12 de noviembre de 1918

Ursula se despertó sobresaltada. La habitación estaba a oscuras, pero le llegaban ruidos de algún lugar del piso de abajo. Una puerta que se cerraba, risitas, pies que se arrastraban. Oyó la risa aguda e inconfundible de Bridget, como un cacareo, y la sonora voz de bajo de un hombre. Bridget y Clarence, que habían vuelto de Londres.

Su primer instinto fue levantarse de la cama y despertar a Pamela para que pudieran bajar a interrogar a Bridget sobre los festejos, pero algo la detuvo. Tendida en la oscuridad, escuchando, sintió que la recorría una oleada de terrible, tremendo, temor como si estuviese a punto de ocurrir algo verdaderamente peligroso. Era la misma sensación que había tenido al internarse en las olas detrás de Pamela cuando estaban de vacaciones en Cornualles, justo antes de la guerra. Las rescató un desconocido. Después de ese episodio, Sylvie se aseguró de que todos fueran a clases de natación en la piscina cubierta del pueblo, donde un excomandante de la guerra de los Bóers les ladraba órdenes, y los niños le tenían tanto miedo que se mantenían a flote por no contradecirlo. Sylvie solía contar la historia como si hubiera sido una travesura divertidísima («¡El heroico señor Winton!») cuando Ursula, de hecho, aún recordaba con claridad el terror que sintió.

Pamela murmuró algo en sueños.

—Chist —susurró Ursula.

Pamela no debía despertarse. No debían bajar a la cocina. No debían ver a Bridget. Ursula no sabía por qué, ni de dónde venía aquella espantosa sensación de temor, pero se tapó la cabeza con las sábanas para ocultarse de lo que hubiese allí fuera. Confió en que estuviese fuera y no dentro de ella. Se dijo que fingiría estar dormida, si bien en cuestión de minutos lo estaba de verdad.

Por la mañana desayunaron en la cocina porque Bridget estaba en la cama; se encontraba mal.

—No me extraña —dijo la señora Glover sin la más mínima piedad mientras servía las gachas—. No quiero ni pensar a qué hora habrá llegado, y dando tumbos.

Sylvie bajó con una bandeja que ni se había tocado.

—Me parece que Bridget no está nada bien, señora Glover.

—Habrá bebido demasiado —repuso la cocinera cascando huevos como si los castigara.

Ursula tosió y Sylvie le dirigió una mirada severa.

—Creo que deberíamos llamar al doctor Fellowes —le dijo a la señora Glover.

—¿Por Bridget? Esa chica está más sana que un caballo. El doctor Fellowes saldrá con cajas destempladas en cuanto note el tufillo a alcohol.

—Señora Glover —insistió Sylvie con el tono que utilizaba cuando hablaba muy en serio y quería que la gente escuchara («No entréis en casa con los zapatos llenos de barro», «Nunca seáis crueles con otros niños, por mucho que os provoquen»)—. Creo que Bridget está enferma de verdad.

La señora Glover pareció comprenderlo de pronto.

—¿Puede ocuparse usted de los niños? —concluyó Sylvie—. Voy a telefonear al doctor Fellowes, y luego subiré a quedarme con Bridget.

—¿Y los niños no van al colegio?

—Sí, claro que sí —repuso Sylvie—. Bien pensado, quizá no. O sí, sí que irán. No sé…, ¿deberían ir?

Se quedó en el umbral de la cocina, presa de la inquietud y la vacilación, mientras la señora Glover esperaba con sorprendente paciencia a que tomara una decisión.

—Creo que hoy se quedarán en casa —anunció por fin—. Ya sabe, por las aulas llenas de niños y todo eso. —Inspiró profundamente y miró hacia el techo—. Pero que se queden aquí abajo, de momento.

Pamela miró a Ursula arqueando las cejas. Ursula las arqueó a su vez, aunque no supo muy bien qué trataban de comunicarse. Supuso que era el espanto al verse al cuidado de la señora Glover.

Tuvieron que sentarse a la mesa de la cocina para que la señora Glover pudiera «echarles un ojo» y entonces, pese a sus violentas protestas, les mandó sacar los libros del colegio y hacer deberes: matemáticas para Pamela, letras para Teddy («C de codorniz, Ll de lluvia»), mientras que Ursula tuvo que ponerse a mejorar su «atroz» caligrafía. A esta última le pareció muy injusto que alguien que solo escribía listas de la compra con una letra muy burda («sebo, betún para la cocina, chuletas de cordero y magnesia Dinneford») pudiera juzgar su propia y pésima caligrafía.

Entretanto la señora Glover estaba más que ocupada en aplastar una lengua de ternera, a la que había quitado la grasa y el hueso antes de meterla en la prensa, una actividad mucho más fascinante que escribir «Arrecia un céfiro veloz que desconcierta al valiente Jim» o «Los cinco magos peleones se incorporaron de un salto».

—Odiaría estar en un colegio donde ella fuera la directora —musitó Pamela, que batallaba con sus ecuaciones.

Los distrajo la llegada del chico de la carnicería, que hizo sonar ruidosamente el timbre de la bicicleta para anunciar su presencia. Era un muchacho de catorce años llamado Fred Smith y a quien tanto las niñas como Maurice admiraban muchísimo. Las niñas indicaban su fervor llamándolo Freddy, mientras que Maurice daba muestras de su aprobación y camaradería dirigiéndose a él con el nombre de Smithy. Pamela declaró una vez que Maurice estaba loquito por Fred, y la señora Glover, que lo oyó por casualidad, le dio un golpetazo en las pantorrillas con un batidor. Pamela se quedó desconcertaba, pues no tenía ni idea de por qué la habían castigado. El propio Fred Smith, con mucha deferencia, las llamaba «señoritas» a ellas y «señorito Todd» a Maurice, aunque ninguno de ellos parecía interesarle lo más mínimo. Para la señora Glover era «el joven Fred» y para Sylvie, «el chico de la carnicería», aunque a veces lo llamaba «ese chico tan simpático de la carnicería» para distinguirlo del ayudante anterior del carnicero, Leonard Ash, «un verdadero granuja» según la señora Glover, que lo había pillado robando huevos del gallinero. Leonard Ash murió en la batalla del Somme tras haber mentido sobre su edad para alistarse, y la señora Glover comentó que lo tenía bien merecido, lo cual no dejaba de parecer una brutal justicia.

Fred le tendió un paquete de papel blanco a la señora Glover.

—Su tripa —dijo, y luego depositó sobre el fregadero de madera el cuerpo largo y blando de una liebre—. Ha pasado cinco días colgada. Es una belleza, señora Glover.

Y hasta la señora Glover, poco proclive a las alabanzas incluso en las mejores circunstancias, reconoció la superioridad de la liebre abriendo una lata y permitiendo que Fred eligiera el bollito de frutos secos más grande de sus entrañas habitualmente inaccesibles.

La señora Glover, con la lengua ya a salvo en la prensa, procedió de inmediato a desollar la liebre, un proceso inquietante y sin embargo hipnótico, y solo cuando el pobre animal quedó despojado del pelaje y expuesto, desnudo y reluciente, repararon en la ausencia de Teddy.

—Ve a buscarlo —le dijo la señora Glover a Ursula—. Y así podréis tomaros un vaso de leche y un bollito de frutos secos, aunque sabe Dios que no habéis hecho nada para merecerlo.

A Teddy le encantaba esconderse, y como no respondió al llamarlo por su nombre, Ursula buscó en sus escondrijos favoritos, detrás de las cortinas del salón y debajo de la mesa del comedor; como no había ni rastro de él, empezó a subir por las escaleras hacia los dormitorios.

El sonoro tañido del llamador de la puerta principal reverberó tras ella en los peldaños. Desde la curva de la escalera vio a Sylvie aparecer en el vestíbulo y abrirle la puerta al doctor Fellowes. Supuso que su madre no aparecía por arte de magia sino que había utilizado las escaleras de atrás. El doctor Fellowes y Sylvie se enfrascaron en una intensa conversación en susurros, probablemente sobre Bridget, pero Ursula no distinguió las palabras.

Teddy no estaba en la habitación de Sylvie (hacía tiempo que habían dejado de pensar en ella como la habitación de ambos padres). Tampoco en la de Maurice, con su generoso tamaño para alguien que se pasaba más de media vida en el colegio. No se encontraba en ninguna de las dos habitaciones de invitados ni en el pequeño dormitorio del propio Teddy, ocupado casi por entero por el tren de juguete. Ni en el cuarto de baño ni en el mueble de la ropa blanca. Tampoco había rastro de Teddy bajo las camas, en los vestidores o en los muchos armarios, ni yacía inmóvil como un cadáver bajo el gran edredón de Sylvie, su truco favorito.

—Abajo hay pastel, Teddy —ofreció a las habitaciones vacías. La promesa de pastel, verdadera o no, solía bastar para hacer salir a Teddy de su escondrijo.

Ursula se encaminó a la angosta escalera de madera que llevaba a las habitaciones de la buhardilla, y en cuanto puso un pie en el primer peldaño sintió una súbita punzada de temor en las entrañas. No supo de dónde venía, o por qué.

—¡Teddy! Teddy, ¿dónde estás?

Trató de levantar la voz, pero solo brotaron susurros.

No se hallaba en la habitación que compartían ella y Pamela, ni en la de la señora Glover. Ni en el trastero, antaño cuarto de los niños y ahora hogar de arcones y baúles y cajas de embalar con ropa y juguetes viejos. Solo quedaba sin explorar la habitación de Bridget.

La puerta estaba entreabierta, y Ursula tuvo que obligar a sus pies a dirigirse a ella. Al otro lado de esa puerta entornada había algo terrible. No quería verlo, pero sabía que debía hacerlo.

—¡Teddy! —exclamó presa del alivio cuando lo vio: sentado en la cama de Bridget con el avión del cumpleaños en la rodilla—. Te he buscado por todas partes.

Trixie estaba tumbada en el suelo junto a la cama y se levantó de un brinco cuando la vio.

—Me ha parecido que podía hacer que Bridget se sintiera un poquito mejor —dijo Teddy acariciando el avión. Tenía mucha fe en el poder curativo de trenes y aviones de juguete. (Aseguraba que de mayor sería piloto.)—. Creo que Bridget está dormida pero con los ojos abiertos.

Y así era. Los tenía muy abiertos, y miraban al techo sin verlo. Había una fina película azul sobre esos ojos inquietantes y la piel lucía un extraño tono lila. En las acuarelas de Winsor and Newton de Ursula, eso era violeta cobalto. Advirtió la punta de la lengua de Bridget asomándole entre los labios y tuvo una fugaz visión de la señora Glover metiendo la lengua de ternera en la prensa.

Ursula nunca había visto un cadáver pero supo con absoluta certeza que Bridget se había convertido en uno.

—Baja de la cama, Teddy —dijo con cautela, como si su hermano fuera un animal salvaje a punto de echar a correr.

Ursula empezó a temblar, y no solo porque Bridget estuviese muerta, aunque eso ya era bastante malo, sino porque allí había algo más perverso incluso. Las paredes desnudas, la fina colcha de jacquard en el armazón de hierro de la cama, el juego de cepillo y peine esmaltados sobre el tocador, la jarapa en el suelo, todo parecía de pronto enormemente amenazador, como si en realidad no fueran los objetos que parecían ser. Oyó a Sylvie y al doctor Fellowes en las escaleras, Sylvie hablando con tono insistente y el doctor con menor preocupación.

—Ay, Dios mío —jadeó Sylvie cuando entró y los vio en la habitación de Bridget.

Arrancó a Teddy de la cama y luego cogió a Ursula del brazo para sacarla al pasillo. Trixie, meneando la cola con excitación, brincó tras ellos.

—Id los dos a tu habitación —ordenó Sylvie—. No, id a la habitación de Teddy. No, id a mi habitación. Vamos, ahora mismo.

Parecía frenética, no se asemejaba en absoluto a la Sylvie a la que estaban acostumbrados. Luego volvió a entrar en la habitación de Bridget y cerró la puerta con contundencia. La oyeron intercambiar susurros con el doctor Fellowes.

—Ven —dijo Ursula por fin, y cogió a Teddy de la mano.

El niño se dejó llevar dócilmente escaleras abajo hasta la habitación de Sylvie.

—¿Has dicho que había pastel? —preguntó.

—Teddy tiene la piel del mismo color que Bridget —dijo Sylvie.

Sentía un nudo de terror en el estómago. Sabía qué veían sus ojos. Ursula solo estaba pálida, aunque los párpados cerrados se veían oscuros y la piel lucía un extraño brillo enfermizo.

—Cianosis heliotrópica —anunció el doctor tomándole el pulso a Teddy—. ¿Y ve esas manchas caoba en las mejillas? Me temo que estamos ante el tipo más virulento.

—Basta, por favor, basta —siseó Sylvie—. No me dé clases como si fuera un estudiante de medicina. Soy la madre de estos niños.

Cómo odiaba al doctor Fellowes en ese momento. Bridget yacía arriba en su cama, todavía caliente pero más muerta que el mármol de una tumba.

—Es la gripe —continuó implacable el doctor Fellowes—. Ayer su criada se mezcló con la multitud, en Londres…, las condiciones perfectas para que se propague la infección. Puede llevárselos en un abrir y cerrar de ojos.

—Pero a este no —dijo Sylvie con furia, aferrando la mano de Teddy—. A mi niño, no. —Y entonces, tendiendo una mano para acariciar la frente ardiente de Ursula, se corrigió—: A mis niños, no.

Pamela se asomó en el umbral y Sylvie la echó con un ademán. La niña rompió a llorar, pero Sylvie no tenía tiempo para lágrimas. En ese momento, en presencia de la muerte, no.

—Tiene que haber algo que yo pueda hacer —le dijo al doctor.

—Puede rezar.

—¿Rezar?

Sylvie no creía en Dios. La deidad bíblica le parecía una figura absurda y vengativa (Tiffin, etcétera), no más real que Zeus o el gran dios Pan. Sin embargo, acudía diligentemente a la iglesia todos los domingos y evitaba alarmar a Hugh con sus heréticas ideas. No quedaba más remedio, y comentarios por el estilo. Ahora rezó, con desesperada convicción pero sin fe, y sospechó que no supondría diferencia alguna en ningún sentido.

Cuando de las ventanillas de la nariz de Teddy brotó una espuma levemente sanguinolenta, como la baba que dejan ciertas chinches en las plantas, Sylvie profirió un sonido de animal herido. La señora Glover y Pamela, que escuchaban al otro lado de la puerta, se cogieron de la mano en un raro momento de unidad. Sylvie arrancó a Teddy de la cama, lo aferró contra su pecho y aulló de dolor.

«Dios santo —se dijo el doctor Fellowes—, esta mujer llora a su hijo como una salvaje».

Sudaban juntos en una maraña de las sábanas de lino de Sylvie. Teddy estaba espatarrado sobre las almohadas. Ursula tuvo deseos de abrazarlo, pero estaba demasiado caliente, de modo que lo agarró del tobillo como si tratara de impedir que huyera. Sentía los pulmones como si los tuviera llenos de crema, y la imaginó espesa, amarilla y dulce.

Al caer la noche habían perdido a Teddy. Ursula supo en qué instante murió, lo sintió dentro de sí. Oyó proferir a Sylvie un único gemido de desdicha, y entonces alguien se llevó a Teddy de la cama, y aunque solo era un niñito, fue como si le hubieran arrebatado un peso enorme y se sintió muy sola. Oyó los sollozos ahogados de Sylvie, un ruido espantoso, como si alguien le hubiera cortado un miembro.

Cada aliento estrujaba la crema en sus pulmones. El mundo se desdibujaba, y empezó a tener una sensación de expectativa, como si fuera Navidad o su cumpleaños, y entonces llegó el murciélago negro de la noche y la envolvió con sus alas. Un último aliento, y ya no hubo más. Tendió una mano hacia Teddy, olvidando que ya no estaba.

Se hizo la oscuridad.