11 de febrero de 1910

La salsa de encurtidos era del color de la piel con ictericia. El doctor Fellowes cenaba en la mesa de la cocina a la luz de una lámpara de aceite que soltaba un humo muy molesto. Untó de salsa de encurtido una rebanada de pan con mantequilla, a la que añadió una gruesa loncha de jamón grasiento. Pensó en la pieza de panceta que reposaba al fresco en su propia despensa. Él mismo había elegido el cerdo, señalándoselo al granjero; lo que vio no fue un animal vivo sino una lección de anatomía: un conjunto de chuletas de lomo y codillo, carrilladas, tripa y enormes pedazos de jamón para cocer. Carne. Pensó en el bebé al que había rescatado de las garras de la muerte con las tijeras quirúrgicas. «El milagro de la vida —le dijo a la tosca criada irlandesa (“Bridget, señor”) y añadió—: Pasaré aquí el resto de la noche, por la nieve».

Se le ocurrían muchos sitios en los que preferiría estar que en la Guarida del Zorro. ¿Por qué se llamaba así? ¿Por qué iba uno a celebrar la morada de un animal tan taimado? De joven había participado en las cacerías, un jinete gallardo con su atuendo escarlata. Se preguntó si la muchacha entraría en su habitación por la mañana con una bandeja con té y tostadas. La imaginó vertiendo agua caliente en la palangana y lavándolo de arriba abajo ante la chimenea como había hecho su madre décadas atrás. El doctor Fellowes era obstinadamente fiel a su esposa, pero sus pensamientos campaban por sus respetos.

Bridget lo precedió escaleras arriba con una vela. La llama oscilaba y parpadeaba mientras seguía el flacucho trasero de la criada hasta una gélida habitación de invitados. La muchacha encendió una vela para él sobre el armario para el orinal y luego desapareció en las oscuras fauces del pasillo con un precipitado «Buenas noches, señor».

Se tendió en el frío lecho, con la salsa de encurtidos repitiéndole de manera desagradable. Deseó estar en su casa, junto al cuerpo caliente y flácido de la señora Fellowes, una mujer a quien la naturaleza no había otorgado la elegancia y que siempre olía un poco a cebolla frita. Lo cual no era necesariamente algo desagradable.