Junio de 1918

Cumpleaños de Teddy. Nacido bajo el signo de cáncer. Un signo enigmático, decía Sylvie, aunque sabía que esas cosas eran «bobadas». «Pero los cuatro lo son», decía Bridget, quizá tratando de que sonara a chiste.

Sylvie y la señora Glover preparaban una fiestecita «sorpresa». A Sylvie le gustaban todos sus hijos, Maurice quizá no tanto, si bien sentía absoluta adoración por Teddy.

Teddy ni siquiera sabía que era su cumpleaños porque llevaban días con instrucciones estrictas de no mencionarlo. A Ursula le costaba creer que fuera tan difícil guardar un secreto. Sylvie era toda una experta. Les dijo que se llevaran fuera al «homenajeado» mientras ella lo ponía todo a punto. Pamela se quejó de que a ella nunca le habían dado una fiesta sorpresa.

—Pues claro que sí, solo que no te acuerdas —repuso Sylvie.

¿Sería verdad? Pamela frunció el ceño ante la imposibilidad de saberlo.

Ursula no tenía ni idea de si le habían hecho nunca una fiesta sorpresa, o de hecho una fiesta que no fuera sorpresa. El pasado era un revoltijo en su cabeza, no una línea recta como para Pamela.

—Venid todos, vamos a dar un paseo —propuso Bridget.

—Sí —dijo Sylvie—, llevadle un poco de mermelada a la señora Dodds, ¿queréis?

Arremangada y con el cabello recogido en un pañuelo, Sylvie se había pasado todo el día anterior ayudando a la señora Glover a hacer mermelada, cociendo frambuesas del jardín en cazos de cobre con el azúcar que habían arañado de sus raciones.

—Es como trabajar en una fábrica de munición —comentó mientras llenaba un tarro tras otro de mermelada hirviendo.

—No exactamente —murmuró para sí la señora Glover.

El huerto había producido una cosecha extraordinaria; Sylvie había leído libros sobre cómo cultivar frutales y declaró que estaba hecha toda una jardinera. La señora Glover dijo con tono amenazador que era fácil cultivar frutos rojos, que esperase a probar con las coliflores. Para el trabajo duro en el huerto, Sylvie contrató a Clarence Dodds, quien fuera amigo de Sam Wellington, el buen mozo. Antes de la guerra, Clarence había sido ayudante de jardinería en la finca de Ettringham. El ejército lo repatrió por invalidez y ahora llevaba una máscara de hojalata cubriéndole media cara y decía que quería trabajar en una tienda de ultramarinos. Ursula se encontró por primera vez con él cuando preparaba un bancal para zanahorias y soltó un gritito descortés cuando el joven se volvió y le vio la cara. La máscara llevaba un ojo abierto pintado de azul como el de verdad.

—Esto asustaría hasta a un caballo, ¿verdad? —dijo Clarence, y sonrió.

Ursula deseó que no lo hubiera hecho, porque la máscara no le cubría la boca. Tenía unos labios fruncidos y extraños, como si se los hubiesen cosido en el último momento después de nacer.

—Yo soy uno de los afortunados. El fuego de artillería es endemoniado.

A Ursula no le pareció muy afortunado.

Las zanahorias apenas habían echado sus plumosas umbelas y Bridget ya salía con Clarence. Cuando Sylvie desenterrara las primeras patatas rey Eduardo, Bridget y Clarence estarían comprometidos y, como el joven no podía permitirse un anillo, Sylvie le dio a la muchacha uno con piedras engarzadas que según ella tenía «desde siempre» y nunca se ponía.

—Solo es una baratija, la verdad, no vale gran cosa —dijo, aunque Hugh lo había comprado para ella en New Bond Street cuando nació Pamela sin escatimar el coste.

La fotografía de Sam Wellington fue desterrada a una vieja caja de madera en el cobertizo.

—No puedo quedármela —le dijo una atribulada Bridget a la señora Glover—, pero tampoco puedo deshacerme de ella, ¿no?

—Podrías enterrarla, como en la magia negra —sugirió la señora Glover, pero a Bridget la idea le produjo escalofríos.

Emprendieron el camino a casa de la señora Dodds, cargadas de mermelada y con un magnífico ramo de guisantes de olor granates, cuyo cultivo era motivo de orgullo para Sylvie.

—Son de la variedad Senator, por si a la señora Dodds le interesa —le dijo a Bridget.

—No le interesará —comentó la joven.

Maurice no iba con ellas, por supuesto. Había salido con la bicicleta después de desayunar, con el almuerzo en la mochila, y pasaría el día desaparecido, con sus amigos. Ursula y Pamela tenían bien poco interés en la vida de Maurice, y él ninguno en absoluto en las de sus hermanas. Teddy era un hermano muy distinto, leal y cariñoso como un perro, y se le prodigaban las consiguientes caricias.

La madre de Clarence seguía empleada en la finca, en condiciones «casi feudales» según Sylvie, y tenía una casita en su terreno, una vivienda estrecha y antiquísima que olía a agua estancada y yeso viejo. El techo estaba tan húmedo que el temple se hinchaba y colgaba como un pellejo muerto. Para pellejo muerto el de Bosun, al que se había llevado el moquillo el año anterior y estaba enterrado bajo una rosa borboniana que Sylvie encargó especialmente para su tumba. «Se llama rosa Louise Odier, si os interesa saberlo», dijo. Ahora tenían otro perro, una cachorrita de podenco, negra y sinuosa, que se llamaba Trixie, aunque podría haberse llamado Lío porque Sylvie siempre andaba riendo y diciendo «Uy, qué lío se va a armar». Pamela había visto a la señora Glover darle una buena patada a Trixie con su botaza y Sylvie tuvo que «tener unas palabras» con ella. Bridget no dejó que Trixie fuera a casa de la señora Dodds, dijo que no querría ni oír hablar del asunto.

—Ella no cree en perros.

—Los perros no son precisamente un artículo de fe —repuso Sylvie.

Clarence las recibió en la verja de entrada a la finca. La mansión en sí estaba a millas de distancia, al final de una larga avenida de olmos. Los Daunt llevaban siglos viviendo allí y aparecían en ocasiones en ferias y mercadillos, además de adornar con su fugaz presencia la fiesta navideña en el casino del pueblo. Tenían su propia capilla, de modo que nunca se los veía en la iglesia, aunque ahora no se los veía en ningún sitio porque habían perdido tres hijos, uno tras otro, en la guerra y casi se habían aislado del mundo.

Era imposible no quedarse mirando la cara de hojalata de Clarence («cobre galvanizado», corrigió). Vivían aterrorizados por la posibilidad de que se la quitara. ¿Se la quitaría al acostarse por las noches? Si Bridget se casaba con él, ¿vería el horror que había debajo?

—No se trata tanto de lo que hay debajo —oyeron a Bridget decirle a la señora Glover— como de lo que no hay.

La señora Dodds («la vieja matrona Dodds», la llamaba Bridget, como si saliera de una canción infantil) preparó té para los mayores, un té, según Bridget contó después, «más aguado que el agua del cordero». A Bridget le gustaba el té «tan fuerte que la cuchara se aguante de pie». Ni Pamela ni Ursula lograron averiguar qué podría ser el agua del cordero, pero sonaba bien. La señora Dodds les sirvió leche cremosa de una gran jarra esmaltada; procedía de la lechería de la finca y aún estaba caliente. A Ursula le revolvió un poco el estómago.

—La señora dadivosa —musitó la señora Dodds cuando Clarence le tendió la mermelada y los guisantes de olor.

—Vamos, madre —la reprendió él.

La señora Dodds le pasó las flores a Bridget, que sostuvo el ramo como una novia hasta que la mujer añadió:

—Ponlas en agua, tontorrona.

—¿Bizcocho? —La madre de Clarence repartió finos pedazos de pan de jengibre que parecía tan húmedo como su casita. Y, mirando a Teddy como si fuera un animal poco común, añadió—: Es agradable ver niños.

Teddy era un niñito muy tenaz y eso no lo distrajo de su leche con bizcocho. Tenía un bigote blanco, y Pamela se lo limpió con el pañuelo. Ursula sospechaba que en realidad a la señora Dodds no le parecía agradable ver niños; de hecho, sospechaba que en la cuestión de los niños compartía las opiniones de la señora Glover. Excepto en el caso de Teddy, por supuesto. Teddy le gustaba a todo el mundo. Incluso a Maurice. A veces.

La señora Dodds observó el anillo nuevo que adornaba la mano de Bridget tirándole del dedo hacia sí como quien tira de un hueso de la suerte.

—Rubíes y diamantes —comentó—. Muy elegante.

—Son piedras diminutas —repuso Bridget a la defensiva—. Solo es una baratija, en realidad.

Las niñas ayudaron a Bridget a fregar los platos y dejaron que Teddy se las apañara solo con la señora Dodds. Lo lavaron todo en un gran fregadero de piedra en la antecocina que tenía una bomba en lugar de un grifo. Bridget les contó que, cuando era niña en «el condado de Kilkenny», tenían que ir andando hasta un pozo a buscar agua. Colocó con mucha gracia los guisantes de olor en un viejo tarro de mermelada Dundee y lo dejó sobre el escurridero de madera. Una vez que hubieron secado la vajilla con un trapo viejo y raído de la señora Dodds (húmedo, por supuesto), Clarence preguntó si les gustaría acercarse a la mansión para ver el jardín cercado por un muro.

—Deberías dejar de ir allí, hijo —dijo la señora Dodds—, solo consigue alterarte.

Entraron por una vieja puerta de madera en el muro. La puerta estaba atrancada y Bridget soltó un gritito cuando Clarence arremetió con el hombro contra ella para abrirla. Ursula esperaba algo maravilloso (fuentes burbujeantes, terrazas, estatuas, senderos, cenadores y arriates de flores hasta donde alcanzara la vista), pero era poco más que un campo lleno de maleza, con zarzas y cardos campando por doquier.

—Sí, es una jungla —admitió Clarence—. Este era el jardín de las cocinas. Antes de la guerra trabajaban doce jardineros en la mansión.

Solo los rosales que trepaban por los muros florecían todavía, y los árboles del huerto estaban cargados de fruta. Las ciruelas se pudrían en las ramas. Por todas partes zumbaban avispas excitadísimas.

—Este año no las han recogido. Tres hijos varones han muerto en esta maldita guerra. Supongo que no les apetecía mucho un pastel de ciruela.

—Eh —lo reprendió Bridget, y chasqueó la lengua—, ese lenguaje.

Había un invernadero al que apenas le quedaban cristales, y en su interior vieron melocotoneros y albaricoqueros marchitos.

—Qué pena, jolín —soltó Clarence.

Bridget volvió a chasquear la lengua.

—Delante de las niñas, no —dijo, como hacía Sylvie.

—Todo se ha echado a perder —prosiguió Clarence ignorándola—. Dan ganas de llorar.

—Bueno, pues podrías recuperar tu empleo aquí, en la mansión. Estoy segura de que les gustaría. Digo yo que puedes trabajar igual de bien con… —Bridget titubeó e indicó con un vago ademán la cara de Clarence.

—No quiero recuperar mi empleo —repuso él con aspereza—. Mis tiempos como sirviente de un noble rico se han acabado. Echo de menos el jardín, no la vida. El jardín era una cosa bella, un gozo eterno.

—Podríamos tener nuestro propio jardín. O un huertecito arrendado.

Bridget parecía pasar mucho tiempo tratando de animar a Clarence. Ursula supuso que ensayaba para el matrimonio.

—Sí, claro, ¿por qué no? —dijo Clarence, aunque la perspectiva no pareció hacerle mucha gracia. Cogió una manzanita ácida que había caído antes de hora y la arrojó con fuerza como si fuera un jugador de críquet. Fue a dar contra el invernadero y rompió uno de los pocos cristales que quedaban—. Mierda.

Bridget lo amenazó con la mano.

—Las niñas —siseó.

(«Una cosa bella —diría Pamela con admiración esa noche, cuando se lavaban la cara antes de acostarse con la pesada pastilla con fenol—. Clarence es un poeta»).

Por el camino de regreso a casa, Ursula aún olía el perfume de los guisantes de olor que se habían quedado en la cocina de la señora Dodds. Le parecía un terrible desperdicio dejarlos donde nadie los apreciaba. A esas alturas se había olvidado por completo de la celebración del cumpleaños y quedó casi tan sorprendida como Teddy cuando llegaron a casa y se encontraron el pasillo decorado con banderines y a una radiante Sylvie cargada con un regalo envuelto que era a todas luces un avión de juguete.

—Sorpresa.