Diciembre de 1923

Jimmy estaba resfriado, de modo que Pamela dijo que se quedaría en casa con él y harían adornos de Navidad con los tapones plateados de las botellas de leche mientras Ursula y Teddy recorrían el sendero en busca de acebo. En el bosquecillo abundaba el acebo, pero quedaba más lejos y hacía un tiempo tan malo que preferían pasar fuera el menor rato posible. La señora Glover, Bridget y Sylvie estaban encerradas en la cocina, inmersas en el drama de preparar la cena de Navidad.

—No cojáis ramas sin bolitas —ordenó Pamela cuando salían—. Y acordaos de traer también un poco de muérdago.

Iban preparados con tijeras de podar y unos guantes de jardinería de Sylvie, de piel, pues en las excursiones de la Navidad anterior habían aprendido la lección. Su objetivo era el enorme acebo del campo en el otro extremo del sendero, ya que se habían quedado sin el práctico seto del jardín, que después de la guerra se había reemplazado con matas de alheña, más manejables. Todo el vecindario era ahora menos agreste y más suburbano. Sylvie decía que el pueblo no tardaría en extenderse tanto que se verían rodeados de casas.

—La gente tiene que vivir en alguna parte —decía Hugh, y no le faltaba razón.

—Pero aquí no —insistía Sylvie.

Hacía un viento desagradable y llovía, y Ursula habría preferido quedarse delante de la chimenea del salón con la festiva promesa de los pasteles de carne de la señora Glover perfumando la casa entera. Incluso Teddy, que solía ver el lado bueno de las cosas, caminaba con desconsuelo a su lado, encorvado para protegerse de los elementos como un menudo e inquebrantable caballero templario con su pasamontañas de punto gris.

—Esto es horroroso —dijo.

Solo Trixie disfrutaba con la excursión; husmeaba entre los setos y escarbaba en las cunetas como si le hubieran encomendado la misión de desenterrar tesoros. Era una perra ruidosa, muy aficionada a ladrar por motivos que por lo visto solo ella conocía, de modo que cuando, muy por delante de ellos en el sendero, empezó a soltar delirantes gañidos, no le hicieron ni caso.

Al llegar a su altura, Trixie se había calmado un poco. Montaba guardia ante su trofeo.

—Será algo muerto, supongo —dijo Teddy. A la perra se le daba especialmente bien desenterrar pájaros en estado de descomposición o los cuerpos disecados de mamíferos—. Quizá una rata o un ratón de campo. —Y entonces, al advertir la verdadera naturaleza del hallazgo en la cuneta, soltó un elocuente—: ¡Oh!

—Yo me quedaré aquí —dijo Ursula—, y tú ve corriendo a casa a buscar a alguien.

Pero cuando vio alejarse la pequeña y vulnerable figura de Teddy, corriendo solo por el sendero desierto con el temprano anochecer invernal cerniéndose ya sobre ellos, le dijo a gritos que la esperara. ¿Quién sabía qué espanto los acechaba? A Teddy y a todos ellos.

No supieron muy bien qué hacer con el cuerpo durante las fiestas, y por fin decidieron llevarlo a la enorme fresquera de la finca de Ettringham Hall y dejarlo allí hasta pasada la Navidad.

El doctor Fellowes, que acudió con un agente de policía, declaró que la niña no había muerto por causas naturales. Tenía ocho o nueve años; ya le habían salido los dientes incisivos definitivos, aunque antes de morir se los habían hecho saltar. No se había denunciado la desaparición de ninguna niña pequeña, al menos en la zona. Se especuló que podía tratarse de una gitana, aunque Ursula pensaba que los gitanos se llevaban a los niños, que no los dejaban atrás.

Ya era casi fin de año cuando lady Daunt accedió de mala gana a que se la llevaran. Al ir a buscarla a la fresquera, la encontraron decorada como una reliquia, con flores y pequeñas prendas de recuerdo en el cuerpo, con la piel limpia y el cabello cepillado y adornado con cintas. Además de los tres hijos varones sacrificados en la Gran Guerra, los Daunt habían tenido una hija que murió tiempo atrás, en la más tierna infancia, y la custodia del pequeño cadáver hizo revivir aquel viejo dolor a lady Daunt, que pasó un tiempo medio loca. Quiso enterrar a la niña en los jardines de la finca, aunque esto suscitó murmullos de desaprobación entre los habitantes del pueblo, que insistieron en que fuera enterrada en el cementerio.

—No pueden ocultarla como si fuera la mascota de lady Daunt —dijo alguien.

Una mascota bastante rara, se dijo Ursula.

Ni la identidad de la niña ni la de su asesino se descubrieron nunca. La policía interrogó a todo el mundo en el vecindario. Los agentes aparecieron una noche en la Guarida del Zorro, y Pamela y Ursula casi se colgaron de la barandilla en sus esfuerzos por oír qué decían. De ese modo se enteraron de que ningún habitante del pueblo era sospechoso y de que a la niña le habían hecho «cosas terribles».

Al final la enterraron el último día del año, pero no antes de que el párroco la hubiese bautizado, debido a la sensación generalizada de que no podía dársele sepultura sin un nombre, aunque siguiera empeñada en seguir siendo un enigma. Nadie sabía por lo visto cómo se había llegado al nombre de Angela, pero parecía apropiado. Casi todo el pueblo acudió al funeral y muchos lloraron más sinceramente por Angela de lo que lo habían hecho nunca por los de su propia sangre. Hubo más tristeza que temor, y Pamela y Ursula hablarían muchas veces de por qué todos a cuantos conocían habían sido considerados inocentes.

Lady Daunt no fue la única en verse extrañamente afectada por aquel asesinato. También a Sylvie le produjo una inquietud particular, más fruto de la rabia que de la tristeza, al parecer.

—No es solo que la mataran, aunque sabe Dios que eso ya es bastante terrible, es que encima nadie la ha echado en falta.

Teddy tuvo pesadillas durante semanas y se colaba de madrugada en la cama de Ursula. Ellos dos serían para siempre quienes la habían encontrado, quienes habían visto el piececito descalzo, magullado y sucio, sobresaliendo entre unas ramas muertas de olmo, el cuerpecito envuelto en su fría mortaja de hojas.