11 de noviembre de 1918

«Querida Bridget, he cerrado las puertas y pasado los cerrojos. En el pueblo hay una banda de lardones…». ¿Se escribía así, o era «ladrones»? Ursula mordisqueó el extremo del lápiz hasta que se astilló. Indecisa, tachó «lardones» y escribió «rateros». «En el pueblo hay una banda de rateros. ¿Me haces el favor de quedarte en casa de la madre de Clarence?». Y, por si acaso, añadió: «Tengo dolor de cabeza, así que no llames a la puerta». Firmó la nota como «señora Todd». Esperó a que no hubiese nadie en la cocina, y entonces salió y clavó el papel en la puerta de atrás.

—¿Qué hacías? —quiso saber la señora Glover cuando volvió a entrar.

Ursula se sobresaltó; la señora Glover podía ser tan silenciosa como un gato.

—Nada. Solo miraba, a ver si volvía Bridget.

—Madre mía —soltó la señora Glover—, pero si aún faltan horas, volverá en el último tren. Y ahora espabila, que ya hace mucho que tendrías que estar en la cama. Esto parece el Liberty Hall con todos sus sindicalistas.

Ursula no sabía qué era ese Liberty Hall, pero parecía un buen sitio donde vivir.

A la mañana siguiente no había rastro de Bridget en la casa. Y, por extraño que pareciera, tampoco lo había de Pamela. Ursula sintió una abrumadora oleada de alivio tan inexplicable como el pánico que la había llevado a escribir la nota la noche anterior.

—Anoche dejaron una nota absurda en la puerta, una travesura —dijo Sylvie—. Bridget se quedó fuera. La letra se parece mucho a la tuya, ¿sabes, Ursula? Supongo que no podrás explicarlo, ¿no?

—No, no puedo —repuso Ursula con rotundidad.

—He mandado a Pamela a casa de la señora Dodds en busca de Bridget.

—¿Que has mandado a Pamela? —repitió Ursula, horrorizada.

—Sí, a Pamela.

—¿Pamela está con Bridget?

—Sí —contestó Sylvie—, con Bridget. ¿Se puede saber qué te pasa?

Ursula salió corriendo de la casa. Oyó a Sylvie gritando tras ella, pero no se detuvo. En sus ocho años de vida nunca había corrido tanto, ni siquiera cuando Maurice la perseguía para darle un pellizco de monja. Subió hacia la casita de la señora Dodds por el sendero lleno de barro, y cuando se encontró ante Pamela y Bridget estaba sucia de la cabeza a los pies.

—¿Qué pasa? —le preguntó Pamela, muy preocupada—. ¿Es papá?

Bridget se santiguó. Ursula rodeó a Pamela con los brazos y se echó a llorar.

—Pero ¿qué pasa? Cuéntamelo —insistió Pamela, a quien se le había contagiado el temor de su hermana.

—No lo sé —dijo Ursula—. Es que estaba muy preocupada por ti.

—Qué tontorrona —repuso Pamela con afecto, abrazándola.

—Me duele un poco la cabeza —intervino Bridget—. Volvamos a casa.

Poco después, se hizo de nuevo la oscuridad.