Bueno, a lo mejor no se da cuenta —concluyó Sylvie con un suspiro—. Estoy segura de que no será el primer marido a quien engañan en su noche de bodas.

—¿Ya os habéis retocado la pintura de guerra? —preguntó alegremente Hugh cuando volvieron a la mesa.

Ted había heredado la sonrisa de Hugh. Derek y la señora Oliphant fruncían el entrecejo de la misma manera. Ursula se preguntó cómo habría sido el señor Oliphant, pues rara vez lo mencionaban.

—Vanidad, tienes nombre de mujer —soltó Derek con una alegría que pareció un poco forzada.

Ursula advirtió que no se sentía tan cómodo en situaciones sociales como había creído al principio. Le sonrió, sintiendo un nuevo vínculo con él. Se dio cuenta de que se casaba con un desconocido. («Todo el mundo se casa con un desconocido», decía Hugh).

—La palabra correcta es «fragilidad», de hecho —dijo Sylvie con tono amable—. «Fragilidad, tienes nombre de mujer». Es de Hamlet. Por alguna razón, mucha gente lo cita mal.

El rostro de Derek se ensombreció momentáneamente, pero luego se rió.

—Me inclino ante sus superiores conocimientos, señora Todd.

Habían elegido la casa de Wealdstone por su situación, relativamente cerca de donde Derek daba clases. Disponía de una herencia, «una suma muy pequeña» procedente de las inversiones de aquel padre al que rara vez mencionaba. Era una «sólida» casa adosada en Masons Avenue de estilo Tudor, con entramado de madera en la fachada, cristales emplomados y un vitral en la puerta de entrada en el que se representaba un galeón a toda vela, aunque Wealdstone parecía muy lejos de cualquier mar. La casa contaba con todas las comodidades modernas; además había tiendas cercanas, un médico, un dentista y un parque para que jugaran los niños; de hecho, todo lo que una joven esposa (y madre, «algún día, muy pronto», según Derek) podía desear.

Ursula se imaginaba desayunando con Derek por las mañanas antes de despedirlo con un ademán cuando se fuera al trabajo; se imaginaba empujando a los niños en cochecitos primero, sillitas de paseo después y por fin columpios, bañándolos por las noches y leyéndoles cuentos en su precioso dormitorio. Durante las veladas, Derek y ella se sentarían a escuchar tranquilamente la radio en el salón. Él podría trabajar en el libro que estaba escribiendo, un libro de texto: «De los Plantagenet a los Tudor». («Caray —decía Hilda—. Suena muy emocionante»). Wealdstone quedaba muy lejos de Belgravia. Gracias a Dios.

Las habitaciones donde se desarrollaría esa vida suya de casada permanecieron en su imaginación hasta después de la luna de miel, puesto que Derek había comprado y amueblado la casa sin que ella la hubiese visto nunca.

—Eso es un poco raro, ¿no crees? —le dijo Pamela.

—No —contestó Ursula—. Es una sorpresa. Es su regalo de boda para mí.

Cuando Derek por fin traspuso torpemente con ella en brazos el umbral de Wealdstone (un porche de baldosas rojas que no habría merecido la aprobación de Sylvie ni de William Morris), Ursula no pudo evitar una punzada de decepción. La casa resultó más vacía y anticuada que la de su imaginación, y supuso que la sosería que imperaba era fruto de la falta de una mano femenina en la decoración, de modo que se llevó una sorpresa cuando Derek dijo:

—Mi madre me ha ayudado.

Pero, cómo no, reinaba una cerrazón similar en Barnet, donde el sombrío ambiente impregnaba un poco a la propia viuda Oliphant.

Sylvie había pasado su luna de miel en Deauville, y la de Pamela consistió en caminatas por Suiza, pero Ursula comenzó su matrimonio con una lluviosa semana en Worthing.

Se casó con un hombre («un tipo simpático») y despertó junto a otro, un hombre tan rígido e implacable como el reloj de sobremesa de Sylvie.

Derek cambió casi de inmediato, como si la luna de miel en sí fuera una transición, un rito iniciático por adelantado para pasar de pretendiente solícito a esposo desencantado. Ursula culpó de ello al espantoso tiempo que hacía. La casera de la pensión donde se alojaban esperaba que dejaran libre la habitación entre el desayuno y la cena a las seis, de manera que pasaban las largas jornadas refugiándose en cafés o en la galería de arte y los museos o luchando contra el viento en el muelle. Las veladas se dedicaban a jugar al whist por parejas con otros huéspedes (menos alicaídos) antes de retirarse a la gélida habitación. A Derek no se le daba bien jugar a las cartas, en varios sentidos, y perdían prácticamente todas las manos. Casi parecía malinterpretar a propósito los intentos que hacía Ursula de indicarle qué cartas tenía.

—¿Por qué has salido de triunfo? —le preguntó una vez, con genuina curiosidad, cuando se desvestían con decoro en el dormitorio.

—No me digas que te parecen importantes esas tonterías —repuso él con tanto desprecio en el semblante que ella se dijo que más valdría evitar cualquier clase de juego con Derek en el futuro.

En su noche de bodas, la sangre, o la falta de ella, pasó inadvertida, para el alivio de Ursula.

—Me parece que deberías saber que tengo alguna experiencia —anunció Derek con cierta arrogancia cuando se metían juntos en la cama por primera vez—. Creo que un marido tiene el deber de conocer un poco el mundo. ¿Cómo si no va a proteger la pureza de su esposa?

A Ursula le pareció un argumento algo engañoso, pero difícilmente estaba en situación de discutir.

Derek se levantaba pronto por las mañanas y hacía incesantes series de flexiones, como si estuviera en un barracón del ejército y no en su luna de miel. «Mens sana in corpora sana», decía. Ella pensaba que más valía no corregirlo. Se sentía orgulloso de su latín, así como de sus rudimentarios conocimientos de griego clásico. Su madre había hecho grandes economías para asegurarse de que él tuviera una buena educación, no se lo habían «puesto todo en bandeja como a algunos». A Ursula se le daba bien el latín, y el griego también, pero prefería no pavonearse de ello. Aquella era otra Ursula, por supuesto. Una Ursula distinta, sin la huella de Belgravia.

El método de Derek para tener relaciones conyugales era muy similar a su método de ejercicio, incluida la misma expresión de dolor y esfuerzo en el rostro. Por lo que parecía importarle, Ursula podría haber formado parte del colchón. Pero ¿acaso tenía con quién compararlo? ¿Con Howie? Ojalá le hubiera preguntado a Hilda qué ocurría en su «palacete del placer» en Ealing. Pensó en los efusivos coqueteos de Izzie y en el cálido afecto que se tenían Pamela y Harold. Todo parecía indicar diversión, si no absoluta felicidad. «¿Qué sentido tiene la vida si no puedes divertirte un poco?», solía decir Izzie. Ursula tenía la impresión de que en Wealdstone andaba un poco corta de diversiones.

Por rutinario que hubiese sido su empleo, no podía compararse con la pesadísima tarea de llevar una casa un día tras otro. Había que lavar, fregar, quitar el polvo, abrillantar y barrer continuamente, por no mencionar lo que suponía planchar, doblar y colgar la ropa y poner orden. Y los «retoques». Derek era un hombre de líneas y ángulos rectos. Toallas, trapos de cocina, cortinas y alfombras precisaban retoques constantes para quedar perfectamente rectos. (Al igual que la propia Ursula, por lo visto). Pero se trataba de su obligación, eran los retoques constantes que requería el matrimonio en sí, ¿no? Sin embargo, no podía quitarse de encima la sensación de que la ponían a prueba de manera permanente.

Era más sencillo rendirse a la incuestionable creencia de Derek en el orden doméstico que buscar el enfrentamiento. («Hay un sitio para todo y todo tiene que estar en su sitio»). Había que fregar bien la vajilla para quitarle las manchas, sacar brillo a la cubertería y disponerla bien ordenada en los cajones, con los cuchillos como soldados en un desfile y las cucharas bien encajadas unas con otras. Según él, un ama de casa debía ser la más fiel devota en el altar de lares y penates. Ursula pensaba que lo de «altar» no era muy acertado, visto el tiempo que se pasaba barriendo chimeneas y sacando escoria de la caldera.

Derek era muy puntilloso con el orden. Según él, era incapaz de pensar si las cosas estaban fuera de sitio o torcidas. «Casa ordenada, mente ordenada», decía. Ursula empezaba a percatarse de que le gustaban lo suyo los aforismos. Desde luego no podía trabajar en «De los Plantagenet a los Tudor» en medio del desbarajuste que Ursula parecía provocar con solo entrar en una habitación. Necesitaban los ingresos que proporcionaría el libro de texto, el primero de Derek, que publicaría William Collins, y con ese fin había hecho suyo el diminuto comedor (mesa, aparador y todo lo demás) del fondo de la casa para convertirlo en su «estudio», del que Ursula se veía desterrada la mayoría de las veladas para que él pudiera escribir. Donde come uno comen dos, solía decir Derek, y sin embargo ahí estaban, apenas capaces de pagar las facturas por culpa de la incapacidad de Ursula para la economía doméstica, de manera que al menos podía dejarlo un poco en paz para intentar ganarse una migaja extraordinaria. Y no, gracias, no quería su ayuda para mecanografiar el manuscrito.

Ursula tenía ahora la sensación de que su antigua rutina doméstica había sido bastante desastrosa. En Bayswater, muchas veces dejaba la cama sin hacer y los platos sin lavar. Un buen desayuno consistía en pan con mantequilla y, por lo que sabía, tomar un huevo duro para cenar no tenía nada de malo. En Wealdstone, el desayuno tenía que estar listo y servido en la mesa a una hora precisa de la mañana. Derek no podía llegar tarde a la escuela, y el desayuno, una letanía de gachas de avena, huevos y tostadas, era para él una solemne (y solitaria) comunión. Los huevos se preparaban de forma rotativa a lo largo de la semana, revueltos, fritos, duros, pasados por agua, y los viernes tocaba la gran emoción de un arenque ahumado. Los fines de semana, a Derek le gustaba tomar panceta, salchichas y morcilla junto con los huevos. Estos últimos no procedían de una tienda, sino de una granja a tres millas de distancia, a la que Ursula tenía que ir a pie cada semana porque Derek había vendido las bicicletas cuando se mudaron a Wealdstone «para ahorrar».

La cena constituía una clase distinta de pesadilla, puesto que Ursula tenía que pensar constantemente en nuevos menús. La vida era una sucesión interminable de costillas, filetes, pasteles salados, estofados y asados, por no mencionar el pudin que debía figurar todos los días con gran variedad. «¡Soy una esclava de los libros de cocina!», le escribió con fingida alegría a Sylvie, aunque distaba mucho de sentirse alegre en el cotidiano hojear de sus exigentes páginas. Llegó a sentir respeto por la señora Glover. Claro que la señora Glover se beneficiaba de una cocina grande, un presupuesto considerable y una batterie de cuisine completa, mientras que la cocina de Wealdstone estaba muy justa de cacharros y Ursula nunca conseguía que el dinero de que disponía para la casa le alcanzara para toda la semana, de modo que Derek siempre le regañaba por gastar de más.

En Bayswater nunca le había preocupado mucho el dinero; si no le llegaba, comía menos e iba andando en lugar de coger el metro. Si de verdad necesitaba llegar a fin de mes siempre podía recurrir a Hugh o Izzie, pero difícilmente podía salir corriendo a pedirles dinero ahora que tenía un marido. Derek se habría sentido mortificado con semejante afrenta a su hombría.

Tras varios meses de interminables tareas domésticas, Ursula se dijo que se volvería loca si no encontraba algún pasatiempo con el que aliviar las largas jornadas. Todos los días, de camino a las tiendas, pasaba ante un club de tenis. Solo veía la alta tela metálica que se alzaba tras una valla de madera y una puerta verde en una pared de guijarros que daba a la calle, pero oía los familiares sonidos de las pelotas contra las raquetas; un día se encontró llamando a la puerta verde y preguntando si podía apuntarse.

—Me he apuntado al club de tenis del barrio —le dijo a Derek esa noche cuando volvió a casa.

—No me lo has preguntado —contestó él.

—No sabía que jugaras al tenis.

—Y no juego. Quiero decir que no me has preguntado si podías apuntarte.

—No sabía que tuviera que preguntártelo.

Algo nubló el rostro de Derek, lo mismo que Ursula había visto brevemente el día de su boda cuando Sylvie lo corrigió al pronunciar la cita de Shakespeare. Esta vez tardó más en pasar y pareció transformarlo de un modo indefinible, como si una parte de él se hubiese encogido.

—Bueno, ¿puedo o no? —le preguntó ella, pensando que sería mejor mostrarse dócil y mantener la paz. ¿Le habría hecho Pammy una pregunta así a Harold? ¿Habría esperado Harold que le hiciera una pregunta así? No estaba muy segura. Se percató de que no sabía nada sobre el matrimonio. Y, por supuesto, la alianza que formaban Sylvie y Hugh continuaba siendo un enigma.

Se preguntó qué argumento podía tener Derek para que ella no jugase al tenis. Él parecía estar debatiendo lo mismo.

—Supongo que sí. Siempre y cuando te quede tiempo para hacer las tareas de la casa.

A media cena —estofado de cordero y puré de patatas—, Derek se levantó de pronto de la mesa, cogió el plato y lo arrojó al otro extremo de la estancia, y luego salió de la casa sin pronunciar palabra. No volvió hasta que Ursula se disponía a acostarse. Todavía esbozaba la misma expresión hosca que cuando se había ido, y le ladró un «buenas noches» antes de meterse en la cama.

En plena noche, la despertó al ponerse encima de ella y penetrarla sin decir palabra. Ursula se acordó de la glicinia.

La expresión hosca («esa cara», pensaba ella) empezó a hacer apariciones regulares, y Ursula se sorprendió de lo lejos que era capaz de llegar ella para aplacarla. Pero no servía de nada, pues cuando Derek estaba de tan mal humor, ella lo ponía nervioso sin importar lo que hiciera o dijese; de hecho, si algo hacían sus intentos de apaciguarlo era empeorar la situación.

Se organizó una visita a la señora Oliphant en Barnet, la primera desde la boda. Habían pasado brevemente por allí —té con bollos medio secos— para anunciar el compromiso, pero no habían vuelto desde entonces.

En esta ocasión, la señora Oliphant les sirvió una mustia ensalada con jamón y les dio un poco de conversación. Había «reservado» unos cuantos trabajitos en la casa para Derek, quien desapareció armado con sus herramientas y dejó que las mujeres recogieran la mesa. Cuando acabaron de fregar los platos, Ursula propuso:

—¿Preparo una taza de té?

—Como quieras —repuso la señora Oliphant sin mucho entusiasmo.

Se sentaron en el saloncito, un poco tensas, a tomar el té. Colgada en la pared había una fotografía enmarcada, un retrato de estudio de la señora Oliphant y su flamante marido el día de su boda, muy puritanos con sus atuendos de finales de siglo.

—Qué bonita —comentó Ursula—. ¿Tiene alguna foto de Derek de pequeño? ¿O de su hermana? —añadió, pues no le parecía bien excluir a la niña de la historia familiar solo porque estuviese muerta.

—¿Su hermana? —repitió la señora Oliphant frunciendo el ceño—. ¿Qué hermana?

—La hermana que murió.

—¿Murió? —repuso la señora Oliphant con expresión asustada.

—Su hija —insistió Ursula—. La que cayó a la chimenea —añadió, sintiéndose tonta, pues no era un detalle que se olvidada fácilmente.

Se preguntó si la señora Oliphant sería un poco simplona. Parecía confusa, como si tratara de recordar a su hija olvidada.

—Yo solo tuve a Derek —concluyó con firmeza.

—Bueno, da igual —dijo Ursula, como si se tratara de un asunto trivial que pudiera descartarse a la ligera—. Tiene que venir usted a visitarnos a Wealdstone, ahora que estamos instalados. Estamos muy agradecidos por el dinero que dejó el señor Oliphant, ¿sabe?

—¿Cómo? ¿Dejó dinero?

—Tengo entendido que dejó unas acciones en el testamento —repuso Ursula. Quizá la señora Oliphant no había participado en la formalización de las últimas voluntades de su esposo.

—¿Testamento? No dejó más que deudas cuando se fue. No está muerto —añadió, como si la simplona fuese Ursula—. Vive en Margate.

Ursula se preguntó qué otras mentiras y verdades a medias le habrían contado. ¿Era cierto que Derek había estado a punto de ahogarse de pequeño?

—¿De ahogarse?

—Volcó con un bote de remos y fue nadando hasta la orilla, ¿no?

—¿De dónde has sacado una cosa así?

—Bueno —dijo Derek apareciendo en el umbral y dándoles un susto a ambas—, ¿qué andáis cotilleando?

—Has adelgazado —comentó Pamela.

—Sí, supongo que sí. Últimamente juego al tenis.

Qué normal parecía su vida al oír eso. Se empeñaba en asistir al club de tenis, pues era el único alivio de su claustrofóbica vida en Masons Avenue, aunque tenía que afrontar constantes interrogatorios al respecto. Todas las tardes cuando volvía a casa, Derek le preguntaba si ese día había jugado al tenis, aunque solo jugaba dos veces por semana. Siempre le preguntaba con insistencia por su pareja, una tal Phyllis, la mujer de un dentista. Derek parecía despreciar a Phyllis aunque ni siquiera la conocía.

Pamela había ido a visitarla desde Finchley.

—Es la única manera de verte, está claro. —Y añadió entre risas—: Debe de gustarte mucho la vida de casada, o Wealdstone. Mamá dice que le has dado largas.

Ursula había dado largas a todo el mundo desde la boda, rechazando las propuestas de Hugh de «pasar» a tomar una taza de té y las insinuaciones de Sylvie de que los invitaran a comer un domingo. Jimmy estaba fuera, en la escuela, y Teddy cursaba su primer año en Oxford pero le escribía cartas largas y encantadoras, y Maurice, cómo no, no se sentía inclinado a visitar a ningún miembro de su familia.

—Estoy segura de que no le apetece demasiado visitarnos, porque vivimos en Wealdstone y todo eso. Este sitio no le entusiasma mucho.

Las dos se rieron. Ursula casi había olvidado cómo era reír. Se sintió al borde de las lágrimas y tuvo que volverse y enfrascarse en los preparativos del té.

—Cómo me alegro de verte, Pammy.

—Bueno, ya sabes que estaremos encantados de que vengas a Finchley, cuando quieras. Deberías instalar un teléfono, y así podríamos hablar constantemente.

Derek creía que el teléfono era un lujo, pero Ursula sospechaba que no quería que hablase con nadie. Difícilmente podía expresar dicha sospecha (¿y a quién iba a decírselo? ¿A Phyllis? ¿Al lechero?) porque la gente pensaría que estaba chiflada. Deseaba con ansia la visita de Pamela, como quien desea unas vacaciones. El lunes le dijo a Derek:

—El miércoles por la tarde vendrá Pamela.

—No me digas —contestó él.

Pareció indiferente, y ella se alegró de que no apareciera su expresión hosca.

En cuanto acabaron, Ursula se apresuró a recoger las tazas de té, lavarlas y secarlas y colocarlas de nuevo en su sitio.

—Caray —dijo Pamela—, ¿desde cuándo eres una impecable Hausfrau?

—Casa ordenada, mente ordenada —sentenció Ursula.

—El orden está sobrevalorado —comentó Pamela—. ¿Te ocurre algo? Se te ve terriblemente alicaída.

—Estoy con la regla.

—Ay, qué mala pata. Yo voy a librarme de ese problema unos cuantos meses. Adivina por qué.

—¿Vas a tener un bebé? ¡Oh, qué noticia tan maravillosa!

—Sí, ¿verdad? Nuestra madre va a ser abuela otra vez. (Maurice ya había puesto en marcha la siguiente generación de los Todd). ¿Tú crees que le hará gracia?

—Quién sabe. Últimamente está bastante impredecible.

—¿Qué tal la visita de tu hermana, ha sido agradable? —quiso saber Derek cuando llegó a casa aquella noche.

—Sí, muchísimo. Va a tener un bebé.

—No me digas.

A la mañana siguiente, a Ursula no le quedaron bien los huevos escalfados. Incluso ella tuvo que admitir que el que le sirvió a Derek para desayunar tenía un aspecto desagradable, pues semejaba una medusa depositada sobre la tostada para dejarla morir allí. En el rostro de Derek apareció una sonrisa maliciosa, una expresión que parecía indicar triunfo al encontrar un defecto. Era una nueva expresión. Peor que la de antes.

—¿De verdad esperas que me coma esto?

A Ursula se le pasaron varias respuestas por la cabeza, pero las rechazó todas por ser demasiado provocativas.

—Puedo prepararte otro —dijo.

—Tengo que invertir todas las horas del mundo en un trabajo que desprecio, solo para mantenerte, ¿sabes? Tú no te preocupas de nada. No haces nada en todo el día…, ay, no —añadió con sarcasmo—, perdona, se me olvidaba que juegas al tenis…, y ni siquiera eres capaz de prepararme un huevo como Dios manda.

Ursula no sabía que Derek despreciara su trabajo. Se quejaba mucho del comportamiento de los alumnos de tercero y hablaba sin parar de que el director no se hacía cargo de lo dura que era su labor, pero no se le había ocurrido que detestara dar clases. Derek parecía al borde de las lágrimas, y Ursula sintió una lástima inesperada.

—Te prepararé otro huevo —dijo.

—No te molestes.

Ursula supuso que lanzaría el huevo contra la pared, pues Derek tenía tendencia a arrojar comida desde que ella se había apuntado al club de tenis, pero lo que hizo fue propinarle un tremendo manotazo en un lado de la cabeza que la hizo tambalearse hasta dar contra la cocina y caer por fin al suelo, donde se quedó arrodillada, como si rezara. El dolor, más que el golpe en sí, la había pillado por sorpresa.

Derek cruzó la cocina y se plantó ante ella con el plato que contenía el huevo culpable. Durante un instante, Ursula pensó que lo estrellaría contra ella, pero lo que hizo fue deslizar el huevo en el plato hasta que le cayó en la coronilla. Luego salió hecho una furia de la cocina, y un momento después Ursula lo oyó salir de la casa dando un portazo. El huevo le resbaló por el pelo y luego por la cara y cayó al suelo, donde se reventó en un silencioso estallido de amarillo. Se puso en pie con esfuerzo y cogió un trapo.

Aquella mañana pareció desatar algo en Derek. Ursula empezó a contravenir normas cuya existencia ni siquiera conocía: ponía demasiado carbón en el fuego, abusaba del papel higiénico, se dejaba una luz encendida sin querer. Derek comenzó a revisar todos los recibos y las facturas, y ella tenía que dar cuentas de cada penique y nunca disponía de dinero de más.

Resultó que su marido era capaz de despotricar como un loco ante las cosas más insignificantes, y una vez que empezaba no parecía que pudiese parar. Estaba siempre irritado. Era ella quien lo hacía enfadar en todo momento. Ahora todas las noches le exigía una descripción exacta de su jornada. Preguntaba cuántos libros había intercambiado en la biblioteca, qué le había dicho el carnicero y si había pasado alguien por la casa. Ursula dejó el tenis. Fue más sencillo.

No volvió a pegarle, pero la violencia parecía bullir constantemente en su interior, como un volcán dormido que Ursula hubiese despertado de manera inesperada. En opinión de su marido, ella metía la pata todo el tiempo, de manera que nunca disponía de un instante para desentrañar lo que le ofuscaba el cerebro. Su mera existencia parecía irritarlo. ¿Acaso se tenía que vivir la vida como un castigo continuo? (¿Por qué no? ¿No era lo que merecía?).

Ursula empezó a vivir presa de un malestar constante, como si tuviera la cabeza llena de niebla. Supuso que era una cuestión de «con tu pan te lo comas». Quizá se trataba de otra versión del amor fati del doctor Kellet. ¿Qué opinaría él del aprieto en que estaba metida? Para ser más precisos, ¿qué pensaría de la peculiar personalidad de Derek?

Iba a asistir a la jornada del deporte. Era una fecha señalada en el calendario de Blackwood y se esperaba la asistencia de las esposas de los maestros. Derek le había dado dinero para que se comprara un sombrero nuevo.

—Asegúrate de estar bien elegante.

Ursula fue a una tienda de ropa para mujer y niño del barrio que se llamaba À La Mode (aunque en realidad no lo estaba). Era allí donde adquiría medias y ropa interior. No se había comprado nada más desde la boda. Su aspecto no le preocupaba lo suficiente para darle la lata a Derek pidiéndole dinero.

Era una tienda sin lustre en una hilera de establecimientos de aspecto deslucido: una peluquería, una pescadería, una verdulería, una oficina de correos. No tenía ánimos ni valor (ni presupuesto) para molestarse en ir a unos grandes almacenes elegantes de Londres (¿y qué le diría Derek de semejante excursión?). Cuando trabajaba en Londres, antes del hito que había supuesto el matrimonio, pasaba mucho tiempo en Selfridges y Peter Robinson. Ahora esos sitios le parecían tan distantes como países extranjeros.

El contenido del escaparate quedaba protegido del sol por una pantalla de un naranja amarillento, una suerte de grueso filtro de celofán que le recordaba al envoltorio de una botella de Lucozade y quitaba atractivo a los modelos expuestos.

No era lo que se decía un sombrero precioso, pero supuso que serviría. De mala gana, inspeccionó su reflejo en el espejo que cubría la pared del suelo al techo, en tres partes. En aquel tríptico se veía tres veces peor que en el espejo del baño (el único de la casa que no podía evitar). Ya no se reconocía. Había tomado la senda errónea, había abierto la puerta equivocada, y no conseguía encontrar el camino de regreso.

De pronto, se asustó al oírse proferir horribles gemidos, sonidos del desaliento más absoluto. El dueño de la tienda salió corriendo de detrás del mostrador.

—Vamos, vamos, querida, no se altere. Está con esos días del mes, ¿no es eso?

La hizo sentarse y le dio una taza de té y una galleta; Ursula no fue capaz de expresar la gratitud que sentía ante aquel simple gesto de amabilidad.

La escuela quedaba a una parada de tren y luego había que caminar un poco por una carretera tranquila. Ursula se unió a la marea de padres que fluía a través de las puertas de Blackwood. Era emocionante, y un poco aterrador, encontrarse de pronto en una aglomeración. Llevaba menos de seis meses casada, pero había olvidado qué se sentía en medio de una multitud.

Nunca había estado en la escuela y se llevó una sorpresa ante la fachada de ladrillo corriente y los simplones parterres; era muy distinta a la antiquísima escuela a la que habían asistido los hombres de la familia Todd. Teddy y Jimmy habían seguido los pasos de Maurice y asistido al antiguo internado de Hugh, un precioso edificio de suave piedra gris, tan bonito como una facultad de Oxford. (Aunque dentro era «despiadado», según Teddy). Los jardines eran especialmente hermosos y hasta Sylvie admiraba la profusión de flores en los arriates. «Una decoración floral bastante romántica», decía. En la escuela de Derek no había ningún romanticismo, ya que el énfasis se había puesto en los campos de deportes. Los chicos de Blackwood no eran especialmente académicos, al menos según Derek, y los mantenían ocupados con rutinas interminables de rugby y críquet. Más mentes sanas en cuerpos sanos. ¿Tenía Derek una mente sana?

Era demasiado tarde para preguntarle por su hermana y su padre, pues Ursula sospechaba que haría entrar en erupción el Krakatoa. ¿Por qué iba alguien a inventar algo así? El doctor Kellet lo sabría.

En un extremo de la pista de atletismo se habían dispuesto mesas plegables con un refrigerio para los padres. Té, sándwiches y finas porciones del típico pastel de almendras de Dundee. Ursula se quedó junto a la tetera buscando con la mirada a Derek. Le había dicho que no podría hablar mucho con ella porque tendría que «echar una mano», y cuando por fin lo vio en el otro extremo de la pista, llevaba diligentemente en los brazos un montón de grandes aros cuyo propósito le pareció un misterio.

Todos los reunidos en torno a las mesas parecían conocerse, en especial las mujeres de los profesores, y Ursula se dijo que en Blackwood debía de haber muchos más actos sociales de los que Derek mencionaba.

Un par de maestros de cierta edad, que parecían murciélagos con sus togas, se instalaron cerca de la mesa del té, y Ursula captó el apellido «Oliphant». Se acercó un poco más a ellos con discreción, fingiendo sentir profunda fascinación por la pasta de cangrejo del sándwich que tenía en el plato.

—He oído decir que el joven Oliphant ha vuelto a meterse en líos.

—¿De verdad?

—Creo que le ha pegado a un niño.

—No hay nada malo en pegarles a los niños. Yo lo hago constantemente.

—Pero por lo visto la cosa ha sido fea esta vez. Los padres amenazan con ir a la policía.

—Nunca ha sido capaz de controlar a una clase. Como profesor no vale un pimiento, desde luego.

Con los platos llenos de pastel, los dos hombres empezaron a alejarse, y Ursula fue tras ellos.

—Está de deudas hasta las orejas, ¿sabes?

—A lo mejor saca algo de dinero de su libro.

Ambos rieron con ganas, como si acabaran de oír un buen chiste.

—Tengo entendido que su mujer está aquí hoy.

—¿De veras? Pues más vale que estemos pendientes. He oído decir que es muy inestable.

Esto último también era un chiste estupendo, por lo visto. Un repentino disparo que señalaba la salida de una carrera de vallas la hizo dar un respingo. Dejó que los maestros se alejaran. Se le habían quitado las ganas de escuchar a hurtadillas.

Vio a Derek dirigirse a grandes zancadas hacia ella; en lugar de aros ahora llevaba un cargamento de pesadas jabalinas. A gritos pidió a un par de chicos que lo ayudaran, y estos se acercaron trotando, obedientes. Cuando pasaban junto a Ursula, uno de ellos se burló por lo bajo:

—Sí, señor Elefante, ahora vamos, señor Elefante.

Derek soltó las jabalinas en la hierba, que cayeron con gran estrépito.

—Llevadlas al otro extremo del campo —les dijo—. Vamos, espabilad.

Se acercó a Ursula y le dio un leve beso en la mejilla.

—Hola, cariño.

Ella se echó a reír, no pudo evitarlo. Era lo más agradable que le decía en semanas, y no lo había dicho por ella sino para que lo oyeran dos mujeres de maestros que había allí cerca.

—¿Qué te divierte tanto? —le preguntó Derek mirándola tan intensamente, que hizo que se sintiera intranquila.

Ursula notó que estaba furioso. Por toda respuesta meneó la cabeza. Le preocupaba ponerse a gritar, sentía su propio volcán burbujeando dentro de sí, dispuesto a entrar en erupción. Supuso que estaba histérica. «Inestable».

—Tengo que ir a ver el salto de altura de los de último curso —dijo Derek frunciendo el entrecejo—. Nos vemos luego.

Se alejó, todavía ceñudo, y ella se echó a reír otra vez.

—¿Señora Oliphant? Es usted la señora Oliphant, ¿verdad?

Las dos mujeres saltaron sobre ella como leonas que hubiesen captado la presencia de una presa herida.

También volvió sola a casa, pues Derek, según dijo, tenía que supervisar el estudio de la tarde y comería en la escuela. Se preparó una cena a base de sobras, consistente en arenque frito y patatas frías, y de pronto tuvo ganas de tomarse una buena botella de tinto. De hecho, una botella tras otra, hasta matarse bebiendo. Arrojó al cubo de basura la espina del arenque. «Extinguirse sin pena, a medianoche». Cualquier cosa era mejor que esa vida tan absurda.

Derek era un hazmerreír, para los muchachos, para el personal. «Señor Elefante». Imaginaba a los rebeldes alumnos de tercero volviéndolo loco de ira. Y su libro, ¿qué pasaba con su libro?

A Ursula le traía bastante sin cuidado el contenido del «estudio» de Derek. Nunca había tenido mucho interés en los Plantagenet o los Tudor, ya puestos. Tenía instrucciones estrictas de no tocar sus papeles o libros cuando quitaba el polvo o sacaba brillo en el comedor (como aún le gustaba considerarlo), pero de todas formas no le interesaba hacerlo y apenas si observaba el progreso del voluminoso tomo.

Últimamente, Derek había trabajado de manera febril y la mesa estaba cubierta de un revoltijo de notas y pedazos de papel. No eran más que frases y pensamientos inconexos («una creencia divertida si bien algo primitiva», «planta genista, la retama común nos proporciona el nombre de los angevinos», «salidos del infierno, y al infierno volverán»). Había pocos indicios de un manuscrito en sí; solo había correcciones y más correcciones, el mismo párrafo escrito una y otra vez con minúsculos cambios, e interminables páginas de prueba, escritas en cuadernos pautados con el emblema y el lema de Blackwood (A posse ad esse, «De la posibilidad a la realidad») en la portada. No era de extrañar que no hubiese querido que ella mecanografiara el manuscrito. Comprendió que se había casado con un Casaubon.

La vida entera de Derek era una farsa. Desde las primeras palabras que le había dirigido («¡Caramba! Qué mala suerte. Deje que la ayude»), fue un falso. ¿Qué quería de ella? ¿Quería a alguien más débil que él, o una esposa, una madre para sus hijos, alguien que le llevara la casa?, quería todo lo que la vie quotidienne implicaba pero sin el caos que entrañaba. Ella se casó con él para estar a salvo de ese caos. Derek se casó con ella por la misma razón, ahora lo entendía. Eran las dos personas más incapaces del mundo para salvar a alguien de lo que fuera.

Ursula rebuscó en los cajones del aparador y encontró un fajo de cartas, la primera de ellas con el membrete de William Collins e Hijos, quienes lamentaban «muy a su pesar» tener que rechazar su idea para un libro «sobre un tema ya muy trillado en los libros de texto de historia». Había cartas similares de otros editores de textos educativos y, peor incluso, facturas por pagar y avisos de pago con tono amenazador. En una carta especialmente áspera se exigía la devolución inmediata del préstamo que, por lo visto, se había pedido para pagar la casa. Era una carta amarga como las que solía mecanografiar al dictado en la escuela de secretariado: «Estimado señor, ha llegado a mi conocimiento que…».

Oyó abrirse la puerta de la casa y el corazón le dio un vuelco. Derek apareció en el umbral del comedor, un invasor godo en el escenario.

—¿Qué haces?

Ursula blandió la carta de William Collins.

—Eres un mentiroso de tomo y lomo. ¿Por qué te casaste conmigo? ¿Por qué nos has vuelto a los dos tan infelices?

Vaya expresión tenía Derek. Era aquella cara. Ursula estaba jugándose que la matara, pero ¿no era más fácil eso que hacerlo ella misma? Ya no le importaba, ya no le quedaban ganas de luchar.

Esperaba aquel primer golpe, pero aun así la pilló por sorpresa. Derek le encajó un puñetazo en plena cara, como si quisiera borrarla.

Se quedó dormida, o quizá perdió el conocimiento, en el suelo de la cocina, y despertó un poco antes de las seis. Se sentía mareada y aturdida y le dolía cada pulgada del cuerpo, como si lo tuviera de plomo. Estaba desesperada por beber un poco de agua, pero no se atrevía a abrir el grifo por miedo a despertar a Derek. Apoyándose primero en una silla y luego en la mesa, se incorporó hasta ponerse en pie. Encontró los zapatos y salió con sigilo al vestíbulo, donde cogió el abrigo y un pañuelo de cabeza del perchero. La cartera de Derek estaba en el bolsillo de su chaqueta, y cogió un billete de diez chelines, más que suficiente para el billete de tren y el taxi de después. Sentía agotamiento ante la perspectiva del duro viaje; ni siquiera estaba segura de poder llegar andando hasta Harrow y la estación de Wealdstone.

Se puso el abrigo y se tapó la cara con el pañuelo, evitando el espejo del perchero. Tendría un aspecto demasiado horroroso. Dejó la puerta principal ligeramente entreabierta para que el ruido al cerrarla no lo despertara. Pensó en la Nora de Ibsen dando un portazo detrás de sí. Nora no habría optado por gestos dramáticos si huyera de Derek Oliphant.

Fue el trayecto más largo que hacía caminando en toda su vida. El corazón le palpitaba tan fuerte que pensó que iba a fallarle. Durante el camino temió oír las pisadas de Derek, corriendo tras ella y gritando su nombre. En la ventanilla de venta de billetes tuvo que musitar «Euston» con la boca llena de sangre y dientes rotos. El empleado le echó un vistazo y apartó enseguida la mirada al ver en qué estado se hallaba. Ursula supuso que no estaba acostumbrado a atender pasajeras con pinta de recién salidas de una pelea a puñetazos.

Tuvo que esperar el primer tren del día otros diez dolorosos minutos en los lavabos de señoras, pero al menos pudo beber un poco de agua y lavarse parte de la sangre que tenía en la cara.

En el vagón, se sentó con la cabeza gacha y protegiéndose el rostro con un mano. Los hombres con traje y bombín pusieron mucho empeño en ignorarla. Cuando esperaba a que el tren emprendiera la marcha, se arriesgó a echar un vistazo al andén, y sintió un alivio inmenso al comprobar que no había rastro de Derek. Con un poco de suerte, aún no la habría echado de menos y estaría haciendo sus flexiones en el suelo del dormitorio, presumiendo que ella estaba en la cocina preparándole el desayuno. Era viernes, tocaba arenque. Y el arenque seguía en el estante de la despensa, envuelto en papel de periódico. Derek se pondría furioso.

Cuando bajó del tren en Euston casi se le doblaron las piernas. La gente evitaba acercarse a ella, y le preocupó que el taxista se negara a llevarla, pero accedió a hacerlo cuando le enseñó el dinero. Transitaron en silencio por las calles de Londres, empapadas por la lluvia de la noche; los primeros rayos de sol arrancaban ahora destellos a la piedra de los edificios y el suave amanecer teñía las nubes de opalescentes tonos de rosa y azul. Había olvidado cuánto le gustaba Londres. Se le levantó el ánimo. Decidió vivir, y ahora lo deseaba muchísimo.

El taxista la ayudó a bajar al final del trayecto.

—¿Está segura de que es aquí, señorita? —preguntó mirando la gran casa de ladrillo en Melbury Road, no muy convencido.

Ursula asintió en silencio.

Era un destino inevitable.

Llamó al timbre y la puerta se abrió. Izzie se llevó una mano a la boca, horrorizada al verle la cara.

—Ay, Dios mío. Pero ¿qué te ha pasado?

—Mi marido ha intentado matarme.

—Pues será mejor que entres —concluyó Izzie.

Las magulladuras sanaron muy despacio.

—Heridas de batalla —dijo Izzie.

El dentista de Izzie le arregló los dientes, y tuvo que llevar un tiempo el brazo derecho en cabestrillo. La nariz estaba rota otra vez y tenía fisuras en los pómulos y en la mandíbula. Había sufrido daños, ya no estaba «intacta». Por otra parte, se sentía como si la hubiesen frotado hasta dejarla limpia. El pasado ya no era un peso tan tremendo sobre el presente. Mandó un mensaje a la Guarida del Zorro para decir que pasaba el verano fuera, «de vacaciones recorriendo las Tierras Altas con Derek». Sabía que Derek no se pondría en contacto con la Guarida del Zorro. Estaría lamiéndose las heridas en algún sitio. En Barnet, quizá. No tenía ni idea de dónde vivía Izzie, gracias a Dios.

Izzie se mostró sorprendentemente comprensiva.

—Quédate todo el tiempo que quieras. Supondrá un cambio agradable no andar sola todo el día en la casa. Y sabe Dios que tengo dinero de sobra para mantenerte. Tómate tu tiempo, no hay prisa. Y solo tienes veintitrés años, por el amor de Dios.

Ursula no supo qué le sorprendía más, si la sincera hospitalidad de Izzie o el hecho de que supiera qué edad tenía. Quizá Belgravia también la había cambiado a ella.

Ursula estaba sola en la casa una tarde cuando apareció Teddy en el umbral.

—Cómo cuesta encontrarte —dijo, dándole un enorme abrazo.

El corazón de Ursula dio un vuelco de alegría. De algún modo, Teddy siempre parecía más real que el resto de la gente. Se veía bronceado y fuerte de haber pasado las largas vacaciones de verano trabajando en la granja de la mansión. Había anunciado poco antes que quería ser granjero.

—Tendrás que devolverme el dinero que he invertido en tu educación —dijo Sylvie, pero sonriendo, porque Teddy era su favorito.

—De hecho, me parece que era mi dinero —intervino Hugh. (¿Tenía Hugh un favorito? «Tú, me parece», decía Pamela).

—¿Qué te ha pasado en la cara? —le preguntó Teddy.

—Un pequeño accidente, tendrías que haberla visto antes —contestó Ursula riendo.

—No estás en las Tierras Altas.

—Eso parece, ¿no?

—¿Lo has abandonado, entonces?

—Sí.

—Bien. —Teddy, al igual que Hugh, no era de los que gastaban saliva innecesaria—. Bueno, ¿y dónde está el trasto de nuestra tía?

—Pues trasteando por ahí. En el Embassy Club, me parece.

Tomaron un poco del champán de Izzie para celebrar la libertad de Ursula.

—Supongo que mamá pensará que eres una deshonra —dijo Teddy.

—No te preocupes, creo que ya lo pensaba.

Se prepararon una tortilla y una ensalada de tomate y cenaron con el plato en las rodillas escuchando a Ambrose y su orquesta en la radio. Cuando acabaron de comer, Teddy encendió un cigarrillo.

—Qué mayor estás —comentó Ursula, riendo.

—Tengo músculos —contestó él enseñando los bíceps como un forzudo de circo.

Teddy asistía a clases de literatura inglesa en Oxford y decía que era un alivio dejar de pensar y «trabajar la tierra». También escribía poesía. Sobre la tierra, no sobre «sentimientos». La muerte de Nancy le había roto el corazón, y cuando algo se quebraba, según él nunca podía repararse a la perfección.

—Un poco jamesiano, ¿verdad? —dijo con tono tristón.

(Ursula pensó en sí misma).

El afligido Teddy llevaba sus heridas dentro, una cicatriz le cruzaba el corazón donde le habían arrancado a la pequeña Nancy Shawcross.

—Es como si entraras en una habitación —le contó a Ursula— y tu vida se acabara pero siguieras viviendo.

—Creo que lo entiendo, sí.

Ursula se durmió con la cabeza apoyada en el hombro de Teddy. Aún sentía un cansancio tremendo. («El sueño lo cura todo», decía Izzie cuando le llevaba el desayuno en una bandeja cada mañana).

Finalmente, Teddy exhaló un suspiro y se desperezó.

—Supongo que debería volver ya a la Guarida del Zorro. ¿Cómo va la historia, te he visto o no? ¿O sigues en Brigadoon? —Se llevó los platos hacia la cocina—. Voy recogiendo mientras piensas la respuesta.

Cuando llamaron al timbre, Ursula supuso que se trataba de Izzie. Ahora que ella vivía en Melbury Road, su tía no se preocupaba gran cosa de las llaves. «Si siempre estás aquí, cariño», decía cuando Ursula tenía que levantarse de la cama a las tres de la mañana para abrirle la puerta.

No era Izzie, era Derek. Se quedó tan sorprendida que no pudo ni hablar. Lo había dejado tan firmemente atrás que pensaba en él como en alguien que ya no existía. Su sitio no estaba en la casa de Holland Park, sino en algún oscuro rincón de la imaginación.

Derek le retorció un brazo hasta inmovilizárselo en la espalda y la empujó pasillo abajo hasta el salón. Allí echó un vistazo a la mesita de café, un pesado mueble de madera tallada de estilo oriental. Sobre ella vio las copas de champán vacías y el gran cenicero de ónice con las colillas de Teddy.

—¿Quién ha estado aquí contigo? —siseó. Estaba incandescente de ira—. ¿Con quién has estado fornicando?

—¿Fornicando? —repitió Ursula, sorprendida por la palabra. Qué bíblica sonaba.

Teddy entró en la habitación con un trapo al hombro.

—¿Qué pasa aquí? —quiso saber, y añadió—: Quítale las manos de encima.

—¿Es este? —le preguntó Derek a Ursula—. ¿Es este el hombre con quien andas como una fulana por todo Londres?

Y, sin esperar respuesta, le estrelló la cabeza contra la mesita de café. Ursula resbaló hasta el suelo. El dolor en la cabeza era terrible y empeoraba cada vez más en lugar de remitir, como si se la hubieran metido en un torno de banco que no parasen de girar. Derek asió el pesado cenicero de ónice y lo alzó como si fuera un cáliz sin preocuparse por las colillas que cayeron en la alfombra. Ursula supo que el cerebro no le funcionaba correctamente, porque debería estar encogida y presa del terror, pero solo conseguía pensar que aquello se parecía bastante al incidente del huevo escalfado y que la vida era absurda.

Teddy le gritó algo a Derek, y este le arrojó el cenicero en lugar de abrirle la cabeza a Ursula con él. Ella no vio si el cenicero le daba o no a Teddy porque Derek la agarró del cabello, le levantó la cabeza y volvió a estrellársela contra la mesita. Ursula vio el fogonazo de un relámpago ante sus ojos, pero el dolor empezó a mitigarse.

Cayó sobre la alfombra y allí se quedó, incapaz de moverse. Tenía tanta sangre en los ojos que apenas veía. Con el segundo golpe de su cabeza contra la mesa notó que algo cedía, quizá el instinto de seguir viva. Por la torpe danza sobre la alfombra y los gruñidos en torno a ella sabía que Derek y Teddy se encontraban en plena pelea. Al menos Teddy estaba en pie y no inconsciente en el suelo, pero Ursula no quería que peleara, quería que huyera de allí y se pusiera a salvo. No le importaba morirse, de veras que no, siempre y cuando Teddy estuviera a salvo. Trató de decir algo, aunque solo brotaron sonidos guturales e incomprensibles. Tenía mucho frío y estaba muy cansada. Recordó haberse sentido así en el hospital, después del suceso de Belgravia. Hugh la acompañaba; la cogió de la mano y la mantuvo en esta vida.

Ambrose seguía sonando en la radio, Sam Browne cantaba «The Sun Has Got His Hat On». Vaya canción tan alegre para despedirse de la vida. No era lo que se esperaba.

El murciélago negro venía en su busca. Ursula no quería irse. La negrura empezó a cernirse en torno a ella. «La apacible Muerte». Qué frío hacía. Esta noche nevará, se dijo, aunque todavía no haya llegado el invierno. Ya nevaba, caían fríos copos que se disolvían en su piel como pompas de jabón. Ursula tendió una mano para que Teddy se la cogiera, pero esta vez nada pudo impedir que se sumiera en la noche oscura.