De algún modo, todo parecía familiar.
—Lo llaman déjà vu —comentó Sylvie—. Es un truco de la mente. La mente tiene misterios impenetrables.
Ursula estaba segura de acordarse de cuando estaba en el cochecito bajo el haya.
—No, nadie puede acordarse de cuando era tan pequeño —dijo Sylvie.
Y sin embargo Ursula recordaba las hojas meciéndose en la brisa como grandes manos verdes y la liebre de plata que pendía de la capota y daba vueltas ante su cara. Sylvie exhaló un suspiro.
—Desde luego tienes una imaginación muy viva, Ursula.
Ursula no supo si aquello era un cumplido o no, pero lo cierto es que muchas veces confundía lo real con lo que no lo era. Y luego estaba ese miedo tan horroroso, ese espantoso terror que abrigaba en su interior. El tenebroso paisaje que llevaba dentro.
—No te obsesiones con esas cosas —zanjó Sylvie cuando la niña trató de explicárselo—. Ten pensamientos positivos.
Y había veces en que sabía qué iba a decir alguien antes de que lo dijera o qué incidente trivial estaba a punto de ocurrir, si alguien dejaría caer un plato o arrojaría una manzana contra un invernadero, como si esos episodios hubiesen pasado ya muchas veces. Las palabras y las frases se repetían como un eco, los extraños parecían viejos conocidos.
—Todo el mundo siente cosas raras de vez en cuando —le dijo Sylvie—. No lo olvides, cariño, ten pensamientos positivos.
Bridget le prestaba un poco más de atención y declaraba que tenía «un sexto sentido». Había umbrales entre este mundo y el otro, decía, pero solo ciertas personas podían atravesarlos. Ursula tenía la impresión de que no quería ser una de esas personas.
La Navidad anterior, Sylvie le había tendido a Ursula una caja con un envoltorio y un lazo muy bonitos que volvían invisible el contenido.
—Feliz Navidad, cariño.
—Ah, qué bien, un comedor para la casa de muñecas —dijo Ursula, que un comentario enseguida le acarreó problemas por haber curioseado en los regalos antes de hora.
—Pero si no hice eso —le repitió obstinada más tarde a Bridget en la cocina, donde la criada trataba de poner coronitas de papel blanco en los muñones de las patas del ganso de Navidad. (A Ursula el ganso le recordó a un hombre del pueblo, un muchacho en realidad, a quien le habían volado los pies en Cambrai.)—. Yo no miré, es que ya lo sabía.
—Ah, pues claro —repuso Bridget—. Tú tienes un sexto sentido, desde luego.
La señora Glover, que batallaba con el pudin de ciruelas, soltó un bufido de desaprobación. En su opinión, con cinco sentidos bastaba y sobraba, añadir otro ya era el colmo.
Las hicieron quedarse en el jardín toda la mañana.
—Pues vaya manera de celebrar la victoria —comentó Pamela cuando buscaron refugio de la lluvia bajo el haya.
Solo Trixie lo estaba pasando bien. Le encantaba el jardín, sobre todo por la cantidad de conejos que, pese a gozar de la atención de los zorros, disfrutaban todavía de las ventajas del huerto. Antes de la guerra, George Glover había regalado dos conejitos a Ursula y Pamela. Ursula convenció a su hermana para criarlos dentro de casa y los escondieron en el armario de su habitación, donde les daban de comer con un cuentagotas que encontraron en el armario de las medicinas, hasta que un día salieron dando brincos y le dieron un susto de muerte a Bridget.
—Un fait accompli —fue el comentario de Sylvie cuando le enseñaron los conejos—. Pero no podéis tenerlos dentro de casa. Tendréis que pedirle al Viejo Tom que les haga una conejera.
Los conejos habían escapado tiempo atrás, por supuesto, y se multiplicaron alegremente. El Viejo Tom les puso veneno y trampas, aunque no sirvió de mucho. («Madre mía —dijo Sylvie una mañana, mirando por la ventana a los conejos que desayunaban como si tal cosa en el jardín—, esto parece Australia»). Maurice, que estaba aprendiendo tiro en la escuela como cadete de las Fuerzas Aéreas, se había pasado las largas vacaciones del verano anterior disparando al tuntún contra ellos desde la ventana de su dormitorio con la vieja escopeta de caza Westley Richards de Hugh. Pamela se enfureció tanto que le puso en la cama parte de sus propios polvos picantes (Maurice se pasaba la vida en tiendas de artículos de broma). Culparon de inmediato a Ursula, y Pamela tuvo que decir que era cosa suya, si bien Ursula estaba dispuesta a cargar con el muerto. Pamela era de esa clase de personas que se empeñan en ser justas.
Oyeron voces en el jardín de al lado; tenían vecinos nuevos, los Shawcross, a quienes aún no conocían.
—Ven, a ver si conseguimos echar un vistazo. Me pregunto cómo se llamarán.
«Winnie, Gertie, Millie, Nancy, y el bebé, Bea», pensó Ursula, pero no dijo nada. Guardar secretos empezaba a dársele tan bien como a Sylvie.
Bridget sostuvo el alfiler del sombrero entre los dientes y se llevó los brazos a la cabeza para ajustárselo. Le había cosido un nuevo ramillete de violetas de papel, especialmente para la victoria. Estaba de pie en lo alto de las escaleras, canturreando «K-K-Katy» para sí. Pensaba en Clarence. Cuando estuvieran casados («en primavera», decía él, aunque poco antes había dicho «antes de Navidad»), ella se marcharía de la Guarida del Zorro. Tendrían su propia casita, sus propios niños.
Las escaleras, según Sylvie, eran muy peligrosas. La gente se mataba en ellas. Siempre les había dicho que no jugaran en las escaleras.
Ursula correteó de puntillas por la alfombra del pasillo. Inspiró sin hacer ruido y entonces, con ambas manos ante sí, como si tratara de parar un tren, se lanzó contra los riñones de Bridget, que volvió la cabeza y abrió mucho la boca y los ojos cuando vio a Ursula. Bridget salió volando y se precipitó escaleras abajo en un tremendo frenesí de brazos y piernas. Ursula evitó por los pelos no caer tras ella.
La práctica hace la perfección.
—Me temo que el brazo está roto —dijo el doctor Fellowes—. Vaya caída la que te has pegado por esas escaleras, muchacha.
—Siempre ha sido muy torpe —intervino la señora Glover.
—Me ha empujado alguien —puntualizó Bridget. Le estaba saliendo un enorme chichón en la frente y se sujetaba el sombrero, con las violetas aplastadas.
—¿Alguien? —repitió Sylvie—. ¿Quién? ¿Quién iba a empujarla escaleras abajo, Bridget? —Contempló los rostros en la cocina—. ¿Teddy?
Teddy se tapó la boca con una mano, como si quisiera impedir que se le escaparan las palabras.
Sylvie se volvió hacia Pamela.
—¿Pamela?
—¿Yo? —Pamela se llevó ambas manos al corazón con gesto santurrón, como una mártir.
Sylvie se volvió hacia Bridget, quien indicó a Ursula con un leve gesto con la cabeza.
—¿Ursula? —Sylvie frunció el entrecejo.
Ursula miró al frente con cara inexpresiva, una objetora de conciencia a punto de ser fusilada.
—Ursula —insistió Sylvie con tono severo—, ¿sabes algo sobre esto?
Había hecho algo perverso: empujar a Bridget escaleras abajo. Podría haberse matado, y ella sería ahora una asesina. Solo sabía que tenía que hacerlo. Sintió aquel miedo tan espantoso y tuvo que hacerlo.
Salió corriendo de la habitación y se escondió en uno de los sitios secretos de Teddy, el armario bajo las escaleras. Al cabo de un rato se abrió la puerta y entró Teddy y se sentó a su lado en el suelo.
—Yo no creo que hayas empujado a Bridget —dijo, y deslizó una cálida manita en la suya.
—Gracias, pero sí, lo he hecho.
—Bueno, pues te sigo queriendo.
Podría no haber salido nunca de aquel armario, pero resonó el llamador de la puerta principal y de pronto hubo un gran alboroto en el vestíbulo. Teddy abrió la puerta para ver qué pasaba. Luego retrocedió para informar a Ursula.
—Mamá está besando a un hombre, y está llorando. Él también llora.
Ursula asomó la cabeza del armario para presenciar semejante fenómeno. Se volvió hacia Teddy, perpleja.
—Creo que ese podría ser papá.