—¿Se ha enterado de las últimas noticias?
Sylvie exhaló un suspiro y bajó la carta de Hugh, con sus páginas tan quebradizas como hojas secas. Solo hacía unos meses que había partido hacia el frente, y sin embargo apenas recordaba ya que estaba casada con él. Hugh era capitán en la infantería ligera de Oxford y Buckinghamshire. El verano anterior trabajaba como banquero. Qué absurdo parecía.
Sus cartas eran alegres y cautas («los hombres son maravillosos, vaya personalidad tienen»). Antes mencionaba a esos hombres por su nombre («Bert», «Alfred», «Wilfred»), pero desde la batalla de Ypres se habían convertido simplemente en «hombres», y Sylvie se preguntaba si Bert, Alfred y Wilfred estarían muertos. Hugh nunca mencionaba las muertes, era como si estuvieran de excursión o de picnic («Esta semana ha llovido un montón, hay barro por todas partes. ¡Confío en que ahí tengáis mejor tiempo que nosotros!»).
—¿A la guerra? ¿Que te vas a la guerra? —le gritó cuando se alistó, y cayó en la cuenta de que nunca le había gritado hasta entonces. Quizá debió haberlo hecho.
Si iban a entrar en guerra, comentó Hugh, no quería mirar atrás y saber que se la había perdido, que otros se habían ofrecido a defender el honor de su país y él no.
—Puede ser la única aventura que corra en mi vida —añadió.
—¿Aventura? —repitió ella, incrédula—. ¿Y qué me dices de tus hijos y de tu mujer?
—Pero si hago esto por vosotros —repuso Hugh, y pareció exquisitamente afligido, un Teseo incomprendido, que hizo que ella sintiera una intensa aversión en ese momento—. Para proteger mi casa y mi hogar. Para defender todo aquello en lo que creemos.
—Acabo de oírte decir «aventura» —comentó Sylvie volviéndole la espalda.
Aun así, había ido a Londres a despedirlo, cómo no. Se vieron zarandeados por una enorme multitud que hacía ondear banderas y vitoreaba como si ya se hubiera obtenido una gran victoria. La sorprendió el virulento patriotismo de las mujeres en el andén; la guerra debería convertir en pacifistas a todas las mujeres, ¿no?
Hugh la aferró contra sí como si fueran novios y solo subió al tren en el último momento. El tumulto de hombres de uniforme se lo tragó al instante. «Su regimiento», se dijo. Qué extraño. Al igual que la multitud, Hugh le pareció ridículamente eufórico.
Cuando el tren emprendió la lenta y esforzada marcha para salir de la estación, la nerviosa multitud prorrumpió en bramidos de aprobación, entre un frenético ondear de banderas y gorras y sombreros lanzados al aire. Sylvie solo pudo clavar la mirada en las ventanillas de los vagones que pasaban, primero despacio y luego más y más deprisa hasta que quedaron reducidos a un borrón. No vio a Hugh, y supuso que él tampoco la vio a ella.
Permaneció en el andén después de que todos se hubiesen ido, mirando fijamente el punto en el horizonte donde había desaparecido el tren.
Sylvie dejó la carta y cogió las agujas de tejer.
—¿Se ha enterado de la noticia? —insistió Bridget. Estaba poniendo los cubiertos en la mesa del té.
Sylvie frunció el entrecejo ante su labor de punto y se preguntó si quería enterarse de una noticia por boca de Bridget. Cerró un punto en la manga ranglán del práctico suéter gris que tejía para Maurice. Todas las mujeres de la casa invertían ahora una cantidad desmesurada de tiempo en tejer bufandas y mitones, guantes, calcetines y gorros, chalecos y suéteres, para que sus hombres estuviesen abrigados.
La señora Glover se sentaba junto a los fogones por las noches a tejer guantes lo bastante grandes para los cascos de los caballos de tiro de George. No eran para Samson y Nelson, por supuesto, sino para el propio George, uno de los primeros en alistarse, como la señora Glover decía con orgullo a la mínima oportunidad, para la irritación de Sylvie. Hasta Marjorie, la criada, se había sumado a la moda de hacer punto y trabajaba después del almuerzo en lo que parecía un trapo de cocina, aunque llamarlo «punto» era generoso.
—Hay más agujeros que lana —fue el veredicto de la señora Glover antes de darle un sopapo y decirle que volviera al trabajo.
Bridget se aficionó a hacer calcetines deformes —era absolutamente incapaz de tejer un talón— para su nuevo amor. Le había «entregado el corazón» a un mozo de cuadra de Ettringham Hall que se llamaba Sam Wellington. «Ay, es chapado a la antigua pero muy buen mozo», decía, y acto seguido se reía como una loca de su bromita, varias veces al día, como si la contara por primera vez. Le enviaba a Sam Wellington postales sentimentales con ángeles flotando en el aire sobre llorosas mujeres sentadas en su saloncito ante una mesa con tapete de felpilla. Sylvie le había insinuado que debería mandar misivas más alegres a un hombre que estaba en la guerra.
Bridget tenía una fotografía de Sam Wellington, un retrato de estudio, en un mueble al que no acababa de encajarle el nombre de «tocador». Tenía un sitio de honor junto al viejo juego esmaltado de peine y cepillo que le había dado Sylvie cuando Hugh le regaló un conjunto de tocador de plata por su cumpleaños.
Un inevitable retrato similar de George adornaba la mesita de noche de la señora Glover. Embutido en un uniforme y contra un fondo de estudio que a Sylvie le recordaba a la costa de Amalfi, George Glover ya no se parecía al Adán de la capilla Sixtina. Sylvie pensó en todos los hombres que se habían sometido ya al mismo ritual, un recuerdo para madres y novias, la única fotografía que les tomarían en su vida a algunos de ellos. «Podrían matarlo —decía Bridget de su galán—, y yo olvidarme de qué aspecto tenía». Sylvie tenía muchas fotografías de Hugh. Su vida estaba bien documentada.
Todos los niños, excepto Pamela, se encontraban arriba. Teddy dormía en su cuna, o quizá estaba despierto en su cuna, pero fuera cual fuese su estado no daba la tabarra. No sabía qué andaban haciendo Maurice y Ursula ni le interesaba, siempre y cuando reinara la paz en el salón aparte de algún sospechoso golpetazo en el techo y el ruido metálico de las cacerolas en la cocina, donde la señora Glover dejaba bien claros sus sentimientos con respecto a algo: la guerra o la incompetencia de Marjorie, o ambas cosas.
Desde que empezaron los enfrentamientos en el continente, las comidas se servían en el salón, cuya discreta mesa se habían apropiado, y no en el comedor de estilo neorregencia, demasiado extravagante para tiempos de guerra. («No utilizar el comedor no nos hará ganar la guerra», dijo la señora Glover).
Sylvie le hizo un gesto a Pamela, que cumplió obedientemente las mudas órdenes de su madre y siguió a Bridget en torno a la mesa para recolocar los cubiertos. Bridget no distinguía entre derecha e izquierda o arriba y abajo.
La contribución de Pamela para las fuerzas expedicionarias había adoptado la forma de una fabricación en serie de bufandas de longitud extraordinaria y poco práctica. Sylvie quedó agradablemente sorprendida por la capacidad para la monotonía de su hija mayor. Le sería muy útil en la vida.
Sylvie perdió un punto y musitó un juramento que sobresaltó a Pamela y Bridget.
—¿Qué noticia es esa? —preguntó por fin con desgana.
—Han caído bombas en Norfolk —respondió Bridget, orgullosa de transmitir la información.
—¿Bombas? —Sylvie alzó la vista de su labor de punto—. ¿En Norfolk?
—Un ataque con zepelín —explicó Bridget con autoridad—. Los cabezas cuadradas de los alemanes son así. No les importa a quién matan. Son más malos que la tiña, y se comen a los bebés belgas.
—Bueno… —dijo Sylvie, recuperando el punto perdido—, es posible que se exagere un poco con eso.
Pamela titubeó con un tenedor de postre en una mano y una cuchara en la otra, como si estuviera a punto de atacar uno de los densos pudines de la señora Glover.
—¿Que comen bebés? —repitió horrorizada.
—No —respondió Sylvie con irritación—. No seas tonta.
La señora Glover llamó a gritos a Bridget desde las profundidades de la cocina, y la muchacha salió pitando. Acto seguido, Sylvie la oyó gritar a ella en el hueco de la escalera para llamar a los otros niños:
—¡La cena está servida!
Pamela exhaló el suspiro de alguien que ha vivido ya una vida entera y se sentó a la mesa. Miró fijamente el mantel.
—Echo de menos a papá.
—Yo también, cariño —dijo Sylvie—. Yo también. Vamos, no seas tontorrona y ve a decirles a los demás que se laven las manos.
En Navidad, Sylvie había preparado una gran caja de cosas para Hugh: los inevitables calcetines y guantes; una de las interminables bufandas de Pamela y, como antídoto, una de cachemira de doble capa tejida por la propia Sylvie y rociada con su perfume favorito, La Rose Jacqueminot, para llevarle recuerdos de casa. Imaginó a Hugh en el campo de batalla acercando la bufanda a la piel, un galante caballero que entraba en liza enarbolando el favor de una dama. Ese sueño caballeresco supuso un consuelo, era preferible a imaginar actos más sombríos. Habían pasado un fin de semana glacial en Broadstairs, envueltos en polainas, corpiños y pasamontañas, y oído el retumbar de los cañones al otro lado del canal.
La caja de Navidad contenía asimismo un bizcocho de la señora Glover, una lata de galletas de chocolate y menta un poco deformes elaboradas por Pamela, cigarrillos, una botella de buen whisky de malta y un libro de poemas —una antología de poesía inglesa, en su mayor parte pastoril y poco complicada—, así como regalos hechos a mano por Maurice (un avión de madera de balsa) y un dibujo de Ursula con un cielo azul, hierba verde y la diminuta y distorsionada figura de un perro. «Bosun», escribió Sylvie en la parte superior. No tenía ni idea de si Hugh había recibido la caja.
La Navidad fue bastante sosa. Llegó Izzie y habló un montón sobre nada (o más bien sobre sí misma) antes de anunciar que se había unido al Destacamento de Ayuda Voluntaria y partiría hacia Francia en cuanto pasaran las fiestas.
—Pero Izzie —dijo Sylvie—, si tú no sabes cuidar de nadie ni cocinar ni escribir a máquina ni hacer nada útil.
Sus palabras fueron más duras de lo que pretendía, pero la verdad es que Izzie era bastante lela. («Una frívola charlatana», fue el veredicto de la señora Glover).
—Vaya, pues se acabó —dijo Bridget cuando se enteró del zafarrancho de combate de Izzie—, cuando llegue Cuaresma ya habremos perdido la guerra.
Izzie nunca mencionaba a su bebé. Lo habían adoptado en Alemania y Sylvie suponía que era ciudadano alemán. Qué extraño que solo fuera un poco menor que Ursula pero, oficialmente, fuera el enemigo.
Y entonces, por Año Nuevo, uno por uno, todos los niños contrajeron la varicela. Izzie subió al primer tren con destino a Londres en cuanto a Pamela le salió el primer grano en la cara. «Pues vaya con esa Florence Nightingale», le comentó Sylvie a Bridget con irritación.
Pese a sus deditos regordetes y torpes, Ursula se había sumado al frenesí por hacer punto que reinaba en la casa. Por Navidad le regalaron una muñeca francesa para tejer llamada La Reine Solange, que según aclaró Sylvie significaba «Reina Solange», aunque también dijo que «dudaba» de que hubiese habido nunca una reina con ese nombre en la historia. La Reina Solange era de madera pintada con colores regios y llevaba una elaborada corona amarilla en cuyas puntas se sujetaba la lana. Ursula era una súbdita devota y se pasaba todo su tiempo libre, que era mucho, creando largas serpentinas de lana que no tenían otro propósito que acabar en tapetitos y fundas de tetera torcidas. («¿Dónde están los agujeros para el pitorro y el asa?», le preguntaba Bridget).
—Precioso, cariño —dijo Sylvie examinando un tapetito que se le desenroscaba con lentitud en las manos, como si despertara de un largo sueño—. La práctica hace la perfección, no lo olvides.
—¡La cena está servida!
Ursula ignoró la llamada. Estaba subyugada por la realeza, sentada en la cama con las facciones contraídas por la concentración mientras urdía hebras en la corona de la Reina Solange. Era un viejo resto de estambre beige, pero, como decía Sylvie, «qué se le va a hacer».
Maurice debería haber vuelto al internado, pero la varicela fue especialmente virulenta en su caso y todavía tenía la cara cubierta de pequeñas cicatrices como si lo hubiera picoteado un pájaro.
—Unos días más en casa, jovencito —dijo el doctor Fellowes, pero, en opinión de Ursula, Maurice gozaba de muy buena salud.
Se paseaba inquieto por la habitación, aburrido como un león enjaulado. Encontró una zapatilla de Pamela y la pateó por ahí como si fuera una pelota de fútbol. Luego cogió un adorno de porcelana, la figura de una dama con miriñaque que tanto apreciaba Pamela, y la arrojó hacia arriba, tan alto que rebotó en la pantalla de vidrio de vaselina de la lámpara con un alarmante tintineo. Ursula dejó caer la labor de punto y se llevó las manos a la boca, horrorizada. La dama del miriñaque aterrizó con suavidad en el grueso edredón de satén acolchado de Pamela, pero no antes de que Maurice se hubiese hecho con la muñeca de tejer abandonada, con la que empezó a correr de aquí para allá fingiendo que era un avión. Ursula observó a la Reina Solange volar por la habitación, con la estela de lana que surgía de sus entrañas ondeando tras ella como un fino estandarte.
Y entonces Maurice hizo algo verdaderamente perverso. Abrió la ventana de la buhardilla, dejando entrar una inoportuna ráfaga de aire frío, y lanzó la muñequita de madera a la noche hostil.
De inmediato, Ursula cogió una silla, la plantó ante la ventana, se encaramó a ella y se asomó. Iluminada por el haz de luz que emanaba de la ventana, vio a la Reina Solange sobre la pizarra, en el valle que formaban los dos tejados de la buhardilla.
Maurice, ahora convertido en piel roja, saltaba de una cama a otra profiriendo gritos de guerra.
—¡La cena está servida! —bramó Bridget con mayor urgencia desde el pie de las escaleras.
Ursula los ignoró a ambos y, con el corazón de heroína palpitándole en el pecho, se encaramó a la ventana con dificultad, decidida a rescatar a su soberana. Las tejas de pizarra estaban resbaladizas por el hielo, y apenas había puesto un piececito calzado con zapatilla en la pendiente bajo la ventana cuando patinó. Soltó un gritito y tendió una mano hacia la reina al pasar de largo a toda velocidad, con los pies por delante, como quien se desliza por un tobogán pero sin el tobogán. No había parapeto alguno para frenar su descenso, nada para impedir que saliera disparada a las negras alas de la noche. El corazón casi le dio un vuelco de emoción al verse lanzada al aire sin fondo, y luego ya no sintió nada.
Se hizo la oscuridad.