Julio de 1914

Desde las puertas acristaladas que daban al jardín, Sylvie observaba a Maurice levantar una red de tenis improvisada, tarea que parecía consistir sobre todo en liarse a golpes de mazo con cuanto tenía a la vista. Los niños pequeños eran un misterio para ella. La satisfacción que les producía arrojar palos o piedras sin parar, la acumulación obsesiva de objetos inanimados, la brutal destrucción del frágil mundo que los rodeaba; nada de eso parecía guardar relación con los hombres en que supuestamente debían convertirse.

Una ruidosa cháchara en el vestíbulo anunció la garbosa llegada de Margaret y Lily, antaño amigas del colegio y ahora conocidas poco frecuentadas, que traían regalos con vistosos lazos para el recién nacido, Edward.

Margaret era una artista que había convertido su soltería en una militancia; cabía pensar que era la amante de alguien, una posibilidad escandalosa que Sylvie no le había mencionado a Hugh. Lily era fabianista, una sufragista de la alta sociedad que no arriesgaba nada por sus creencias. Sylvie se llevó una tranquilizadora mano a su precioso cuello blanco al imaginarse a mujeres siendo sujetadas mientras les metían tubos en la garganta. El marido de Lily, Cavendish (un nombre más propio de un hotel que de un hombre, sin duda), arrinconó en cierta ocasión a Sylvie; la apretó contra una columna con su cuerpo cabrío y que olía a puro, sugiriéndole algo tan escandaloso que, incluso ahora, al pensarlo, ella enrojecía de vergüenza.

—Ah, qué aire tan fresco —exclamó Lily cuando Sylvie las hizo salir al jardín—. Pero qué rural es todo esto.

Se inclinaron sobre el cochecito zureando como palomas —de las urbanas, las de más baja estofa— y con tantas expresiones de admiración por el bebé como las que soltaron ante la esbelta figura de Sylvie.

—Llamaré para que traigan el té —dijo Sylvie, ya cansada.

Tenían un perro. Un mastín francés grandote y manchado al que llamaban Bosun. «El nombre del perro de Byron», comentó Sylvie. Ursula no tenía idea de quién era ese misterioso Byron, pero no mostró interés en reclamar al perro para sí. Bosun tenía un pelaje suelto y suave que se ondulaba bajo sus deditos, y su aliento olía al pescuezo que la señora Glover, para su indignación, tenía que guisar para él. Según Hugh, era un buen perro; un perro responsable, de los que sacaban a la gente de edificios en llamas y rescataban a personas que se ahogaban.

A Pamela le gustaba disfrazar a Bosun con un gorro y un chal viejos y fingir que era su bebé, aunque ahora tenían uno de verdad, un niño, Edward. Todos lo llamaban Teddy. Aquel nuevo bebé parecía haber pillado por sorpresa a su madre. «No sé de dónde ha salido». La risa de Sylvie parecía un hipo. Estaba tomando el té en el jardín con dos amigas del colegio «de mis tiempos en Londres» que habían acudido a ver al recién nacido. Las tres llevaban preciosos y ligerísimos vestidos y grandes sombreros de paja y, sentadas en sillas de mimbre, tomaban té y el pastel de jerez de la señora Glover. Ursula y Bosun se sentaron en la hierba a una educada distancia, a la espera de las migajas.

Maurice tendió una red y, sin demasiado entusiasmo, intentaba enseñar a Pamela a jugar al tenis. Ursula estaba enfrascada en hacer una corona de margaritas entrelazadas para Bosun. Sus dedos eran regordetes y torpes. Sylvie tenía los dedos finos y hábiles de una artista o una pianista. Tocaba el piano en el salón («Chopin»). A veces cantaban un canon después del té, pero Ursula nunca conseguía entonar su parte cuando tocaba. («Menuda imbécil», soltaba Maurice. «La práctica hace la perfección», decía Sylvie). Cuando abría la tapa del piano, olía como el interior de una maleta vieja. A Ursula le recordaba a su abuela, Adelaide, que se pasaba los días envuelta en negro y tomando sorbitos de Madeira.

El recién nacido estaba arrebujado en el enorme cochecito bajo el haya. Todos habían ocupado en su día tan magnífico emplazamiento, si bien ninguno lo recordaba. Una diminuta liebre plateada colgaba de la capota y el bebé descansaba arropado con una colcha «bordada por las monjas», aunque nadie aclaró nunca de qué monjas se trataba ni por qué habían empleado sus días en bordar patitos amarillos.

—Edward —dijo una de las amigas de Sylvie—. ¿Teddy, como un osito de peluche?

—Sí, Ursula y Teddy, mis dos ositos —repuso Sylvie, y soltó su risa como un hipo.

A Ursula no la convencía lo de ser un oso. Habría preferido ser un perro. Se tendió boca arriba y contempló el cielo. Bosun soltó un impresionante gruñido y se tumbó a su lado. Las golondrinas acuchillaban el azul celeste con su temerario vuelo. Oía el delicado tintineo de las tazas contra los platillos, el traqueteo de un cortacésped empuñado por el Viejo Tom en el jardín de al lado, el de los Cole, y captaba el perfume dulzón y un poco picante de las clavelinas en el parterre y el aroma embriagador de la hierba recién cortada.

—Ah —soltó una de las amigas londinenses, estirando las piernas para revelar unos tobillos finos enfundados en medias blancas—. Un verano largo y caluroso. ¿No os parece una delicia?

Un indignado Maurice perturbó la paz cuando arrojó la raqueta a la hierba, donde rebotó con un ruido sordo y un pequeño chirrido.

—¡No puedo enseñarle, es una niña! —exclamó, y se alejó hecho un basilisco hacia los matorrales, que empezó entonces a aporrear con un palo, aunque él imaginaba hallarse en la jungla con un machete.

Pasado el verano, Maurice iría al internado. Era el mismo al que había acudido Hugh, y su padre antes que él. («Y así sucesivamente hasta remontarnos a la guerra de los Siete Años, supongo», comentó Sylvie). Hugh dijo que eso lo convertiría en un hombrecito, pero a Ursula le parecía que Maurice ya lo era. Hugh contó que cuando lo mandaron al internado se dormía todas las noches llorando, y sin embargo parecía dispuesto a someter a Maurice a la misma tortura. Maurice sacó pecho y declaró que él no lloraría.

(—¿Y nosotras? —preguntó Pamela, preocupada—. ¿También tendremos que ir internas a una escuela?

—No, a menos que os portéis muy mal —respondió Hugh, riendo).

Pamela, con las mejillas arreboladas, apretó los puños y puso los brazos en jarras.

—¡Qué cerdo eres! —bramó, furiosa ante la indiferente retirada de Maurice. Hizo que la palabra «cerdo» sonara mucho peor de lo que era. Los cerdos eran bastante agradables.

—Pammy —dijo Sylvie sin alterar la voz—. Pareces una pescadera.

Ursula se acercó un poquito más a donde estaba el pastel.

—Ay, ven aquí —le dijo una de las mujeres—, deja que te vea.

Ursula trató de escabullirse, pero Sylvie la agarró para que se quedara donde estaba.

—Es mona, ¿a que sí? —comentó la mujer—. Se parece a ti, Sylvie.

—¿Las pescaderas juegan al tenis? —le preguntó Ursula a su madre, y las amigas de Sylvie soltaron risas alegres y encantadoras.

—Qué niñita tan salada —dijo una.

—Sí, es divertidísima —repuso Sylvie.

—Sí, es divertidísima —dijo Sylvie.

—Los niños son muy graciosos, ¿verdad? —comentó Margaret.

Son mucho más que eso, se dijo Sylvie, pero ¿cómo explicarle la magnitud de la maternidad a alguien que no tenía hijos? Se sentía una matrona en compañía de esas mujeres, las amigas de una breve adolescencia acortada por la tranquilidad del matrimonio.

Bridget salió con la bandeja y empezó a recoger el servicio del té. Por las mañanas llevaba un vestido de rayas para hacer las tareas domésticas, pero por las tardes se ponía uno negro con puños y cuello blancos, y un delantal y una pequeña cofia a juego. La habían ascendido del puesto de fregona. Alice se había marchado para casarse y Sylvie contrató a una muchacha del pueblo, Marjorie, de trece años y bizca, para las tareas más duras.

(—¿No podríamos salir adelante con solo dos? —protestó débilmente Hugh—. ¿Con Bridget y la señora G? Tampoco es que lleven una mansión.

—No, no podríamos —contestó Sylvie, y ahí acabó la cuestión).

La cofia blanca le iba grande a Bridget y no paraba de deslizarse y taparle los ojos como si se los hubieran vendado. Cuando cruzaba de nuevo el jardín se quedó de repente cegada por la cofia y dio un traspié de music hall del que se recobró justo a tiempo y cuyas únicas víctimas fueron el azucarero y las pinzas de plata, que salieron disparados para dejar terrones como dados ciegos desparramados por la hierba. Maurice soltó una risotada ante el contratiempo de Bridget.

—Maurice, deja de hacer el payaso —lo reprendió Sylvie.

Observó cómo Bosun y Ursula recogían los terrones desperdigados, el perro con la gran lengua rosácea y Ursula, con gesto algo excéntrico, con las pinzas, que le costaba manejar. Bosun se los zampó sin masticar. Ursula, en cambio, los chupaba despacio, uno por uno. Sylvie sospechaba que el destino de Ursula era convertirse en la rara de sus hijos. Ella era hija única, y con frecuencia la perturbaba la complejidad de las relaciones fraternales entre sus propios hijos.

—Deberías venirte a Londres —dijo Margaret de pronto—, pasar unos días en mi casa. Nos divertiríamos muchísimo.

—Pero los niños… El bebé… No puedo dejarlos.

—¿Por qué no? —quiso saber Lily—. Tu niñera podrá apañárselas unos días, ¿no?

—Es que no tengo niñera. —Lily paseó la vista por el jardín, como si pudiese acechar una niñera entre las hortensias, y Sylvie añadió—: Tampoco quiero tenerla.

(¿O sí quería?). Ser madre era su responsabilidad, su destino. A falta de otra cosa (¿y qué otra cosa podía haber?), era su vida. El futuro de Inglaterra se aferraba a su seno. Reemplazarla no era algo que se hiciera a la ligera, como si su ausencia significara poco más que su presencia.

—Además, le estoy dando el pecho al bebé —añadió.

Ambas mujeres parecieron perplejas. De manera inconsciente, Lily se llevó una mano a los senos, como para protegerlos de una agresión.

—Era designio del Señor —dijo Sylvie, aunque no creía en Dios desde que había perdido a Tiffin.

Hugh acudió en su rescate, cruzando el jardín a grandes zancadas como un hombre con una meta en la vida.

—A ver, ¿qué pasa aquí? —preguntó, riendo.

Cogió a Ursula para lanzarla al aire una y otra vez, y solo paró cuando la niña empezó a ahogarse con un terrón de azúcar. Entonces sonrió a Sylvie.

—Tus amigas —dijo, como si ella pudiese olvidar quiénes eran. Y, depositando a Ursula en el suelo, añadió—: Es viernes por la tarde. Los trabajos del hombre han llegado a su fin y ya va siendo hora, oficialmente, de bajar un poco la guardia. ¿Les apetecería a estas encantadoras damas pasar a algo más fuerte que el té? ¿Ginebra con tónica, quizá?

Hugh tenía cuatro hermanas menores que él y se sentía cómodo entre mujeres. Con eso le bastaba para conquistarlas. Sylvie sabía que su intención era acompañarlas, no cortejarlas, pero a veces se preguntaba adónde podía llevarlo semejante popularidad, o adónde lo habría llevado ya.

Maurice y Pamela llegaron a una entente. Sylvie le pidió a Bridget que sacara una mesa a la pequeña pero útil terraza para que los niños cenaran fuera, huevas de arenque y una forma rosácea que apenas había cuajado y se estremecía sin control. A Sylvie se le revolvió un poco el estómago al verla.

—Comida de críos —dijo Hugh con entusiasmo, viendo comer a sus hijos. Y añadió con tono distendido—: Austria ha declarado la guerra a Serbia.

—Qué tontería —repuso Margaret—. Pasé un fin de semana maravilloso en Viena el año pasado. En el Imperial, ¿lo conocéis?

—Íntimamente, no —bromeó Hugh.

Sylvie lo conocía, pero no lo dijo.

La luz declinó para convertirse en un delicado velo. Sylvie, meciéndose entre una suave bruma de alcohol, se acordó de pronto del fallecimiento de su padre, inducido por el coñac, y batió palmas como si pretendiera matar una mosca molesta.

—Hora de ir a la cama, niños.

Observó a Bridget empujando con torpeza el pesado cochecito por la hierba. Sylvie exhaló un suspiro, y Hugh la ayudó a levantarse de la silla y la besó en la mejilla cuando estuvo en pie.

Sylvie abrió el diminuto tragaluz de la agobiante habitación. Se referían a esa estancia como «el cuarto del bebé» pero no era más que un cajón embutido en una esquina del alero, mal ventilado en verano y gélido en invierno, y por tanto inadecuado para un tierno niñito. Al igual que Hugh, ella pensaba que había que endurecer a los niños cuanto antes para que encajaran mejor los golpes que les daría la vida. (La pérdida de una preciosa casa en Mayfair, de un poni adorado, de la fe en una deidad omnisciente). Se sentó en la butaca de terciopelo con tapizado capitoné y amamantó a Edward.

—Teddy —murmuró con cariño mientras el niño succionaba con fruición, atragantándose, hasta sumirse en un sueño saciado.

Era cuando más le gustaban los niños, de bebés; estaban radiantes y nuevos, como las rosáceas almohadillas en la pata de un gatito. Pero este crío era especial. Besó la pelusa en su cabecita.

En el aire suave, unas palabras flotaron hasta ella.

—Todo lo bueno tiene un final —oyó decir a Hugh mientras escoltaba a Lily y Margaret al interior de la casa, para cenar—. Tengo entendido que nuestra artística cocinera, la señora Glover, ha preparado raya al horno. Pero quizá os gustaría ver primero mi motor de petróleo.

Las mujeres parlotearon como las colegialas tontorronas que seguían siendo.

Unos gritos y palmadas de emoción despertaron a Ursula.

—¡Electricidad! —oyó exclamar a una de las amigas de Sylvie—. ¡Qué maravilla!

Compartía con Pamela una habitación en la buhardilla. Tenían dos camitas gemelas con una jarapa y una mesita de noche entre ambas. Pamela dormía con los brazos por encima de la cabeza y a veces gritaba como si la pincharan con un alfiler (una bromita horrible que a Maurice le encantaba). Al otro lado de la pared, por una parte, tenían a la señora Glover, que roncaba como un tren, y por la otra, a Bridget, que se pasaba toda la noche murmurando. Bosun dormía al otro lado de la puerta de las niñas, siempre de guardia incluso en sueños. A veces gemía con suavidad, aunque no sabían si de gusto o de dolor. La buhardilla era un lugar atestado de gente y no muy tranquilo, que digamos.

Ursula volvió a despertarse cuando las visitantes se despedían. («No es natural que esa niña tenga un sueño tan ligero», decía la señora Glover como si fuera un defecto de carácter que debiera corregirse). Se levantó de la cama y fue hasta la ventana sin hacer ruido. Si se subía a una silla, algo que tenían expresamente prohibido, vería a Sylvie y sus amigas en el jardín, con los vestidos aleteando como polillas en la creciente oscuridad. Hugh esperaba ante el portón de atrás para escoltarlas camino abajo hasta la estación.

A veces, Bridget llevaba a los niños andando a la estación para que recibieran a su padre cuando llegaba del trabajo en tren. Maurice decía que de mayor quizá sería maquinista de tren, o tal vez se convirtiera en explorador del Antártico como sir Ernest Shackleton, que estaba a punto de zarpar en su gran expedición. O quizá solo sería banquero, como su padre.

Hugh trabajaba en Londres, ciudad que Sylvie visitaba muy de vez en cuando para pasar una tensa tarde en el salón de la abuela en Hampstead, con las peleas entre Maurice y Pamela crispándole los nervios, de modo que siempre estaba de mal humor en el tren de regreso a casa.

Cuando todos se hubieron ido y sus voces se perdían en la distancia, Sylvie cruzó de vuelta el jardín hacia la casa, poco más que una sombra ahora que el murciélago negro desplegaba sus alas. Sin que ella lo viera, un zorro le siguió el rastro un trecho, con un decidido trote, y después giró y desapareció entre los matorrales.

—¿Has oído algo? —preguntó Sylvie. Estaba incorporada sobre las almohadas, leyendo una de las primeras obras de Forster—. ¿Habrá sido el bebé?

Hugh ladeó la cabeza. A ella le recordó momentáneamente a Bosun.

—No.

El bebé solía dormir toda la noche de un tirón. Era un angelito, pero no en el cielo, gracias a Dios.

—Es el más bueno de todos —comentó Hugh.

—Sí, creo que este deberíamos quedárnoslo.

—No se parece a mí.

—No —admitió ella de buen grado—. No se te parece en nada.

Hugh rió y le dio un beso cariñoso.

—Buenas noches, voy a apagar la luz.

—Creo que leeré un poquito más.

Poco después, una calurosa tarde, fueron a ver cómo cosechaban el trigo.

Sylvie y Bridget emprendieron la marcha campo a través con las niñas; Sylvie llevaba al bebé en un cabestrillo que Bridget había improvisado con un chal envolviéndole el torso.

—Como una campesina irlandesa —comentó Hugh, divertido.

Era sábado y, liberado de los sombríos confines de la banca, estaba tendido en la tumbona de mimbre en la terraza de la parte de atrás de la casa, aferrando el Anuario Wisden del críquet como si fuera un cantoral.

Maurice había desaparecido después del desayuno. A sus nueve años, era libre de ir a donde quisiera con quien le apeteciera, aunque solía andar en compañía exclusiva de otros niños de nueve años. Sylvie no sabía qué hacían, pero al final del día volvía cubierto de mugre de los pies a la cabeza y con algún trofeo poco apetecible, como un tarro con ranas, un pájaro muerto o el cráneo blanqueado de algún pequeño animal.

Cuando se pusieron en marcha, cargadas con el bebé y cestas de picnic, pamelas y sombrillas, hacía mucho que el sol había comenzado su empinado ascenso en el cielo. Bosun trotaba a su lado como un pequeño poni.

—Madre mía, vamos cargadas como refugiados —comentó Sylvie—. Como los judíos al salir de Israel, quizá.

—¿Los judíos? —repitió Bridget con una mueca de desagrado en sus feúchas facciones.

Teddy durmió durante toda la excursión en la mochila improvisada mientras cruzaban cercas y avanzaban dando traspiés por senderos llenos de barro que el sol había secado. Bridget se desgarró el vestido con un clavo y dijo que tenía ampollas en los pies. Sylvie se planteó quitarse el corsé y dejarlo en la cuneta, e imaginó el asombro de quien lo encontrara allí. Acudió a ella un súbito recuerdo, insólito en un campo con vacas a la radiante luz del día; Hugh desabrochándole el corsé en el hotel en Deauville donde pasaron la luna de miel, mientras los sonidos llegaban hasta ellos a través de la ventana abierta: gaviotas chillando en pleno vuelo y un hombre y una mujer discutiendo en áspero y enérgico francés. En el barco de regreso desde Cherburgo, Sylvie ya llevaba en su seno el diminuto homúnculo que se convertiría en Maurice, aunque ignoraba por completo que así fuera.

—¿Señora? —dijo Bridget, interrumpiendo su ensueño—. ¿Señora Todd? No son vacas.

Se detuvieron a admirar los caballos de tiro de George Glover, dos enormes percherones llamados Samson y Nelson que resoplaron y sacudieron la cabeza al advertir que tenían compañía. Ursula se inquietó un poco, pero Sylvie le dio una manzana a cada animal, y las cogieron con delicadeza de la palma de su mano con los grandes labios rosados y aterciopelados. Sylvie dijo que eran tordos rodados y mucho más hermosos que la gente.

—¿Incluso más que los niños? —le preguntó Pamela.

—Sí, especialmente que los niños —contestó Sylvie, y rió.

Encontraron a George echando una mano con la cosecha. Cuando las vio, cruzó el campo a grandes zancadas para saludarlas.

—Señora —le dijo a Sylvie quitándose la gorra. Se enjugó el sudor de la frente con un gran pañuelo a topos rojos. Tenía pedacitos de cascarilla pegados a los brazos; el sol le había vuelto el vello que los cubría tan dorado como la cascarilla—. Qué calor hace —añadió por decir algo.

Miró a Sylvie bajo el largo mechón de pelo que siempre le caía sobre los preciosos ojos azules. Sylvie pareció sonrojarse.

Además de su propia comida —sándwiches de pasta de arenque y de requesón al limón, cerveza de jengibre y tarta de semillas—, llevaban los restos del pastel de cerdo del día anterior, que la señora Glover mandaba a George junto con un tarro de su famosa salsa de encurtidos. La tarta de semillas ya estaba un poco dura porque Bridget había olvidado meterla de nuevo en la lata para pasteles y estuvo fuera toda la noche en la cálida cocina.

—No me sorprendería que las hormigas hubiesen puesto huevos en ella —comentó la señora Glover.

Cuando llegó el momento de comérsela, Ursula cogió cada semilla, y las había a montones, para comprobar que no fuera un huevo de hormiga.

Los jornaleros hicieron una pausa para tomar el almuerzo, a base de pan, queso y cerveza básicamente. Bridget se ruborizó y soltó una risita al tenderle el pastel de cerdo a George. Pamela le contó a Ursula que, según Maurice, Bridget estaba colada por George, aunque a ambas les pareció que Maurice era una fuente de información bastante insólita en cuestiones del corazón. Tomaron el picnic en el linde de los rastrojos; George espatarrado con comodidad mientras daba bocados dignos de un caballo al pastel de cerdo, Bridget observándolo con admiración como si fuera un dios griego, y Sylvie ocupada con el bebé.

Sylvie fue en busca de un sitio discreto donde amamantar a Teddy. Las chicas criadas en casas bonitas en Mayfair no andaban agazapándose detrás de un seto para dar el pecho a sus hijos. Como campesinas hibernesas, sin duda. Recordó con cariño la caseta en la playa de Cornualles. Cuando por fin encontró un sitio adecuadamente resguardado al abrigo de un seto, Teddy daba alaridos y apretaba los puñitos de boxeador contra la injusticia del mundo. Justo después de que el crío se le aferrara al pecho, Sylvie levantó por casualidad la mirada y vio a George Glover salir de entre los árboles en el otro extremo del campo. Se detuvo y se quedó mirándola como un ciervo asustado. Tardó unos instantes en moverse, y entonces se quitó la gorra.

—Sigue haciendo calor, señora —comentó.

—Sí, desde luego —repuso ella alegremente, y luego lo observó dirigirse con prisa hacia la portezuela de cinco listones que dividía el seto en medio del campo y saltarla con la misma facilidad que un cazador rebasando un obstáculo.

Desde una prudente distancia, observaron cómo la enorme cosechadora se tragaba de manera ruidosa el trigo.

—Es hipnótico, ¿verdad? —comentó Bridget. Había aprendido el término poco antes.

Sylvie sacó el bonito reloj de bolsillo de oro, un artículo muy codiciado por Pamela.

—Madre mía, mirad qué hora es —dijo, aunque nadie lo miró—. Tenemos que volver ya.

Justo cuando emprendían la marcha, George Glover exclamó:

—¡Eh, esperen! —y cruzó el campo a medio galope hacia ellas.

Llevaba algo dentro de la gorra. Dos conejitos.

—¡Oh! —soltó Pamela, llorosa de emoción.

—Gazapos —dijo George Glover—. Estaban acurrucados en medio del campo. Su madre ya no está. ¿Por qué no os los quedáis? Uno para cada una.

En el camino a casa, Pamela llevó los dos conejitos en el delantal, que sujetaba orgullosa ante sí como hacía Bridget con la bandeja del té.

—Qué bien se os ve —comentó Hugh cuando entraron por la cancela del jardín, agotadas—. Doradas y acariciadas por el sol. Parecéis auténticas campesinas.

—Más rojas que doradas, me temo —repuso una atribulada Sylvie.

El jardinero estaba en plena faena. Se llamaba Viejo Tom («Como un gato —decía Sylvie—. ¿Lo llamarían antes Joven Tom?»). Trabajaba seis días por semana y repartía el tiempo entre ellos y otra casa cercana. Esos vecinos, los Cole, se dirigían a él como «señor Ridgely». No daba indicios de qué apelativo prefería. Los Cole vivían en una casa muy parecida a la de los Todd y el señor Cole, al igual que Hugh, era banquero.

—Judío —dijo Sylvie con el mismo tono con que decía «católico», intrigada pero un poco inquieta ante semejante exotismo.

—No creo que sean practicantes —repuso Hugh.

¿Practicantes de qué?, se preguntó Ursula. Pamela tenía que practicar las escalas de piano todas las tardes antes del té, y no era muy agradable oír cómo aporreaba las teclas.

Según su hijo mayor, Simon, el señor Cole había nacido con un apellido muy distinto, demasiado complicado para las lenguas inglesas. El hijo mediano, Daniel, era amigo de Maurice, pues aunque los adultos no tuvieran amistad, los niños se conocían bien. Simon, «un empollón» (decía Maurice), le echaba una mano con las matemáticas a Maurice las tardes de los lunes. Sylvie no sabía muy bien cómo recompensarlo por tan desagradable tarea, desconcertada al parecer ante su condición de judío.

—Según lo que le dé, igual los ofendo, ¿no? —especulaba—. Si le doy dinero, pueden pensar que hago alusión a su reputación de tacaños. Si le doy dulces, es posible que pongan reparos porque siguen una dieta estricta.

—No son practicantes —insistió Hugh—. No son observantes.

—Benjamin es muy observante —intervino Pamela—. Ayer encontró un nido de mirlos.

Al decir eso, miró furibunda a Maurice. Cuando estaban mirando maravillados los preciosos huevos azules con motitas marrones, apareció y los cogió para cascarlos contra una piedra. Le pareció una broma estupenda. Pamela le arrojó una piedra pequeña (bueno, bastante pequeña), que le dio en la cabeza.

—Hala, para que veas qué siente uno cuando le rompen la cáscara.

Maurice tenía ahora un feo tajo y un cardenal en la sien.

—Me he caído —respondió brevemente cuando Sylvie quiso saber cómo se lo había hecho.

Por naturaleza, hubiese acusado a Pamela, pero entonces habría salido a la luz el pecado inicial y Sylvie lo habría castigado con severidad por romper los huevos. Lo había pillado antes rompiendo huevos y le dio un buen sopapo. Sylvie decía que debían «venerar» la naturaleza, no destruirla, pero, por desgracia, Maurice no era de los que veneraban nada.

—Simon está aprendiendo a tocar el violín, ¿verdad? —dijo Sylvie—. Los judíos suelen ser muy musicales. Quizá podría darle unas partituras o algo así.

Esa discusión sobre los riesgos de ofensa al judaísmo había tenido lugar en torno a la mesa del desayuno. Hugh siempre parecía algo sorprendido al encontrarse a sus hijos sentados a la misma mesa que él. No había desayunado con sus padres hasta los doce años, cuando se consideró que podía abandonar el cuarto de los niños. Era el sólido producto de la educación de una eficiente niñera, que dirigía su propia casa dentro de la casa de Hampstead. Por su parte, Sylvie siempre cenaba tarde de pequeña, a base de canard à la presse, precariamente encaramada a varios cojines y arrullada por las velas vacilantes y los destellos de la cubertería, mientras la conversación de sus padres flotaba sobre su cabeza. Ahora suponía que no había sido una infancia del todo normal.

El Viejo Tom estaba cavando una zanja, que según él era para un nuevo bancal de espárragos. Hugh había abandonado hacía rato el anuario del críquet para ir en busca de frambuesas con un gran cuenco de esmalte blanco que tanto Pamela como Ursula reconocieron como el que había usado Maurice hacía poco para meter renacuajos, aunque ninguna de las dos mencionó semejante hecho. Sirviéndose un vaso de cerveza, Hugh comentó:

—Qué sed da esto de trabajar en el campo.

Todos rieron. Excepto el Viejo Tom.

La señora Glover salió a exigirle al Viejo Tom que desenterrara unas cuantas patatas para acompañar los medallones de buey. Cuando vio los conejitos soltó bufidos enfurruñados.

—Ni siquiera son suficientes para un estofado.

Pamela se puso a chillar y hubo que calmarla con un sorbo de la cerveza de Hugh.

En un rincón apartado del jardín, Pamela y Ursula hicieron un nido con hierba y algodón, lo decoraron con pétalos de rosa y metieron dentro con mucho cuidado a los conejos. Pamela les cantó una nana, pues sabía afinar muy bien, si bien los animalitos estaban dormidos desde que George Glover se los había dado.

—A lo mejor son demasiado pequeños —dijo Sylvie.

¿Demasiado pequeños para qué?, se preguntó Ursula, pero Sylvie no dijo una palabra más.

Se sentaron en la hierba a comerse las frambuesas con nata y azúcar. Hugh alzó la vista al cielo, muy azul.

—¿Habéis oído ese trueno? Va a haber una tormenta tremenda, la siento acercarse. ¿Usted no, Viejo Tom?

Levantó la voz al preguntarlo para que el Viejo Tom, bastante lejos de ellos, en el huerto, pudiera oírlo. Hugh pensaba que, como jardinero que era, el Viejo Tom tenía que saberlo todo sobre el tiempo. Pero siguió cavando sin decir nada.

—Está sordo —concluyó Hugh.

—No, no está sordo —dijo Sylvie.

Trituraba frambuesas para preparar una espesa crema rojo garanza, hermosa como la sangre, y de forma inesperada pensó en George Glover. Un hijo de la tierra. Recordó las manos fuertes y cuadradas, sus preciosos tordos rodados como enormes caballitos balancines, y la forma en que se había recostado en la verde ribera para comer, con una pose como la del Adán de Miguel Ángel en la capilla Sixtina pero tendiendo la mano hacia otro pedazo de pastel de cerdo y no hacia la mano de su Creador. (Cuando Sylvie había acompañado a su padre, Llewellyn, a Italia, se quedó asombrada ante la gran cantidad de cuerpos masculinos disponibles en forma de arte para contemplarlos). Imaginó a George Glover comiendo manzanas de su mano, y se rió.

—¿Qué pasa? —quiso saber Hugh.

—Qué muchacho tan guapo es ese George Glover.

—Entonces tiene que ser adoptado —comentó Hugh.

Esa noche, en la cama, Sylvie abandonó a Forster para dedicarse a actividades menos cerebrales, entrelazando las acaloradas extremidades en el lecho conyugal, más como un jadeante venado que como una alondra en pleno vuelo. En lugar del cuerpo liso y nervudo de Hugh pensaba en los bruñidos miembros de centauro de George Glover.

—Estás muy… —dijo un agotado Hugh, y contempló la cornisa del dormitorio hasta dar por fin con la palabra adecuada—: animada.

—Será cosa de tanto aire fresco —contestó Sylvie.

Dorada y acariciada por el sol, se dijo cuando se sumía poco a poco en el sueño, y entonces, de forma insólita, acudió a su mente un fragmento de Shakespeare. «Los dorados amantes con toda su alegría / polvo serán al llegar su día», y de pronto sintió miedo.

—Aquí llega por fin la tormenta —dijo Hugh—. ¿Apago la luz?

Por la mañana, el llanto de Pamela arrancó a Sylvie y Hugh de su sueño de domingo. Ursula y ella se despertaron temprano, llenas de emoción, y corrieron al jardín para encontrarse con que los conejos habían desaparecido; solo quedaba la esponjosa borla de una cola diminuta, con el blanco manchado de rojo.

—Zorros —anunció la señora Glover con cierta satisfacción—. ¿Qué esperabais?