Agosto de 1926

«La pluma debe sostenerse con suavidad, de forma que permita trazar con facilidad los caracteres taquigráficos. No se debe permitir que la muñeca se apoye sobre el cuaderno o el escritorio».

El resto del verano fue espantoso. Se sentaba bajo los manzanos del huerto tratando de leer un manual de instrucciones de taquigrafía de Pitman. Se había decidido que haría un curso de mecanografía y taquigrafía en lugar de volver a la escuela.

—No puedo volver. Sencillamente, no puedo.

Era casi imposible huir de la frialdad que emanaba de Sylvie cada vez que entraba en una habitación y veía en ella a Ursula. Bridget y la señora Glover estaban perplejas; no entendían por qué la «grave enfermedad» que Ursula había contraído en Londres mientras estaba con su tía parecía haber distanciado tanto a Sylvie de su hija cuando habría cabido esperar lo contrario. Por supuesto Izzie quedó excluida para siempre. Persona non grata in perpetuam. Nadie sabía la verdad sobre lo ocurrido, excepto Pamela, que le había sonsacado la historia a Ursula, poquito a poco.

—Sin embargo, fue él quien te forzó —dijo, echando chispas—, ¿cómo puedes pensar que fue culpa tuya?

—Pero las consecuencias… —musitó Ursula.

Sylvie la culpaba solo a ella, cómo no.

—Has echado por la borda tu virtud, tu personalidad, la buena opinión que todos pudieran tener de ti.

—Pero nadie lo sabe.

—Yo sí.

—Pareces salida de una de las novelas de Bridget —le decía Hugh a Sylvie. ¿Habría leído él una de las novelas de Bridget? No parecía muy probable—. De hecho, me recuerdas a mi propia madre.

(«Ahora parece horroroso —dijo Pamela—, aunque esto también pasará»).

Hasta Millie se dejó engañar por las mentiras de Ursula.

—¡Septicemia! Eso es sangre infectada, ¿no? Qué espectacular. ¿Era muy horrible el hospital? Nancy dice que Teddy le contó que casi te mueres. Estoy segura de que a mí nunca me pasará nada tan emocionante.

Qué diferencia tan abismal había entre morirse y estar a punto de morirse. Toda tu vida, de hecho. Ursula tenía la impresión de que la vida para la que se había salvado no le servía de nada.

—Me gustaría volver a ver al doctor Kellet —le dijo a Sylvie.

—Creo que se ha jubilado —contestó ella con indiferencia.

Ursula seguía llevando el cabello largo, sobre todo por complacer a Hugh, pero un día se dirigió a Beaconsfield con Millie e hizo que se lo cortaran. Fue un acto de penitencia que hizo que se sintiera como una mártir o una monja. Supuso que era así como viviría el resto de su vida, en algún punto entre las dos cosas.

Más que triste, Hugh pareció sorprendido. Ursula supuso que un corte de pelo era una ridiculez comparado con lo de Belgravia.

—¡Santo cielo! —exclamó Hugh cuando ella se sentó a cenar unas chuletas à la russe poco apetitosas.

(«Parece la comida del perro», comentó Jimmy, aunque era un niño con un apetito magnífico que se habría zampado encantado la comida de Jock).

—Pareces una persona completamente distinta —dijo Hugh.

—Eso solo puede ser bueno, ¿no? —repuso Ursula.

—Pues a mí me gustaba la Ursula de antes —intervino Teddy.

—Bueno, pues por lo visto eres el único a quien le gusto —musitó Ursula.

Sylvie profirió un ruido que no se concretó en una palabra, y Hugh le dijo a Ursula:

—Oh, vamos, yo creo que eres…

Pero nunca descubrió qué pensaba Hugh de ella porque el insistente repiqueteo del llamador de la puerta anunció la llegada de un comandante Shawcross bastante angustiado que quería saber si Nancy estaba con ellos.

—Lamento interrumpirles la cena —dijo, vacilando en el umbral del comedor.

—Aquí no está —repuso Hugh, aunque la ausencia de Nancy era obvia.

El comandante Shawcross frunció el entrecejo al observar las chuletas en los platos.

—Ha salido al camino a recoger hojas, para su álbum. Ya sabes cómo es. —Esto último lo dijo dirigiéndose a Teddy, alma gemela de Nancy.

A Nancy le encantaba la naturaleza y siempre andaba recogiendo ramitas y piñas, conchas, piedras y huesos, como si fueran objetos totémicos de una religión ancestral. «Está asilvestrada», decía la señora Shawcross («Como si eso fuera bueno», comentaba Sylvie).

—Buscaba hojas de roble —comentó el comandante—, y en nuestro jardín no hay robles.

Siguió una breve discusión sobre la desaparición del roble inglés, seguida por un pensativo silencio. El comandante Shawcross se aclaró la garganta.

—Según Roberta, lleva fuera más o menos una hora. He recorrido el sendero de arriba abajo llamándola a gritos. No se me ocurre dónde puede estar. Winnie y Millie también están ahí fuera buscándola.

El comandante Shawcross empezaba a parecer un poco mareado. Sylvie sirvió un vaso de agua y se lo tendió.

—Siéntese.

El comandante siguió de pie. Ursula se dijo que estaba pensando en Angela, por supuesto.

—Habrá encontrado algo interesante —sugirió Hugh—, el nido de un pájaro o una gata con gatitos. Ya conocéis a Nancy.

Todos estuvieron de acuerdo en que conocían a Nancy.

El comandante Shawcross cogió una cuchara de la mesa del comedor y la miró distraído.

—Se ha saltado la cena.

—Le ayudaré a buscarla —se ofreció Teddy levantándose de golpe. Él también conocía a Nancy, y sabía que nunca se saltaba la cena.

—Yo también —dijo Hugh abandonando su chuleta, y le dio una palmada de ánimo en la espalda al comandante.

—¿Voy yo también? —quiso saber Ursula.

—No —zanjó Sylvie—. Y Jimmy tampoco. Quedaos aquí, la buscaremos nosotros por el jardín.

En esta ocasión no hubo una fresquera. Nancy fue a parar a la morgue de un hospital. Aún estaba caliente cuando la encontraron en el fondo de un antiguo comedero para reses.

—Han abusado de ella —le contó Hugh a Sylvie mientras Ursula acechaba como una espía al otro lado de la puerta del saloncito—. Dos niñas en tres años, no puede ser una coincidencia, ¿no? Y la han estrangulado, como a Angela.

—Hay un monstruo viviendo entre nosotros —repuso Sylvie.

Fue el comandante quien la encontró.

—Gracias a Dios que esta vez no ha sido nuestro pobre Ted —dijo Hugh—. No lo habría soportado.

De todas formas, Teddy no fue capaz de soportarlo. Pasó semanas sin apenas pronunciar palabra. Cuando por fin habló, dijo que le habían arrancado el alma.

—Las heridas cicatrizan —repuso Sylvie—. Incluso las peores.

—¿De verdad crees eso? —le preguntó Ursula pensando en el papel de glicinias y la sala de espera en Belgravia.

—Bueno, no siempre —admitió Sylvie sin molestarse en mentir.

Oyeron los alaridos de la señora Shawcross durante aquella primera noche. Después su cara nunca volvió a ser la misma, y el doctor Fellowes les contó que había sufrido «una pequeña apoplejía».

—Vaya, pobre mujer —dijo Hugh.

—Nunca sabe dónde andan esas niñas —soltó Sylvie—. Las deja corretear libremente por ahí. Ahora está pagando por su negligencia.

—Ay, Sylvie —repuso Hugh con tristeza—. ¿No tienes corazón?

Pamela se marchaba a Leeds. Hugh iba a llevarla en el Bentley. El baúl era demasiado grande para el maletero y se tuvo que enviar en tren.

—Es lo bastante grande para esconder un cadáver —comentó Pamela.

Se marchaba a una residencia de estudiantes para mujeres y la habían informado ya de que compartiría una pequeña habitación con una chica llamada Barbara, de Macclesfield.

—Será como estar en casa —comentó Teddy para animarla—, solo que Ursula será otra persona.

—Pues entonces no será en absoluto como estar en casa —repuso Pamela.

Abrazó a Ursula con mayor fervor del que tocaba, y luego subió al coche para sentarse junto a Hugh.

La última noche, en la cama, Pamela le dijo a Ursula:

—Me muero de ganas de irme, pero me siento mal por dejarte aquí.

Cuando Ursula no volvió al colegio en otoño, después de las vacaciones, nadie cuestionó su decisión. Millie estaba demasiado desolada por la muerte de Nancy para que nada le importase gran cosa.

Ursula iba en tren todas las mañanas a High Wycombe para asistir a una escuela superior privada de secretariado. Lo de «escuela superior» le quedaba un poco grande a dos habitaciones, una gélida cocina y un armario más gélido incluso que albergaba un retrete, todo ello sobre una verdulería en la calle mayor. El director de la escuela era un tal señor Carver, cuyas pasiones de siempre eran el esperanto y la taquigrafía de Pitman, esta última más útil que la anterior. A Ursula le gustaba la taquigrafía, se parecía a un código secreto, con todo un nuevo vocabulario (gramálogos, contracciones, consonantes compuestas), un lenguaje que no era de los muertos ni de los vivos sino de los extrañamente inertes. Era en cierto modo tranquilizador escuchar la monótona entonación del señor Carver con sus listas de palabras: iteración, iterativo, reiteración, reiterado, reiterativo, príncipe, principesco, príncipes, princesa, princesas…

Las demás integrantes del curso eran muy simpáticas y agradables, muchachas optimistas y prácticas que nunca olvidaban sus cuadernos y reglas de taquigrafía ni llevaban menos de dos tintas de colores distintos en el bolso.

Si hacía mal tiempo a la hora de comer se quedaban en la escuela y compartían sus almuerzos traídos de casa y zurcían medias entre las hileras de máquinas de escribir. Habían pasado el verano haciendo excursiones, nadando y de acampada, y Ursula se preguntaba si sabrían, con solo mirarla, lo distinto que había sido el suyo. «Belgravia» se había convertido en su expresión taquigráfica de lo ocurrido. («Un aborto —dijo Pamela—. Un aborto ilegal». Pamela nunca evitaba hablar sin pelos en la lengua. Ursula deseaba que sí lo hiciera). Envidiaba las vidas corrientes que llevaban las otras chicas. (Cómo despreciaría Izzie semejante idea). Ella parecía haber perdido para siempre la posibilidad de ser una chica corriente.

¿Y si se hubiera arrojado al tren expreso o hubiera muerto después de lo de Belgravia? O, de hecho, ¿y si abría simplemente la ventana de su habitación y se arrojaba por ella de cabeza? ¿Sería de verdad capaz de volver y empezar de nuevo? ¿O todo aquello estaba solo en su cabeza, como todos le decían y ella debía creer? Y qué si lo estaba, pues ¿no era real también lo que había en su cabeza? ¿Y si no había una realidad demostrable? ¿Y si no había nada más allá de la mente? Como el doctor Kellet le había contado con cierto cansancio, los filósofos habían «luchado a brazo partido» con ese problema mucho tiempo atrás; fue una de las primeras cuestiones que se plantearon, de manera que no tenía mucho sentido que ella se preocupara por eso. Pero ¿no era lógico que, dada su naturaleza, todo el mundo se enfrentara a ese dilema como si fuera la primera vez?

(«Olvida la mecanografía —le escribió Pamela desde Leeds—. Deberías aprender filosofía en la universidad, tienes la mente perfecta para eso. Eres como un terrier con un hueso terriblemente aburrido»).

Al final fue en busca del doctor Kellet, para encontrarse con su consulta ocupada por una mujer de cabello y gafas grises, que la informó de que el doctor Kellet se había jubilado, en efecto, y le preguntó si quería pedir hora con ella. No, dijo Ursula, no quería. Era la primera vez que iba a Londres desde lo de Belgravia y sufrió un ataque de pánico en la línea de Bakerloo a la vuelta de Harley Street, y tuvo que salir corriendo de la estación en Marylebone, respirando con dificultad.

—¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó un vendedor de periódicos.

—Sí, sí, estoy bien, gracias.

Al señor Carver le gustaba tocar a las chicas («mis chicas») en el hombro, con suavidad, acariciando la angora de una rebeca o la lana de un jersey, como si fueran animales por los que sentía cariño.

Por las mañanas hacían prácticas de mecanografía en las grandes máquinas Underwood. A veces, el señor Carver las hacía escribir con los ojos vendados, pues aseguraba que era el único medio de que no mirasen las teclas y redujesen por tanto la velocidad. Tener los ojos vendados hacía que Ursula se sintiera como un soldado al que estuviesen a punto de fusilar por desertor. En esas ocasiones, muchas veces oía al señor Carver proferir extraños ruidos, resuellos y gruñidos amortiguados, pero prefería no levantarse la venda de los ojos para ver qué hacía.

Por las tardes se dedicaban a la taquigrafía y realizaban soporíferos ejercicios de dictado que abarcaban toda clase de cartas comerciales. «Estimado señor, sometí su escrito a la consideración de la junta directiva durante la reunión celebrada ayer, pero, tras ciertas deliberaciones, se vieron obligados a posponer el estudio de la cuestión hasta la próxima reunión de directivos, que tendrá lugar el último martes…». El contenido de dichas cartas era aburridísimo y suponía un curioso contraste con el furibundo fluir de la tinta en sus cuadernos mientras se esforzaban en no perder palabra.

Una tarde, mientras les dictaba («Mucho nos tememos que aquellos que pongan objeciones al nombramiento no tendrán posibilidades de éxito»), el señor Carver pasó por detrás de Ursula y le acarició la nuca, expuesta ahora que no llevaba el cabello largo. Ella sintió un escalofrío en todo el cuerpo. Se quedó mirando las teclas de la Underwood en la mesa ante sí. ¿Había algo en ella que atraía esa clase de atención? ¿No era buena persona?