Junio de 1914

El señor Archibald Winton había plantado su caballete en la arena y trataba de plasmar en el lienzo un paisaje marino con acuosos trazos en azul y verde; azules de Prusia y cobalto, verdes viridiana y glauconita. Pintó un par de gaviotas algo emborronadas en el cielo, un cielo imposible de distinguir de las olas debajo de él. Se imaginaba enseñando la pintura a su regreso a casa, diciendo: «Es de estilo impresionista, ya se entiende».

El señor Winton, soltero, trabajaba como oficinista con rango en una fábrica de alfileres en Birmingham, pero era un romántico por naturaleza. Formaba parte de un club de ciclismo y todos los domingos huía pedaleando lo más lejos posible de la contaminación de Birmingham, y pasaba las vacaciones anuales a la orilla del mar para respirar un aire benigno y creerse un artista durante una semana.

Se dijo que intentaría añadir un par de figuras a su pintura, pues así le daría un poco de vida y de «movimiento», ya que su profesor del curso nocturno (asistía a clases de dibujo) lo había animado a introducirlas en su obra. Aquellas dos niñitas en la orilla le servirían. Como llevaban sombrero, no necesitaría plasmar sus facciones, una técnica que todavía no dominaba.

—Ven, vamos a saltar olas —dijo Pamela.

—Ay —exclamó Ursula echándose atrás.

Pamela le cogió la mano y tiró de ella hacia el agua.

—No seas tonta.

Cuanto más se acercaban al agua más miedo sentía Ursula, hasta que el pánico la abrumó, pero Pamela se reía y se internaba chapoteando en las olas y solo pudo seguirla. Intentó pensar en algo que hiciera volver a su hermana a la playa —un mapa del tesoro, un hombre con un perrito—, si bien era demasiado tarde. Se levantó una ola enorme, curvándose sobre sus cabezas, y las hundió en las profundidades de aquel mundo acuoso.

Sylvie se llevó un susto cuando alzó la mirada del libro y vio a un hombre, un extraño, caminando por la arena hacia ella con una de sus hijas bajo cada brazo, como si fueran gansos o gallinas. Las niñas estaban empapadas y llorosas.

—Se han internado demasiado en el agua —dijo el hombre—, pero se recuperarán.

Invitaron al salvador de las niñas, un tal señor Winton, oficinista («con rango»), a té y pasteles en un hotel con vistas al mar.

—Es lo menos que puedo hacer —dijo Sylvie—. Se ha estropeado usted las botas.

—No es para tanto —repuso con modestia el señor Winton.

—Oh, desde luego que sí, lo es.

—¿Contentos de estar de vuelta? —preguntó Hugh, sonriendo de oreja a oreja, cuando los recibió en el andén.

—¿Lo estás tú de que hayamos vuelto? —respondió Sylvie, un poco a la defensiva.

—En casa hay una sorpresa para vosotros —dijo Hugh. A Sylvie no le gustaban las sorpresas, todos lo sabían—. Adivinad qué es.

Un perrito, supusieron; nada que ver con el motor de petróleo que Hugh había hecho instalar en el sótano. Bajaron todos en tropel por los empinados peldaños de piedra para contemplar aquella presencia aceitosa y palpitante con sus hileras de acumuladores de cristal.

—Que se haga la luz —dijo Hugh.

Pasaría mucho tiempo antes de que cualquiera de ellos pudiese accionar un interruptor de la luz sin esperar volar por los aires. El trasto solo daba luz, por supuesto. Bridget tenía la esperanza de una aspiradora que reemplazara su Ewbank, pero el voltaje no era suficiente.

—Gracias a Dios —comentó Sylvie.