—Felices dieciséis —le dijo Hugh mientras le daba un cariñoso beso—. Muchas felicidades, osita. Tienes toda la vida por delante.
A Ursula le daba la impresión de que también tenía cierta parte de la vida por detrás, pero había aprendido a no expresar esa clase de sensaciones. Habían previsto ir a Londres para tomar el té de la tarde en el Berkeley (estaban en las vacaciones de mediados de trimestre), pero Pamela acababa de torcerse un tobillo en un partido de hockey y Sylvie se estaba recuperando de un ataque de pleuresía que la había obligado a pasar una noche en el hospital rural («Me temo que tengo los pulmones de mi madre», un comentario que a Teddy le parecía muy gracioso cada vez que le venía a la cabeza). Y Jimmy acababa de pasar una amigdalitis, afección a la que era propenso.
—Están cayendo como moscas —comentó la señora Glover mientras preparaba una masa de mantequilla y azúcar para el bizcocho—. ¿Quién será el siguiente?
—De todas formas, tampoco hay por qué ir a un hotel para tomar un té en condiciones —aseguró Bridget—. Aquí es igual de bueno.
—Mejor —añadió la señora Glover.
Aunque, evidentemente, ni a Bridget ni a la señora Glover las invitaron al Berkeley y, además, Bridget nunca había estado en un hotel de Londres, ni en ningún hotel de ningún sitio, exceptuando la ocasión en que entró en el Shelbourne para admirar el vestíbulo antes de coger el transbordador en Dún Laoghaire para trasladarse a Inglaterra, «hace una eternidad». Por otro lado, la señora Glover aseguraba conocer «requetebién» el Midland de Manchester, al que uno de sus sobrinos (de los cuales, por lo que se veía, tenía una cantidad inagotable) las había llevado a ella y a sus hermanas a cenar «más de una vez».
Casualmente, Maurice estaba pasando allí el fin de semana, aunque se le había olvidado («si es que alguna vez lo ha sabido», comentó Pamela) que era el cumpleaños de Ursula. Cursaba el último año de derecho en Balliol y, según Pamela, estaba «más imbécil que nunca». Sus padres tampoco parecían apreciarlo demasiado.
—Porque seguro que es hijo mío, ¿no? —oyó Ursula que Hugh le soltaba a Sylvie—. ¿No tuviste una aventurilla en Deauville con aquel tipo tan aburrido de Halifax, el dueño del molino?
—Menuda memoria tienes —repuso Sylvie con una carcajada.
Pamela le robó tiempo a los estudios para hacerle una tarjeta preciosa, un découpage de flores recortadas de las revistas de Bridget, y también preparó una hornada de sus famosas (al menos en la Guarida del Zorro) galletas «morenitas». Estaba estudiando para el examen de ingreso en Girton.
—Alumna de Girton —decía con un brillo en los ojos—. ¿Os imagináis?
Pamela estaba a punto de acabar el sexto curso en el colegio al que ambas acudían, y a Ursula le faltaba poco para empezarlo. Se le daba bien la filología clásica. Sylvie aseguraba que no les veía ninguna utilidad ni al latín ni al griego (nunca los había aprendido y daba la impresión de que esa carencia la afectaba). A Ursula, en cambio, le resultaban muy atractivas las palabras que ya no eran más que susurros procedentes de las necrópolis de imperios antiguos. («Vamos, que se llaman lenguas muertas por algo, ¿no?», comentaba una irritada señora Glover).
También invitaron a Millie Shawcross a tomar el té; llegó pronto, tan animada como siempre. Su regalo consistió en una serie de preciosos lazos para el pelo, que había comprado en la mercería del pueblo con su propio dinero. («Ahora ya nunca podrás cortarte el pelo», le dijo Hugh a Ursula con cierto tono de satisfacción).
Maurice se presentó a pasar el fin de semana con dos amigos: Gilbert y un estadounidense, Howard («Llamadme Howie, como hacen todos»), que tendrían que compartir la cama del cuarto de invitados, lo cual, por lo visto, ponía nerviosa a Sylvie.
—Podéis dormir uno del derecho y otro del revés —les dijo con aspereza—. O uno de los dos podría dormir en una cama plegable con el Gran Ferrocarril del Oeste. —Así llamaban al tren eléctrico de Teddy, de la marca Hornby, que ocupaba toda la antigua habitación de la señora Glover en la buhardilla.
A Jimmy se le permitió formar parte de la diversión.
—¿Este quién es, tu compinche? —le preguntó Howie a Teddy mientras le alborotaba el pelo a Jimmy con tanto brío que el crío perdió el equilibrio.
Que Howie fuera estadounidense le confería una especie de glamour, aunque era Gilbert quien tenía las facciones algo melancólicas y exóticas de una estrella de cine. Tanto su nombre (Gilbert Armstrong) como su padre (juez de un tribunal supremo) y su educación (en Stowe) conformaban unas credenciales impecablemente inglesas, pero su madre descendía de una antigua y aristocrática familia española («Gitanos», sentenció la señora Glover, pues para ella, básicamente, lo eran todos los extranjeros).
—Madre mía —le susurró Millie a Ursula—, nos han venido a visitar los dioses.
Se llevó las manos cruzadas al corazón y las movió como si fueran alas.
—Sin contar a Maurice —puntualizó Ursula—. A él lo habrían echado del Olimpo por sacar de quicio a todo el mundo.
—La prepotencia de los dioses —añadió Millie—. Qué título tan bueno para una novela.
Sin duda, Millie quería ser escritora. O artista, o cantante, o bailarina, o actriz. Cualquier cosa que le permitiera convertirse en el centro de atención.
—Niñas, ¿se puede saber sobre qué andáis cotorreando? —les preguntó Maurice, que era muy sensible a las críticas, según algunos incluso hipersensible.
—Sobre ti —contestó Ursula.
Las chicas solían considerar atractivo a Maurice, lo cual no dejaba de sorprender a las mujeres de su familia. Tenía un cabello rubio que parecía haberse ondulado con un rizador y un físico robusto conseguido gracias al remo, pero costaba obviar su falta de simpatía. Gilbert, en cambio, llegó a besarle la mano a Sylvie. («¡Oh! —exclamó Millie—. ¡No podría hacer mejor las cosas!»). Maurice le presentó a Sylvie diciendo: «Esta es mi vieja», y Gilbert respondió:
—Es usted demasiado joven para ser la madre de nadie.
—Lo sé —confirmó Sylvie.
(«Menudo fresco», dictaminó Hugh. «Un mujeriego», añadió la señora Glover).
Daba la impresión de que los tres jóvenes llenaban la Guarida del Zorro como si la casa hubiera menguado de pronto; tanto Hugh como Sylvie respiraron de alivio cuando Maurice les propuso salir a «dar una vuelta por la finca».
—Buena idea —dijo Sylvie—, así os cansaréis y os quitaréis ese exceso de energía.
Los tres salieron a todo correr al jardín con actitud olímpica (más en la vertiente deportiva que en la sagrada) y empezaron a darle vigorosas patadas a una pelota que Maurice encontró en el armario del recibidor. («Es mía», aclaró Teddy, aunque sin dirigirse a nadie en concreto).
—Van a destrozar el césped —comentó Hugh, que los observaba aullar como gamberros mientras arrancaban la hierba con los zapatos de cuero.
—Ay —soltó Izzie cuando llegó y vio a aquel atlético trío a través de la ventana—. Caramba, qué guapos, ¿no? ¿Me puedo quedar uno?
Izzie, cubierta de piel de zorro de la cabeza a los pies, declaró: «He traído regalos»; un anuncio innecesario, dado que se presentó cargada con toda clase de paquetes de diversos tamaños y envueltos en papel caro «para mi sobrina preferida». Ursula miró a Pamela y se encogió de hombros con gesto triste; esta puso los ojos en blanco. Ursula llevaba meses sin ver a Izzie, desde una fugaz visita en coche a Swiss Cottage, a finales de verano y acompañando a Hugh, para llevar una caja de verduras del fertilísimo huerto de la Guarida del Zorro. («¿Un calabacín? —dijo Izzie mientras examinaba el contenido de la caja—. ¿Se puede saber qué hago yo con esto?»).
Antes de aquello había pasado un largo fin de semana con ellos, pero prácticamente no le había hecho caso a nadie a excepción de Teddy, con quien dio largos paseos y a quien acribilló a preguntas.
—Creo que, de todos los miembros del rebaño, lo ha elegido a él —le comentó Ursula a Pamela.
—¿Para qué? —quiso saber Pamela—. ¿Para comérselo?
Cuando fue sometido a interrogatorio (por Sylvie y de forma intensa), Teddy se mostró perplejo por haber recibido esa atención especial.
—Se ha limitado a preguntarme a qué me dedico, cómo es el colegio, qué aficiones tengo, qué me gusta comer. Sobre mis amigos. Cosas así.
—A lo mejor quiere adoptarlo —le dijo Hugh a Sylvie—. O venderlo. Estoy seguro de que pagarían bien por Ted.
—No digas esas cosas, ni en broma —respondió Sylvie con gran vehemencia.
Pero Izzie se desentendió de Teddy con la misma rapidez con que lo había elegido, y nadie volvió a pensar en el tema.
El primer regalo que abrió Ursula fue un disco de Bessie Smith que Izzie puso enseguida en el gramófono, en el que normalmente solo se reproducían obras de Elgar y la preferida de Hugh, El Mikado.
—El «St. Louis Blues» —dijo Izzie con talante de maestra—. ¡Escuchad esa corneta! A Ursula le encanta este tipo de música.
—¿Ah, sí? —le preguntó Hugh a su hija—. No tenía ni idea.
A continuación, la muchacha desenvolvió una preciosa traducción de Dante, encuadernada en cuero rojo y con grabados. Después apareció una mañanita de satén y encaje comprada en Liberty, «como sabéis, una tienda por la que vuestra madre siente una afición desmedida». Sylvie declaró que la prenda resultaba «demasiado adulta», y que «Ursula lleva franela de algodón». Luego vino un frasco de Shalimar («Lo nuevo de Guerlain, divino»), que recibió el mismo veredicto por parte de Sylvie.
—Mira quién fue a hablar, la que se casó de niña —replicó Izzie.
—Tenía dieciocho años, no dieciséis —respondió Sylvie apretando los labios—. Algún día comentaremos a qué te dedicabas tú a los dieciséis, Isobel.
—¿A qué? —quiso saber Pamela, sumamente interesada.
—Il n’avait pas d’importance —aseguró Izzie con gesto de desdén.
Por último, de aquel cuerno de la abundancia surgió una botella de champán.
—¡Y para eso sí que es demasiado joven, sin duda!
—Esto hay que meterlo en hielo —dijo Izzie pasándosela a Bridget.
Un perplejo Hugh se quedó mirando de hito en hito a Izzie y le preguntó:
—¿Estas cosas las robas?
—Anda, música de negros —dijo Howie cuando los tres muchachos volvieron del exterior.
Los chicos se apiñaron en el salón; desprendían un leve olor a fogata y a otra cosa menos definible («Esencia de macho», musitó Izzie olisqueando el aire). Ya era la tercera vez que Bessie Smith giraba en el plato, y Hugh dijo:
—Al cabo de un rato empieza a gustarte…
Howie se puso a bailar de forma un tanto rara, algo bárbara, siguiendo el ritmo, y luego le susurró algo al oído a Gilbert. Este soltó una carcajada, bastante grosera para ser una persona de sangre azul, por muy extranjera que fuera; Sylvie dio unas palmadas, propuso: «Chicos, ¿os apetecen unas gambas en conserva?», y los condujo al comedor, donde vio, demasiado tarde, la suciedad de las pisadas que habían ido dejando por toda la casa.
—Es que ellos no estuvieron en la guerra —dijo Hugh, como si eso explicara la presencia de las huellas de barro.
—Lo cual me alegra enormemente —repuso Sylvie con firmeza—. Por mal que nos acaben saliendo.
—Bueno —anunció Izzie después de que cortaran y repartieran la tarta—, me queda un último regalo…
—Por amor de Dios, Izzie —la interrumpió Hugh, que ya no podía contener la exasperación—. ¿Quién va a pagar todo esto? Tú no tienes dinero, estás hasta el cuello de deudas. Habías prometido que aprenderías a ahorrar.
—¡Por favor! —intervino Sylvie.
Toda conversación referente al dinero (incluso el de Izzie) mantenida delante de desconocidos le producía rechazo y horror. Su ánimo se ensombreció de repente. En ese momento se acordó de Tiffin.
—Si lo voy a pagar todo —protestó Izzie con actitud grandilocuente—. Y este regalo no es para Ursula, sino para Teddy.
—¿Para mí? —intervino él, sobresaltado al verse convertido en el centro de atención.
El chico estaba pensando en lo rica que sabía la tarta y calibrando cuántas posibilidades tenía de que le pusieran otra ración y, desde luego, no le apetecía en absoluto que lo obligaran a asumir el menor protagonismo.
—Sí, para ti, tesoro —confirmó Izzie.
Teddy se alejó de forma muy ostensible tanto de Izzie como del regalo que ella colocó en la mesa, delante de él.
—Vamos —lo animó Izzie—, ábrelo. No va a explotar.
(Aunque sí que lo haría).
Con suma cautela, el niño rasgó el caro papel. Ya sin él, el regalo resultó ser exactamente lo que parecía cuando estaba envuelto: un libro. Ursula, que ocupaba la silla de enfrente, intentó ver el título, que estaba al revés: Las aventuras de…
—Las aventuras de Augustus —leyó Teddy en voz alta—, de Delphie Fox.
—¿Delphie? —preguntó Hugh.
—¿Por qué para ti todo tiene que ser una aventura? —le preguntó una irritada Sylvie a Izzie.
—Porque la vida es una aventura, por qué va a ser.
—Pues yo diría que más bien es una carrera de resistencia —repuso Sylvie—. O de obstáculos.
—Ay, querida —intervino Hugh, con súbita actitud solícita—, tampoco creo que sea para tanto.
—Bueno, volvamos al regalo de Teddy —dijo Izzie.
El grueso cartón de la cubierta era de color verde, las letras y los dibujos lineales se habían trazado en dorado; en las ilustraciones aparecía un chico, más o menos de la edad de Teddy, que llevaba una gorra de colegial, y que tenía un tirachinas y un perrito, un desastrado terrier west highland. El niño iba desaliñado y su expresión era rebelde.
—Ese es Augustus —le dijo Izzie a Teddy—. ¿Qué te parece? Para crearlo me he inspirado en ti.
—¿En mí? —repitió el chico, espantado—. Pero si yo no soy así. Hasta el perro está mal.
Ocurrió algo sorprendente.
—¿Alguien quiere que lo acerque al centro? —preguntó Izzie como si tal cosa.
—No te habrás comprado otro coche, ¿no? —dijo Hugh con tono quejumbroso.
—Lo he aparcado al principio del sendero de entrada —contestó Izzie dulcemente—, para que no os molestase.
Todos se precipitaron a la puerta para inspeccionar el vehículo, aunque Pamela, que seguía con muletas, fue cojeando y se quedó rezagada.
—Los pobres y los tullidos, los ciegos y los cojos —le dijo a Millie.
Esta soltó una carcajada.
—Para dedicarte a la ciencia, conoces muy bien la Biblia —comentó.
—Conviene conocer al enemigo —fue la réplica de Pamela.
Hacía frío y a nadie se le ocurrió ponerse el abrigo.
—Aunque la temperatura es bastante suave para esta época del año —declaró Sylvie—. Nada que ver con la que hacía cuando naciste. Madre mía, nunca he visto tanta nieve.
—Ya —dijo Ursula.
Lo de la nieve del día de su nacimiento se había convertido en una leyenda familiar. Había oído la historia tantas veces que le parecía recordarla.
—Solo es un Austin —dijo Izzie—. Un turismo de carretera, pero tiene cuatro puertas. Muchísimo más barato que un Bentley, eso sí; un coche para la plebe si lo comparamos con los caprichos que te das tú, Hugh.
—Te lo habrán fiado —soltó él.
—De eso nada, ya lo he pagado todo, y en efectivo. Tengo editor, tengo dinero, Hugh. No hace falta que te preocupes por mí.
Mientras todos admiraban (o no, en el caso de Hugh y Sylvie) el vehículo de intenso tono cereza, Millie anunció:
—Me voy ya, que esta noche tengo un espectáculo de baile. Muchas gracias por la estupenda merienda, señora Todd.
—Vamos, te acompaño —dijo Ursula.
De regreso a casa, en el trillado atajo al fondo del jardín, la joven tuvo un encuentro inesperado (eso sí fue sorprendente, y no lo del turismo Austin) cuando casi se tropezó con Howie, que estaba a cuatro patas y rebuscaba algo entre los arbustos.
—No encuentro la pelota —dijo a modo de disculpa—. Era de tu hermano pequeño. Creo que se nos ha perdido en… —Se sentó sobre los talones y paseó la mirada por el agracejo y los arbustos de las mariposas que lo rodeaban, sin saber cómo seguir.
—En el paseo flanqueado por setos —lo ayudó Ursula—. Es lo que pretendemos tener.
—¿Cómo dices? —le preguntó poniéndose en pie con un único y preciso movimiento; de pronto, fue obvio cuánta altura le sacaba.
Daba la impresión de que practicara el boxeo. De hecho, tenía un cardenal debajo de un ojo. Fred Smith, que había sido empleado del carnicero pero ahora trabajaba en los ferrocarriles, también boxeaba. Maurice había ido con un par de amigos al East End para animar a Fred en un combate de aficionados. Por lo visto la cosa acabó en pelea de borrachos. Howie olía a ron de laurel (igual que Hugh) y había algo brillante y nuevo en él, como una moneda recién acuñada.
—¿La has encontrado? —le preguntó Ursula—. La pelota, quiero decir.
Le pareció que su propia voz sonaba como un graznido. Pensaba que, de los dos, el guapo era Gilbert, pero al verse delante de la fuerza simple y bien definida de Howie, semejante a la de un animal de grandes proporciones, se sintió tonta.
—¿Cuántos años tienes? —quiso saber él.
—Dieciséis. Hoy es mi cumpleaños. Acabas de comer pastel.
Claramente, ella no era la única tonta.
—Jolín —soltó Howie, y ella no supo muy bien qué quería decir, aunque dio la sensación de que quería transmitir asombro, como si llegar a los dieciséis fuera toda una hazaña—. Estás temblando.
—Hace un frío que pela.
—Yo te puedo calentar —aseguró él.
Entonces (y ahí llegó lo sorprendente) la asió de los hombros, la atrajo hacia sí y (en una acción para la que tuvo que inclinarse mucho) la besó en la boca con sus grandes labios. En realidad, «besar» parecía una descripción demasiado cortés para lo que Howie estaba haciendo. Con la lengua enorme, como la de un buey, trataba de rebasar la barrera que formaban sus dientes, y se quedó perpleja al percatarse de que él esperaba que abriera la boca para poder meterle la lengua. Seguro que se ahogaría con ella. Sin querer, se acordó del molde que la señora Glover tenía en la cocina para prensar lenguas de ternera.
Ursula no sabía muy bien qué hacer; se estaba mareando por culpa del ron de laurel y de la falta de oxígeno. Pero entonces oyeron gritar a Maurice desde muy cerca:
—¡Howie! ¡Que nos vamos sin ti, chico!
La boca de Ursula quedó liberada y, sin decirle nada a ella, el chico respondió a gritos: «¡Ya voy!», tan fuerte que a Ursula le dolieron los oídos. Luego la soltó y se alejó abriéndose paso entre los arbustos con energía; ella se quedó recuperando el aliento.
Volvió a la casa deambulando y aturdida por completo. Todos seguían en el sendero de entrada; pese a que tenía la sensación de que habían pasado horas, suponía que solo habían transcurrido unos minutos, como en los mejores cuentos de hadas. En el comedor, Hattie lamía con delicadeza los restos de la tarta. En Las aventuras de Augustus, que estaba sobre la mesa, había una mancha de azúcar glaseado. Ursula aún sentía el pulso acelerado por la impresión que le habían causado las pretensiones amorosas de Howie. Que la besaran el día de su decimosexto cumpleaños, y sin haberlo pretendido en lo más mínimo, se le antojaba un logro considerable. No cabía duda de que estaba cruzando la arcada triunfal que llevaba a la plenitud como mujer. ¡Si se hubiera tratado de Benjamin Cole, entonces la cosa habría sido perfecta!
Apareció Teddy, el «pequeñín», muy fastidiado.
—Me han perdido la pelota.
—Ya lo sé —dijo Ursula.
El crío abrió el libro por la primera página, donde, con una caligrafía florida, Izzie había escrito: «Para mi sobrino Teddy, mi querido Augustus particular».
—Qué rollo —dijo el niño, poniendo mala cara.
Ursula cogió una copa de champán medio llena, cuyo borde ornaba una mancha de carmín; vertió la mitad del contenido en un vasito y se lo pasó a Teddy.
—Salud —brindó.
Entrechocaron los vasos y los apuraron.
—Feliz cumpleaños —dijo Teddy.