11 de febrero de 1910

Un rayo de sol deslumbrante, que hendía las cortinas cual reluciente espada, despertó a Sylvie. La señora Glover la encontró postrada entre encajes y cachemira cuando entró en la habitación llevando con orgullo una enorme bandeja de desayuno. Solo una cuestión de cierta importancia conseguía llevar a la señora Glover tan lejos de su guarida. Una solitaria campanilla de invierno medio congelada languidecía en un jarroncito en la bandeja.

—¡Ah, una campanilla de invierno! —exclamó Sylvie—. La primera flor que asoma la cabeza, pobrecita. ¡Qué valiente es!

La señora Glover, que no creía que las flores fueran capaces de dar muestras de valor, ni de hecho de ningún rasgo de personalidad, loable o no, era una viuda que solo llevaba unas semanas con ellos en la Guarida del Zorro. Antes de su llegada, la cocinera era una tal Mary, una mujer bastante vaga y que quemaba los guisos. La señora Glover tendía más bien a dejar la comida cruda. En el próspero hogar de la infancia de Sylvie, a la cocinera la llamaban simplemente «cocinera», pero la señora Glover prefería que la llamaran «señora Glover». Eso la volvía irreemplazable. Sylvie seguía pensando con terquedad en ella por su cargo y no por su nombre.

—Gracias, cocinera. —Al ver que la señora Glover parpadeaba despacio, como un lagarto, se corrigió—: Señora Glover.

La señora Glover dejó la bandeja en la cama y descorrió las cortinas. Había una luz extraordinaria: la derrota del murciélago negro.

—Cuánta luz —dijo Sylvie protegiéndose los ojos con la mano.

—Cuánta nieve —añadió la señora Glover meneando la cabeza quizá mostrando asombro o aversión; con ella no siempre era fácil adivinarlo.

—¿Dónde está el doctor Fellowes? —quiso saber Sylvie.

—Ha habido una emergencia. Un toro ha pisoteado a un granjero.

—Qué horror.

—Unos hombres del pueblo han intentado sacar su automóvil de la nieve con sus palas, pero por fin se ha acercado mi George y lo ha llevado en el carro.

—Ah —repuso Sylvie como si comprendiera de pronto algo que la intrigaba.

—Para que luego digan que los motores sirven de algo, por muchos caballos que tengan. —La señora Glover soltó un bufido un poco vacuno—. Ya ve qué pasa cuando se confía en estas máquinas modernas.

—Mmm —murmuró Sylvie, un poco reacia a enfrentarse a opiniones tan rotundas. Le sorprendía que el doctor Fellowes se hubiese marchado sin examinarlas, ni a ella ni a la niña.

—Ha venido a verla, pero estaba usted dormida —dijo la señora Glover.

Sylvie se preguntaba a veces si la señora Glover era capaz de leer el pensamiento. Una idea absolutamente espantosa.

—Pero primero ha desayunado —añadió la cocinera con tono de aprobación y desaprobación a un tiempo—. Y vaya apetito tiene ese hombre.

—Pues yo me comería un caballo —repuso ella, riendo.

No era verdad, por supuesto. Pensó brevemente en Tiffin. Cogió los cubiertos de plata, pesados como armas, dispuesta a atacar los riñones con picante y especias de la señora Glover.

—Qué delicia —comentó (¿lo eran?), pero la señora Glover ya andaba inspeccionando al bebé en su cuna. («Regordeta como un lechón», según ella). Distraídamente, se preguntó si la señora Haddock seguiría bloqueada en algún lugar a las afueras de Chalfont Saint Peter.

—Me han dicho que el bebé casi se muere —dijo la señora Glover.

—Bueno…

La línea entre la vida y la muerte era muy fina. El padre de la propia Sylvie, el retratista de la alta sociedad, resbaló una noche, tras unas copas de buen coñac, en una alfombra de Isfahán en el rellano de un primer piso. A la mañana siguiente lo encontraron muerto al pie de las escaleras. Nadie lo oyó caer ni gritar. Acababa de empezar un retrato del conde de Balfour. Nunca lo terminó, obviamente.

Después resultó que había sido más derrochador de lo que creían su mujer y su hija. Jugaba en secreto, y había distribuido pagarés por toda la ciudad. No aseguró el porvenir de su familia en el caso de una muerte inesperada, y la preciosa casa en Mayfair pronto estuvo plagada de acreedores. Más que una casa, resultó un castillo de naipes. Hubo que desprenderse de Tiffin. Eso le rompió el corazón a Sylvie y le produjo más pena de la que había sentido por su padre.

—Creía que su único vicio eran las mujeres —comentó su madre encaramada temporalmente a una caja de embalar, como si posara para una piedad.

Se sumieron en una pobreza refinada y educada. La madre se volvió cada vez más pálida y menos interesante, las alondras dejaron de volar para ella y se fue apagando, consumida por la tuberculosis. Un hombre a quien conoció Sylvie en el mostrador de la oficina de correos la rescató, a sus diecisiete años, de convertirse en modelo de artistas. Era Hugh. Una joven promesa en el próspero mundo de la banca. La personificación de la respetabilidad burguesa. ¿Qué más podía desear una chica preciosa pero sin un céntimo?

Lottie murió con menos alboroto del que se esperaba, y Hugh y Sylvie se casaron discretamente el día en que ella cumplió los dieciocho. («Así no olvidarás nunca nuestro aniversario», dijo Hugh). Pasaron la luna de miel en Francia, una deliciosa quinzaine en Deauville, y luego se instalaron en una dicha semirrural en una casa cerca de Beaconsfield, de un estilo que recordaba vagamente a Lutyens. Tenía todo lo que se podía pedir: una gran cocina, un salón con puertas acristaladas que daban al jardín, un precioso saloncito y varios dormitorios que esperaban llenar de niños. Hasta había una pequeña habitación en la parte de atrás para que Hugh la utilizara como estudio. «Ah, un sitio para refunfuñar a gusto», bromeaba.

La casa estaba rodeada por otras similares a una discreta distancia. Había un prado y más allá un bosquecillo con un río que lo atravesaba. La estación de ferrocarril, poco más que un simple apeadero, permitía que Hugh estuviera en su escritorio del banco en menos de una hora.

—Bienvenida a Sleepy Hollow —bromeó Hugh cuando cruzó el umbral con Sylvie en los galantes brazos.

Era una vivienda relativamente modesta (en absoluto como Mayfair) pero, aun así, un poco por encima de sus posibilidades, una imprudencia financiera que los sorprendió a ambos.

—Deberíamos ponerle nombre a la casa —dijo Hugh—. Los Laureles, Los Olmos, El Pinar.

—Pero no tenemos esos árboles en el jardín —señaló Sylvie.

Estaban ante las puertas acristaladas de la casa recién adquirida, contemplando una franja de hierba crecida.

—Necesitamos un jardinero —declaró Hugh.

La casa estaba vacía, solo habitada por el eco. Aún no habían empezado a llenarla con alfombras de Voysey y tapicerías de Morris y todas las demás comodidades estéticas de un hogar del siglo XX. Sylvie habría vivido con mucho gusto en Liberty’s antes que en aquella casa que aún no tenía nombre.

—¿La Finca Verde, Buenavista, el Valle Soleado? —propuso Hugh rodeando con el brazo a su esposa.

—No.

El anterior propietario de aquella casa sin nombre se había ido a vivir a Italia después de la venta.

—Imagínate —comentó Sylvie con tono soñador.

Ella había estado en Italia unos años antes, en un magnífico recorrido turístico con su padre mientras su madre fue a Eastbourne a causa de sus pulmones.

—Está llena de italianos —repuso Hugh, desdeñoso.

—Pues sí. Diría que en eso reside su atractivo —contestó ella soltándose de su brazo.

—¿La Cumbrera, El Caserío?

—Para de una vez.

Un zorro surgió de los matorrales y cruzó el jardín.

—Ay, mira —exclamó Sylvie—. Parece muy manso, debe de haberse acostumbrado a que la casa esté desocupada.

—Confiemos en que no venga detrás una partida de caza. Se ve un poco escuálido.

—Es una zorra. Y está amamantando crías, mírale las tetas.

Hugh parpadeó al oír aquel término tan burdo de labios de su mujer recién desposada y virginal. (Eso suponía. Eso esperaba).

—Mira —musitó Sylvie. Dos cachorros aparecieron en la hierba y se revolcaron en pleno juego—. ¡Ay, qué animalitos tan bonitos!

—Hay quien los consideraría alimañas.

—Quizá para ellos seamos nosotros las alimañas. La Guarida del Zorro, así debería llamarse la casa. Nadie más tiene una casa con ese nombre, ¿y no se trata precisamente de eso?

—¿Tú crees? —le preguntó Hugh, no muy seguro—. ¿No suena un poco a fantasía? A cuento para niños: La guarida del zorro.

—Un poco de fantasía no hace daño a nadie.

—Pero hablando con propiedad, una «guarida de zorros» es una «zorrera», ¿no?

«De modo que en esto consiste el matrimonio», se dijo Sylvie.

Dos niñitos se asomaron con cautela a la puerta.

—Ah, estáis ahí —dijo Sylvie, sonriendo—. Maurice, Pamela, venid a saludar a vuestra nueva hermanita.

Se acercaron a la cuna con cierto recelo, como si no supieran muy bien qué podía contener. Sylvie recordó haber sentido algo similar al ver el cuerpo de su padre en el elaborado ataúd de roble y latón (que sus colegas de la Real Academia de Bellas Artes tuvieron la generosidad de pagar). O quizá era la señora Glover quien les imponía un poco.

—Otra niña —dijo Maurice con tono tristón.

Tenía cinco años, dos más que Pamela, y era el hombre de la casa hasta que Hugh regresara. «Está fuera por negocios», informaba Sylvie a la gente, aunque en realidad había cruzado el canal a toda prisa para rescatar a la insensata de su hermana pequeña de las garras del hombre casado con quien se había fugado a París.

Maurice hundió un dedo en la carita del bebé, que despertó y soltó un chillido de alarma. La señora Glover le dio un pellizco a Maurice en la oreja. Sylvie se estremeció, pero el pequeño encajó el dolor con estoicismo. Sylvie se dijo que tenía que hablar en serio con la señora Glover cuando se sintiera un poco más fuerte.

—¿Qué nombre va a ponerle? —quiso saber la señora Glover.

—Ursula. Voy a llamarla Ursula. Significa «osita».

La señora Glover asintió con la cabeza, sin definirse al respecto. Las clases medias se regían por sus propios criterios. Su propio y fornido hijo llevaba el simple nombre de George. Del griego «el que labra la tierra», según el párroco que lo bautizó, y en efecto, George trabajaba como labrador en la cercana finca de Ettringham Hall, como si el nombre que llevaba hubiese conformado su destino. Aunque lo cierto es que la señora Glover no era muy proclive a pensar en el destino. Ni en los griegos, ya puestos.

—Bueno, yo tengo que seguir con lo mío. Para comer habrá un buen pastel de carne, y después un pudin egipcio.

Sylvie no tenía ni idea de qué era un pudin egipcio. Se imaginó pirámides.

—Tenemos que conservar las fuerzas —añadió la señora Glover.

—Sí, desde luego —repuso Sylvie—. ¡Y probablemente debo dar de mamar a Ursula otra vez por esa misma razón!

Sintió irritación ante sus propios e invisibles signos de exclamación. No conseguía entender por qué, pero se daba cuenta de que muchas veces adoptaba un tono en exceso alegre con la señora Glover, como si intentara restablecer un equilibrio natural entre los humores.

La señora Glover no pudo evitar un pequeño estremecimiento al ver asomar los pechos de Sylvie, pálidos y con venitas azules, de la espumosa blonda del camisón. Hizo salir a los niños apresuradamente de la habitación.

—Gachas —anunció con severidad.

—Está claro que Dios quería volver a llevarse a este bebé —dijo Bridget cuando entró un rato después con una taza de caldo de carne humeante.

—Nos han puesto a prueba —dijo Sylvie— y hemos dado la talla.

—Por esta vez —concluyó Bridget.