A primeros de mes, Pamela, que ya iba sin muletas y volvía a jugar al tenis, supo que había suspendido el examen de Cambridge.
—Me dejé llevar por los nervios —comentó—. Cuando vi que no sabía responder a varias preguntas, me vine abajo y lo suspendí. Debí haber estudiado más…; si hubiera mantenido la calma y pensado con detenimiento, probablemente lo habría conseguido.
—Hay otras universidades, si te empeñas en ser una marisabidilla —dijo Sylvie. Aunque nunca lo habría expresado abiertamente, el mundo académico le parecía inútil para las chicas—. Al fin y al cabo, la vocación principal de una mujer es la de ser madre y esposa.
—¿Preferirías verme esclava de un fogón que de un quemador de Bunsen?
—¿Qué ha hecho la ciencia por el mundo, aparte de perfeccionar la manera de matar a la gente? —inquirió Sylvie.
—Pues lo de Cambridge es un verdadero escándalo —intervino Hugh—. Maurice va camino de licenciarse con sobresaliente y es un auténtico negado.
Para compensarla por su decepción, Hugh le compró a Pamela una bicicleta Raleigh de chica; Teddy quiso saber qué obtendría él si suspendía un examen.
—Cuidado, ya hablas como Augustus —repuso Hugh, riendo.
—¡Ay, no, por favor! —exclamó Teddy, avergonzado ante la más mínima mención del libro.
Para desazón de todos, pero en particular para la de Teddy, Las aventuras de Augustus había resultado un tremendo éxito; volaba de los estantes de las librerías y se había reeditado tres veces según Izzie, que había obtenido ya un «sustancial chequecito» por los derechos de autor y se había mudado a un piso en Ovington Square. También le hicieron una entrevista para un periódico en la que mencionaba a su «modelo», el «encantador bribonzuelo de mi sobrino».
—¡Pero no menciona mi nombre! —exclamó Teddy aferrándose a la esperanza.
Izzie le había hecho un regalo de conciliación consistente en un nuevo perro. Trixie había muerto unas semanas antes, y Teddy la lloraba desde entonces. El perro en cuestión era un terrier west highland como el de Augustus, una raza que ninguno de ellos habría escogido. Izzie lo bautizó ya con el nombre de Jock, que lógicamente, aparecía grabado, en la chapa de su costoso collar.
Sylvie sugirió cambiarle el nombre por el de Pilot.
—El perro de Charlotte Brontë —le dijo a Ursula a modo de aclaración.
(«Algún día —le confesó Ursula a Pamela—, mi único vínculo con nuestra madre consistirá exclusivamente en los nombres de los grandes escritores del pasado», a lo que Pamela respondió: «Creo que ya ocurre»).
El perrito ya respondía al nombre de Jock y no parecía sensato confundirlo, así que Jock se quedó; con el tiempo todos llegaron a quererlo más que a ninguno de los perros que habían tenido, a pesar de su fastidiosa procedencia.
Maurice apareció un sábado por la mañana, esta vez solo con Howie a remolque; no había rastro de Gilbert, a quien había excluido por «una indiscreción». Cuando Pamela quiso saber cuál, Sylvie declaró que la definición misma de indiscreción implicaba no hablar de ella.
Desde su último encuentro, Ursula pensaba en Howie con bastante frecuencia. No tanto en su aspecto físico —los pantalones anchos, la camisa de cuello sin almidonar, el pelo con brillantina— como en el hecho de que hubiese sido tan considerado en su intento de encontrar la pelota perdida de Teddy. Su amabilidad suavizaba un poco su personalidad extraordinaria y alarmantemente ajena, que lo era además en tres sentidos: grande, hombre y norteamericano. A pesar de sus sentimientos ambivalentes, Ursula no pudo evitar un ligero estremecimiento cuando lo vio saltar sin esfuerzo de su descapotable, aparcado ante la puerta principal de la Guarida del Zorro.
—Eh, hola —soltó él al advertir su presencia, y Ursula se dio cuenta de que su imaginario galán ni siquiera sabía su nombre.
Como por arte de magia, Sylvie y Bridget hicieron aparecer una cafetera y un plato de bollitos.
—No nos quedamos —le dijo Maurice a Sylvie.
—¡Gracias a Dios!, no tenía suficiente para alimentar a dos gigantones.
—Vamos a Londres para echar una mano con la huelga —comentó Maurice.
Hugh manifestó sorpresa. Dijo que no sabía que las ideas políticas de Maurice incluyeran estar de parte de los obreros, y Maurice, a su vez, se sorprendió de que su padre pudiera pensar siquiera que ese fuera el caso. Iban a conducir autobuses y trenes, y lo que hiciera falta, «para que el país siguiera en marcha».
—No sabía que supieras conducir un tren, Maurice —dijo Teddy, a quien de repente su hermano le parecía interesante.
—Bueno, pues fogonero —repuso Maurice con irritación—. No puede ser tan difícil.
—No se llaman fogoneros, se llaman bomberos —intervino Pamela— y son verdaderos profesionales. Pregunta a tu amigo Smithy.
Esa observación, por alguna razón, hizo que Maurice se enfadara todavía más.
—Intentas sostener una civilización que agoniza —dijo Hugh, tan a la ligera como quien hace una observación sobre el clima—. La verdad es que no tiene sentido.
Ursula abandonó la estancia en ese punto. Si algo encontraba más aburrido que pensar en política era conversar sobre política.
Y entonces, para su asombro, volvió a pasar. Cuando subía por las escaleras de atrás de camino a la buhardilla, en busca de algo inocente —un libro, un pañuelo (después nunca conseguiría recordarlo)—, Howie, que bajaba por ellas, casi se la llevó por delante.
—Buscaba un lavabo.
—Bueno, solo tenemos uno —repuso Ursula—, y no se llega subiendo por… —pero antes de poder acabar la frase se encontró inmovilizada contra el maltrecho papel floreado de la escalera, que llevaba allí desde que se construyó la casa.
—Eres una chica muy guapa —dijo Howie. El aliento le olía a menta.
Y, una vez más, tuvo que aguantar los apretones y empujones del grandullón de Howie; aunque en esa ocasión no era su lengua tratando de metérsele en la boca sino algo indescriptiblemente más íntimo.
Intentó decir algo, pero antes de que brotara sonido alguno, él le tapó la boca (media cara, de hecho) con la mano y sonrió de oreja a oreja.
—Chist —susurró, como si fueran conspiradores en un juego.
Con la otra mano le hurgaba bajo la ropa, y Ursula soltó un gritito de protesta. Entonces empezó a embestirla, como hacían los novillos de Lower Field contra la valla. Forcejeó para liberarse, si bien él era el doble de grande que ella, incluso el triple; parecía un ratón en las fauces de Hattie.
Intentó ver qué hacía él, pero estaba tan pegado a ella que solo veía la gran mandíbula cuadrada y la sombra de una barba incipiente, imperceptible desde lejos. Ursula había visto a sus hermanos desnudos, sabía qué tenían entre las piernas —unas criadillas arrugadas, un pequeño pitorro—, y parecía tener muy poco que ver con aquel doloroso pistón que se le clavaba dentro como un arma de guerra. Su cuerpo se desgarraba. La arcada que debía cruzarse para ser mujer ya no parecía tan triunfal como antes, solo brutal y despiadada.
Y entonces Howie soltó un rugido, más de buey que de chico de Oxford, y empezó a subirse los pantalones con una amplia sonrisa en la cara.
—Caray con las chicas inglesas —dijo, meneando la cabeza y riendo.
Blandió un dedo, casi reprendiéndola, como si eso tan repugnante que acababa de ocurrir hubiese sido cosa suya.
—¡Eres fenomenal! —exclamó. Volvió a reír y bajó los peldaños de tres en tres, como si su descenso apenas se hubiera visto interrumpido por aquel extraño encuentro.
Ursula se quedó observando el papel pintado. Nunca se había fijado en que las flores eran de glicinia, la misma flor que crecía en la arcada sobre el porche de atrás. Aquello debía de ser lo que en la literatura describían como «desflorar», se dijo. Siempre le había parecido una palabra bastante bonita.
Cuando volvió abajo, media hora más tarde (una media hora llena de pensamientos y emociones sin duda más intensos de lo habitual para un sábado por la mañana), Sylvie y Hugh se encontraban en el umbral de la entrada, despidiendo con deferente ademán el capó trasero del coche de Howie que se perdía en la distancia.
—Gracias a Dios que no se han quedado —dijo Sylvie—. Creo que no habría podido con las fanfarronadas de Maurice.
—Qué imbéciles —soltó Hugh alegremente y, al ver a Ursula en el vestíbulo, añadió—: ¿Va todo bien?
—Sí —repuso ella. Cualquier otra respuesta habría sido demasiado horrorosa.
A Ursula le resultó más fácil de lo que esperaba relegar al olvido aquel suceso. Después de todo, ¿no había dicho la propia Sylvie que la definición de indiscreción implicaba no hablar de ella? Ursula imaginó un armario en su mente, uno esquinero, de pino. Metió a Howie y las escaleras de atrás en un estante de arriba y echó la llave con firmeza.
Una chica debería ser más sensata y no dejarse pillar en esas escaleras de atrás (o entre los arbustos) como la heroína de una novela gótica, de esas que tanto le gustaban a Bridget. Aunque quién iba a suponer que la realidad resultaría tan sórdida y sangrienta. Él tenía que haber percibido algo en ella, algo impúdico, que incluso ella misma ignoraba. Antes de archivar el incidente, lo había revivido una y otra vez, intentando dilucidar por qué era culpa suya. Debía de llevar algo escrito en la piel, en la cara, que algunas personas podían interpretar y otras no. Izzie lo había visto. «Algo malvado se avecina». Y ese algo era ella misma.
El verano siguió su curso. Pamela obtuvo una plaza en la Universidad de Leeds para estudiar química y aseguró que estaba contenta porque en las provincias la gente sería más «directa» y no tan «esnob». Jugaba mucho al tenis con Gertie y participaban en campeonatos de dobles mixtos con Daniel Cole y su hermano Simon, y le dejaba con frecuencia la bicicleta a Ursula para que pudiera dar largos paseos con Millie, ambas chillando como locas cuando descendían las colinas sin pedalear. A veces, Ursula daba relajados paseos por los senderos con Teddy y Jimmy, con Jock describiendo círculos alrededor de ellos. Ni Teddy ni Jimmy parecían tener la necesidad de ocultar sus vidas a sus hermanas como había hecho Maurice.
Pamela y Ursula llevaban a Teddy y a Jimmy a Londres, a pasar el día, al Museo de Historia Natural, al Museo Británico, a Kew; aunque nunca le decían a Izzie que estaban en la ciudad. Izzie había vuelto a mudarse, a una casa grande en Holland Park («un endroit bastante artístico»). Un día, cuando paseaban por Piccadilly, vieron un montón de Las aventuras de Augustus en el escaparate de una librería, junto a «una fotografía de la autora, la señorita Delphie Fox, tomada por el señor Cecil Beaton», en la que Izzie aparecía como una estrella de cine o una belleza famosa.
—¡Jesús! —exclamó Teddy, pero Pamela, pese a hallarse in loco parentis, no corrigió su lenguaje.
Se volvió a montar un mercadillo en los jardines de Ettringham Hall. Los Daunt habían desaparecido, al cabo de mil años, sin que lady Daunt se recuperara nunca del asesinato de la pequeña Angela, y la mansión pertenecía ahora a un hombre más bien misterioso, un tal señor Lambert, que según unos era belga, según otros escocés, pero con quien nadie había mantenido una conversación suficientemente larga para averiguar sus orígenes. Se rumoreaba que había hecho su fortuna durante la guerra, aunque todos decían que era una persona tímida y poco sociable. Los viernes por la noche también se celebraban bailes en la sala comunal del pueblo, y Fred Smith apareció en uno de ellos; impecable sin su habitual capa de hollín, sacó a bailar, por este orden, a Pamela, Ursula y a las tres hermanas mayores Shawcross. Había un gramófono en lugar de orquesta, y solo se bailaban cosas pasadas de moda, nada de charlestón o black bottom, si bien era agradable dejarse llevar por la pista bailando el vals con un sorprendentemente diestro Fred Smith. Ursula se dijo que no estaría nada mal tener como pretendiente a alguien como Fred, aunque era obvio que Sylvie jamás habría tolerado tal cosa. («¿Un ferroviario?»).
En cuanto pensó en Fred en ese aspecto, la puerta del armario se abrió de golpe y vomitó la espantosa escena de las escaleras de atrás.
—Cuidado —dijo Fred Smith—. Pareces un poco indispuesta, señorita Todd.
Ursula le echó la culpa al calor e insistió en salir a tomar un poco de aire fresco. De hecho, últimamente se sentía algo mareada. Sylvie lo atribuía a un catarro de verano.
Maurice obtuvo su esperado sobresaliente («¿Cómo?», se preguntaba una desconcertada Pamela) y volvió a casa durante unas semanas para holgazanear un poco antes de ocupar su plaza en uno de los bufetes de Lincoln’s Inn para formarse como abogado. Por lo visto, Howie había vuelto «con los suyos» a la casa de veraneo en el estrecho de Long Island.
Maurice parecía un poco molesto por no haber sido invitado.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Maurice a Ursula una tarde, cuando estaba espatarrado en una tumbona en el césped leyendo Punch y se embutía en la boca un pedazo casi entero del pastel de mermelada de la señora Glover.
—¿Qué quieres decir con qué me ha pasado?
—Te has convertido en una vaquilla.
—¿Una vaquilla?
Era cierto que los vestidos de verano se le estaban quedando pequeños de manera alarmante; incluso parecía tener las manos y los pies hinchados.
—Gordura infantil, cariño —comentó Sylvie—. Incluso yo pasé por eso. Menos pasteles y más tenis, he ahí el remedio.
—Estás horrible —opinó Pamela—. ¿Qué te pasa?
—No tengo ni idea.
Y entonces se le ocurrió una posibilidad verdaderamente terrible, algo tan vergonzoso, tan irreparable, que sintió un tremendo ardor en las entrañas con solo pensarlo. Rebuscó hasta dar con el libro de Sylvie La reproducción explicada a niñas y jovencitas, de la doctora Beatrice Webb, que en teoría Sylvie guardaba bajo llave en un arcón en su habitación, pero que no estaba cerrado en realidad porque había perdido la llave hacía tiempo. La reproducción parecía ser lo último que la autora tenía en la cabeza. Aconsejaba distraer a las jovencitas ofreciéndoles «pan casero, pasteles, avena cocida, pudines y mucha agua fría con que rociarse de manera regular las partes pudendas». Obviamente, no servía de gran cosa. Ursula se estremeció al recordar «las partes pudendas» de Howie y cómo habían encajado con las suyas en una repugnante fusión. ¿Era eso lo que hacían Sylvie y Hugh? No lograba imaginar a su madre aguantando algo semejante.
Consultó a escondidas la enciclopedia médica de la señora Shawcross. Los Shawcross se hallaban de vacaciones en Norfolk y su criada no dio mayor importancia a que Ursula apareciera en la puerta trasera diciendo que había ido a hojear un libro.
La enciclopedia explicaba la mecánica del «acto sexual», algo que parecía tener lugar solo dentro de «los amorosos confines del lecho conyugal» y no en escaleras traseras cuando se iba en busca de un pañuelo o un libro. La enciclopedia también detallaba las consecuencias de no lograr recuperar el pañuelo o el libro en cuestión: retrasos en la menstruación, náuseas, aumento de peso. La cosa duraba nueve meses, por lo visto. Y ya estaban casi a mediados de julio. Dentro de nada se embutiría de nuevo en el uniforme azul y cogería el autobús del colegio cada mañana con Millie.
Ursula empezó a dar largos y solitarios paseos. No tenía a Millie para confiarle el secreto (¿lo habría hecho, en cualquier caso?) y Pamela se había largado a Devon con la patrulla de girl scouts. A Ursula nunca le habían hecho mucha gracia las scouts, y ahora lo lamentaba, pues era posible que con ellas hubiera aprendido a tener agallas para manejar a Howie. Una scout habría recuperado aquel pañuelo, aquel libro, sin verse en dificultades por el camino.
—¿Te ocurre algo, cariño? —le preguntó Sylvie mientras zurcían medias juntas.
Sylvie solo conseguía centrarse en sus hijos cuando los veía de uno en uno. Juntos formaban un rebaño difícil de manejar, por separado tenían personalidad.
Ursula imaginó qué podía decir: «¿Te acuerdas del amigo de Maurice, Howie? Parece que voy a ser la madre de su hijo». Miró de soslayo a Sylvie, que remendaba plácidamente el agujero en el dedo gordo de un calcetín de lana de Teddy. No parecía una mujer a quien le hubieran desgarrado las partes pudendas. (La «vagina», por lo visto, según la enciclopedia de la señora Shawcross, aunque no era una palabra que hubiese oído pronunciar en casa de los Todd).
—No, nada —contestó—. Estoy bien, perfectamente.
Aquella tarde fue andando a la estación, se sentó en un banco en el andén y contempló arrojarse bajo el expreso cuando pasara a toda velocidad, pero el tren siguiente resultó tener destino Londres y soltó lentos resoplidos hasta detenerse ante ella de un modo que le pareció tan familiar que sintió ganas de llorar. Vio a Fred Smith bajarse de la cabina, con un mono grasiento y la cara tiznada de polvo de carbón. Cuando la vio, se acercó a ella.
—Vaya coincidencia, ¿vas a coger nuestro tren?
—No tengo billete —contestó Ursula.
—No pasa nada —dijo Fred—, yo me ocupo; solo le tengo que hacer un gesto con la cabeza y un guiño al revisor para que sepa que eres amiga mía.
¿Era amiga de Fred Smith? Le consolaba pensar que sí. Por supuesto, si supiera lo de su estado ya no sería amigo suyo. Nadie lo sería.
—Sí, vale, gracias. —No tener billete parecía ahora un problema insignificante.
Observó cómo volvía a subir Fred a la cabina de la locomotora. El jefe de estación recorrió con paso enérgico el andén, cerrando las puertas de los vagones con una vehemencia que sugirió que jamás volverían a abrirse. Salió un chorro de vapor por la chimenea y Fred Smith asomó la cabeza en la cabina y exclamó:
—Espabila, señorita Todd, o te quedarás atrás.
Ursula, obediente, abordó el tren.
El jefe de estación hizo sonar el silbato, brevemente primero, y luego con mayor insistencia, y el tren emprendió poco a poco la marcha hasta salir de la estación. Ursula se instaló en la afelpada calidez de los asientos y pensó en el futuro. Supuso que podría perderse entre las mujeres disipadas que se lamentaban de su desgracia en las calles de Londres. Podía hacerse un ovillo en el banco de un parque y morir congelada de la noche a la mañana, solo que estaban en pleno verano y era poco probable que se congelara. O podía internarse en el Támesis y dejarse llevar con suavidad más allá de Wapping, Rotherhithe y Greenwich, hasta llegar a Tilbury e ir a parar al mar. Qué desconcertada quedaría su familia si su cuerpo ahogado se rescataba de las profundidades. Imaginó a Sylvie frunciendo el entrecejo sobre su labor de zurcido. «Pero si solo salió a dar un paseo, dijo que iba a buscar frambuesas en el sendero». Se sintió un poco culpable al pensar en el cuenco de porcelana blanca que había abandonado en el seto, con la intención de recogerlo a la vuelta. Estaba lleno a medias de frambuesas pequeñas y amargas, y ella aún tenía los dedos manchados de rojo.
Pasó la tarde recorriendo los grandes parques de Londres: cruzó los de Saint James’s y Green, atravesó los jardines del palacio y se internó en Hyde Park, y de ahí llegó a los jardines de Kensington. Qué extraordinario que pudiera llegarse tan lejos en Londres sin apenas pisar una acera o cruzar una calle. No llevaba dinero encima, obviamente (un error absurdo, ahora se daba cuenta) y ni siquiera podía tomarse una taza de té en Kensington. Allí no había ningún Fred Smith para ocuparse de ella. Tenía calor, estaba cansada y cubierta de polvo y se sentía tan sedienta como la hierba reseca en Hyde Park.
¿Se podía beber el agua del Serpentine? La primera mujer de Shelley se había ahogado en ese lago, pero supuso que en un día como ese, con montones de gente disfrutando del sol, sería casi imposible evitar que apareciera otro señor Winton para rescatarla.
Sabía adónde se dirigía, por supuesto. De algún modo, era inevitable.
—Madre de Dios, pero ¿qué te ha pasado? —le preguntó Izzie abriendo la puerta de par en par como si esperase a alguien más interesante—. Estás hecha un adefesio.
—Llevo caminando toda la tarde —repuso Ursula, y añadió—: No tengo dinero. Y creo que voy a tener un bebé.
—Pues será mejor que entres —concluyó Izzie.
Y allí estaba, sentada en una silla incómoda en una gran casa en Belgravia, en lo que antaño habría sido el comedor. Ahora, despojada de cualquier otra función que no fuera esperar, resultaba anodina. El bodegón holandés sobre la chimenea y el jarrón de crisantemos un poco polvorientos sobre una mesita con alas abatibles no daban la más mínima pista acerca de lo que ocurría en otras partes de la casa. Costaba relacionar todo eso con el desagradable encuentro con Howie en las escaleras de atrás. Quién habría dicho que fuera tan fácil pasar de una vida a otra. Se preguntó qué pensaría el doctor Kellet del aprieto en que se hallaba.
Tras su inesperada llegada a Melbury Road, Izzie la metió en la cama en la habitación de invitados, donde se arrebujó sollozando bajo la brillante colcha de satén, tratando de no oír las inverosímiles mentiras que Izzie contaba por teléfono en el pasillo.
—¡Sí, lo sé! Sencillamente ha aparecido en la puerta, la pobrecita…, tenía ganas de verme…, de visitar museos y todo eso, el teatro, nada risqué…, vamos, no te pongas como una fiera, Hugh…
Menos mal que Izzie no había hablado con Sylvie, porque la habría despachado con cajas destempladas. La cosa quedó en que le permitían quedarse allí unos cuantos días para «visitar museos y todo eso».
Cuando acabó de hablar por teléfono, Izzie entró en la habitación con una bandeja.
—Brandy —anunció—. Y una tostada con mantequilla. Es cuanto he podido improvisar, me temo. Qué tonta eres. Hay medios, cosas que una puede hacer, ¿sabes? Más vale prevenir que curar, ya sabes.
Ursula no tenía ni idea de qué hablaba Izzie.
—Y tienes que deshacerte de él —continuó—. En eso estaremos de acuerdo, ¿verdad?
La pregunta tuvo como efecto un sentido «sí» por parte de Ursula.
Una mujer con uniforme de enfermera abrió la puerta de la sala de espera de Belgravia y asomó la cabeza. El uniforme estaba tan almidonado que se habría aguantado de pie sin ella dentro.
—Por aquí —indicó con rigidez sin dirigirse a Ursula por su nombre.
Ursula la siguió, tan dócil como un cordero de camino al matadero.
Izzie, más eficaz que comprensiva, la había dejado allí con el coche («Buena suerte»), con la promesa de que volvería «después». Ursula no tenía ni idea de qué pasaría en el intervalo entre el «buena suerte» y el «después» pero suponía que sería desagradable. Un jarabe de sabor asqueroso o una bandejita con forma de riñón llena de grandes pastillas, quizá. Y un buen sermón sobre su moral y su personalidad, seguro. No le importaba gran cosa, siempre y cuando pudiera retrasarse el reloj. Se preguntó qué tamaño tendría el bebé. Su breve búsqueda en la enciclopedia de los Shawcross no le había dado muchas pistas. Suponía que lo sacarían con ciertas dificultades y lo envolverían en un chal y luego lo meterían en una cuna y lo cuidarían mucho hasta que estuviera listo para dárselo a una pareja simpática que quisiera tanto tener un bebé como ella deseaba no tenerlo. Y luego podría coger el tren y volver a casa, recorrer Church Lane y recuperar el cuenco de porcelana blanca con su cosecha de frambuesas, y entrar en la Guarida del Zorro como si no hubiera pasado nada aparte de «visitar museos y todo eso».
En realidad era una habitación como cualquier otra. Los altos ventanales tenían cortinas drapeadas y con borlas que parecían haber dejado atrás los antiguos habitantes de la casa, al igual que la chimenea de mármol que ahora albergaba un fuego de gas y, sobre la repisa, un reloj de esfera sencilla con grandes números. El linóleo verde en el suelo y la mesa de operaciones en el centro de la habitación resultaban asimismo incongruentes. Olía como el laboratorio de ciencias en el colegio. Se preguntó para qué serviría la brutal colección de brillantes instrumentos metálicos dispuestos sobre un paño en un carrito. Parecían guardar más relación con una carnicería que con bebés. No había ni rastro de una cuna en ningún sitio. El corazón empezó a aletearle en el pecho.
Un hombre, mayor que Hugh y con larga bata blanca de médico, entró corriendo en la habitación como si fuera de camino a otro sitio y le ordenó que se tendiera en la mesa con los pies «en los estribos».
—¿Los estribos? —repitió Ursula. No habría caballos por ahí, ¿no? La petición la dejó perpleja, hasta que la enfermera almidonada la tendió de un empujón y le encajó los pies—. ¿Van a operarme? —protestó—. Si no estoy enferma.
La enfermera le puso una mascarilla en la cara.
—Cuenta de diez hasta uno.
—¿Por qué? —intentó preguntar ella, pero las palabras apenas se habían formado en su cerebro cuando la habitación y todo lo que contenía desaparecieron.
Lo siguiente que supo fue que estaba en el asiento del pasajero del Austin de Izzie, mirando atontada a través del parabrisas.
—Dentro de nada estarás como una rosa —dijo Izzie—. No te preocupes, te han drogado. Te encontrarás mal un ratito.
¿Cómo sabía tanto Izzie sobre ese proceso tan atroz?
De vuelta en Melbury Road, Izzie la ayudó a meterse en la cama, donde durmió profundamente bajo la colcha de satén brillante de la habitación de invitados. Ya estaba oscuro fuera cuando Izzie entró con una bandeja.
—Sopa de rabo de buey —anunció alegremente—. Es de lata.
Izzie olía a alcohol, a algo dulce y empalagoso, y bajo el maquillaje y la actitud vivaracha, se veía agotada. Ursula supuso que debía de ser una carga terrible para ella. Se esforzó en incorporarse. De pronto no pudo soportar el olor del alcohol y de la sopa y vomitó por toda la colcha de satén.
—Ay, madre —soltó Izzie llevándose una mano a la boca—. La verdad es que no estoy hecha para estas cosas.
—¿Qué le ha pasado al bebé? —quiso saber Ursula.
—¿Cómo?
—¿Qué le ha pasado al bebé? —repitió—. ¿Se lo han dado a alguien agradable?
Despertó en plena noche y devolvió otra vez; volvió a dormirse sin limpiar el vómito ni llamar a Izzie. Cuando despertó por la mañana, estaba caliente. Muy caliente, demasiado. El corazón le palpitaba en el pecho y le costaba mucho respirar. Trató de levantarse pero la cabeza le daba vueltas y las piernas se negaban a sostenerla. Después todo se volvió confuso. Izzie debía de haber llamado a Hugh, porque sintió una mano fría en la frente y, cuando abrió los ojos, él le sonreía con expresión tranquilizadora. Estaba sentado en la cama, todavía con el abrigo puesto. Ursula le vomitó encima.
—Vamos a llevarte a un hospital —dijo Hugh, sin alterarse ante aquel desastre—. Tienes una pequeña infección.
Al fondo, en algún sitio, Izzie protestaba enérgicamente.
—Van a llevarme a juicio por esto —le siseó a Hugh.
—Estupendo —contestó él—, espero que te metan en una celda y tiren la llave. —Cogió en brazos a Ursula—. Creo que llegaremos más deprisa en el Bentley.
Ursula se sentía muy liviana, como si fuera a salir volando. Cuando volvió en sí se encontraba en una cavernosa sala de hospital y Sylvie estaba con ella, con expresión tensa y horrible.
—¿Cómo has podido hacerlo? —le preguntó.
Ursula se alegró cuando cayó la noche y Hugh reemplazó a Sylvie.
Era Hugh quien estaba con ella cuando llegó el murciélago negro. La noche le tendió la mano, y Ursula se incorporó para cogérsela. Se sintió aliviada, casi contenta; sentía cómo la llamaba el mundo brillante y luminoso que había más allá, el lugar donde todos los misterios le serían revelados. La oscuridad la envolvió, una amiga de terciopelo. Había nieve en el aire, tan fina como talco, tan gélida como el viento del este en la piel de un bebé. Pero entonces Ursula volvió a desplomarse en la cama del hospital; le habían soltado la mano.
Un haz de luz radiante cruzaba el verde pálido del cubrecama de hospital. Hugh dormía, con el rostro flojo y cansado. Estaba sentado en una postura incómoda en una silla junto a la cama. Se le había subido un poco una pernera del pantalón, y Ursula vio un arrugado calcetín de hilo gris y la piel lisa de la espinilla de su padre. Se dijo que antaño habría sido como Teddy y que, algún día, Teddy sería como él. El niño en el interior del hombre, el hombre en el interior del niño. Pensar eso le dio ganas de llorar.
Hugh abrió los ojos y, cuando la vio, sonrió débilmente.
—Hola, osita. Por fin has vuelto.