Ursula llegó a su quinto verano sin sufrir más percances. A su madre le producía alivio que, a pesar de sus aterradores comienzos en la vida (o quizá debido a ellos), se hubiera convertido, gracias al vigorizante régimen de Sylvie (o tal vez a pesar de él), en una niñita en apariencia formal. Ursula no le daba demasiadas vueltas a las cosas, como solía hacer Pamela, ni demasiado pocas, como tenía por costumbre Maurice.
«Es como un soldadito», se dijo Sylvie al ver a Ursula desfilar por la playa siguiendo a Maurice y Pamela. Qué chiquitines se les veía; sí, eran pequeños, ya lo sabía, pero a veces la pillaba desprevenida el alcance de lo que sentía por sus hijos. El más pequeño y reciente de todos ellos, Edward, estaba confinado a un moisés, junto a ella en la arena, y aún no había aprendido a armar barullo.
Habían alquilado una casa en Cornualles durante un mes. Hugh pasó con ellos la primera semana, y Bridget se quedó de principio a fin. Bridget y Sylvie se las apañaban para cocinar entre las dos (bastante mal), puesto que Sylvie le dio el mes libre a la señora Glover para que se fuera a casa de una de sus hermanas, a quien la difteria le había arrebatado un hijo. De pie en el andén, Sylvie exhaló un suspiro de alivio al ver desaparecer las anchas espaldas de la señora Glover en el interior del vagón de tren.
—No hacía falta que fueras a despedirla —dijo Hugh.
—Ha sido por el placer de verla marchar —repuso ella.
Había un sol ardiente y fuertes brisas marinas y una cama dura a la que Sylvie no estaba acostumbrada y en la que yacía toda la noche sin que la molestaran. Compraban pasteles de carne, patatas fritas y empanadillas de manzana, que comían sentados en una estera en la arena con la espalda apoyada contra las rocas. El alquiler de una caseta en la playa resolvía el problema siempre peliagudo de amamantar a un bebé en público. A veces Bridget y Sylvie se quitaban las botas y se atrevían a chapotear en la orilla con los dedos de los pies; otras, se sentaban en la arena bajo enormes sombrillas y leían. Sylvie estaba leyendo un libro de Conrad, mientras que Bridget tenía un ejemplar de Jane Eyre que le dio Sylvie, puesto que no se le ocurrió llevar una de sus emocionantes novelas góticas habituales. Bridget resultó ser una lectora muy vital, que soltaba frecuentes jadeos de horror o se revolvía presa de la indignación y, al final, de puro placer. El agente secreto parecía bastante árido en comparación.
Era además una muchacha de tierra adentro y pasaba mucho tiempo preocupándose por si la marea estaba alta o baja, aparentemente incapaz de comprender su carácter previsible.
—Cambia un poquito cada día —le comentó Sylvie con paciencia.
—Pero ¿para qué diantre cambia?
—Pues… —Sylvie no tenía ni idea, de modo que concluyó con tono resuelto—: ¿Por qué no debería cambiar?
Los niños volvían de pescar con sus redes en los charcos entre las rocas del otro extremo de la playa. Pamela y Ursula se detuvieron a medio camino y chapotearon con los pies en la orilla, pero Maurice apretó el paso y echó a correr hacia Sylvie para luego dejarse caer, levantando un remolino de arena. Sujetaba un pequeño cangrejo de la pinza, y Bridget soltó un chillido de alarma al verlo.
—¿Queda pastel de carne?
—Esos modales, Maurice —lo reprendió Sylvie.
Cuando acabara el verano, el niño iría al internado. Eso le hacía sentir cierto alivio.
—Ven, vamos a saltar olas —dijo Pamela.
Pamela era mandona, pero lo era con simpatía, y Ursula casi siempre se apuntaba a sus planes la mar de contenta, y aunque no lo estuviera, se apuntaba de todas formas.
Un aro pasó rodando por la arena, como llevado por el viento, y Ursula quiso correr tras él para devolvérselo a su propietario.
—No —dijo Pamela—. Ven, vamos a chapotear.
Dejaron las redes en la arena y se internaron en las olas de la orilla. No importaba cuánto calor hiciera al sol, el agua estaba siempre helada, era un misterio. Soltaron los grititos y jadeos de costumbre y luego se cogieron de la mano para esperar a que llegaran las olas. Cuando lo hicieron, fueron decepcionantes, solo pequeñas ondas con un ribetito de encaje. De manera que se internaron más en el agua.
Ahora no había olas propiamente dichas, solo una ondulación en el agua que tironeaba de ellas hacia arriba y las levantaba para luego pasar de largo. Ursula aferraba con fuerza la mano de Pamela cada vez que el mar se ondulaba hacia ellas. El agua les llegaba ya a la cintura. Pamela se internó más, un mascarón de proa que se abría paso en el embate de las olas. El agua ya le llegaba a Ursula a las axilas, y se echó a llorar y tiró de la mano de Pamela, tratando de impedir que siguiera adelante.
—Cuidado, vas a hacer que nos caigamos las dos —la reprendió Pamela mirando atrás.
Y así, no vio la enorme ola que se alzaba a su espalda. Un instante después rompía encima de ellas y las zarandeaba de aquí para allá, tan livianas como hojas.
Ursula sintió que tiraban de ella hacia el fondo, más y más hondo, como si estuviera en mar abierto y no a la vista de la orilla. Sus piernecitas pedaleaban debajo de sí, tratando de encontrar asidero en la arena. Ojalá pudiera plantar los pies y luchar contra las olas, pero ya no había arena en la que plantarse, y empezó a tragar agua y a hacer aspavientos, presa del pánico. Alguien acudiría en su busca, ¿no? Bridget o Sylvie, y la salvaría. O Pamela… ¿dónde estaba?
No acudió nadie. Y solo había agua. Agua y más agua. Su corazoncito indefenso latía desbocado, un pájaro atrapado en su pecho. En la voluta nacarada de una oreja le zumbaban mil abejas. No respiraba. Una niña ahogada, un pájaro abatido del cielo.
Se hizo la oscuridad.