—Qué melancólica es esta época del año —comentó Sylvie sin dirigirse a nadie en particular.
Todavía había una gruesa capa de hojas en el jardín. El verano volvía a ser un sueño. A Ursula empezaba a darle la impresión de que todos los veranos eran un sueño. Caían las últimas hojas y la gran haya era casi un esqueleto. El armisticio parecía haber dejado a Sylvie más descorazonada que la guerra. («Todos esos pobres muchachos que se han ido para siempre. La paz no hará que vuelvan»).
Tenían fiesta en la escuela por la gran victoria, y los hicieron salir a jugar al jardín bajo la llovizna matutina. Había vecinos nuevos, el comandante Shawcross y su señora, y se pasaron gran parte de la húmeda mañana escudriñando a través de huecos en el seto tratando de vislumbrar a sus hijas. No había otras niñas de su edad en el vecindario. Los Cole solo tenían varones. No eran brutos como Maurice, mostraban buenos modales y nunca eran desagradables con Ursula y Pamela.
—Creo que están jugando al escondite —informó Pamela a su vuelta del frente Shawcross.
Ursula trató de ver a través del seto y el malévolo acebo le arañó la cara.
—Me parece que son de nuestra misma edad —dijo Pamela—. Incluso hay una pequeña para ti, Teddy.
El niño arqueó las cejas.
—Oh —dijo. A Teddy le gustaban las niñas. A las niñas les gustaba Teddy.
—Eh, esperad, hay otra —anunció Pamela—. Se están multiplicando.
—¿Mayor o más pequeña? —quiso saber Ursula.
—Más pequeña, pero más que una niña es un bebé. La lleva una de las mayores.
Las matemáticas de tanta niña estaban confundiendo a Ursula.
—¡Cinco! —jadeó Pamela, en lo que por lo visto era el recuento definitivo—. Cinco niñas.
A esas alturas, Trixie se las había apañado para colarse por debajo del seto y oyeron los gritos de excitación que acompañaron su aparición al otro lado.
—Y digo yo —soltó Pamela levantando la voz—, ¿nos devolvéis a nuestra perra?
Ese día la comida consistía en salchichas rebozadas con pudin de Yorkshire y pastel de merengue.
—¿Dónde andabais? —quiso saber Sylvie—. Ursula, tienes ramitas en el pelo. Pareces una pagana.
—Es acebo —respondió Pamela—. Estábamos en la casa de al lado. Hemos conocido a las niñas Shawcross. Son cinco.
—Sí, ya lo sé. —Sylvie las fue contando con los dedos—. Winnie, Gertie, Millie, Nancy y…
—Beatrice —añadió Pamela.
—¿Os han invitado? —preguntó la señora Glover, siempre insistente con los buenos modales.
—Hemos encontrado un hueco en el seto.
—Pues por ahí entran esos malditos zorros —gruñó la señora Glover—. Vienen del bosquecillo.
Sylvie frunció el entrecejo ante el lenguaje de la señora Glover pero no dijo nada porque, oficialmente, estaban de celebración y de buen humor. Sylvie, Bridget y la señora Glover brindaban «por la paz» con copas de jerez. Ni Sylvie ni la señora Glover parecían tener muchos motivos de alegría. Tanto Hugh como Izzie seguían en el frente, y Sylvie decía que no creería que Hugh estaba a salvo hasta que lo viera entrar por la puerta. Izzie había conducido una ambulancia durante toda la guerra, aunque no conseguían imaginarla haciendo algo así. George Glover estaba sometido a «rehabilitación» en una institución en algún lugar de las montañas de los Cotswold. Su madre había ido a visitarlo pero era reacia a hablar del estado de su hijo, y solo dijo que George ya no era el mismo de antes.
—No creo que ninguno de ellos sea ya el mismo de antes —repuso Sylvie.
Ursula trató de imaginarse siendo otra Ursula, pero le resultó absolutamente imposible.
Dos chicas del Ejército de Tierra de Mujeres habían ocupado el puesto de George en la finca. Ambas eran aficionadas a los caballos, de Northamptonshire, y Sylvie comentó que, de haber sabido que permitirían a las mujeres trabajar con Samson y Nelson, ella misma habría solicitado el empleo. Las chicas habían venido varias veces a tomar el té, sentándose en la cocina con las polainas llenas de barro, para disgusto de la señora Glover.
Bridget ya llevaba puesto el sombrero, lista para salir, cuando Clarence apareció con timidez en la puerta de atrás musitando unas palabras de saludo para Sylvie y la señora Glover. La «feliz pareja», como se refería a ellos la señora Glover sin el menor asomo de enhorabuena, iba a coger el tren a Londres para participar en las celebraciones de la victoria. Bridget estaba mareada de pura emoción.
—¿Está segura de que no quiere venir con nosotros, señora Glover? Apuesto a que habrá una buena juerga.
La señora Glover puso los ojos en blanco como una vaca insatisfecha. Prefería «evitar las multitudes» por la epidemia de gripe. Un sobrino suyo había caído redondo en plena calle; perfectamente sano en el desayuno y «a mediodía ya estaba muerto». Sylvie dijo que no debían temer a la gripe. «La vida debe seguir su curso», afirmó.
Tras marcharse Bridget y Clarence hacia la estación, la señora Glover y Sylvie se sentaron a la mesa de la cocina a tomarse otro jerez.
—Conque una buena juerga, pues vaya —comentó la señora Glover.
Cuando apareció Teddy, con una inquieta Trixie pisándole los talones, y anunció que estaba muerto de hambre y preguntó si se habían olvidado de la comida, el merengue del pastel se había desplomado y estaba todo quemado. La última baja de la guerra.
Intentaron permanecer despiertas hasta que volviera Bridget, pero se quedaron dormidas sobre sus libros de cabecera. Pamela se hallaba bajo el hechizo de Tras el viento del norte, mientras que Ursula se abría paso en El viento en los sauces, del que le gustaba muchísimo el Topo. Ursula era misteriosamente lenta cuando se trataba de leer y escribir («La práctica hace la perfección, cariño») y prefería que Pamela le leyera en voz alta. A ambas les gustaban los cuentos de hadas y tenían todos los libros de Andrew Lang, los doce volúmenes de distintos colores, que Hugh les había comprado en cumpleaños y navidades. «Son cosas bellas», decía Pamela.
El ruidoso regreso de Bridget despertó a Ursula, y esta a su vez despertó a Pamela, y las dos bajaron de puntillas a la cocina, donde una alegre Bridget y un Clarence más sobrio las obsequiaron con relatos sobre los festejos, el «mar de gente» y la multitud que se había quedado ronca de tanto llamar al rey («¡Queremos al rey! ¡Queremos al rey!», exclamó Bridget en una demostración entusiasta) hasta que apareció en el balcón del palacio de Buckingham.
—Y las campanas —añadió Clarence—. Nunca había oído nada parecido, todas las campanas de Londres tañían para celebrar la paz.
Bridget había perdido el sombrero en medio de la multitud, así como unas cuantas horquillas y el botón superior de la blusa.
—Había tanta gente que me levantaban los pies del suelo —comentó encantada.
—Madre mía, vaya jaleo —dijo Sylvie apareciendo en la cocina, soñolienta y adorable con su chal de encaje y el pelo cayéndole cual cuerda deshilachada por la espalda.
Clarence se ruborizó y se miró las botas. Sylvie preparó chocolate caliente para todos y escuchó a Bridget con indulgencia hasta que ni siquiera la novedad de estar levantados a medianoche consiguió mantenerlos despiertos.
—Mañana hay que volver a la normalidad —dijo Clarence, y le dio a Bridget un osado beso en la mejilla antes de volver junto a su madre.
En general, había sido un día fuera de lo corriente.
—¿Tú crees que la señora Glover se enfadará porque no la hayamos despertado? —le susurró Sylvie a Pamela cuando subían por las escaleras.
—Se pondrá furiosa —respondió ella, y las dos se rieron como conspiradoras, como mujeres.
Cuando volvió a dormirse, Ursula soñó con Clarence y Bridget. Caminaban por un jardín lleno de maleza, buscando el sombrero de Bridget. Clarence lloraba, con lágrimas reales en el lado sano de la cara, mientras que en la máscara eran lágrimas pintadas, como gotas de lluvia artificiales en la pintura de una ventana.
Al despertarse a la mañana siguiente, estaba ardiendo y le dolía todo el cuerpo.
—Está hirviendo, como una langosta —anunció la señora Glover, pues Sylvie la hizo entrar para que le diera una segunda opinión.
Bridget también estaba en cama. La señora Glover cruzó los brazos con gesto de desaprobación bajo el pecho voluminoso y sin embargo nada invitador.
—No me extraña —dijo.
Ursula confió en que la cocinera no tuviera que cuidarla nunca.
Su respiración era áspera y rasposa y sentía un nudo cada vez más grande en el pecho. El mundo retumbaba y se retiraba como el mar en una gigantesca caracola. Todo era agradablemente confuso. Trixie estaba tumbada en la cama a sus pies y Pamela le leía historias de El libro rojo de los cuentos de hadas, pero las palabras iban y venían sin que tuvieran sentido. La cara de Pamela se emborronaba y se veía nítida otra vez. Entró Sylvie y trató de darle un consomé, pero su garganta parecía demasiado estrecha y lo escupió todo sobre las sábanas.
Se oyó el chirrido de unos neumáticos en la gravilla.
—Será el doctor Fellowes —le dijo Sylvie a Pamela levantándose, y añadió—: Quédate con Ursula, Pammy, pero no dejes entrar a Teddy, ¿de acuerdo?
La casa se hallaba más silenciosa que de costumbre. Como Sylvie no volvía, Pamela dijo:
—Voy a buscar a mamá, no tardaré.
Ursula oyó murmullos y lloros procedentes de algún lugar de la casa, aunque no significaban nada para ella.
Estaba sumida en un sueño inquieto y extraño cuando el doctor Fellowes apareció de pronto junto a la cama. Sylvie, sentada al otro lado, le cogía la mano.
—Tiene la piel lila —dijo—. Como la de Bridget.
Una piel lila tenía que ser bastante bonita, como El libro lila de los cuentos de hadas. La voz de Sylvie sonaba rara, ahogada y llena de pánico como aquella vez que había visto al chico de los telegramas acercándose por el sendero pero resultó que solo era un telegrama de Izzie para desearle a Teddy feliz cumpleaños. («Qué desconsiderada», dijo Sylvie).
Ursula no podía respirar y sin embargo olía el perfume de su madre y oía su voz murmurándole suavemente al oído como el zumbido de una abeja en un día de verano. Estaba demasiado cansada para abrir los ojos. Oyó el frufrú de la falda de Sylvie cuando se apartó de su cabecera, seguido por el ruido de la ventana al abrirse.
—Trato de que te llegue un poco de aire —dijo Sylvie volviendo a su lado, y la abrazó contra la crujiente blusa de cloqué con sus seguros aromas a almidón y a rosas.
La fragancia del humo de una hoguera de leña entraba por la ventana de la pequeña habitación en la buhardilla. Ursula oyó el chacoloteo de unos cascos seguido por un repiqueteo mientras el carbonero vaciaba sus sacos en la carbonera. La vida seguía su curso. Una cosa bella.
Un aliento, era cuanto necesitaba, pero se negó a llegar.
La oscuridad se cernió rápidamente, una enemiga al principio, si bien luego se convirtió en amiga.