Febrero de 1947

Ursula cruzó la calle con cautela. La superficie era traicionera, llena de baches y de surcos y grietas de hielo. Las aceras eran aún más peligrosas, poco más que macizos de nieve sucia y apisonada o, peor incluso, toboganes creados por los niños del barrio, que no tenían nada mejor que hacer que divertirse porque las escuelas estaban cerradas. «Dios, qué amargada me he vuelto», se dijo Ursula. La maldita guerra. La maldita paz.

Al meter la llave en la cerradura del portal, ya estaba agotada. Salir de compras nunca le había parecido tan duro, ni siquiera en los peores días de los bombardeos alemanes. Tenía la cara casi en carne viva por aquel viento cortante y los dedos de los pies dormidos a causa del frío. Hacía semanas que la temperatura no pasaba de cero, hacía más frío incluso que en 1941. Se imaginó tratando de recordar ese frío glacial en algún momento del futuro y supo que nunca podría revivirlo en su memoria. Era casi físico, casi esperabas que se te quebraran los huesos, que se te cuarteara la piel. El día anterior había visto a dos hombres tratando de abrir una alcantarilla con lo que parecía un lanzallamas. Tal vez no habría un futuro de deshielo y calor, quizá eran los inicios de una nueva glaciación. Primero venía el fuego y luego el hielo.

Menos mal que la guerra le había hecho perder cualquier interés en la moda. Llevaba, en capas sucesivas de dentro hacia fuera, una camiseta de manga corta, una camiseta de manga larga, un suéter, una rebeca y encima su viejo y raído abrigo de invierno, comprado nuevecito en Peter Robinson dos años antes de la guerra. Por no mencionar, claro está, la sosa ropa interior de costumbre, una gruesa falda de tweed, leotardos de lana gris, guantes, mitones, bufanda, gorro y las viejas botas forradas de piel de su madre. Le daría lástima a cualquier hombre que decidiera de pronto asaltarla. «Tampoco sería mala cosa que pasara eso, ¿eh?», comentó Enid Barker, una de las secretarias, ante el consuelo y el alivio de la enorme tetera. Enid había hecho pruebas para el papel de intrépida joven londinense en algún momento en torno a 1940 y lo interpretaba con entusiasmo desde entonces. Ursula tenía pensamientos más mezquinos y se lo reprochaba a menudo. Enid era de buena pasta. Mostraba una destreza increíble a la hora de mecanografiar tablas, algo a lo que Ursula nunca le pilló el tranquillo cuando estudiaba secretariado. Había hecho un curso de mecanografía y taquigrafía hacía ya muchos años…, todo lo anterior a la guerra parecía pertenecer a la antigüedad (la suya propia). Resultó sorprendentemente hábil; de hecho, el señor Carver, el director de la escuela de secretariado, le sugirió que la taquigrafía se le daba lo bastante bien para formarse como taquígrafa en el tribunal de lo penal en Londres. Habría supuesto una vida muy distinta, quizá mejor. Por supuesto, no había forma de saber esas cosas.

Subió penosamente por las escaleras sin iluminar hasta su piso. Ahora vivía sola. Millie se había casado con un oficial de las Fuerzas Aéreas estadounidenses y se había mudado al estado de Nueva York («¡Una esposa de guerra, yo! ¿Quién iba a decirlo?»). Una fina capa de hollín y algo que parecía grasa cubría las paredes de la escalera. Era un edificio antiguo, en el Soho nada menos («No queda otro remedio», oyó decir a su madre). A la vecina de arriba la visitaban muchos caballeros, y Ursula se había habituado a los crujidos del somier y otros ruidos extraños que le llegaban a través del techo. Sin embargo, era una mujer agradable que siempre tenía un simpático saludo a punto y nunca se saltaba su turno de barrer las escaleras.

En sus orígenes el edificio ya había sido dickensiano de tan lúgubre y ahora se veía incluso más dejado de la mano de Dios. Pero lo cierto era que toda la ciudad de Londres tenía ese aspecto. Se veía triste y mugrienta. Recordó a la señorita Woolf diciendo que no creía que «la pobre y vieja Londres» volviera a estar limpia nunca más. («Todo está terriblemente venido a menos»). Quizá tenía razón.

«Desde luego no parece que hayamos ganado la guerra», comentó Jimmy cuando acudió a visitarla, con esa pinta de estraperlista con la ropa norteamericana, tan reluciente que parecía una promesa personalizada.

Ursula estaba dispuesta a perdonarle a su hermano pequeño aquel vigor del Nuevo Mundo, pues había pasado una guerra muy dura. ¿No lo había sido para todos? «Una guerra larga y dura», había prometido Churchill. Cuánta razón tenía.

Aquel alojamiento era temporal. Tenía dinero para algo mejor, pero la pura verdad era que no le importaba. Solo disponía de una habitación, con una ventana sobre el lavamanos, un calentador de agua, un baño compartido pasillo abajo. Todavía echaba de menos el viejo piso en Kensington que había compartido con Millie. Un bombardeo del gran ataque aéreo de mayo de 1941 las había obligado a dejarlo. Ursula pensó entonces en Bessie Smith cantando aquello del «zorro sin su madriguera», aunque lo cierto es que volvió a vivir allí durante unas semanas, sin techo. Hacía un frío que pelaba, pero ella era una buena campista. Había aprendido a serlo con la Bund Deutscher Mädel, la rama femenina de las Juventudes Hitlerianas, si bien no era un hecho que una anduviese aireando por ahí en aquellos tiempos oscuros.

No obstante, había una encantadora sorpresa esperándola. Un regalo de Pammy, una caja de madera llena de patatas, puerros, cebollas, una enorme col de Saboya verde esmeralda (una cosa bella) y, encima de todo, media docena de huevos en un nido de algodón dentro de un viejo sombrero de fieltro de Hugh. Unos huevos muy bonitos, marrones y con motitas, tan preciosos como gemas sin tallar y con diminutas plumas pegadas aquí y allá. «De la Guarida del Zorro, con cariño», se leía en la etiqueta sujeta a la caja. Era como recibir un paquete de la Cruz Roja. ¿Cómo demonios habría llegado hasta allí? Los trenes no circulaban y lo más probable era que Pamela estuviese incomunicada por la nieve. Mayor enigma incluso era cómo se las habría apañado su hermana para cosechar todo aquello en invierno, con «la tierra dura como el acero» como en el poema de Christina Rossetti.

Cuando abrió la puerta, encontró un pedazo de papel en el suelo. Tuvo que ponerse las gafas para leerlo. Era una nota de Bea Shawcross. «He venido a visitarte pero no estabas. Volveré a pasar. Besos, Bea». Lamentó haberse perdido la visita de Bea; habría sido una forma más agradable de pasar una tarde de sábado que vagando por un distópico West End. Más que cualquier otra cosa, le produjo una alegría inmensa ver una col. Aunque la col, de manera inesperada como solía ocurrir en momentos como ese, desenterró a su vez el recuerdo no deseado de un paquetito en el sótano de Argyll Road, y volvió a sumirse en el desánimo. Qué altibajos tenía últimamente. Vamos, arriba ese ánimo, que parece mentira, por el amor de Dios.

Dentro del piso hacía incluso más frío. Le habían salido sabañones, horribles y dolorosos. Tenía frío hasta en las orejas. Deseó tener unas orejeras, o un pasamontañas, como aquellos de lana gris que Teddy y Jimmy solían llevar al colegio. Había un verso en «La víspera de Santa Inés», ¿cómo era? Algo sobre efigies de piedra en una iglesia con gélidas capuchas y mallas. Antaño hacía que sintiera frío cada vez que lo recitaba. Había aprendido el poema entero de memoria en el colegio, una hazaña que ahora le sería probablemente imposible, ¿y qué sentido había tenido hacerlo, después de todo, si no conseguía recordar ni un verso completo? De pronto anheló poseer el abrigo de pieles de Sylvie, un visón desechado, que era como un animal grandote y simpático y ahora pertenecía a Pamela. Sylvie había elegido morir el día de la victoria aliada. Mientras otras mujeres reunían comida de aquí y allá para diversas celebraciones y bailaban en las calles de Gran Bretaña, ella se tendió en la cama que fuera de Teddy cuando era niño y se tomó un frasco entero de somníferos. No dejó nota alguna, aunque la familia que dejaba atrás tuvo bastante claros su intención y sus motivos. En la Guarida del Zorro se ofreció un espantoso té fúnebre por ella. Pamela dijo que aquella era la salida del cobarde, pero Ursula no estaba tan segura. Pensaba que demostraba una claridad admirable. Sylvie era una baja más de la guerra, otra estadística.

«¿Sabes una cosa? —dijo Pamela—. Yo solía discutir con ella porque decía que la ciencia había vuelto peor el mundo, que consistía en hombres que inventaban nuevos métodos para matar a la gente. Pero ahora me pregunto si no tendría razón».

Y aquello fue antes de Hiroshima, por supuesto.

Ursula encendió la estufa de gas, una pequeña Radiant un poco patética que parecía de principios de siglo, y puso monedas en el contador. Corrían rumores de que se estaban acabando los peniques y los chelines. Se preguntó por qué no podían fundir armamento. Convertir fusiles en rejas de arado y cosas por el estilo.

Sacó las cosas de la caja de Pammy y las colocó sobre el escurridero, como si fuera el bodegón de un pobre. Las hortalizas estaban sucias pero no había mucha esperanza de quitarles la tierra puesto que las tuberías estaban congeladas, incluso en el pequeño calentador Ascot, aunque la presión del gas era tan baja que de todas formas tampoco habría podido calentar el agua. «Y el agua es como una piedra». En el fondo de la caja encontró media botella de whisky. La buena de Pamela, siempre tan considerada.

Cogió agua con un cazo del cubo que había llenado en la fuente provisional en la calle y lo puso sobre el hornillo, pensando que cocería un huevo, si bien le llevaría una eternidad porque solo había un diminuto fleco azul en torno al quemador. Circulaban advertencias sobre la presión del gas, por si volvía a salir gas la luz piloto se hubiese apagado.

¿Tan malo sería que te gasearan?, se preguntó. Pensó en Auschwitz. Y Treblinka. Jimmy había sido un comando y al final de la guerra lo destinaron, un poco de rebote según él (aunque todo lo que tenía que ver con Jimmy era un poco de rebote), al regimiento antitanque que liberó Bergen-Belsen. Ursula insistió en que le contara qué encontró allí. Él se mostraba reacio y probablemente le ocultó lo peor, pero saberlo era necesario. Había que dar testimonio. (Oyó mentalmente la voz de la señorita Woolf: «Debemos recordar a esa gente en el futuro, cuando estemos a salvo»).

El recuento de los muertos fue cosa suya durante la guerra, el flujo interminable de cifras que representaban a las víctimas de los bombardeos pasaba por su escritorio para que las pusiera en orden y dejara constancia de ellas. Parecían abrumadoras, pero las cifras más altas —los seis millones de muertos, los cincuenta millones de muertos, el sinfín de almas— resultaban del todo incomprensibles.

Ursula había cogido agua el día anterior. Ellos habían instalado… —¿Quiénes? ¿Quiénes eran «ellos»? Tras seis años de guerra, todos se habían acostumbrado a seguir «sus» órdenes, vaya pueblo tan obediente era el inglés…— Pues ellos habían instalado una fuente provisional en la calle de al lado, y Ursula llenó una tetera y un cubo del grifo. La mujer que tenía delante en la cola se veía elegantísima con su envidiable marta cibelina hasta los pies, de un gris plateado, y sin embargo ahí estaba, esperando con paciencia bajo el frío glacial con sus cubos. Parecía fuera de lugar en el Soho, pero quién sabía cuál sería su historia.

La mujer del pozo. Le pareció recordar que Jesús había tenido una conversación especialmente conflictiva con la mujer del pozo. Era de Samaria, y no tenía nombre, por supuesto. Recordaba que tuvo cinco maridos y vivía con un hombre que no era su esposo, pero la Biblia del rey Jacobo no decía qué les había pasado a aquellos cinco. Quizá la mujer había envenenado el pozo.

Se acordaba de Bridget contándoles que cuando era niña, en Irlanda, todos los días iba andando hasta un pozo en busca de agua. Para que luego hablen del progreso. Qué rápido podía disolverse la civilización en sus elementos más feos. Miren si no a los alemanes, el pueblo más culto y bien educado, y sin embargo… Auschwitz, Treblinka, Bergen-Belsen. Dadas las mismas circunstancias, los ingleses podrían haber hecho lo mismo, si bien eso no podía saberse, en realidad. La señorita Woolf creía que…

—Y digo yo —soltó la mujer de la marta cibelina interrumpiendo sus pensamientos—, ¿entiende usted por qué mi agua está como un cubo de hielo y esta no? —Tenía un acento cristalino.

—No lo sé —repuso Ursula—. Yo no sé nada.

La mujer se rió.

—Oh, yo me siento igual, créame.

Ursula pensó que era alguien a quien quizá le gustaría tener como amiga, pero entonces una mujer detrás de ellas dijo:

—Venga, muévase, querida.

Y la mujer de la marta cibelina levantó los cubos, tan fuerte como una granjera y dijo:

—Bueno, hay que ir tirando, adiós.

Encendió la radio. La emisión del Tercer Programa se había suspendido de manera indefinida. Era una guerra contra el clima. Tenías suerte si conseguías sintonizar la emisora local o la de música con la cantidad de cortes de electricidad que había. Necesitaba ruido, el sonido de una vida familiar. Jimmy le dio su viejo gramófono antes de irse, pues Ursula había perdido el suyo junto con la mayoría de sus discos en Kensington, una pena. Se las había apañado para rescatar un par, milagrosamente intactos, y puso ahora uno de ellos en el plato. «Preferiría estar muerto y enterrado». Se echó a reír.

—Qué alegre, ¿no? —dijo en voz alta.

Escuchó los arañazos y siseos del viejo disco. ¿Era así como se sentía ella?

Echó un vistazo al reloj, el viejo reloj dorado de sobremesa de Sylvie. Se lo había llevado a casa después del funeral. Solo eran las cuatro. Dios, cómo se arrastraban los días. Captó una emisora, de noticias, y apagó la radio. ¿Qué sentido tenía oírlas?

Había pasado la tarde recorriendo Oxford Street y Regent Street en busca de algo que hacer, aunque en realidad solo quería salir de la celda monástica de su habitación de alquiler. Todas las tiendas se veían tenebrosas y lúgubres. Lámparas de parafina en Swan and Edgar, velas en Selfridges; los rostros demacrados y oscuros de gente que parecía salida de una pintura de Goya. No había nada que comprar, o al menos nada que ella quisiera, y las cosas que sí quería, como unos bonitos botines con ribete de piel y pinta de calentitos, eran escandalosamente caras (¡quince guineas!). Qué deprimente. «Es peor que durante la guerra», decía la señorita Fawcett del trabajo. Iba a marcharse para casarse, todos habían colaborado para comprarle un regalo de boda, un jarrón bastante soso, pero Ursula quería regalarle algo más personal, más especial, aunque no se le ocurría qué y confiaba en que quizá daría con el obsequio preciso en los grandes almacenes del West End. Pues no.

Había entrado en un Lyon’s para tomarse una taza de té aguado, como el agua del cordero, habría dicho Bridget. Y un simple bollo en el que encontró solo un par de pasas secas y duras y algún resto de margarina, y trató de imaginar que se comía algo maravilloso, un exquisito Cremeschnitte o una porción de Dobostorte. Supuso que los alemanes no estaban para pasteles en esos momentos.

Sin querer, pronunció en murmullos Schwarzwälder Kirschtorte (qué nombre tan extraordinario, qué pastel tan extraordinario) y atrajo la atención indeseada de una mujer sentada a una mesa vecina que se abría paso estoicamente en un gran bollo glaseado.

—¿Es una refugiada, querida? —le preguntó, sorprendiendo a Ursula con su tono compasivo.

—Algo así —contestó.

Mientras esperaba a que se cociera el huevo —el agua seguía solo tibia—, rebuscó entre los libros, que nunca había sacado de las cajas después del suceso de Kensington. Encontró el de Dante que le había regalado Izzie, de piel roja bellamente repujada pero con las páginas manchadas, un volumen de Donne (su favorito), La tierra baldía (una poco corriente primera edición que le había birlado a Izzie), unas Obras completas de Shakespeare, sus adorados poetas metafísicos y, por último, al fondo de la caja, su maltrecho ejemplar de la escuela de Keats, con una dedicatoria en la que se leía: «Para Ursula Todd, por sus esfuerzos». Supuso que serviría también para un epitafio. Pasó las maltratadas páginas hasta que encontró «La víspera de Santa Inés».

¡Ah, qué frío tan glacial!

El búho aterido pese a sus plumas;

la liebre temblando entre la hierba helada,

callaba el rebaño en su lanudo redil.

Lo leyó en voz alta, y las palabras hicieron que se estremeciera. Debería leer algo que la hiciera entrar en calor, sobre Keats y sus abejas: «Pues les colmó el estío las pegajosas celdas». Keats debió haber muerto en suelo inglés. Dormido en un jardín inglés en una tarde de verano. Como Hugh.

Se comió el huevo mientras leía un ejemplar del Times del día anterior que le había dado el señor Hobbs del departamento de correo una vez que lo acabó, un pequeño ritual cotidiano que tenían. Las dimensiones del periódico, recientemente disminuidas, lo volvían un poco ridículo, como si las noticias en sí fueran menos importantes. Aunque en realidad lo eran, ¿no?

Al otro lado de la ventana caían copos de nieve cenicienta y espumosa. Pensó en los parientes de los Cole en Polonia, elevándose de Auschwitz como una nube volcánica, describiendo círculos en torno a la Tierra y nublando el sol. Incluso ahora, cuando la gente ya sabía lo de los campos y todo eso, seguía reinando el antisemitismo. «Judiaco», había oído llamar a un chico en la calle el día anterior, y cuando la señorita Andrews eludió contribuir al regalo de boda de la señorita Fawcett, Enid Baker bromeó al respecto diciendo «Vaya judía», como si fuera el insulto más moderado posible.

En los últimos tiempos, la oficina era un sitio aburrido y proclive a la irritación, quizá por culpa de la fatiga que causaban el frío y la falta de alimentos buenos y nutritivos. El trabajo era tedioso, una interminable recopilación y permutación de estadísticas que había que archivar en algún sitio, supuestamente para que los historiadores del futuro las estudiaran con minuciosidad. Maurice habría dicho que aún estaban haciendo limpieza y poniendo orden en la casa, como si las víctimas de la guerra fueran trastos que había que guardar y olvidar. Hacía más de un año y medio que Defensa Civil había puesto fin al estado de alerta, y sin embargo Ursula no se había librado todavía de las minucias de la burocracia. Los molinos del Señor (o del gobierno) molían despacio y sumamente fino, desde luego.

El huevo estaba delicioso, sabía como si se hubiera puesto aquella misma mañana. Encontró una vieja postal, una imagen del pabellón de Brighton (comprada en una excursión de un día con Crighton) que nunca había enviado, garabateó unas palabras de agradecimiento para Pammy. —«¡Maravilloso! Ha sido como un paquete de la Cruz Roja»— y la dejó de pie sobre la repisa de la chimenea, al lado del reloj de Sylvie; y junto a la fotografía de Teddy. De Teddy y los demás tripulantes del Halifax una tarde soleada. Estaban repantigados en viejas butacas. Jóvenes para siempre. El perro, Lucky, se veía tan orgulloso como un pequeño mascarón de proa sobre la rodilla de Teddy. Cómo la animaría tener todavía a Lucky. Conservaba la Cruz al Vuelo Distinguido de Teddy, apoyada contra el cristal del marco de la foto. Ursula también tenía una medalla, pero no significaba nada para ella.

Al día siguiente echaría la postal al correo de la tarde. Suponía que tardaría siglos en llegar a la Guarida del Zorro, cómo no.

Las cinco en punto. Llevó el plato al fregadero y lo dejó con los otros platos sucios. La nevada cenicienta se había convertido en ventisca contra el cielo oscuro, y fue a correr la fina cortina de algodón en un intento de que desapareciera. Pero se enganchó sin remedio en la guía, y desistió antes de que todo el montaje se viniera abajo. La ventana era vieja y ajustaba mal, y dejaba entrar una corriente lacerante.

Se fue la luz, y tanteó en la repisa de la chimenea en busca de la vela. ¿Podían ir peor las cosas? Se llevó la vela y la botella de whisky a la cama, se acostó bajo las sábanas con el abrigo todavía puesto. Qué cansada estaba.

La llama en la pequeña estufa Radiant vaciló de manera alarmante. ¿Tan mal iban a ponerse las cosas? «Extinguirse sin pena, a medianoche». Había formas mucho peores. Auschwitz, Treblinka. El Halifax de Teddy cayendo del cielo envuelto en llamas. La única manera de impedir las lágrimas era seguir bebiendo whisky. La buena de Pamela. La llama en la Radiant parpadeó y se apagó. Y la luz piloto también. Se preguntó cuándo volvería el gas, y si el olor la despertaría, si se levantaría para volver a encender la estufa. No había esperado morir como un zorro congelado en su guarida. Pammy vería la postal, sabría que le estaba agradecida. Ursula cerró los ojos. Se sentía como si hubiera pasado despierta cien años o más. De verdad que estaba muy cansada, cansadísima.

Empezó a hacerse la oscuridad.