—¿Así que ya no ves al doctor Kellet? —le preguntó Izzie abriendo la pitillera esmaltada para revelar una pulcra hilera de cigarrillos Black Russian—. ¿Un pitillo? —ofreció, tendiéndosela. Se dirigía a todo el mundo como si fuera de su misma edad. Era una actitud seductora y perezosa al mismo tiempo.
—Tengo trece años —dijo Ursula, lo que en su opinión respondía a ambas preguntas.
—Hoy en día, con trece años se es bastante adulta. Y ya sabes, la vida puede ser muy corta —añadió, sacando una larga boquilla de ébano y marfil. Recorrió el restaurante con mirada distraída, a la espera de que un camarero le diera fuego—. Echo de menos aquellas visitas tuyas a Londres. Lo de acompañarte a Harley Street y luego al Savoy a tomar el té. Era todo un gusto para las dos.
—Hace más de un año que no veo al doctor Kellet. Me consideran curada.
—Pues qué suerte. Por mi parte, la famille considera que soy incurable. Tú eres una jeune fille bien élevée, por supuesto, y nunca sabrás lo que es ser el chivo expiatorio de los pecados de todos los demás.
—Ay, no sé. Creo que me hago una idea.
Era sábado y almorzaban en Simpson’s.
—Dos damas dándose la gran vida —comentó Izzie ante los dos grandes bistecs de ternera sangrante que tenían delante y que les habían cortado allí mismo.
La madre de Millie, la señora Shawcross, era vegetariana, y Ursula imaginó su espanto ante aquel enorme pedazo de carne. Hugh decía de la señora Shawcross («Roberta») que era bohemia; la señora Glover decía que era una chiflada.
Izzie se inclinó hacia el joven camarero que se había acercado a toda prisa a encenderle el pitillo.
—Gracias, querido —murmuró mirándolo a los ojos de un modo que lo hizo enrojecer tanto como la carne que había en el plato. Luego dirigiéndose a Ursula y despachando al camarero con un indiferente ademán, añadió—: Le rosbif. —Siempre salpicaba la conversación con palabras francesas («De jovencita pasé un tiempo en París. Y la guerra, por supuesto…»)—. ¿Hablas francés?
—Bueno, lo estudiamos en la escuela —repuso Ursula—. Pero eso no quiere decir que lo hable.
—Estás hecha una graciosilla, ¿no es eso? —Izzie dio una buena calada a la boquilla, frunciendo el arco de Cupido del labio, de un (increíble) rojo subido, como si estuviera a punto de tocar la trompeta, y exhaló una bocanada de humo. Varios hombres que se sentaban cerca se volvieron para mirarla con fascinación. Le guiñó un ojo a Ursula—. Apuesto a que las primeras palabras francesas que aprendiste fueron déjà vu. Pobrecita mía. A lo mejor te dejaron caer cuando eras un bebé y te diste un golpe en la cabeza. Supongo que a mí me pasó eso. Venga, ataquemos esto ya, me muero de hambre, ¿tú, no? Se supone que estoy de broma, pero la verdad es que el aguante de una tiene un límite —concluyó cortando la carne con entusiasmo.
Aquello suponía un cambio a mejor, pues cuando se había encontrado con Ursula en el andén en Marylebone, Izzie tenía mal color y dijo que se sentía «un pelín mareada» por culpa de las ostras y el ron («nunca combinan bien») de la «vergonzosa» velada anterior en un club en Jermyn Street. Ahora, con las ostras en apariencia olvidadas, comía como si le fuera la vida en ello, aunque aseguraba, como de costumbre, que «cuidaba la silueta». También aseguraba estar «sin blanca» y sin embargo era tremendamente derrochadora con su dinero. «¿Qué sentido tiene vivir si no puedes divertirte un poco?», decía. («Por lo que yo sé, lo único que hace en la vida es divertirse», se quejaba Hugh).
La diversión —y los placeres concomitantes— era necesaria, según Izzie, para endulzar el hecho de que ahora hubiese «engrosado las filas de los trabajadores» y tuviera que «aporrear» una máquina de escribir para ganarse el pan.
—Madre mía, cualquiera diría que cava en una mina de carbón —comentó una indignada Sylvie tras una insólita y bastante atribulada comida familiar en la Guarida del Zorro.
Cuando Izzie se hubo marchado, Sylvie metió mucho ruido con los platos de postre de Worcester que recogía para ayudar a Bridget y añadió:
—Lo único que hace es soltar tonterías, que es a lo que se dedica desde que aprendió a hablar.
—Son reliquias de familia —murmuró Hugh mientras rescataba la vajilla de Worcester.
Izzie se las había apañado para conseguir un empleo («Sabe Dios cómo», decía Hugh), consistente en escribir una columna semanal en un periódico —«Aventuras de una soltera moderna», se titulaba la columna— sobre el tema de ser una «solterona».
—Todo el mundo sabe que ya no hay hombres suficientes con quienes salir, así de simple —comentó mientras la emprendía con un panecillo en la mesa de comedor estilo neorregencia en la Guarida del Zorro.
—Pues tú no pareces tener problema en encontrarlos —murmuró Hugh.
—Los pobres chicos están todos muertos —continuó Izzie, ignorándolo. Untó mantequilla en el panecillo sin el más mínimo respeto por la dura tarea de la vaca—. No puede hacerse nada al respecto, tenemos que seguir adelante sin ellos como mejor sepamos. La mujer moderna debe valerse por sí misma sin la perspectiva o el apoyo de una casa y un hogar. Debe aprender a ser independiente en el aspecto emocional y en el financiero y, sobre todo, de espíritu.
—Tonterías. —Volvía a tratarse de Hugh.
—Los hombres no son los únicos que tuvieron que sacrificarse en la Gran Guerra.
—Ellos están muertos y tú no, he ahí la diferencia. —El frío comentario salió de labios de Sylvie.
—Por supuesto —prosiguió Izzie, consciente de la señora Glover junto a su codo con una sopera de caldo de carne Brown Windsor—, las mujeres de las clases bajas siempre han sabido lo que es trabajar.
La señora Glover le dirigió una mirada torva y aferró aún más fuerte el cucharón. («Caldo Brown Windsor, qué delicia, señora Glover. ¿Qué le pone para que sepa así? ¿De verdad? Qué interesante»).
—Pero vamos camino de una sociedad sin clases, claro. —El comentario de Izzie iba dirigido a Hugh, aunque suscitó un bufido de desdén de una señora Glover que aún no se había aplacado.
—¿O sea que esta semana te toca ser una bolchevique? —quiso saber Hugh.
—Ahora todos somos bolcheviques —contestó alegremente Izzie.
—¡Y en mi mesa nada menos! —repuso Hugh, y se rió.
—Qué estúpida es —comentó Sylvie cuando Izzie se hubo marchado por fin hacia la estación—. ¡Y todo ese maquillaje que lleva! Cualquiera diría que está en el escenario. Claro que siempre ha creído estar en un escenario. Ella misma es su propio teatro.
—Y el pelo —añadió Hugh con tristeza.
Ni que decir tenía que Izzie se había cortado el pelo a lo paje antes que cualquiera de sus conocidas. Hugh había prohibido de manera expresa a las mujeres de su familia que se cortaran el pelo. Casi justo después de que hubiera dictado tan paternal mandato, Pamela, que no solía tener una actitud rebelde, fue al pueblo con Winnie Shawcross y las dos volvieron con el cabello a lo garçon. («Es más cómodo para jugar», fue la razonable explicación de Pamela). Pamela conservó sus gruesas trenzas, aunque no se sabía muy bien si como reliquias o como trofeos.
—Se han amotinado las tropas, ¿no es eso? —dijo Hugh.
Como ninguno de los dos era muy dado a discutir, ahí acabó la conversación. Las trenzas estaban ahora en el fondo del cajón de la ropa interior de Pamela.
—Nunca se sabe, a lo mejor sirven para algo.
A nadie en la familia se le ocurrió para qué.
Los sentimientos de Sylvie con respecto a Izzie iban más allá del cabello o el maquillaje. Nunca le había perdonado lo del bebé. Ahora tendría trece años, la misma edad que Ursula.
—Un pequeño Fritz o Hans. Lleva en las venas la misma sangre que mis hijos. Pero, por supuesto, a Izzie lo único que le interesa es ella misma.
—Aun así, no puede ser absolutamente frívola —repuso Hugh—. Supongo que en la guerra vio cosas espantosas. —Como si él no las hubiese visto.
Sylvie meneó la cabeza con brusquedad. Fue como si tuviese un halo de mosquitos en torno a la preciosa melena. Sentía cierta envidia de la guerra de Izzie, incluso de la parte espantosa.
—Continúa siendo una estúpida.
Hugh se rió.
—Pues sí, lo es.
La columna de Izzie parecía consistir en su mayor parte en un simple diario de su propia y ajetreada vida personal salpicada por algún que otro comentario de sociedad. La semana anterior se había titulado «¿Hasta dónde pueden subir?» y hablaba sobre «el ascenso de las faldas de la mujer emancipada», pero consistía sobre todo en los consejos de Izzie para tener unos tobillos bonitos, algo imprescindible. «De espaldas en el último peldaño de una escalera, póngase de puntillas y deje que los talones desciendan más allá del canto». Pamela hizo prácticas toda la semana en la escalera de la buhardilla y declaró no haber conseguido la más mínima mejora.
Casi contra su voluntad, Hugh sentía la necesidad de comprar el periódico de Izzie todos los viernes y leerlo en el tren de regreso a casa, «solo para echarle un vistazo a lo que anda diciendo» (y luego arrojaba el ofensivo artículo sobre la mesa del vestíbulo, de donde lo rescataba Pamela). Abrigaba el temor de que Izzie escribiera sobre él, y su único consuelo era que utilizaba el seudónimo Delphine Fox, que era «el nombre más ridículo» que Sylvie había oído nunca.
—Bueno —dijo Hugh—, Delphine es su segundo nombre, se lo pusieron por su madrina. Y Todd significaba antiguamente lo mismo que Fox, «zorro», así que supongo que la cosa tiene cierta lógica. No es que la esté defendiendo.
—Pero yo me llamo así, está en mi certificado de nacimiento —se defendió Izzie con expresión dolida al ser objeto de un ataque ante la licorera del aperitivo—. Y viene de Delfos, del oráculo, ya sabéis. Así que encaja bastante bien, diría yo. («¿Ahora es un oráculo? —diría Sylvie—. Si ella es un oráculo, yo soy la suprema sacerdotisa de Tutankamón»).
A través de Delphine, Izzie había mencionado ya en más de una ocasión a «mis dos sobrinos». («¡Tremendos granujas, los dos!»), pero sin citar nombres.
—Por el momento —fue el sombrío comentario de Hugh.
Se había inventado unas cuantas «anécdotas divertidas» sobre esos sobrinos claramente ficticios. Maurice tenía dieciocho años (los «tenaces chiquillos» de Izzie tenían nueve y once), aún estaba en el internado y no había pasado más de diez minutos con Izzie en toda su vida. En cuanto a Teddy, tendía a evitar situaciones que pudieran convertirse en anécdotas.
—¿Quiénes son esos dos niños? —le preguntó Sylvie ante la interpretación sorprendentemente caprichosa del lenguado Véronique de la señora Glover. Tenía a su lado en la mesa el periódico doblado y daba golpecitos con el dedo en la columna de Izzie como si pudiera estar impregnada de gérmenes—. ¿Se supone que se basan en algún sentido en Maurice y Teddy?
—¿Y qué pasa con Jimmy? —intervino Teddy dirigiéndose a Izzie—. ¿Por qué no escribes sobre él?
Jimmy, muy vivaracho con su suéter azul cielo tejido a mano, se estaba metiendo en la boca una cucharada de puré y no parecía muy interesado en que se escribiera gran literatura sobre él. Era un hijo de la paz; después de todo, la guerra que acabaría con todas las guerras se había librado por Jimmy. Una vez más, Sylvie aseguró que aquella nueva incorporación a la familia la había pillado por sorpresa («Creía que cuatro era el juego completo»). Antaño no sabía de dónde venían los niños, ahora no parecía saber muy bien cómo impedir que siguieran llegando.
(—Jimmy es un accidente, supongo —comentó.
—Pues yo conducía despacito —contestó Hugh, y los dos rieron.
—Ya está bien, Hugh —repuso Sylvie).
La llegada de Jimmy tuvo el efecto de que Ursula se sintiera aún más distanciada del núcleo familiar, como un objeto en el borde de una mesa demasiado llena. Un cuco, había oído a Sylvie decirle a Hugh. «A veces Ursula parece un cuco un poco torpe». Pero ¿cómo podías ser un cuco en tu propio nido?
—Tú eres mi verdadera madre, ¿no? —le preguntó a Sylvie.
—Sin la menor duda, cariño —contestó ella riendo.
—La rara de la familia —le dijo al doctor Kellet.
—Bueno, siempre tiene que haber una —respondió él.
—No quiero que escribas sobre mis hijos, Isobel —dijo Sylvie con vehemencia.
—Son imaginarios, Sylvie, por el amor de Dios.
—Pues tampoco quiero que escribas sobre mis hijos imaginarios. —Levantó el mantel para mirar el suelo y preguntó de mal talante a Pamela, sentada frente a ella—: ¿Qué haces con los pies?
—Hago círculos con los tobillos —respondió Pamela, indiferente ante la irritación de su madre.
Pamela se mostraba bastante descarada últimamente, aunque también bastante razonable, una combinación que parecía planeada para fastidiar a Sylvie. («Cómo te pareces a tu padre», le dijo aquella misma mañana ante una insignificante diferencia de opinión. «¿Y por qué tiene que ser eso algo malo?», quiso saber Pamela). Hizo una pausa para quitarle un pegote de puré de la rosada mejilla a su hermano Jimmy.
—En el sentido de las agujas del reloj y luego al revés. Según la tía Izzie es la manera de tener unos tobillos bien torneados.
—Nadie con dos dedos de frente seguiría los consejos de Izzie. («¿Perdona?», dijo Izzie). Además, eres demasiado joven para tener los tobillos bien torneados.
—Vaya —repuso Pamela—, pues tengo casi la misma edad que tú cuando te casaste con papá.
—Oh, fantástico —intervino Hugh, aliviado al ver a la señora Glover en el umbral, esperando para hacer una gran entrada con el riz impératrice—. Hoy tiene usted encima al fantasma de Escoffier, señora Glover.
La señora Glover no pudo evitar echar un vistazo detrás de sí.
—Oh, fantástico —dijo Izzie—. Un bizcocho de galletas. En Simpson’s siempre puedes confiar en que te sirvan postres de niños. Antiguamente teníamos un piso entero dedicado a cuarto de los niños, ¿sabes? Toda la planta superior de la casa.
—¿En Hampstead? ¿En la casa de la abuela?
—Exacto. Yo era la pequeñita, como Jimmy ahora.
Izzie se encogió un poco, como si recordara de pronto algo muy triste que hasta entonces había relegado al olvido. En un acto de solidaridad, la pluma de avestruz en su sombrero se estremeció levemente. Pero volvió a animarse al ver la salsera de plata llena de crema.
—¿De modo que ya no tienes esas sensaciones tan raras? ¿El déjà vu y todo eso?
—¿Quién, yo? —repuso Ursula—. No. O a veces, ya no tanto, supongo. Eso era antes, ya sabes, digamos que ya no me pasa.
¿Ya no le pasaba? Nunca estaba segura del todo. Sus recuerdos parecían una cascada de ecos. ¿Podían los ecos caer en cascada? Quizá no. Siguiendo el consejo del doctor Kellet, había intentado (en general sin conseguirlo) aprender a ser precisa con el lenguaje. Echaba de menos aquella hora tan íntima (tête-à-tête, según él. Más francés) de las tardes de los jueves. Tenía diez años la primera vez que fue a verlo y se había sentido liberada lejos de Guarida del Zorro y en compañía de alguien que le prestaba a ella y solo a ella toda su atención. Sylvie, o Bridget la mayoría de las veces, la metía en el tren, y al final del trayecto la esperaba Izzie, pese a que tanto Sylvie como Hugh dudaban que pudiera confiársele el cuidado de una niña.
(—Ya he notado que la conveniencia suele ir por delante de la ética —le dijo Izzie a Hugh—. Personalmente, si tuviera un crío de diez años, no creo que me sintiera del todo cómoda dejándolo viajar solo.
—Resulta que sí tienes un crío de diez años —puntualizó Hugh.
El pequeño Fritz.
—¿No podríamos tratar de encontrarlo? —preguntó Sylvie.
—Es una aguja en un pajar —repuso Hugh—. Hay alemanes para dar y vender).
—Pues echaba de menos verte —continuó Izzie—, por eso pedí que te dejaran venir a pasar el día. Para serte sincera, me sorprendió que Sylvie accediera. Entre tu madre y yo siempre ha habido cierta… froideur, digamos. Consideran que soy mala, y una chiflada, y que relacionarse conmigo es peligroso. En cualquier caso, me pareció que podía intentar elegirte a ti entre el rebaño, por así decirlo. Me recuerdas un poco a mí. (¿Era eso algo bueno?, se preguntó Ursula). Podríamos ser buenas camaradas, ¿no te parece?
»Pamela es un poco aburrida, con tanto tenis y tanta bicicleta, no me extraña que tenga esos tobillos tan gruesos. Très sportive, seguro que sí, pero aun así. ¡Y las ciencias! Son muy poco divertidas. Y los chicos son…, bueno, pues chicos, pero tú me pareces interesante, Ursula. Todas esas cosas raras que tienes en la cabeza, lo de conocer el futuro. Como si fueras nuestra pequeña vidente. Quizá deberíamos plantarte en un carromato gitano, darte una bola de cristal, cartas del Tarot. Ya sabes, el marinero fenicio ahogado de Eliot y todo eso. No verás algo en mi futuro, ¿verdad?
—No.
—La reencarnación —dijo el doctor Kellet—. ¿Has oído hablar de ella?
Ursula, a sus diez años, negó con la cabeza. Había oído hablar de muy pocas cosas. El doctor Kellet tenía un piso muy bonito en Harley Street. La habitación donde hizo pasar a Ursula tenía las paredes cubiertas hasta media altura de paneles de roble dorado, una gruesa alfombra con dibujo en rojo y azul en el suelo y dos grandes butacas de piel ante una buena lumbre de carbón. El doctor llevaba un traje de tweed con chaleco, y sujeto a este un gran reloj de oro de bolsillo. Olía a clavo y tabaco de pipa y mostraba una expresión levemente divertida, como si estuviera a punto de ofrecerle unas magdalenas o leerle un buen cuento, pero lo que hizo fue sonreír de oreja a oreja y decirle:
—Bueno, me dicen que trataste de matar a la criada, ¿no es eso?
(«Vaya, así que por eso estoy aquí», se dijo Ursula).
El doctor le ofreció un té, que preparó en un rincón en lo que llamó un samovar.
—No soy ruso ni mucho menos, soy de Maidstone, pero visité San Petersburgo antes de la revolución.
Era como Izzie en el sentido de que te trataba como si fueras adulta, o al menos daba esa sensación, pero ahí acababa el parecido. El té era negro y amargo, y no había quien se lo bebiera si no le echabas un montón de azúcar y lo acompañabas con las galletas de la lata de Huntley and Palmers que había en una mesita entre los dos.
Se había formado en Viena («¿dónde si no?»), si bien según él seguía su propio camino. Dijo que no era discípulo de nadie, aunque había estudiado «con todos los buenos maestros y sentía gran admiración por ellos».
—Hay que avanzar, hay que ir abriéndose paso en el caos de nuestros pensamientos. Hay que unir el yo dividido.
Ursula no tenía ni idea de qué hablaba.
—¿Y la criada? ¿La empujaste por las escaleras?
Le pareció una pregunta muy directa viniendo de alguien que hablaba de avanzar y abrirse paso poco a poco.
—Fue un accidente. —Le costaba pensar en Bridget como «la criada», para ella era Bridget. Y de aquello hacía siglos.
—Tu madre está preocupada por ti.
—Solo quiero que seas feliz, cariño —le dijo Sylvie después de concertar la cita con el doctor Kellet.
—¿No soy feliz? —le preguntó Ursula, extrañada.
—¿A ti qué te parece?
Ursula no lo sabía. No estaba segura de tener un rasero según el cual medir la felicidad o la infelicidad. Albergaba oscuros recuerdos de haber sentido euforia, de haber caído al vacío, pero pertenecían a ese mundo de sombras y sueños que siempre estaba presente y que sin embargo era imposible definir.
—¿Es como si hubiera otro mundo? —quiso saber el doctor Kellet.
—Sí, pero es también este mismo.
(—Ya sé que dice cosas muy raras, pero ¿un psiquiatra? —le dijo Hugh a Sylvie. Frunció el ceño—. Solo es pequeña, no es una deficiente.
—Claro que no. Solo necesita que la recompongan un poco).
—¡Y voilà, recompuesta estás! Qué maravilla —dijo Izzie—. Aunque ese doctor de la mente era un poco bicho raro, ¿no? Qué tal si probamos la tabla de quesos, el stilton es tan fuerte que parece a punto de echar a andar por cuenta propia, ¿o nos vamos ya para mi casa?
—Estoy llenísima —repuso Ursula.
—Yo también. Entonces vamos para allá. ¿Pago yo la cuenta?
—Yo no tengo dinero, tengo trece años —le recordó Ursula.
Salieron del restaurante y, para el asombro de Ursula, Izzie recorrió un corto trecho Strand abajo y se montó al volante de un reluciente descapotable, aparcado de cualquier manera ante el pub Coal Hole.
—¡Tienes un coche!
—Sí, qué bien, ¿verdad? Aunque no es que lo haya pagado exactamente. Anda, sube. Es un Sunbeam, un modelo deportivo. Mucho mejor que conducir una ambulancia, desde luego. Una maravilla con este tiempo. ¿Te parece que tomemos la ruta panorámica, por la orilla del río?
—Sí, por favor.
—Ah, el Támesis —exclamó Izzie cuando el río apareció ante sus ojos—. Por desgracia, ya no queda una sola ninfa. —Hacía una preciosa tarde de finales de septiembre, fresca como una manzana—. Londres es maravilloso, ¿no te parece?
Izzie conducía como si estuviera en el circuito de Brooklands. Era aterrador y emocionante al mismo tiempo. Ursula supuso que si Izzie se las había apañado para conducir durante toda la guerra sin sufrir un rasguño, quizá saldrían ilesas del trayecto por el Victoria Embankment.
Al aproximarse al puente de Westminster, tuvieron que aminorar la marcha a causa de la multitud, cuyo flujo se vio interrumpido por una manifestación mayormente silenciosa de parados. YO LUCHÉ EN EL EXTRANJERO, se leía en una pancarta sostenida en alto. Otra proclamaba: TENGO HAMBRE Y QUIERO TRABAJAR.
—Qué mansos son —comentó Izzie con desdén—. En este país nunca habrá una revolución. O ninguna más, en cualquier caso. Ya le rebanamos la cabeza a un rey una vez y nos sentimos tan culpables que desde entonces intentamos compensarlo.
Un hombre de aspecto harapiento pasó junto al coche y le gritó algo incomprensible a Izzie, aunque el significado quedó claro.
—Qu’ils mangent de la brioche —murmuró Izzie—. Sabes que María Antonieta nunca dijo eso en realidad, ¿no? Es una figura vilipendiada por la historia. Nunca debes creer todo lo que digan sobre una persona. En general, la mayor parte serán mentiras, como mucho verdades a medias.
Resultaba difícil saber si Izzie era monárquica o republicana. «Más vale no adherirse demasiado a ninguno de los dos bandos», decía.
El Big Ben dio las tres con solemnidad mientras el Sunbeam se abría paso entre la multitud.
—Si lunga tratta di gente, ch’io non avrei mai creduto che morte tanta n’avesse disfatta. ¿Has leído a Dante? Deberías hacerlo. Es muy bueno.
¿Cómo sabía tantas cosas Izzie?
—Oh, porque acabé el colegio —dijo como quien no quiere la cosa—. Y pasé algún tiempo en Italia después de la guerra. Tuve un amante, por supuesto. Un conde venido a menos, es más o menos de rigueur cuando estás allí. ¿Estás escandalizada?
—No. —Sí que lo estaba. No le sorprendía que entre su madre e Izzie hubiera cierta froideur.
—La reencarnación es uno de los pilares de la filosofía budista —comentó el doctor Kellet entre una calada y otra de su pipa de espuma de mar.
Todas las conversaciones con el doctor Kellet quedaban puntuadas por dicho objeto, ya fuera gestualmente —señalaba mucho tanto con la boquilla como con la cazoleta de cabeza turca (fascinante)— o mediante el necesario ritual de vaciarla, llenarla, darle golpecitos, encenderla, etcétera.
—¿Has oído hablar del budismo?
No, Ursula no había oído hablar de él.
—¿Cuántos años tienes?
—Diez.
—Claro, estás muy nueva. Quizá estás recordando otra vida. Por supuesto los discípulos de Buda no creen que uno vuelva a ser la misma persona y en las mismas circunstancias, como a ti te parece que haces. Supongo que lo que se hace es cambiar de sitio en la escala, para arriba o para abajo, o de lado a veces. El objetivo es el nirvana. La no existencia, por así decirlo.
A sus diez años, a Ursula le parecía que el objetivo debería ser precisamente existir.
—La mayoría de las religiones antiguas —prosiguió el doctor— se aferraban al concepto de lo circular, la serpiente que se muerde la cola y todo eso.
—Yo estoy confirmada —dijo Ursula, tratando de poner su granito de arena—. Por la Iglesia anglicana.
Sylvie dio con el doctor Kellet porque se lo había recomendado la señora Shawcross, la vecina, a través de su marido el comandante. Según este, el doctor Kellet había hecho una gran labor con hombres «necesitados de ayuda» a su regreso de la guerra (en cierto modo se insinuó que el propio comandante necesitó «ayuda»). Ursula se cruzaba a veces con algunos de esos pacientes. En cierta ocasión se trató de un joven abatido que miraba fijamente la alfombra de la sala de espera y musitaba para sí; en otra, de uno que seguía incansablemente con el pie un ritmo que solo él podía oír. La recepcionista del doctor Kellet, la señora Duckworth, una viuda de guerra que había sido enfermera durante la contienda, siempre era muy amable con Ursula, ofreciéndole caramelos de menta y preguntándole por la familia. Un día, un hombre entró dando tumbos en la sala de espera, aunque el timbre de la puerta de abajo no había sonado. Parecía desconcertado y un poco violento, pero se limitó a quedarse plantado en el centro de la habitación, mirando a Ursula como si nunca hubiese visto una niña, hasta que la señora Duckworth hizo que se sentara en una silla, tomó asiento a su lado y le rodeó los hombros con el brazo.
—Vamos, vamos, Billy, ¿qué tienes? —le preguntó, como habría hecho una madre cariñosa, y Billy le apoyó la cabeza en el pecho y se echó a llorar.
Si Teddy lloraba cuando era más pequeñito, Ursula no podía soportarlo. Parecía desgarrarla por dentro, abrir en ella un abismo aterrador y lleno de pena. Todo su afán era asegurarse de que el niño no volviera a sentir ganas de llorar. Aquel hombre en la sala de espera del doctor Kellet tuvo en ella el mismo efecto. («Así te sientes todos los días cuando eres madre», decía Sylvie).
El doctor Kellet salió en ese momento de su consulta y dijo:
—Pasa, Ursula, ya veré después a Billy.
Pero cuando Ursula salió de su visita Billy ya no estaba en la sala de espera.
—Pobre hombre —dijo con tono tristón la señora Duckworth.
La guerra, le contó el doctor a Ursula, había hecho que mucha gente buscara sentido a su vida en otros sitios.
—La teosofía, los rosacruces, la antroposofía, el espiritualismo. Todos necesitan encontrar sentido a la pérdida de los seres queridos.
El propio doctor Kellet había sacrificado a un hijo, Guy, capitán en el Regimiento Real del Oeste de Surrey, a quien perdió en Arras.
—Hay que aferrarse a la idea del sacrificio, Ursula. Puede volverlo un objetivo más elevado. —Le enseñó una fotografía, no de un soldado de uniforme, sino de un muchacho con vestimenta blanca de críquet posando orgulloso con el bate ante sí—. Podría haber jugado en el equipo del condado —añadió con tristeza—. Me gusta pensar en él, en todos ellos, jugando un eterno partido en el cielo. Una tarde perfecta de junio, siempre justo antes del descanso para el té.
A ella le pareció una lástima que todos aquellos jóvenes nunca tomaran el té. Bosun estaba en el cielo, junto con Sam Wellington, el buen mozo, y Clarence Dodds, que había muerto de gripe española con asombrosa rapidez el día después del armisticio. Ursula no lograba imaginar a ninguno de ellos jugando al críquet.
—Yo no creo en Dios, por supuesto —continuó el doctor Kellet—, pero sí creo en el cielo. —Y, con un hilo de voz, añadió—: Uno tiene que creer en él.
Ursula se preguntó cómo se suponía que todo aquello la recompondría a ella.
—Desde un punto de vista más científico, es posible que en la parte de tu cerebro responsable de la memoria haya algún pequeño defecto, un problema neurológico que te lleve a pensar que repites experiencias. Como si se hubiese quedado bloqueado algo.
Le explicó que en realidad no moría y volvía a nacer, que solo creía que le pasaba eso. Ursula no conseguía ver qué diferencia había. ¿Estaba bloqueada? Y, de ser así, ¿dónde?
—Sin embargo, no queremos que el resultado sea que andes matando a los pobres sirvientes, ¿no?
—Pero eso fue hace mucho tiempo. Y desde entonces no he intentado matar a nadie.
—Está siempre de capa caída —dijo Sylvie en su primer encuentro con el doctor Kellet, la única vez que acudió con ella a la consulta en Harley Street, aunque era obvio que ya había hablado con él sin estar Ursula presente. Se preguntaba qué habrían dicho sobre ella—. Y está constantemente triste. Puedo entender un sentimiento como ese en un adulto…
—¿De veras? —interrumpió el doctor Kellet inclinándose hacia ella e indicando interés con la pipa de espuma de mar—. ¿Lo está usted?
—El problema no soy yo —repuso Sylvie con su sonrisa más cortés.
«¿Soy yo un problema?», se preguntó Ursula. Además, su intención no había sido matar a Bridget, sino salvarla. Y si no había sido salvarla, quizá pretendía sacrificarla. ¿No decía el doctor Kellet que el sacrificio era un objetivo más elevado?
—Yo en tu lugar me ceñiría a directrices morales tradicionales —aconsejó el médico—. El destino no está en tus manos. Sería una carga muy pesada para una niña pequeña. —Se levantó de la butaca y añadió otra paletada de carbón a la lumbre—. Según ciertos filósofos budistas, una rama conocida como zen, a veces ocurre algo malo para impedir que suceda algo aún peor. Pero, por supuesto, hay situaciones en las que se hace imposible imaginar nada peor.
Ursula supuso que estaba pensando en Guy, perdido en Arras, para entonces verse privado eternamente del té y los sándwiches de pepino.
—Prueba esto —dijo Izzie rociando a Ursula con un atomizador de perfume—. Chanel número cinco. Está muy de moda. Todo lo que ella hace está de moda. «Sus raros perfumes sintéticos».
Se rió como si acabase de contar un chiste estupendo y roció el baño con otra nube invisible. Era muy distinto a los aromas florales con los que se ungía Sylvie.
Por fin habían llegado al piso de Izzie en Basil Street («un endroit bastante aburrido, pero Harrods queda muy a mano»). El baño era de mármol rosa y negro («Lo diseñé yo misma, encantador, ¿verdad?») y en él todo eran esquinas y cantos pronunciados. Ursula no quiso ni pensar en lo que podía pasarle a una si resbalaba y se caía allí dentro.
En el piso, todo se veía nuevo y reluciente. No se parecía en absoluto a la Guarida del Zorro, donde el tictac en apariencia lento del reloj de pie marcaba el paso del tiempo y la pátina de los años brillaba en los suelos de parquet. Las figuras de Meissen, con dedos de menos y los pies desconchados, y los perros de Staffordshire con las orejas cortadas por accidente, tenían bien poco que ver con los sujetalibros de baquelita y los ceniceros de ónice en las habitaciones de Izzie. En Basil Street todo se veía nuevo y parecía digno de una tienda. Hasta los libros eran nuevos, novelas y volúmenes de ensayo y poesía de escritores de los que Ursula nunca había oído hablar.
—Hay que estar al día —dijo Izzie.
Ursula se contempló en el espejo del baño. Izzie estaba detrás, como si fuera Mefistófeles y ella Fausto.
—Madre mía, te estás volviendo muy guapa —dijo, y luego se dedicó a retocarse el peinado—. Tienes que cortarte el pelo, deberías venirte a mi coiffeur. Es buenísimo. Corres el riesgo de parecer una lechera, cuando creo que en realidad vas a ser encantadoramente pícara.
Izzie bailoteaba por la habitación canturreando «Quisiera bailar el shimmy como mi hermana Kate».
—¿Sabes bailar el shimmy? Mira, es fácil.
No lo era, y acabaron derrumbadas en la cama sobre el edredón de satén, muertas de risa.
—Hay que pasarlo bien, ¿a que sí? —soltó Izzie en una atroz imitación del acento cockney.
El dormitorio estaba hecho un desastre, con ropa por todas partes: enaguas de satén, camisones de crêpe de Chine, medias de seda, zapatos desparejados abandonados en la alfombra, una fina capa de polvos cosméticos en todas partes.
—Puedes probarte cosas si quieres —dijo Izzie con despreocupación—, aunque eres menuda comparada conmigo. Jolie et petite.
Ursula declinó el ofrecimiento, temiendo quedar hechizada. Era la clase de ropa que podía convertirte en alguien completamente distinto.
—Bueno, ¿qué hacemos? —le preguntó Izzie, aburrida de pronto—. ¿Jugamos a las cartas? ¿A la báciga?
Cruzó brincando la habitación hasta la sala de estar y se acercó dando tumbos a un gran objeto cromado y reluciente que parecía salido del puente de mando de un transatlántico y que resultó ser un mueble bar.
—¿Una copa? —Miró a Ursula con expresión dubitativa—. No, no me lo digas, solo tienes trece años. —Suspiró, encendió un cigarrillo y miró el reloj—. Es tarde para una sesión matinal en el cine, y pronto para una actuación de tarde. En el Duke of York representan London Calling!, se supone que es muy divertida. Podríamos ir a verla, y coges el tren más tarde para volver a casa.
Ursula acarició las teclas de la máquina de escribir Royal que había sobre un escritorio junto a la ventana.
—Mi herramienta de trabajo —comentó Izzie—. Quizá debería incluirte en la columna de esta semana.
—¿De verdad? ¿Y qué dirías?
—No sé, supongo que me inventaría algo. Es lo que hacen los escritores. —Sacó un disco del armarito del gramófono y lo puso en el plato—. Escucha esto. Nunca has oído nada parecido.
Cierto, nunca había oído nada igual. Empezaba con un piano, pero no se parecía en nada a las piezas de Chopin o Liszt que Sylvie tocaba tan bien (y Pamela, a su manera algo pedestre).
—Lo llaman honky tonk, creo. —Empezó a cantar una mujer, con voz rasposa y acento norteamericano. Parecía haber pasado la vida en prisión—. Esa es Ida Cox. Es negra. ¿A que es extraordinaria?
Lo era.
—Canta sobre la desgracia de ser una mujer. —Izzie encendió otro cigarrillo y dio una larga calada—. Dice que ojalá pudiera encontrar a alguien podrido de dinero con quien casarse. «Una buena renta es la mejor receta para ser feliz». ¿Sabes quién dijo eso? ¿No? Pues deberías saberlo. —De pronto estaba irritable, como un animal no domesticado del todo. Sonó el teléfono y añadió—: Salvada por la campana. —Y procedió a conversar con febril animación con su invisible interlocutor. Acabó la llamada diciendo—: Será una delicia, cariño, nos vemos dentro de media hora. —Se volvió hacia Ursula—. Te llevaría con el coche, pero voy a casa de Claridge y queda a millas de Marylebone, y después tengo que ir a una fiesta en Lowndes Square, de modo que me resulta imposible llevarte a la estación. Puedes coger el metro hasta Marylebone, ¿verdad que sí? ¿Sabes cómo? Coges la línea de Piccadilly hasta Piccadilly Circus y haces transbordo a la de Bakerloo para llegar a Marylebone. Ven, vamos, saldré contigo.
Cuando llegaron a la calle, Izzie inspiró profundamente, como si la hubieran liberado de una reclusión a la fuerza.
—Ah, el crepúsculo. La hora violeta. Qué preciosidad, ¿a que sí? —Le dio un beso a Ursula en la mejilla—. Ha sido maravilloso verte, tenemos que repetirlo. ¿Llegarás bien desde aquí? Tout droit hasta Sloane Street, gira a la izquierda y ¡tachán!, allí mismo verás la parada de metro de Knightsbridge. Bueno, ¡hasta prontito!
—Amor fati —dijo el doctor Kellet—, ¿has oído hablar de eso?
A Ursula le pareció que la llamaba «amorfa», y se sintió perpleja; tanto ella como el propio doctor eran más bien flacos. Nietzsche («un filósofo»), según el doctor, sentía interés por dicho concepto.
—La simple aceptación de lo que nos ocurre, sin considerarlo ni bueno ni malo.
»Werde, der du bist —continuó, dando golpecitos con la pipa para echar la ceniza en la chimenea, de donde Ursula supuso que alguien la barrería—. ¿Sabes qué significa eso?
Ursula se preguntó a cuántas niñas de diez años había conocido el doctor Kellet.
—Significa que tienes que llegar a ser tú mismo —explicó mientras metía briznas de tabaco en la cazoleta de espuma de mar. (El ser antes del no-ser, supuso Ursula.)—. Nietzsche sacó esa idea de Píndaro. «gûnoà oèoz ùssã maqín». ¿Sabes griego? —Ahora sí que la había dejado perpleja—. Significa que debes llegar a ser tú mismo, una vez que hayas comprendido quién eres.
Ursula, que no había oído bien el nombre, pensó que podía referirse a Pinner, el lugar adonde se había retirado la antigua niñera de Hugh para vivir con su hermana encima de una tienda en un viejo edificio de la calle mayor. Una tarde de domingo, Hugh los llevó allí a ella y a Teddy en su magnífico Bentley. La niñera, Nanny Mills, daba un poco de miedo (aunque a Hugh no, por lo visto) y se pasó mucho rato interrogando a Ursula sobre sus modales e inspeccionándole las orejas a Teddy por si las tenía sucias. La hermana era más simpática y no paró de servirles vasos de refresco de flor de saúco y rebanadas de pan de leche untadas con mermelada de mora.
—¿Cómo está Isobel? —preguntó Nanny Mills frunciendo mucho los labios.
—Izzie es Izzie —contestó Hugh, una respuesta que, si repetías muy deprisa como hizo Teddy después, sonaba como un pequeño enjambre de avispas.
Por lo visto, hacía mucho tiempo que Izzie había llegado a ser ella misma.
A Ursula le pareció poco probable que Nietzsche hubiese obtenido nada de Pinner, y mucho menos sus creencias.
—¿Lo has pasado bien con Izzie? —quiso saber Hugh cuando la recogió en la estación.
Había algo tranquilizador en la figura de Hugh con el sombrero de fieltro gris y el largo abrigo de lana azul marino. La observó con detenimiento, en busca de cambios visibles. Ursula se dijo que más valía no contarle que había cogido el metro sola. Supuso una aventura aterradora, una noche oscura en el bosque, pero sobrevivió a ella, como cualquier heroína que se preciara. Se encogió de hombros.
—Hemos ido a comer a Simpson’s.
—Mmm —repuso Hugh, como si tratara de descifrar el significado de sus palabras.
—Hemos oído a una cantante negra.
—¿En Simpson’s? —preguntó Hugh, perplejo.
—En el gramófono de Izzie.
—Mmm —repitió Hugh.
Abrió la puerta del coche y Ursula se instaló en el precioso asiento de piel del Bentley, casi tan tranquilizador como el propio Hugh. A Sylvie, el coche le parecía un despilfarro. Y, en efecto, era carísimo. La guerra había vuelto algo mezquina a Sylvie: los restos de jabón se hervían en agua para la colada, las sábanas gastadas en el centro se cortaban por la mitad y se les daba la vuelta para recoserlas, los sombreros se arreglaban. «Si de ella dependiera, viviríamos de huevos y pollo», decía Hugh. Por su parte, él se había vuelto menos prudente desde la guerra, un rasgo de la personalidad que, según Sylvie, quizá no fuera «el más apropiado para un banquero». «Carpe diem», decía Hugh, a lo que Sylvie respondía: «Nunca fuiste de los que aprovechan las oportunidades».
—Izzie tiene un coche —dijo Ursula.
—No me digas. Seguro que no es tan magnífico como esta bestia. —Dio cariñosas palmaditas en el salpicadero del Bentley. Mientras se alejaban de la estación añadió en voz baja—: No deberías fiarte.
—¿De quién? ¿De mamá? ¿Del coche?
—De Izzie.
—No, seguramente tienes razón —admitió Ursula.
—¿Cómo la has encontrado?
—Bueno, ya sabes, incurable. Después de todo, Izzie es Izzie.
Cuando llegaron a casa encontraron a Teddy y Jimmy jugando una civilizada partida de dominó en la mesa del salón mientras Pamela estaba en la casa de al lado con Gertie Shawcross. Winnie era un poco mayor que Pamela y Gertie un poco menor. Pamela dividía su tiempo entre ambas pero rara vez estaba con las dos a la vez. Ursula, que sentía devoción por Millie, lo encontraba muy raro. Teddy quería mucho a todas las niñas Shawcross pero la pequeña Nancy le había robado el corazón.
No había ni rastro de Sylvie.
—No lo sé —contestó Bridget con indiferencia cuando Hugh le preguntó dónde estaba.
La señora Glover les había dejado un estofado de cordero sin muchas pretensiones en la cocina económica para que se mantuviera caliente. La cocinera ya no vivía con ellos en la Guarida del Zorro. Había alquilado una casita en el pueblo para cuidar de George además de ocuparse de ellos. George apenas salía de casa. «Pobrecillo», decía Bridget cuando hablaba de él, y costaba no estar de acuerdo con esa descripción. Tenía la apuesta cabeza («antaño leonina», decía Sylvie con tristeza) caída sobre el pecho y un hilillo de baba colgando de la boca. «Pobre diablo —decía Hugh—, más le valdría que lo hubiesen matado».
A veces uno de los niños acompañaba a Sylvie —o a una más reacia Bridget— en sus visitas durante el día. Se les hacía raro ir a ver a George a su casa cuando su madre estaba en la de ellos, atendiéndolos. Sylvie se afanaba en taparle bien las piernas con la manta, le llevaba un vaso de cerveza y le limpiaba la boca como hacían todos con Jimmy.
Había otros veteranos de guerra en el vecindario, visibles gracias a la cojera o a que les faltaba un miembro. Cuántos brazos y piernas se habían perdido en los campos de Flandes sin que nadie los reclamara; Ursula los imaginaba echando raíces en el barro y brotando para convertirse de nuevo en hombres. Un ejército que volvía clamando venganza. («Ursula tiene pensamientos morbosos», había oído a Sylvie decirle a Hugh. Se había aficionado a escuchar a hurtadillas, era la única manera de averiguar qué pensaba la gente en realidad. No oyó la respuesta de Hugh porque Bridget entró armando ruido en la habitación, furiosa porque la gata —Hattie, hija de Queenie y con el mismo carácter endiablado de su madre— había robado el salmón hervido que debería haber constituido el almuerzo).
También había quienes tenían heridas menos visibles, como los hombres en la sala de espera del doctor Kellet. En el pueblo había un exsoldado llamado Charles Chorley que sirvió en el Regimiento Real del Este de Kent y había vivido toda la guerra sin sufrir un arañazo, y un día, en la primavera de 1921, apuñaló a su mujer y a sus tres hijos mientras dormían, para luego pegarse un tiro en la cabeza con el máuser que le había quitado a un soldado alemán después de matarlo en Bapaume. («Un desastre espantoso —fue el parte del doctor Fellowes—. Estos tipos deberían pensar un poco en la gente que tiene que limpiar después»).
Bridget, por supuesto, cargaba con «su propia cruz», pues había perdido a Clarence. Al igual que Izzie, se había resignado a la soltería, aunque lo llevaba de manera menos alocada. Todos habían asistido al funeral de Clarence, incluso Hugh. La señora Dodds se mostró tan comedida como de costumbre y se estremeció al tocarle Sylvie el brazo en un gesto de consuelo, pero cuando ya se habían alejado de la enorme fosa de la tumba (que no era una cosa bella, en absoluto), la señora Todd le dijo a Ursula que «una parte de él murió durante la guerra. Esta solo era la parte que quedaba, que trataba de ponerse al día», y se llevó un dedo a la comisura del ojo para eliminar una huella de humedad, pues llamarlo lágrima habría sido demasiado generoso. Ursula no sabía por qué la eligió a ella para semejante confidencia, quizá simplemente porque era la persona que tenía más cerca. Desde luego no esperaba respuesta, ni la obtuvo.
—Podría decirse que es una ironía —comentó Sylvie— que Clarence sobreviviera a la guerra y haya muerto de una enfermedad. («¿Qué habría hecho yo si uno de vosotros hubiera cogido la gripe?», decía a menudo).
Ursula y Pamela dedicaron un tiempo considerable a discutir si a Clarence lo habrían enterrado con la máscara o sin ella. (Y si había sido sin ella, ¿dónde estaba ahora?). No les parecía adecuado preguntarle a Bridget algo así. Bridget dijo con amargura que la vieja señora Dodds por fin tenía a su hijo para ella sola y había impedido que otra mujer se lo quitara. («Un poco duro por su parte, quizá», murmuró Hugh). La fotografía de Clarence, una copia de la que se había tomado para su madre, antes de que Bridget lo conociera, antes de que pusiera rumbo a su destino, se unió ahora a la de Sam Wellington en el cobertizo.
—Las filas interminables de los muertos —dijo Sylvie, furiosa—. Todo el mundo quiere olvidarlos.
—Yo desde luego que sí —repuso Hugh.
Sylvie volvió a tiempo para la carlota de manzana de la señora Glover. Sus propios manzanos, un pequeño huerto que había plantado al final de la guerra, empezaban a dar fruto. Cuando Hugh le preguntó de dónde venía, contestó algo poco concreto sobre Gerrards Cross y se sentó a la mesa.
—La verdad es que no tengo un hambre terrible.
Hugh la miró a los ojos e indicó a Ursula con la cabeza.
—Izzie —dijo. Una exquisita comunicación taquigráfica.
Ursula esperó todo un interrogatorio por parte de Sylvie, pero esta se limitó a decir:
—Madre mía, me había olvidado de que estabas en Londres. Me alegra ver que has vuelto de una pieza.
—Intacta —repuso alegremente Ursula—. Por cierto, ¿sabes quién dijo «Una buena renta es la mejor receta para ser feliz»? —La sabiduría de Sylvie, como la de Izzie, era un poco aleatoria pero muy amplia, «señal de que una ha aprendido lo que sabe en las novelas y no mediante una educación», según decía.
—Austen —contestó de inmediato su madre—. En Mansfield Park. Pone esas palabras en boca de Mary Crawford, por quien manifiesta desdén, cómo no, pero creo que la tía Jane creía en realidad esas palabras. ¿Por qué?
Ursula se encogió de hombros.
—No, por nada.
—«Hasta que vine a Mansfield nunca había imaginado que un párroco rural pudiera aspirar a tener un paseo flanqueado por setos, ni nada por el estilo». Qué maravilla. Siempre he pensado que eso del paseo flanqueado por setos indica una clase particular de persona.
—Nosotros tenemos un paseo flanqueado por setos —le recordó Hugh, pero Sylvie lo ignoró y siguió hablando con Ursula.
—Deberías leer a Jane Austen, de verdad que sí. Ahora ya tienes edad para hacerlo.
Sylvie parecía muy contenta, un estado de ánimo que de algún modo no cuadraba con el cordero que seguía en la mesa en su anodino cuenco marrón, con blancos charquitos de grasa blanca formándose en la superficie.
—Francamente —soltó Sylvie con repentina aspereza, tan cambiante como el tiempo—, hay una decadencia moral generalizada, incluso en la propia casa de uno.
Hugh arqueó las cejas y, antes de que Sylvie tuviera ocasión de llamar a Bridget, se levantó de la mesa y se llevó él mismo a la cocina el cuenco de estofado. La pequeña criada para todo, Marjorie, que ya no era tan pequeña, había puesto pies en polvorosa recientemente, y Bridget y la señora Glover tenían ahora que echarse al hombro la carga de cuidar de ellos. (Tampoco es que exijamos tanta atención, digo yo —comentó Sylvie con irritación cuando Bridget mencionó que no le habían subido el sueldo desde el final de la guerra—. Debería estar agradecida).
Aquella noche, en la cama —Ursula y Pamela todavía compartían el atestado dormitorio en la buhardilla («como presas en una celda» según Teddy)—, Pamela preguntó:
—¿Por qué no me ha invitado a mí también, o en lugar de a ti? —Puesto que se trataba de Pamela, lo dijo con verdadera curiosidad, sin malicia.
—Le parezco interesante.
Pamela se rió.
—El caldo de carne de la señora Glover también le parece interesante.
—Ya lo sé. No me siento halagada.
—Es porque tú eres guapa y lista —repuso Pamela—, mientras que yo solo soy lista.
—Eso no es verdad y tú lo sabes —dijo Ursula, siempre ardiente defensora de Pamela.
—No me importa.
—Dice que me incluirá en su periódico la semana que viene, pero supongo que no lo hará.
Al relatarle a Pamela sus aventuras de la jornada en Londres, Ursula omitió una escena que había presenciado sin que Izzie lo advirtiera, ocupada como estaba en maniobrar con el coche en plena calle delante del pub Coal Hole. Una mujer con un abrigo de visón salió del hotel Savoy del brazo de un hombre muy elegante. La mujer reía alegremente de algo que el hombre acababa de decir, pero de pronto se soltó de su brazo para hurgar en el bolso, sacar el monedero y dejar un puñado de monedas en el tazón de un exsoldado que había en la acera. El tipo no tenía piernas y estaba encaramado a una especie de carrito de madera improvisado. Ursula había visto a otro hombre sin piernas en un artilugio similar en el exterior de la estación de Marylebone. De hecho, cuanto más se fijaba, más amputados veía en las calles de Londres.
Un portero del Savoy salió pitando para echarse encima del hombre sin piernas, que se escabulló empujándose con las manos por la acera como si fueran remos. La mujer que le había dado dinero regañó al portero —Ursula llegó a verle las bonitas e impacientes facciones—, pero entonces el hombre elegante la cogió con suavidad del codo y se la llevó Strand arriba. Lo destacable de aquella escena no fue el contenido sino los personajes. Ursula no había visto antes al hombre elegante, pero la inquieta mujer era, sin el menor asomo de duda, Sylvie. Parecía hallarse muy lejos de Gerrards Cross.
—Bueno —concluyó Izzie cuando por fin tuvo el coche en la dirección adecuada—, ¡vaya maniobra tan complicada!
Cuando salió la semana siguiente, Ursula no figuraba en la columna de Izzie, ni siquiera una Ursula ficticia. Había escrito sobre la libertad que podía proporcionarle a la mujer soltera ser propietaria de un «cochecito». «Los gozos de la carretera son tanto mayores que el de verse atrapada en un sucio autobús o seguida por un extraño en un oscuro callejón. Al volante de un Sunbeam no hace falta andar mirando con nerviosismo por encima de un hombro».
—Pues qué macabro, digo yo —comentó Pamela—. ¿Crees tú que le ha pasado? ¿Que la ha seguido un extraño por la calle?
—Supongo que montones de veces.
Ursula no volvió a convertirse en la «camarada especial» de Izzie; de hecho, no volvieron a saber de ella hasta que apareció en la puerta en Nochebuena (estaba invitada pero no la esperaban) y declaró estar metida «en un pequeño aprieto», un estado que precisó que Hugh se encerrara con ella en el estudio, del que salió una hora después con expresión casi escarmentada. No llevó regalos y se pasó toda la comida de Navidad fumando y revolviendo con desgana la comida en el plato.
—Renta anual de veinte libras —dijo Hugh cuando Bridget dejaba en la mesa el pudin empapado en brandy— y gasto anual de veinte y media equivale a miseria.
—Ay, cállate ya —soltó Izzie, y se alejó haciendo aspavientos antes de que Teddy acercara siquiera la cerilla al pudin.
—Eso es de Dickens —le dijo Sylvie a Ursula.
Por la mañana, una Izzie algo contrita le dijo a Ursula a modo de explicación:
—J’étais un peu dérangée. Soy tonta, la verdad. Me he metido en un pequeño lío.
A principios de año el Sunbeam desapareció y la vivienda en Basil Street se cambió por otra en el barrio menos recomendable de Swiss Cottage (un endroit más aburrido incluso); aun así, Izzie siguió siendo Izzie, sin lugar a dudas.