—¿Vais a bajar o qué? —preguntó Bridget, enfadada. Esperaba impaciente en el umbral, con Teddy en brazos—. ¿Cuántas veces tengo que deciros que la mesa está servida?
Teddy se revolvió entre los brazos que lo sujetaban con fuerza. Maurice hizo caso omiso, enfrascado como estaba en una compleja danza de guerra de los pieles rojas.
—Baja de esa ventana, Ursula, por el amor de Dios. ¿Qué hace abierta? Hace un frío que pela, os vais a morir.
Ursula había estado a punto de lanzarse por la ventana en pos de la Reina Solange, decidida a rescatarla de la tierra de nadie del tejado, cuando algo la hizo titubear. Un asomo de duda, un pie que resbalaba y la sensación de que el tejado estaba muy alto y la noche era inmensa. Y entonces apareció Pamela: «Dice mamá que te laves las manos para cenar», seguida por Bridget, subiendo con estrépito por las escaleras con su cantinela «¡La cena está servida!», y toda esperanza de rescate se perdió.
—En cuanto a ti, Maurice —continuó Bridget—, eres poco más que un salvaje.
—Soy un salvaje —repuso el niño—. Soy un apache.
—Por mí puedes ser el rey de los hotentotes si te da la gana, ¡pero la mesa sigue estando servida!
Maurice soltó un último y desafiante grito de guerra antes de bajar metiendo ruido por las escaleras y Pamela utilizó una vieja red de lacrosse atada a un bastón para recuperar a la Reina Solange de las gélidas profundidades del tejado.
La cena consistía en gallina hervida. Para Teddy, un huevo pasado por agua. Sylvie exhaló un suspiro. Ahora que criaban gallinas, estas aparecían en los menús de muchas comidas de una forma u otra. Tenían un gallinero y un corral vallado en lo que iba a convertirse en un bancal de espárragos antes de la guerra. El Viejo Tom los había dejado, aunque Sylvie había oído decir que «el señor Ridgely» aún trabajaba para los vecinos, los Cole. Quizá no le gustaba que lo llamaran Viejo Tom, después de todo.
—Esta no es una de nuestras gallinas, ¿verdad? —preguntó Ursula.
—No, cariño —respondió Sylvie—. No lo es.
La carne de la gallina estaba dura y correosa. La señora Glover no cocinaba igual desde que George había resultado herido en un ataque con gas venenoso. Seguía en un hospital de campaña en Francia, y cuando Sylvie preguntó si estaba grave, la cocinera contestó que no lo sabía.
—Qué horror.
Sylvie se dijo que si ella tuviera un hijo herido lejos de casa, habría salido en su busca. Para cuidar y curar al pobre muchacho. Si se hubiera tratado de Maurice quizá no, pero con Teddy seguro que sí. Solo pensar en Teddy herido e indefenso le daban ganas de llorar.
—¿Estás bien, mamá? —le preguntó Pamela.
—Sí, claro —contestó ella.
Hurgó entre los restos de la gallina hasta dar con el hueso de la suerte y se lo ofreció a Ursula, quien dijo no saber qué deseo pedir.
—Bueno, en general solemos pedir que nuestros sueños se hagan realidad.
—No, mis sueños no —repuso Ursula con una expresión de alarma en la cara.
—No, mis sueños no —dijo Ursula pensando en el cortacésped gigante que la perseguía por las noches y en la tribu de pieles rojas que la ataba a una estaca y la rodeaba con arcos y flechas.
—Esta sí que es una de nuestras gallinas, ¿no? —intervino Maurice.
A Ursula le gustaban las gallinas, le gustaba la calidez de la paja y las plumas del gallinero, le gustaba hurgar bajo los cuerpos calentitos y macizos para encontrar un huevo más caliente incluso.
—Es Henrietta, ¿no? —insistió Maurice—. Era vieja. Según la señora Glover, estaba lista para la cazuela.
Ursula inspeccionó su plato. Le tenía un cariño especial a Henrietta. La tajada de carne blanca y dura no le dio ninguna pista.
—¿Henrietta? —chilló Pamela, presa de la alarma.
—¿La has matado tú? —le preguntó Maurice a Sylvie—. ¿Ha salido mucha sangre?
Ya habían perdido varias gallinas por culpa de los zorros. Sylvie decía que le sorprendía que las gallinas fuesen tan estúpidas. «No más que la gente», comentaba la señora Glover. Los zorros se habían llevado también al conejito de Pamela el verano anterior. George Glover había rescatado dos y Pamela insistió en hacerle un nido al suyo en el jardín, pero Ursula se rebeló y se llevó al suyo al interior de la casa para meterlo en la casa de muñecas, donde lo tiró todo y dejó cagaditas como bolitas de regaliz. Cuando Bridget lo descubrió, se lo llevó a uno de los cobertizos y no volvieron a verlo.
De postre había brazo de gitano de mermelada y crema; la mermelada era de las frambuesas del verano anterior. El verano solo era un sueño ahora, comentó Sylvie.
—Bebé muerto —dijo Maurice con esa terrible brusquedad suya, que el internado no había hecho sino fomentar. Se metió una cucharada de pudin en la boca y añadió—: Así llamamos en la escuela al brazo de gitano de mermelada.
—Esos modales, Maurice —lo reprendió Sylvie—, y haz el favor de no ser tan malo.
—¿Bebé muerto? —repitió Ursula dejando la cuchara y mirando horrorizada el plato que tenía delante.
—Los alemanes se los comen —dijo Pamela con tono tristón.
—¿Los pudines? —preguntó Ursula, desconcertada. ¿No los comía todo el mundo, incluido el enemigo?
—No, a los bebés —repuso Pamela—. Pero solo los belgas.
Sylvie observó el brazo de gitano, con su relleno de mermelada rojo como la sangre, y se estremeció. Por la mañana había visto a la señora Glover partirle el pescuezo a la pobre Henrietta contra un palo de escoba, despachando a la vieja gallina con la indiferencia de un verdugo profesional. Qué se le va a hacer, se dijo Sylvie.
—Estamos en guerra —dijo la señora Glover—, no es momento de ponerse tiquismiquis.
Pamela no quería dejar el tema.
—¿Era ella, mamá? —insistió en voz baja—. ¿Era Henrietta?
—No, cariño. Palabra de honor que no era Henrietta.
Un urgente repiqueteo en la puerta de atrás evitó que siguiera la discusión. Todos se quedaron muy quietos, mirándose unos a otros como si los hubieran sorprendido en pleno crimen. Ursula no supo muy bien por qué.
—Que no sean malas noticias, por favor —rogó Sylvie.
Lo eran. Segundos después, les llegó un grito terrible de la cocina. Sam Wellington, el buen mozo, estaba muerto.
—Qué espantosa es esta guerra —murmuró Sylvie.
Pamela le dio a Ursula el resto de una de sus madejas de lana de tres cabos y Ursula prometió que tejería mediante la Reina Solange un tapetito para el vaso de agua de Pamela como agradecimiento por el rescate.
Cuando se fueron a la cama esa noche pusieron sobre la mesita de noche a la dama del miriñaque y a la Reina Solange una junto a la otra, valerosas supervivientes de un encuentro con el enemigo.