—Un telegrama.
Hugh entró de forma inesperada en el cuarto de los niños, arrancando a Sylvie del agradable sueñecito en que se había sumido mientras amamantaba a Ursula.
Se apresuró a taparse.
—¿Un telegrama? ¿Se ha muerto alguien? —preguntó, pues la expresión de Hugh insinuaba una catástrofe.
—Es de Wiesbaden.
—Ah, entonces es que Izzie ha tenido el bebé.
—Ojalá el muy sinvergüenza no hubiese estado casado —dijo Hugh—. Así podría haber hecho de mi hermana una mujer decente.
—¿Una mujer decente? ¿Existe tal cosa? —(¿Lo dijo en voz alta?)—. Además, es muy joven para casarse.
Hugh frunció el entrecejo. Ese gesto lo volvía más guapo.
—Solo dos años más joven que tú cuando te casaste conmigo.
—Y sin embargo, en cierto sentido, mucho mayor —murmuró Sylvie—. ¿Va todo bien? ¿Está bien el bebé?
Cuando Hugh dio con ella y la llevó a rastras al tren de París al canal para conducirla de regreso a Inglaterra, resultó que Izzie ya estaba sin duda enceinte. Adelaide, la madre de ambos, dijo que habría preferido que unos tratantes de blancas hubiesen secuestrado a Izzie a que su hija se arrojara con semejante entusiasmo en brazos del libertinaje. A Sylvie, la idea de la trata de blancas le resultaba bastante atractiva; se imaginaba a lomos de un corcel árabe, raptada por un jeque del desierto y tendida en un diván acolchado, envuelta en sedas y velos, tomando dulces y sorbetes con el burbujeante sonido de fondo de riachuelos y fuentes. (Suponía que en realidad no era así). Un harén le parecía una idea excelente, por lo de compartir las tareas domésticas de una esposa y otras cosas.
En cuanto Adelaide, dada al heroicismo victoriano en sus reacciones, vio el voluminoso vientre de su hija pequeña, le cerró literalmente la puerta y la despachó de vuelta al otro lado del canal para esperar allí la llegada de su vergüenza. El bebé sería dado en adopción lo antes posible, «a alguna respetable pareja alemana que no pueda tener hijos». Sylvie trató de imaginarse renunciando a un hijo. («¿Y nunca volverá a saberse de él?», preguntó. «Eso espero, desde luego», contestó Adelaide). Ahora enviarían a Izzie a un colegio para señoritas en Suiza, donde la enseñarían a comportarse en sociedad; un poco tarde, en más de un sentido.
—Un niño —anunció Hugh, haciendo ondear el telegrama como una bandera—. Un niño sano, etcétera.
La primera primavera de Ursula estaba ya en pleno apogeo. En su cochecito, bajo el haya, contemplaba las formas vacilantes que creaba la luz entre las tiernas hojas verdes cuando el viento mecía suavemente las ramas. Las ramas eran brazos y las hojas parecían manos. El árbol danzaba para ella. «Mécete, mi niña —la acunaba Sylvie—, en la copa del árbol».
«Yo tenía un arbolito —canturreaba Pamela, ceceando— y no daba más fruto que una nuez de plata y una pera dorada».
Una liebre diminuta pendía de la capota del cochecito, girando de aquí para allá, con el sol arrancando destellos a su piel plateada. Era una liebre sentada en un cestito que antaño adornaba el extremo del sonajero de la propia Sylvie; el sonajero en sí, como su infancia, había desaparecido hacía mucho tiempo.
Ramas desnudas, brotes nuevos, hojas: el mundo que Ursula conocía se desvanecía ante sus ojos. Fue testigo de su primer ciclo de estaciones. Había nacido con el invierno grabado en los huesos, pero este dio paso a la intensa promesa de la primavera con los capullos a punto de estallar, al calor indolente del verano, al moho y los hongos del otoño. Ursula vio todo eso desde el marco limitado de la capota del cochecito. También vio los adornos fortuitos que las estaciones traían consigo: sol, nubes, pájaros, una bola de críquet trazando un silencioso arco en lo alto, un par de arcos iris, una lluvia más frecuente de lo que le habría gustado. (A veces tardaban un poco en rescatarla de los elementos).
En cierta ocasión incluso hubo estrellas y una luna creciente, asombrosas y aterradoras en igual medida, cuando se olvidaron de ella una noche de otoño. Hubo que reprender severamente a Bridget. El cochecito se dejaba fuera hiciera el tiempo que hiciese, pues Sylvie había heredado la obsesión por el aire fresco de su propia madre, Lottie, quien de joven pasó una temporada en un sanatorio en Suiza, sentada en una terraza, envuelta en una manta, contemplando las cumbres nevadas de los Alpes.
El haya dejó caer lluvias de hojas quebradizas y broncíneas que llenaron el cielo sobre Ursula. Un día ventoso y turbulento de noviembre, una figura amenazadora se asomó al cochecito.
—Gu, gu, gu —canturreó Maurice haciéndole carotas, y trató de pincharla a través de las mantas con un palo—. Bebé estúpido.
El crío procedió entonces a enterrarla bajo una montañita de hojas. Ursula se estaba quedando dormida otra vez bajo su nueva y frondosa manta cuando la cabeza de Maurice recibió un repentino manotazo.
—¡Ay! —exclamó el crío, y desapareció.
La liebre de plata dio vueltas y vueltas y unas manazas arrancaron a Ursula del cochecito.
—Aquí está —dijo Hugh, como si la hubiesen perdido, y volviéndose hacia Sylvie, añadió—: Como un erizo en plena hibernación.
—Pobre pequeñina —apostilló ella riendo.
De nuevo llegó el invierno. Ursula lo reconoció de la vez anterior.