11 de febrero de 1910

Sylvie encendió una vela. Reinaba una oscuridad invernal, eran las cinco de la mañana según el pequeño reloj de sobremesa que había en la repisa de la chimenea del dormitorio. El reloj, inglés («Mejor que uno francés», según las enseñanzas de su madre), había sido uno de los regalos de boda de sus padres. A la muerte del retratista de sociedad, cuando acudieron los acreedores, la viuda se ocultó el reloj bajo la falda, lamentándose de la desaparición del miriñaque. Lottie pareció repicar a la hora y cuarto, para desconcierto de los acreedores. Por suerte no estaban en la habitación cuando dio la hora en punto.

La recién nacida estaba dormida en su cuna. De pronto le vinieron a la cabeza unos versos de Coleridge: «Hijo mío, que a mi lado duermes en tu cuna». ¿De qué poema eran?

La lumbre casi se había extinguido en la chimenea, solo quedaba una llamita danzando sobre el carbón. La niña empezó a soltar gemidos como maullidos y Sylvie se levantó con cuidado de la cama. Dar a luz era un acto brutal. De haber recaído en ella el diseño de la raza humana, habría hecho las cosas de forma muy distinta. (Un haz de luz dorada a través de la oreja para la concepción, quizá, y una escotilla bien estanca en algún lugar modesto para la fuga nueve meses después). Abandonó el calor de la cama y cogió a Ursula de la cuna. Y entonces, rompiendo el silencio, amortiguado por la nieve, le pareció oír el leve relinchar de un caballo y sintió un eléctrico zumbido de placer en el alma ante aquel sonido desacostumbrado. Llevó a Ursula hasta la ventana y descorrió una pesada cortina lo suficiente para escudriñar el exterior. La nieve había desdibujado el paisaje familiar y el mundo estaba cubierto por un manto blanco. Y ahí, bajo su ventana, se encontró con el fantástico espectáculo de George Glover cabalgando a pelo en uno de sus preciosos percherones (Nelson, si no se equivocaba) por el sendero vestido de invierno. Se veía magnífico, como un héroe de la Antigüedad. Sylvie corrió la cortina y decidió que las tribulaciones de la noche probablemente le habían afectado al cerebro y la hacían tener alucinaciones.

Se llevó a Ursula a la cama consigo, y la niña hozó en busca de su pezón. Sylvie era partidaria de amamantar a sus propios hijos. El mero concepto de biberones de cristal y tetinas de goma se le antojaba poco natural, pero eso no significaba que no se sintiera una vaca lechera. La pequeña mamaba despacio y con vacilación, confundida por la novedad. Sylvie se preguntó cuánto faltaría para el desayuno.