11 de febrero de 1910

Bridget cogió la bandeja del desayuno para llevársela.

—Ay, deje la campanilla de invierno —le pidió Sylvie—. Mire, póngamela aquí, en la mesita de noche.

También se quedó a la niña consigo. La lumbre ardía con fuerza y la intensa luz que arrojaba la nieve a través de la ventana parecía alegre y curiosamente solemne al mismo tiempo. La nieve caía contra las paredes de la casa, oprimiéndolas, enterrándolas. Estaban envueltas en su capullo. Imaginó a Hugh abriendo con heroísmo un túnel en la nieve para llegar a casa. Ya llevaba fuera tres días, buscando a su hermana, Isobel. El día anterior (ahora parecía que hiciera siglos) había llegado un telegrama de París en el que se leía: LOCALIZADA PRESA STOP VOY TRAS ELLA STOP, aunque Hugh no era aficionado a la caza. Tenía que mandarle un telegrama ella también. ¿Qué le diría? Algo enigmático. A Hugh le gustaban las adivinanzas. ÉRAMOS CUATRO STOP TÚ NO ESTÁS PERO AÚN SOMOS CUATRO STOP (Bridget y la señora Glover no figuraban en la cuenta de Sylvie). O algo más prosaico. EL BEBÉ YA AQUÍ STOP TODOS BIEN STOP. ¿Lo estaban, todos bien? La niña había estado a punto de morir. Se había visto privada de aire. ¿Y si no estaba del todo bien? Esta noche le ganaron la partida a la muerte. Se preguntó cuánto tardaría la muerte en buscar venganza.

Finalmente se quedó dormida y soñó que se había mudado a una casa nueva y que andaba buscando a sus hijos, que deambulaba por las habitaciones desconocidas gritando sus nombres, pero sabía que habían desaparecido para siempre y que nunca los encontraría. Despertó sobresaltada, y la alivió comprobar que al menos el bebé seguía a su lado en el gran campo nevado que era la cama. La niña. Ursula. Sylvie tenía el nombre pensado; Edward, de haber sido un niño. Los nombres de los niños eran cosa suya, a Hugh no parecía importarle gran cosa cómo se llamaran, aunque suponía que tenía sus límites. Sherezade, quizá. O Ginebra.

Ursula abrió los lechosos ojos y pareció fijar la vista en la cansina campanilla de invierno.

—Duérmete, niña —canturreó Sylvie.

Qué calma reinaba en la casa. Qué engañoso podía ser eso. Era posible perderlo todo en un abrir y cerrar de ojos, en un santiamén.

—Hay que evitar a toda costa tener pensamientos negativos —le dijo a Ursula.