11 de noviembre de 1918

—Ay, Clarence —dijo Sylvie cuando abrió la puerta de atrás—. Me temo que Bridget ha tenido un pequeño accidente. Ha tropezado con el escalón y se ha caído. Me parece que solo se ha torcido el tobillo, pero dudo que pueda ir a Londres a los festejos.

Sentada junto a la cocina en la silla Windsor de respaldo alto de la señora Glover, Bridget daba sorbitos a un brandy. Con el pie sobre un taburete, disfrutaba del dramatismo de su relato.

—He entrado por la puerta de la cocina. Venía de tender la ropa, aunque no sé por qué me he tomado la molestia porque se ha puesto a llover otra vez; entonces he notado unas manos que me empujaban por la espalda. Y de pronto aquí estaba, espatarrada en el suelo, muerta de dolor. —Y añadió—: Han sido unas manitas, como las manos de un niñito fantasma.

—Vaya, no me digas —repuso Sylvie—. En esta casa no hay fantasmas, ni niños ni de otra clase. ¿Has visto algo, Ursula? Estabas en el jardín, ¿no?

—Pero si la muy tonta solo ha tropezado —intervino la señora Glover—. Ya sabe lo torpe que es. —Y, con cierta satisfacción, añadió—: En cualquier caso, se acabó tu jolgorio en Londres.

—No, qué va —repuso Bridget con firmeza—. No pienso perderme este día por nada del mundo. Ven aquí, Clarence. Dame el brazo, que cojear sí puedo.

Se hizo la oscuridad, etcétera.