LOS QUE SE SALVARON
En Sagan, algunos de los prisioneros capturados fueron volviendo poco a poco al campamento. Los primeros fueron Pop Green y Doug Poynter. La noticia de su captura llegó el 29 de marzo, cuando llamaron a la oficina de Von Lindeiner desde la comisaría de policía de Sagan con el anuncio de que los aviadores ya podían ser entregados de nuevo a la Luftwaffe. No obstante, el Kommandant ordenó a sus ayudantes que contestaran que, ya que habían demostrado tanto interés en irse del campo, los evadidos podían quedarse fuera. El policía, algo desconcertado, explicó con todo el tacto que pudo que si el Kommandant no les aceptaba «lo iban a pasar mal». La seca respuesta de Von Lindeiner fue que le daba lo mismo lo mal que lo pasaran. Paradójicamente, fue la intervención de un interrogador de las SS lo que permitió que los dos hombres fueran devueltos al campamento. Los guardias les dijeron entonces: «Sois dos afortunados», pero no explicaron lo que querían decir y un mal presagio se cernió sobre el Stalag Luft III. Un oficial de la RAF, John Casson, que mantenía buenas relaciones con uno de los «animales», se quedó profundamente turbado cuando el alemán le dijo que se alegraba de que no se hubiera fugado, porque a los evadidos les esperaba una suerte poco envidiable.
La llegada de más prisioneros evadidos produjo cierto alivio. Entre los primeros en volver estaban Tony Bethell, Les Brodrick, Dick Churchill, Johnny Marshall, Keith Ogilvie, Paul Royle, Mike Shand y Tommy Thompson. Algunos tuvieron que cumplir las dos semanas de rigor en el aislamiento de la «nevera». Sin embargo, dado que ésta solía encontrarse ya siempre a plena capacidad, la mayoría de ellos fueron mandados de vuelta a sus barracones. A Von Lindeiner no parecía importarle lo que les sucediera. Atrás habían quedado, al menos por el momento, las caballerosas muestras de cortesía que habían caracterizado el principio de su mandato en el campamento. En los días inmediatamente posteriores a la fuga, los prisioneros tuvieron la impresión de que el Kommandant dedicaba una gran parte de su atención a supervisar la destrucción del túnel, que esta vez llenaron de aguas residuales sin tratar, tapando ambos extremos con casi un metro de hormigón. En realidad, Von Lindeiner pasaba mucho tiempo lidiando con las agrias preguntas de agentes de las SS y la Gestapo y funcionarios del Reich de Berlín o bien reflexionando sobre lo que le depararía a él mismo el destino.
El 26 de marzo llegaron dos oficiales de la Luftwaffe al Stalag Luft III con un mandamiento judicial en el que se acusaba a Von Lindeiner de incompetencia y se le relegaba de sus funciones. Tres días después cayó presa de graves palpitaciones, aunque pudo recuperarse gracias a la oportuna intervención de un médico. Poco después, el coronel se retiró a la mansión de Jeschkendorf para descansar y preparar su defensa. Los prisioneros no tardaron mucho en recibir la noticia de que el coronel Von Lindeiner había sido destituido de su cargo. Anteriormente había ofrecido su renuncia tres veces y las tres veces fue rechazada. Durante los 21 meses que pasó siendo Kommandant del Stalag Luft III, hubo 262 intentos de fuga, 100 de ellos con túneles.
El nuevo Kommandant era otro oficial que compartía el molde caballeroso del comandante Rumpel y el coronel Von Lindeiner. El coronel Braune parecía estar también incómodo en su papel de «vulgar carcelero» pero es de suponer que, al igual que sus predecesores, no dispuso de ninguna alternativa. Por aquel entonces, cualquier broma espontánea sobre la evasión estaba fuera de lugar y los hombres estaban profundamente preocupados por la suerte de los camaradas que no habían vuelto. El 6 de abril, Hans Pieber se presentó en el Recinto Norte y pidió al coronel Massey que le acompañara a la Kommandantur para entrevistarse con el coronel Braune. Cuando Massey preguntó de qué se trataba, Pieber contestó vacilante: «No lo puedo decir».
Cuando Massey entró en la oficina del Kommandant, encontró a un callado y trastornado coronel Braune y a un incómodo Gustav Simoleit. Massey iba acompañado del comandante Philip Murray, que iba a actuar de intérprete. Pieber y Simoleit se quedaron de pie en la sala con cierto aire de nerviosismo, incapaces de mirar a los ojos de los oficiales ingleses. Braune fue directo al grano:
«El Alto Mando Alemán me ha ordenado que anuncie que cuarenta y uno de los evadidos han muerto al resistirse a su arresto».
«¿Cuántos han muerto?», preguntó Murray, que no podía dar crédito a lo que oía.
A Braune se le veía claramente incómodo. «Cuarenta y uno», repitió, evitando cruzar su mirada con la mirada del oficial de la RAF.
Murray tradujo la declaración a Massey, cuyos ojos se abrieron como platos al oírla.
«Pregúntele cuántos hombres han resultado heridos», pidió a Murray.
«El Alto Mando alemán sólo me ha autorizado a decir que cuarenta y uno de sus hombres han muerto al resistirse a su arresto», dijo Braune con solemnidad.
Una vez más, Massey exigió saber cuántos de los hombres habían resultado heridos.
«Se me ha ordenado únicamente que les lea el comunicado», dijo Braune.
Massey zanjó indignado la conversación pidiendo una lista con los nombres de los que habían muerto. No se satisfaría su petición hasta una semana después. Abochornado, Pieber acompañó a los oficiales británicos a su recinto. Poco tiempo después, todos los prisioneros del Stalag Luft III sabían que sus peores temores se habían hecho realidad.
Al atardecer del 15 de abril, un guardia alemán entró en el Recinto Norte y clavó una lista en el tablón de anuncios. La lista contenía los nombres de los evadidos que habían muerto, que eran 47 y no 41. Los Kriegies se arremolinaron en torno a la lista, entre abatidos e incrédulos. Transcurriría otro mes antes de que se añadieran a la lista los últimos tres nombres. Al día siguiente, en Londres, el ministro de Exteriores, Anthony Edén, reveló a la Cámara de los Comunes los pormenores de la evasión y de los asesinatos que siguieron. Dos meses más tarde, Edén comparecería de nuevo ante la Cámara para efectuar unas declaraciones sobre el asunto.
Está perfectamente claro que ninguno de estos oficiales halló la muerte en el momento de huir de Stalag Luft III ni al resistirse a su detención. La premisa de la Gestapo de que un prisionero de guerra evadido, si lleva ropa de civil, pierde la protección del Convenio de Ginebra relativo a los prisioneros de guerra carece absolutamente de base en el derecho internacional y en su aplicación. Partiendo de estos hechos, en opinión del Gobierno de Su Majestad sólo existe una conclusión posible: estos prisioneros de guerra fueron asesinados.
Edén terminó su intervención con el juramento de que el gobierno británico perseguiría después de la guerra a los autores, que serían objeto de un «castigo ejemplar». Se trataba de unas declaraciones y una promesa que ocuparon los titulares de la prensa británica y tuvieron honda resonancia en todo el mundo. Tendrían que pasar varios años para que algunos historiadores empezaran a preguntarse si en cierto modo no se habría sacado de contexto aquel crimen, por horrendo que evidentemente fuera. Durante esos años, todos los días se enviaban a las cámaras de gas de Himmler a miles de desdichados judíos y de otros supuestos Untermenschen («infrahumanos»), a quienes se perseguía por las descabelladas teorías raciales de Hitler. El gobierno británico prestó escasa atención a la suerte de estas personas (y al atroz trato recibido por muchos soldados británicos corrientes a manos de los alemanes). Para algunos, se habían perdido miembros muy valiosos de la jerarquía británica, de categoría comparable a Von Lindeiner, Braune y Rumpel, en un mundo en el que las vidas de las personas de buena cuna y noble linaje contaban más que las de las más humildes.
Durante los dos meses siguientes fueron llegando al Stalag Luft III las urnas que contenían los restos incinerados de los cincuenta. Para entonces, Von Lindeiner se encontraba ya en la mansión de Jeschkendorf para preparar su causa. Tenía que enfrentarse al poder formidable del régimen nazi y en aquellas circunstancias era difícil presentar una defensa. En un momento tan delicado para él el anciano coronel encontró tiempo para pensar en los que fueron sus prisioneros y pagó el material y las herramientas necesarios para que erigieran un monumento en memoria de los cincuenta. El 16 de septiembre, alguien llamó con insistencia a la puerta de Von Lindeiner. Era uno de sus subordinados, que seguía siendo leal a él y que había acudido para comunicarle que en Berlín se había dictado una orden de arresto y encarcelamiento inmediatos contra él. El coronel agradeció la información al visitante y le aconsejó que se fuera sin demora. Sin decir nada a su mujer, Von Lindeiner empaquetó sus artículos de aseo personal y se dispuso a esperar que a la madrugada siguiente llamaran a la puerta para llevárselo.
Finalmente, nadie llamó a su puerta antes del amanecer, pero Von Lindeiner y otros miembros de la Luftwaffe que estaban en la Kommandantur del campamento de Sagan fueron sometidos a un consejo de guerra el 5 de octubre. Entre los acusados se encontraban Pieber y Broili, varios desventurados soldados y un funcionario. El Reich pedía 18 años de prisión para el coronel, con la idea de transmitir un mensaje de inflexibilidad a los comandantes de otros campos a los que se consideraba demasiado permisivos con sus prisioneros. Finalmente fueron condenados a 12 meses de prisión en una fortaleza. Von Lindeiner logró librarse del castigo utilizando una treta propia de algunos de sus prisioneros. Simuló una enfermedad mental y fue ingresado en un hospital militar.
En el Stalag Luft III, las relaciones entre los prisioneros y sus guardianes alemanes se habían deteriorado sensiblemente. Los «animales» empezaron a disparar contra los prisioneros a la menor provocación o incluso sin motivo, lo que desgraciadamente acabó causando la muerte de un suboficial en abril. Massey aconsejó a sus hombres que se tomaran en serio las advertencias de los alemanes y prácticamente terminaron todos los intentos de fuga, lo que no era una decisión tan difícil, teniendo en cuenta que a aquellas alturas ya era casi segura la victoria aliada. Más adelante, algunos guardias confirmaron a los hombres que la política oficial era ya la de disparar contra todos los prisioneros de guerra que se evadieran. No obstante, los preparativos de fuga no cesaron por completo. La Organización X siguió existiendo, ahora bajo el mando del comandante de ala John Ellis. Crump Ker-Ramsay y Norman Cantón eran los jefes de excavación y Alex Cassie tomó las riendas de Dean & Dawson. Los prisioneros abrieron otro túnel llamado «George» debajo del teatro, pero se decidió que sólo se utilizaría si las cosas se ponían realmente feas.
Massey fue repatriado a Gran Bretaña, vía Suiza, por razones médicas. Antes de partir, el oficial pidió a sus hombres que no cometieran ninguna insensatez. Su sustituto fue el capitán de grupo (coronel) D. E. L. Wilson, de la Real Fuerza Aérea australiana.
En septiembre, los nazis difundieron su tristemente famoso cartel, en el que se decía: «¡La evasión de los campos de prisioneros ha dejado de ser un juego!». También expresaba que ciertas zonas de la patria se habían declarado «zonas mortales» y que se dispararía sin previo aviso contra toda persona no autorizada que entrase en ellas. «¡Quédense en el campamento, donde no corren peligro!», instaba el cartel. De hecho, más o menos por la misma época en la que apareció el cartel, los prisioneros serían informados, a través de los contactos clandestinos con el MI9, de que la evasión ya no se consideraba el deber de un oficial.
En noviembre, George ya había llegado a la altura de la alambrada, pero se suspendieron las excavaciones hasta la primavera siguiente. En diciembre se había terminado de erigir el monumento de homenaje a las 50 víctimas frente al campamento, y poco después se viviría en el Stalag Luft III el que debió ser uno de los episodios más extraordinarios de la guerra. El 4 de diciembre se ofició una ceremonia de conmemoración. Entre el pequeño grupo de asistentes se encontraban oficiales superiores de la Luftwaffe en la Kommandantur y una guardia de honor compuesta por soldados alemanes, el capitán de grupo Wilson y 15 oficiales en representación de cada una de las nacionalidades de los fallecidos. A la ceremonia, presidida por un sacerdote anglicano y otro católico, asistieron también dos miembros de la Legación Suiza en representación de la potencia protectora. Al término, un corneta del Recinto Norte tocó el Last Post[4] y la guardia de honor alemana disparó una salva al helado cielo de Silesia. Pocos homenajes rendidos por parte de un bando a otro en la Segunda Guerra Mundial deben haber sido más emotivos que éste.
Como había predicho el Comité de Fugas, los que dominaban el alemán fueron los que lo tuvieron más fácil, especialmente los oriundos del continente europeo propiamente dicho.
Al contrario que la mayoría de los demás evadidos, los noruegos Per Bergsland y Jens Muller apenas se toparon con problemas. A las 02.04 horas cogieron sin complicaciones un tren expreso a Frankfurt an der Oder en la estación de Sagan. Poco después se subieron al mismo tren Gordon Brettell, Rene Marcinkus, Henri Picard y Tim Walenn. El tren llegó a las 06.00 horas a Frankfurt, donde se apearon Bergsland y Muller (los otros cuatro ya se habían bajado en Kustrin). En Frankfurt, los dos noruegos no despertaron sospechas y nadie les abordó mientras hacían tiempo en la ciudad hasta las 10.00 horas, hora en que cogieron el tren a Stettin. Cuando poco después de las 13.00 horas llegaron a su destino, se encaminaron directamente a una dirección, en Kleine Oder Strasse, que Roger Bushell había proporcionado a los que planeaban huir por el Báltico. Entonces descubrieron con horror que se trataba de un burdel para marineros suecos. Los dos fugitivos no disponían de dinero suficiente como para malgastarlo en un lugar como aquél, así que se despidieron educadamente y se alejaron de allí. No obstante, un golpe de suerte permitió a los hombres entrar en contacto con un marinero que prometió ayudarles. El hombre organizó los preparativos para introducir a los fugitivos de forma clandestina en los muelles cerca de un barco que zarparía rumbo a Suecia. Según sus instrucciones, Bergsland y Muller debían esconderse detrás de un montón de cajas hasta que él les avisara de que podían salir. Por desgracia, el hombre ya no volvió a aparecer, y los dos noruegos tuvieron que ver zarpar el barco desde tierra, totalmente desolados. Sólo consiguieron salir del puerto convenciendo a los guardias de la entrada de que eran electricistas con permiso para desembarcar de otro buque sueco, cuyo nombre había memorizado Bergsland. Era una estratagema arriesgada y difícilmente les habría dado resultado de no ser porque hablaban un perfecto alemán con acento escandinavo.
Bergsland y Muller se registraron en un hotel de aspecto inofensivo para pasar la noche de la forma menos llamativa posible y se sirvieron del viejo truco de pasar el resto del día en el anonimato de una sala de cine. Al caer la noche, se dirigieron de nuevo al burdel de Bushell. Esta vez tuvieron suerte y conocieron a una pareja de marineros suecos que se ofrecieron a introducir clandestinamente a los dos noruegos en su barco aquella misma noche. De nuevo, se arriesgaban a perderlo todo. Los fugitivos no disponían de los documentos que tendrían que mostrar a los guardias alemanes que les esperarían a la entrada del puerto, pero los marineros suecos les convencieron de que los alemanes no siempre eran tan estrictos como deberían. Los cuatro hombres de acercaron al puerto fingiendo un estado de semiembriaguez tras una noche de juerga en la ciudad. Para sorpresa de los fugitivos, los dos suecos tenían razón. Los guardias alemanes ni se inmutaron al verles y aceptaron la simple excusa de que se habían olvidado los papeles a bordo antes de salir de permiso aquella noche.
Los marineros suecos les acompañaron hasta el compartimiento en el que se guardaba el ancla y en el que podrían hacerse un hueco y esconderse. Lo único malo era que faltaba un día y medio para que zarpara el buque. Al menos, los marineros suecos les fueron llevando pequeños bocados de comida de vez en cuando para ir aguantando. Los dos fugitivos no estaban nada cómodos y se sentían intranquilos cada vez que oían pasos desconocidos acercándose a su escondite. Además, sabían que los alemanes inspeccionarían el barco antes de autorizar su salida. Lo único que podían hacer era cruzar los dedos y esperar que el registro no fuera demasiado minucioso. Finalmente, el mal trago que estaban temiendo fue anunciado por el sonido de dos pares de botas recorriendo metódicamente el castillo de proa. Bergsland y Muller contuvieron la respiración mientras los dos soldados alemanes enfocaban con las linternas en torno al estrecho escondite. En un momento dado, uno de los alemanes se puso a tantear con las manos cerca de los molinetes del ancla. Cuando sondeó cuidadosamente el compartimiento, estuvo a punto de meter un dedo en el ojo de Bergsland.
Por suerte, el alemán no percibió ninguna irregularidad y los dos soldados siguieron inspeccionando otras partes del barco. Poco después, los dos noruegos oyeron con inmenso alivio el rugido y el chapoteo de los motores al arrancar. Alrededor de las 19.00 horas del 29 de marzo, el barco soltó amarras y zarpó. Cuatro horas después atracó en Góteborg (Suecia), donde ya eran de hecho hombres libres. No obstante, prefirieron pecar de precavidos y esperaron hasta el día siguiente, cuando el barco entró en Estocolmo, para desembarcar y entregarse al Consulado Británico. Habían pasado seis días desde su huida del Stalag Luft III. Entonces no lo sabían, pero eran los primeros hombres de la Gran Evasión que habían conseguido llegar a casa felizmente. Por desgracia, formarían parte de un grupo demasiado selecto.
Aparte de ellos dos, Bob van der Stok sería el único evadido que llegaría a territorio aliado. También en su caso fueron sus dotes lingüísticas y su conocimiento de la Europa ocupada lo que le permitió conquistar la libertad. No obstante, pasó muchas más semanas a la fuga que los dos noruegos. Van der Stok había tomado la decisión de escapar solo, considerando que un compañero probablemente sería más un lastre que una ayuda. Tras sus alarmantes encuentros con el guardia alemán en el bosque cercano al Stalag Luft III y con la muchacha del andén que dijo que buscaba a oficiales evadidos, el holandés ya no tuvo más percances desagradables. Viajó sin contratiempos en el mismo tren a Breslau que Gouws, Kidder, Kirby-Green y Stevens y, al llegar allí compró un billete a Alkmaar (Holanda). El viaje requeriría tres cambios de tren.
Van der Stok llegó a Dresde a las 10.00 horas del mismo día. Allí, viendo que tendría que esperar unas 12 horas, dio un paseo por la ciudad medieval, una de las más hermosas de Europa, antes de refugiarse en una sala de cine. A las 20.00 horas cogió un tren a Hannover, donde todavía le quedaba una hora más de viaje antes de entrar en Holanda, para lo cual tenía que pasar la frontera en Oldenzaal. Aquélla sería la parte más peliaguda de su fuga. Van der Stok era consciente de que los controles de frontera serían exhaustivos y, como se temía, el tren se detuvo en Oldenzaal, justo antes de la frontera, y los pasajeros recibieron la orden de salir. Todos tuvieron que ponerse en fila frente a una mesa en la que un agente de la Gestapo inspeccionaba la documentación de cada uno. La agradable sensación de libertad y anonimato que el fugitivo había experimentado en Dresde empezaba a desvanecerse rápidamente. La cola avanzaba paso a paso y Van der Stok se sentía cada vez más inseguro. Era inconcebible que a aquellas alturas todavía no se hubiera descubierto el túnel, y él era consciente de que su fotografía habría estado circulando por todas las oficinas de la Gestapo del país. La espera se estaba convirtiendo en un tormento y, consciente de que se le aceleraba el pulso, Van der Stok sólo esperaba que su desasosiego no le hiciera empezar a sudar a chorros.
Finalmente, le llegó el turno de enfrentarse al inspector. «Papiere», pidió el hombre de la Gestapo. Van der Stok le mostró los billetes de tren y los documentos falsos. El agente jugueteó con el Ausweis con los dedos. «Wohin?» («¿a dónde?»), le preguntó. «Alkmaar», contestó Van der Stok. Sin vacilar ni por un momento, el alemán estampó sus iniciales en el documento y se lo devolvió al fugitivo de la RAF, que volvió a su vagón y se dejó caer sobre el asiento hecho un manojo de nervios, como recordaría posteriormente en su libro de memorias de 1987 War Pilot Orange.
No obstante, el peligro no había pasado, y él lo sabía. A los alemanes no se les escaparía que, a primera hora de la mañana del día siguiente a la evasión, un holandés había comprado un billete de Breslau a Alkmaar. Era bastante posible que la Gestapo le esperara en la estación cuando se apeara, así que, cuando el tren llegó a Utrecht, la estación anterior a Alkmaar, Van der Stok decidió bajarse.
Aunque el oficial de la RAF había pasado parte de su vida estudiantil en Utrecht, no se sentía a gusto allí porque la ocupación nazi había dejado irreconocible la ciudad. Van der Stok se dirigió al domicilio de uno de sus antiguos profesores, una de las pocas personas en quien sabía que podía confiar. El profesor se mostró encantado de verle e invitó a su casa a otro profesor que conocía a Van der Stok. Los tres hombres se pasaron horas rememorando los viejos tiempos. Los profesores describieron el avance de la ocupación alemana a su antiguo alumno, y éste les habló de sus tiempos como piloto de la RAF en Inglaterra y de cómo terminó encerrado en el Stalag Luft III. Finalmente, consiguieron encontrar un piso franco para él en Amersfoort.
Tras su descorazonador primer contacto con Sachsenhausen, los ánimos de Jimmy James mejoraron ligeramente (si eso era posible en tales circunstancias) cuando supo que otro de sus compañeros de cautividad, además de Wings Day, era el indomable Johnny Dodge. El recinto, Sonderlager («campo especial») A, alojaba a un grupo variopinto de prisioneros, como dos irlandeses que puede que hubieran sido en otro momento colaboracionistas de los nazis, y un puñado de rusos blancos que habían combatido con los alemanes contra el Ejército Rojo. También había varios aviadores polacos de la RAF y un par de ordenanzas italianos, destinados allí para limpiar las dependencias de los oficiales y cocinar para ellos. Los italianos resultaron ser excelentes cocineros, capaces de hacer maravillas con las escasas raciones que los hombres tenían que compartir. No obstante, estaba claro que al contingente del Stalag Luft III recién llegado le iba a resultar difícil saber en quién se podía confiar. También se hizo patente que el pequeño recinto contiguo al suyo estaba reservado a cierto número de prisioneros importantes (los Prominenten) que los alemanes querían mantener en secreto planeando, sin duda, utilizarlos de rehenes cuando los ejércitos enemigos llegaran a las puertas de Berlín.
El inglés que había dado la bienvenida a Jimmy James era Peter Churchill, y sus nuevos compañeros descubrieron que había tenido un papel verdaderamente destacado en la guerra, pues era miembro del Ejecutivo de Operaciones Especiales (Special Operations Executive, SOE), creado por el otro Churchill, el primer ministro británico, para «incendiar Europa». Peter Churchill hablaba francés a la perfección y había vivido en Francia, lo que hacía de él un candidato ideal para llevar a cabo operaciones clandestinas en el país ocupado. Los nazis le habían capturado en su cuarta misión al otro lado del Canal junto con la legendaria espía Odette Sansom. La valerosa francesa había regresado a su país con Churchill para ayudar a la Resistencia a sembrar el caos y la confusión en la Francia ocupada. Los dos se habían visto separados durante su captura y sufrieron torturas atroces. No obstante, ambos se mantuvieron fieles a la versión de que Peter Churchill era el sobrino del primer ministro y Odette la esposa de Peter. Sin saber qué pensar, la Gestapo se curó en salud y mandó a Churchill a Sachsenhausen como posible Prominenten.
Los oficiales británicos se encontraron rodeados de un colorido elenco de personajes. El teniente general Piotr Privalov era el oficial de mayor graduación del Sonderlager. Zarista y ex profesor universitario, se había convertido en un soldado condecorado en muchas ocasionas que había participado en varias campañas militares. Había sido apresado por los nazis mientras se encontraba al mando de un cuerpo de ejército en Stalingrado. Privalov tenía un espíritu tranquilo y modesto que contrastaba enormemente con la bulliciosa personalidad de un compatriota suyo, el general de división Ivan Bessanov.
Bessanov era un antiguo comandante de una sección de combate del NKVD soviético (el Comisariado del Pueblo de Asuntos Interiores, la policía secreta comunista). Siendo un hombre llano pero astuto, al ser capturado por las SS salvó el cuello fingiéndose anticomunista. Los nazis le retuvieron para que sirviera de potencial jefe de Estado títere, y Bessanov permanecía en Sachsenhausen aunque el Ejército Rojo se estaba abriendo paso hacia la capital alemana y hacía ya tiempo que habían desaparecido las posibilidades de que Moscú terminara supeditada a Berlín. Bessanov conservaba grandes ambiciones de futuro, y los oficiales británicos tenían que soportar frecuentemente los groseros discursos del general sobre lo que haría con Rusia cuando Stalin fuera depuesto.
Una semana o dos después de la llegada de James, se unió al contingente británico Sydney Dowse, que había sido sometido a duros interrogatorios desde su captura, aunque ni siquiera eso había conseguido doblegar su espíritu. Los oficiales británicos se sentían vagamente perplejos por el hecho de haber sido elegidos entre los 76 evadidos de Sagan para ser objeto de aquel trato especial. Evidentemente, Johnny Dodge estaba allí debido a sus vínculos familiares (por remotos que fueran) con Winston Churchill. Aquél era el mismo motivo que explicaba la presencia de Peter Churchill, aunque en realidad no estaba directamente emparentado con el primer ministro británico. Wings Day había sido seleccionado, tal vez, por la simple razón de que había actuado de oficial superior británico durante la mayor parte de la guerra y había demostrado ser un auténtico incordio para los alemanes. Pero ¿qué pasaba con Sydney Dowse y Jimmy James? Dowse había gozado de distinguidos contactos familiares con Alemania en un pasado lejano y difuso, pero James no era más que el hijo del propietario de una plantación de té en la India. Tal vez era su expediente de evasor incorregible lo que le había condenado. Si así era, pronto demostraría a los nazis que el encierro en un renombrado campo de concentración, con una amenaza implícita de muerte sobre sus hombros, no iba a amilanarle.
El Sonderlager estaba separado del recinto principal de concentración, pero los oficiales británicos eran conducidos allí una vez por semana para ducharse. Fue allí donde, por primera vez, fueron testigos presenciales de la absoluta aberración de la maquinaria de exterminio de los nazis. Figuras escuálidas, con pijamas a rayas, recibían constantes palizas y humillaciones a manos de los guardias de las SS. Una horca se alzaba en el centro del campamento a modo de siniestro recordatorio de la suerte que esperaba a cualquiera que osara desafiar a sus amos de las SS. Los hombres soportarían a diario la desgarradora visión de famélicos e indefensos prisioneros conducidos a la zona de ejecución o a las cámaras de gas. Todos los días, la chimenea de la incineradora expulsaba una tétrica humareda a los cielos. El perseverante sonido de las ráfagas de metralleta indicaba la muerte de otro pobre diablo que había intentado escapar. De noche, desde sus camas, los oficiales británicos oían a lo lejos insoportables gritos de agonía mientras los guardias de las SS daban rienda suelta a su incalificable sadismo.
Los días siguientes a la llegada de Dowse, él y James debatieron posibles formas de escapar de aquel infierno en vida. Los alemanes, con su fe inquebrantable en el poder del hostigamiento y la intimidación para subyugar a la gente, tenían, como de costumbre, una percepción errónea de la situación. La crudeza del entorno en el que se encontraban los hombres no disminuía para nada su deseo de asestar a sus brutales opresores un doloroso golpe en pos de la libertad, a costa de lo que fuera. James y Dowse llegaron rápidamente a la conclusión de que un túnel sería la única forma viable de escapar. No obstante, Wings Day no dio el visto bueno a los hombres para que pusieran en práctica los planes de fuga hasta que tuvo un encuentro particularmente ingrato con el grosero Kommandant de Sachsenhausen, que demostró ante él un profundo desprecio y una total falta de respeto. Cuando el Kommandant le dijo con desdén que no había ninguna posibilidad de escapar del campo de concentración y que no les quedaba más remedio que darse por vencidos y resignarse a la cautividad (o a cualquiera que fuera el destino que les esperaba), se renovó el espíritu combativo del oficial superior británico. Tras la conversación, Wings volvió al Sonderlager decidido a demostrar al misérrimo nazi lo equivocado que estaba, y comunicó a James y a Dowse que podían empezar la excavación.
Sonderlager A lindaba puerta con puerta con un recinto vacío que los alemanes no habían terminado de construir. Lo mejor era que habían dejado allí una escalerilla totalmente a la vista de los oficiales. Los hombres sólo tendrían que excavar unos 35 metros para entrar al recinto vecino por debajo de la alambrada. Una vez dentro del recinto inacabado, sería un juego de niños coger la escalera y saltar el muro de 4,5 metros, que no estaba vigilado y que constituía el único obstáculo que les separaría del mundo exterior. La tierra que había debajo de Sachsenhausen era dura, lo que dificultaría la excavación, pero al menos no sería necesario realizar un apuntalamiento complicado. El túnel no descendería más que 1,5 metros, aunque tendría que llegar más o menos al doble de profundidad para pasar por debajo de la alambrada. Los hombres decidieron que la trampilla de acceso tendría que perforarse en un rincón de la habitación que compartían Dowse y James. El túnel sería una obra primitiva, sin ventilación ni iluminación, ya que la falta de estas ventajas, por deseables que fueran, al menos aceleraría la marcha de la excavación. Los prisioneros tendrían que trabajar en absoluta oscuridad, respirando su propio aire viciado y escarbando centímetro a centímetro como topos.
El plan de fuga contaba con otra ventaja aportada por los guardianes sin que ellos lo supieran. Los arrogantes alemanes, creyendo que los reclusos estarían amilanados por las consecuencias que podría comportar su captura, cometieron el error de dejarles tranquilos durante todo el día. No había «hurones», ni recuentos relámpago, ni registros repentinos de los barracones. Dowse y James podían cavar todo lo que quisieran sin el más mínimo temor a ser descubiertos. El único problema importante era mantener el túnel en secreto para los prisioneros del recinto, en quienes no confiaban demasiado. Enseguida llegaron a la conclusión de que los únicos de fiar eran los oficiales del Stalag Luft III y los dos ordenanzas italianos. En estos últimos tenían que confiar porque no les quedaba más remedio, ya que eran los que se encargaban de limpiar las habitaciones todos los días. Así pues, reclutaron a los italianos como «comparsas» e instalaron una trampilla en un rincón de la habitación con la intención de excavar el túnel debajo. La primera decepción llegó inmediatamente al descubrir que debajo de la trampilla apenas quedaba espacio para dispersar la arena. En consecuencia, tuvieron que pasar varias semanas trabajando duro y por turnos para cavar ramales de dispersión debajo del barracón.
A pesar de todos los factores que tenían a su favor, se trataba de una empresa titánica. El túnel tendría que ser tres veces más largo que Harry, el de Sagan. Y esta vez, en lugar de un equipo de 600 hombres uniendo esfuerzos durante 12 meses, los únicos trabajadores activos de la Organización X de Sachsenhausen eran Dowse y James, cuyo único instrumental consistía en un cuchillo de cocina y varias cucharas. A pesar de todo, los dos hombres iniciaron su ardua tarea, cavando en turnos de dos horas. Mientras uno estaba debajo del barracón, el otro velaba porque su actividad pasara inadvertida. Avanzaban a un ritmo terriblemente lento.
Al menos, su estado de ánimo mejoraba de día en día al presenciar en tribuna el espectáculo del desmoronamiento del Tercer Reich de Hitler. La ubicación de Sachsenhausen, cerca de Berlín, ofrecía a los hombres una visión panorámica del bombardeo estadounidense de la ciudad a plena luz del día. Día tras día, una oleada tras otra de aviones Flying Fortress y Liberator estadounidenses rugía por encima de las cabezas de los fascinados oficiales mientras soltaban su mortífero cargamento sobre la capital en llamas del Reich. Mientras estaban sumidos en la excavación del túnel, los hombres recibieron con júbilo la noticia de que el Desembarco de Normandía había sido un éxito. Los ejércitos de Gran Bretaña y Estados Unidos ya contaban con una firme posición inicial al oeste de la «Fortaleza Europea» de Hitler y, con los rusos dirigiéndose imparables hacia Berlín desde el este, la capitulación nazi sólo era cuestión de tiempo.
No obstante, los prisioneros recibieron en julio una noticia mucho menos agradable. Gracias a un periódico alemán, leyeron el discurso de Anthony Edén ante la Cámara de los Comunes. Lo que ninguno de ellos podía saber, aunque lo sospecharan, era que los propios compañeros de fuga de los cuatro oficiales se encontraban entre los que había ejecutado la Gestapo. Sin embargo, aquella posibilidad no hizo más que reforzar la voluntad de los hombres de devolver el golpe a un enemigo cuya abyecta depravación podían comprobar personalmente todos los días con lo que veían a su alrededor. Wings Day convocó una reunión para debatir si debían llevar adelante la evasión. Fue la reunión más breve de un «comité de fugas» que se recuerda. James y Dowse siguieron excavando. Peter Churchill no se veía en disposición de ayudar porque pensaba que, si le descubrían, le fusilarían con casi total certeza. Day y Dodge querían contribuir, pero eran oficiales de mayor edad que no habrían podido trabajar con tanta rapidez o destreza como los otros dos, y era esencial mantener una presencia visible de hombres de la RAF en la superficie para que los guardias no se olieran nada.
Aquel mismo mes se produjeron dos nuevas llegadas al Sonderlager. La primera fue la de Nikolai Rutschenko, que podía suponer un riesgo para el intento de fuga. Se trataba de un antiguo profesor de la Universidad de Leningrado que llegó a ser oficial del Ejército Rojo y había participado en una serie de acciones militares extraordinarias. Era una persona de trato agradable, pero le habían colocado en la habitación contigua a la de la trampilla y su cama estaba justo encima del túnel. Los hombres no se atrevieron a confiar en Rutschenko de entrada, pues podría ser perfectamente un topo de los alemanes teniendo en cuenta dónde habían decidido alojarle, por lo que tuvieron que trabajar con mucha discreción. El segundo de los recién llegados, en cambio, supuso un empuje para los trabajos de excavación. Se trataba de otro Churchill, el célebre y repetidamente condecorado coronel Jack Churchill. Era un extravagante jefe de comando que siempre conducía a sus hombres a la batalla con gaitas, y había sido capturado en una isla cercana a la costa de Yugoslavia. Los alemanes, asumiendo una vez más que podría estar emparentado con el primer ministro británico, lo enviaron con los Prominenten de Sachsenhausen. Nada más llegar, Churchill se ofreció a ayudar a los hombres a construir el túnel. Para entonces, sólo había concluido el trabajo previo consistente en construir ramales de dispersión bajo los barracones. Justo cuando llegó Churchill se disponían a perforar un pozo y empezar el túnel propiamente dicho.
Mientras tanto, el último de los hombres de la Gran Evasión seguía a la fuga. Bob van der Stok llevaba casi un mes en Amersfoort. Allí había descubierto que el movimiento de resistencia era incapaz de ayudarle: al parecer, había quedado muy debilitado por recientes arrestos llevados a cabo por la Gestapo, y sus miembros no parecían tener muy claro que Van der Stok fuera quien decía ser. Finalmente, el fugitivo decidió apañárselas solo e intentar repetir la ruta que había seguido para huir a Gran Bretaña en 1940. La Resistencia le proporcionó la dirección de un piso franco en Maastricht y le ayudó a atravesar de forma clandestina el río Mosa para entrar en Bélgica. Allí, Van der Stok se encontró solo y sin dinero. Desesperado, entró en un Banco y afirmó que había perdido la cartera. Estaba seguro de que, si le permitían llamar a su tío de Amberes, éste le mandaría algo de dinero. La jugada le salió bien. Su tío le mandó un giro y le dio la dirección de un amigo rico que le podía alojar. Van der Stok pasó las siguientes semanas rodeado relativamente de lujos en el barrio de Uccle, a las afueras de Bruselas. El amigo de su tío era director de una compañía de seguros y vivía en una casa que tenía incluso pista de tenis, que Van der Stok fue invitado a utilizar siempre que quisiera. Por desgracia, la Resistencia de Bruselas también se mostró reticente a prestarle ayuda. Una vez más, los nazis habían socavado el movimiento de resistencia con detenciones, torturas y ejecuciones. Nadie era ya de fiar, y menos aquel joven inteligente que parecía tener amigos bien situados y que iba contando una historia poco convincente. Van der Stok volvía a estar solo.
Por muy contento que estuviera de haber encontrado un lujoso remanso de paz después de tantos años de privaciones, Van der Stok se sentía impaciente por volver a Gran Bretaña y reanudar la lucha contra la Alemania nazi. Su anfitrión le organizó un viaje a París con todos los permisos necesarios. Desde allí, Van der Stok se dirigió a Toulouse, al sur, y seguidamente a la pequeña localidad de St. Gaudens, donde podía localizar un contacto cuyo nombre le había dado el movimiento clandestino belga. Van der Stok tenía que dirigirse a una cafetería, pero se había olvidado del nombre del establecimiento. El contacto le había dicho que, al ser holandés, no podría de ningún modo olvidar aquel nombre. Sin embargo, el oficial de la RAF acabó pasándose horas dando vueltas por St. Gaudens mientras buscaba una cafetería cuyo nombre le sonara de algo. Al fin, acabó dando con ella: «Café L’Orangerie». ¿Cómo pudo haberlo olvidado?[5] Tras presentarse a la dueña de la cafetería, Van der Stok tuvo ocasión de cambiarse de ropa. Después, le condujeron a una casa de campo situada a varios kilómetros de distancia. El holandés se encontraba ahora en manos de los maquis, la Resistencia francesa. Su nuevo hogar era el refugio de varios fugitivos, entre ellos un estadounidense, un canadiense y 13 judíos alemanes.
Al día siguiente, Van der Stok escuchó con el resto del grupo las instrucciones de los maquis sobre cómo iban a escapar. Caminarían de noche hacia los Pirineos, atravesando un desfiladero de las montañas en fila de a uno. Si alguien echaba a correr o se separaba de la fila recibiría un tiro en el acto. La fuga estaría financiada por el dinero que pondrían entre todos. Los fugitivos se vaciaron los bolsillos y entregaron todo el dinero que llevaban. Aquella misma noche se pusieron en marcha. El camino era extremadamente tortuoso y hacía un frío glacial. Cuanto más ascendía el grupo de hombres y mujeres, más helado era el viento. Finalmente llegaron a una casa de campo en las estribaciones de las montañas donde podrían descansar aquella noche. Estaban exhaustos y hambrientos. El día siguiente, se produjo un grave contratiempo. Van der Stok se ofreció a acompañar a uno de los maquis y al estadounidense a la cafetería de un pueblo para avituallarse. Al llegar allí se encontraron con que los alemanes habían descubierto el establecimiento clandestino. Soldados armados se bajaron de varios automóviles para asaltar la cafetería, con las ametralladoras escupiendo fuego. Los tres hombres lograron escapar ilesos pero se ordenó al grupo que se trasladara rápidamente a un castillo en ruinas, donde estarían más a salvo. A la mañana siguiente, el contingente fue guiado a través del desfiladero. La marcha resultó ser extenuante una vez más. Después de cruzarlo, el maquis señaló a lo lejos, hacia un verde collado.
«Al otro lado del collado está España —dijo el guía—. A partir de aquí tendrán que seguir por su cuenta». Acto seguido, el maquis se marchó. El grupo decidió separarse: los judíos alemanes se quedarían juntos y los militares seguirían una ruta distinta. Horas más tarde, Van der Stok estaba en España y viajando a la Embajada Británica de Madrid. Volvió a Inglaterra a través de Gibraltar y en dos meses ya estaba liderando el Escuadrón 322 (Holandés) de aviones Spitfire en misiones sobre Holanda.
A principios de septiembre, el túnel de Sachsenhausen ya había avanzado más de 30 metros. Los hombres consultaron las previsiones meteorológicas y vieron que la siguiente noche sin luna era el 23 de septiembre. Tenían dos semanas para ultimar sus preparativos de fuga. Jimmy James y Jack Churchill saldrían juntos. James conservaba su equipo de viaje desde la evasión de Sagan, y Churchill había modificado su uniforme reglamentario para que pareciera ropa de paisano. En cualquier caso, la simplicidad de sus disfraces no supondría ningún obstáculo. Planeaban colarse en trenes de mercancías hasta llegar al Báltico y para eso no hacían falta trajes de alta costura. Los ordenanzas italianos les habían «prestado» ropa de civil a Wings Day y a Sydney Dowse. Planeaban ir a Francia y allí intentar ponerse en contacto con el movimiento clandestino. Johnny Dodge iría solo. Su plan consistía simplemente en dirigirse al oeste con la esperanza de encontrar la línea del frente aliado.
El 23 de septiembre, los hombres se metieron en el túnel y empezaron a reptar por él. Supuso un pequeño contratiempo darse cuenta de que, por un error de cálculo, James y Dowse tendrían que excavar algunos palmos más pero, tras un breve retraso, los hombres salieron al recinto vacío. Allí encontraron la escalera, que seguía en el mismo sitio en el que había aguardado pacientemente durante seis meses. Pocos minutos después, los oficiales ya estaban encaramándose al muro del campo de concentración de Sachsenhausen. Cuando hubieron pasado al otro lado del muro, los cinco hombres apenas eran capaces de disimular su entusiasmo, o incluso de creer la pasmosa simplicidad con la que habían ejecutado la última parte de la fuga. Se dieron la mano y se desearon buena suerte antes de desaparecer en la oscuridad. De nuevo habían burlado a sus guardianes, y esta vez lo habían hecho con el convencimiento de que la muerte era lo que les esperaba si les volvían a atrapar.
La huida de Sachsenhausen de los cinco oficiales británicos dejó atónitos a los alemanes y provocó una nueva Grossfahndung (orden general de busca y captura). En toda la Europa ocupada aparecieron carteles describiendo a los evadidos y pidiendo que fueran denunciados si se les veía. El aviso fue emitido dos veces por la radio.
A principios de octubre ya habían vuelto a capturar a los cinco evadidos de Sachsenhausen. Wings Day y Sydney Dowse fueron los primeros en ser detenidos, sin haber llegado más allá de los barrios periféricos de Berlín. Estaban refugiándose en el sótano de una casa bombardeada cuando una mujer, sospechando de ellos, les denunció a la policía. Cuando poco después fueron enviados a Sachsenhausen, la recepción fue como esperaban. En lugar de volver a los barracones del Sonderlager, fueron encerrados en un Zellenbau (edificio o bunker carcelario), donde les asignaron celdas separadas. Los hombres no sabían mucho de aquel famoso Zellenbau, aparte de que pocos de los reclusos salían de él con vida. No erraban mucho al suponer que aquello era sin duda la antesala de la cámara de gas. De hecho, los dos fueron encadenados al suelo de sus celdas, una crueldad más bien innecesaria, sobre todo en el caso de Day que se había producido una grave lesión en la rodilla. Los alemanes no le dispensaron ningún tipo de atención médica y el oficial se vio obligado a soportar un dolor insufrible.
Mientras tanto, Johnny Dodge había conseguido llegar a Rostock siguiendo a pie la vía férrea y recorriendo 30 kilómetros en un tren de mercancías. Después, pasó cuatro semanas escondido, primero en un pajar y luego en una pocilga, lo que posiblemente le trajo agridulces recuerdos de la primera fuga frustrada de Roger Bushell desde el maloliente cobertizo de cabras del Dulag Luft. Dodge había llegado a la conclusión de que lo menos peligroso sería esperar escondido la llegada liberadora de los rusos, para lo que seguramente no debía de faltar mucho, pero un campesino le delató y fue llevado a la policía. El policía de allí le dijo que hacía tiempo que estaba al corriente de su presencia y que con mucho gusto le hubiera dejado en paz, porque como casi todo el mundo en Alemania, estaba deseando que llegara el fin de la guerra. No obstante, una vez le habían delatado, el agente no tenía más remedio que hacer algo al respecto si en algo valoraba su vida. Sin embargo, accedió a hacerle un favor a Dodge. Aceptó una lista de los hombres que habían estado en Sachsenhausen y prometió intentar remitirla a las autoridades de Londres.
Jimmy James y Jack Churchill fueron los que pasaron más tiempo en libertad e incluso llegaron hasta Polonia, pero allí cayeron en manos de las milicias populares del Volkssturm. Ellos tampoco esperaban una amistosa recepción en Sachsenhausen y también fueron a parar al Zellenbau, aunque no se les trató tan mal como a Wings y Dowse. Lo único que rompía la austeridad de la celda de James era un cubo que hacía las veces de letrina y una litera de hierro. No le llegaba más luz que la que atravesaba los barrotes de una ventana que había a algo más de dos metros de altura. James se tumbó en la litera a esperar. «Me sentía extrañamente indiferente —recordaría en su libro de memorias Moonless Night— y empecé a reflexionar sobre lo que me quedaba de vida y en lo que habría después de la muerte, con la cándida esperanza de que el último período de mi vida en la tierra acortaría mi estancia en el purgatorio».
La ensoñación del oficial de la RAF no duró mucho. Unas horas más tarde le despertó su carcelero de las SS para informarle de que estaba estrictamente prohibido echarse en la cama durante el día. Se trataba del suboficial de las SS Kurt Eccarius, conocido como «la Bestia del Bunker», un torturador sádico de la peor calaña desenmascarado tras la guerra. Mientras Eccarius increpaba a gritos a James, el Kommandant del campo observaba al prisionero con desprecio desde un segundo plano, taladrándole con la mirada tras unas gafas sin montura. Cuando Eccarius salió dando un portazo y dejó tranquilo a James, de los labios del Kommandant todavía no había salido ni una palabra.
A la mañana siguiente, James volvió a encontrarse momentáneamente con Churchill cuando fue conducido a las duchas comunes, donde también volvió a ver a Dowse y Day, lo que le alegró enormemente. Sólo podían comunicarse mediante susurros, por lo que en aquel momento James no llegó a enterarse mucho de la experiencia que habían tenido los demás hombres a manos de las autoridades nazis. Más adelante sabría que, tras su regreso al campo de concentración, Day fue interrogado repetidamente, primero por un agente del SD y luego por una especie de tribunal improvisado, constituido por agentes de la Kripo y otros policías y presidido por algún tipo de jurista. Al cabo de horas de incesantes preguntas, fue haciéndose evidente que estaban tratando de que el oficial británico se autoincriminara como espía o saboteador y obtener así la excusa que necesitaban para ejecutar a los cinco hombres. Le dijeron que era bien sabido que los prisioneros de guerra británicos mantenían una comunicación constante con los servicios de inteligencia británicos y le presionaron para que admitiera que se había puesto en contacto con el movimiento clandestino. Day, a pesar de su agotamiento y del intenso dolor que le causaba la lesión de la rodilla, era capaz de ver todas las trampas que le tendían y no hizo ninguna confesión. En cambio, no dejó de expresar repetidamente su indignación por la falta de respeto que mostraban por el Convenio de Ginebra. Se trataba de una confrontación clásica que se ha repetido en las dependencias de la policía desde tiempos inmemoriales: una parte trataba de agotar a la otra con una combinación de comprensiva camaradería y amenazas, y la otra resistía la abrumadora tentación de arrojar la toalla.
Dándose cuenta de que se encontraban ante un oponente formidable, los inquisidores adoptaron una estrategia distinta. En el transcurso de la semana siguiente, Wings fue sometido a cuatro interrogatorios más, dos de ellos con un agente del SD que intentó obtener de él una confesión con una charla aparentemente informal y el aire de complicidad que había llegado a caracterizar los interrogatorios de Dulag Luft. De nuevo, Wings Day se resistió a caer en ninguna trampa. Finalmente, fue conducido una vez más ante el tribunal improvisado.
Wings reconocería posteriormente que había estado a punto de venirse abajo. Los alemanes habían conseguido llevarle al límite de la extenuación. Estaba exhausto, confuso por el dogmatismo de sus interrogadores y atenazado por el dolor. Viendo que no le quedaba más remedio que pasar a la ofensiva, se puso en pie y se enfrentó al consejo reunido ante él. Wings señaló airado que era un soldado profesional que había servido en dos guerras mundiales. Había pasado la mayor parte de la última encerrado en varios campos y haría todo lo posible por escapar y volver a Inglaterra. Aquél era su deber como oficial y su ferviente deseo como ser humano. También les dijo que en aquel mismo instante habría cientos de oficiales alemanes apresados por los ingleses que afrontarían su misma situación con el mismo espíritu que él. No obstante, si ellos se evadían y volvían a ser capturados, serían tratados de forma justa por los Aliados. Dicho esto, Wings se dejó caer sobre la silla, incapaz de pronunciar ni una palabra más. Entonces oyó con sorpresa decir magnánimamente al presidente del tribunal: «Lo comprendemos, comandante de ala».
Jimmy James también había sido interrogado por un agente de las SS, pero su experiencia no había sido en ningún modo tan agotadora. Tras el interrogatorio, le volvieron a dejar a solas en su celda reflexionando sobre su destino. Parecía que lo habían dejado allí para que se pudriera porque no le permitían hacer ejercicio y le sometieron a una dieta de sucedáneo de café, pan negro y una sopa repugnante. Como él mismo reconocería posteriormente, llegó un punto en el que James empezó a cavilar que la muerte no sería un mal cambio con tal de terminar con el ostracismo que se veía obligado a soportar, pero apartó rápidamente aquellos pensamientos de su cabeza. Le costaba un gran esfuerzo de voluntad sobrellevar la amargura de su situación. A su alrededor no había más que dolor y muerte. Dowse presenció un día desde su ventana cómo colgaban a tres hombres en la horca. Nadie podía conciliar el sueño debido al sonido abominable de los gritos y las torturas.
Poco después, James y los demás prisioneros pudieron disfrutar de unas condiciones de vida más relajadas. Se les permitió leer libros y periódicos alemanes. Su dieta mejoró, aunque fuera de forma casi imperceptible, y se les autorizó a hacer ejercicio en un pequeño patio amurallado. Sólo entonces los demás se enteraron de la dura experiencia de Wings a manos del tribunal improvisado. Los hombres llegaron a la conclusión de que el arranque de genio de Day ante el consejo les había salvado probablemente a todos de la muerte, al menos en un futuro inmediato. Los oficiales se sintieron muy agradecidos por su prudencia y su entereza. También podía haber contribuido a su salvación el hecho de que Sydney Dowse, durante un interrogatorio igual de duro, había dicho a sus inquisidores que, durante su libertad, había enviado dos cartas, una a la Kommandantur del Stalag Luft III y la otra a la Cruz Roja Internacional, con información detallada sobre la captura y el encierro de los hombres en Sachsenhausen.
Los oficiales británicos dedujeron que probablemente se les estaba reteniendo como rehenes potenciales junto con la galería de singulares personajes con los que compartían el edificio carcelario. En total había unos cien prisioneros. Entre ellos estaban el pastor Martin Niemoller, que pasó de ser comandante de submarinos a sacerdote antinazi y que en aquel momento era tal vez el símbolo más poderoso de la resistencia contra Hitler en Alemania. Otro Prominenten era el capitán S. Payne Best, el jefe de los servicios de inteligencia británicos secuestrado en Holanda por la Gestapo. Allí también se hallaban un general austríaco, un antiguo embajador alemán en España, un destacado agente polaco y los padres de un agente alemán que se había pasado al bando aliado. También había un puñado de ciudadanos británicos con un valor especial para los alemanes. Todos ellos eran obviamente personas que los nazis querían mantener con vida, aunque fuera sólo para utilizarles como baza cuando los Aliados llegaran finalmente a las puertas de Berlín, lo que seguramente a esas alturas todo el mundo pensaba que iba a ocurrir.
Los hombres se dispusieron a esperar el fin de la guerra como todos los demás residentes en el infierno que era Sachsenhausen. Johnny Dodge se mantenía tan animoso como siempre y de vez en cuando se le oía cantando con su voz atronadora mientras hacía ejercicio en su celda. No obstante, Sachsenhausen era un lugar diabólico y los hombres presenciaban matanzas a diario. Pocas veces se libraban de los sonidos de las torturas inhumanas que se practicaban con miles y miles de prisioneros que llegaban a Sachsenhausen para ser exterminados. Paradójicamente, uno de los recién llegados aquel invierno al Zellenbau fue el general Artur Nebe, el hombre que había elegido a los 50 aviadores que debían morir de entre los 76 evadidos. Su curioso y anómalo papel como miembro comprometido del movimiento de resistencia alemana quedó al descubierto cuando resultó implicado en el complot de julio de 1944 para matar a Hitler. Hay que decir en honor a Nebe que había soportado las torturas de la Gestapo durante tres meses sin confesar nada. No le enviaron a la cámara de gas ni le fusilaron, como a la mayoría de las víctimas, sino que le colgaron de la cuerda de un piano para que tuviera una muerte lenta y agónica, tal como Hitler había decretado que debían morir todos los conspiradores.
La Navidad de 1944 llegó y pasó. Los hombres se regalaron tarjetas de felicitación hechas con papel higiénico y celebraron la festividad con estofado de las SS. Una noche, el aire trajo una melodía fantasmagórica que se quedó flotando sobre los lóbregos tejados de los barracones del campo de exterminio. Se trataba de Noche de paz. Aquel sonido incongruente no hizo que nadie se sintiera mejor; no hizo más que intensificar el odio a los nazis en el corazón de todos los prisioneros. Al menos, contaban con el auténtico consuelo de percibir el incremento de los ataques aéreos aliados cuando los barracones temblaban bajo el paso de los aviones de la Octava Fuerza Aérea de Estados Unidos (la Poderosa Octava) que bombardeaban la capital del Reich. Cuando llegó Año Nuevo, los hombres se alegraron por una vez de estar relativamente protegidos del frío en el edificio carcelario y no a merced del crudo invierno alemán del exterior. Febrero trajo consigo un nuevo motivo de inquietud. Johnny Dodge había desaparecido de forma incomprensible y misteriosa. Su ausencia se produjo sin previo aviso y los guardias de las SS no daban ninguna explicación sobre su paradero. Sus compañeros estaban comprensiblemente preocupados.
Poco después, el Kommandant les sacó de sus celdas y les reunió para comunicarles que iban a volver al Sonderlager, no sin pedirles que se abstuvieran de volverse a fugar. «La próxima vez, serán fusilados», les dijo a modo de despedida. En el Sonderlager, los hombres se alegraron de volver a ver a sus antiguos compañeros. Peter Churchill les dio la bienvenida y les dijo que todos habían temido que les hubieran ejecutado. Sin embargo, de Johnny Dodge no había ni rastro.
La fría mañana de febrero en la que desapareció del Zellenbau, Johnny Dodge fue despertado en realidad por la funesta presencia en la puerta de su celda de dos guardias de las SS que le indicaron que les acompañara. No es de extrañar que, cuando le hicieron salir del edificio, pensara que ya había llegado su hora. No obstante, la ausencia de esposas probablemente le tranquilizó. En efecto, en lugar de conducir a Dodge al recinto principal para que fuera víctima de uno de los muchos y execrables métodos de exterminio de las SS, le presentaron a un joven y agradable agente de las SS que informó al comandante de que iban a llevarle a Berlín. Durante el viaje a la capital en un vehículo de las SS, el joven agente no dio ninguna pista a Dodge sobre qué destino le tenían reservado. Para sorpresa del oficial británico, sin embargo, no le llevaron al Cuartel General de la Gestapo ni a cualquier otra de las siniestras instituciones del Reich con las que había conjeturado. En lugar de eso, el vehículo se detuvo frente a unos grandes almacenes. Había pasado casi un año desde que los primeros evadidos de Sagan llegaron a Berlín y contemplaron atónitos el efecto del bombardeo aéreo intensivo sobre la que había sido una gran ciudad. Dodge comprendía ahora la tremenda magnitud de aquella devastación. Apenas quedaba un edificio en pie. A su alrededor se alzaban los esqueletos de edificios residenciales y de oficinas. Por las calles se desparramaban trozos derrumbados de edificios y vehículos carbonizados. Unas volutas de humo amarillo y negro flotaban sobre la espectral desolación.
El hombre de las SS le invitó a entrar en el edificio, que también estaba maltrecho por los bombardeos pero aún seguía en pie. A continuación le informó que tenía que comprar un traje de confección y otras prendas de civil. Dodge, que seguía sin fiarse, le preguntó por qué, y sólo cuando el hombre de las SS le garantizó que no correría peligro por llevar ropa de civil, el oficial británico eligió un cómodo traje gris, una camisa blanca y almidonada, una elegante corbata y calcetines a juego, así como ropa interior nueva. Poco después, Dodge fue conducido a un suntuoso apartamento que, al parecer, era la residencia de un alto cargo de las SS y que estaría a su disposición durante su estancia en Berlín. En aquel punto, Dodge estaba empezando a intuir lo que se pretendía de él. Cuando le presentaron a un dignatario nazi, sus sospechas se vieron confirmadas.
El doctor Hans Thost era un alto cargo del Ministerio de Exteriores alemán. Cuando entró en el apartamento, encontró a Dodge cómodamente instalado allí, recién bañado, perfumado (seguramente con la loción de afeitado del hombre de las SS) y al parecer muy satisfecho con su nuevo traje gris. Tras expresar su interés por el bienestar del comandante, el doctor Thost le propuso cenar en el hotel Adlon, el más selecto de Berlín. Durante la última etapa de la guerra, el Adlon se había utilizado casi como una dependencia más de la Cancillería para las personalidades que acudían a Berlín desde otros lugares, aunque por aquel entonces Dodge no podía saberlo. Cuando llegaron al hotel, Dodge descubrió que habían reservado una sala privada para ellos, donde le presentaron a otro alemán que actuaría de intérprete. De hecho, Paul Schmidt no era un intérprete cualquiera sino el intérprete personal del Führer.
«Le vamos a enviar a casa, comandante Dodge —le dijeron, según una de las versiones que circulan de los acontecimientos que se sucedieron rápidamente—. Nos gustaría que se reuniera con su pariente, el señor Churchill».
Así pues, iba a actuar de emisario de paz para hablar con su primo lejano en Inglaterra. De hecho, Dodge había estado con Churchill dos o tres veces, y no dejaba de atraerle la idea de saltar al otro lado del Canal con una misión tan importante y delicada. Sin embargo, no pudo evitar esbozar una sonrisa aviesa al conocer las condiciones que debía exponer al primer ministro. Schmidt le dijo que la opción de una rendición incondicional estaba fuera de lugar, y el Führer sólo accedería a negociar la paz si se restauraban las fronteras de Alemania previas a la guerra y se mantenía el equilibrio de poder en Europa. Hitler no era el único dignatario nazi que albergaba aquel tipo de fantasías desbocadas. Himmler llevaba meses negociando en secreto con el representante sueco de la Cruz Roja, el conde Folke Bernadotte, con la esperanza de llegar a un acuerdo mediante el cual él gobernaría Alemania tras la guerra. Hermann Göring también creía que podría establecer un pacto con el comandante supremo de las fuerzas aliadas, el general Dwight D. Eisenhower, en virtud del cual sucedería a Hitler como jefe de Estado de la nueva Alemania. Ninguno de ellos parecía ser capaz de asimilar la magnitud del odio que inspiraban al mundo libre. Pero ya era más que demasiado tarde para ellos. El presidente estadounidense Roosevelt estaba decidido a llevarles a todos a juicio por crímenes de guerra, y al primer ministro británico Churchill le habría encantado reducir Alemania a cenizas y con ella a todos los alemanes sin excepción, como de hecho había declarado a menudo. No obstante, Dodge mantuvo la compostura por temor a que los alemanes retiraran la tentadora oferta de concederle por fin la libertad.
De hecho, Dodge estuvo a punto de ser víctima del ferviente deseo de Churchill de arrasar hasta el último pedazo de tierra alemana. Pocos días después, Thost le llevó en coche a Dresde, donde los dos se libraron por muy poco de quedar atrapados en la «tormenta de fuego» creada por el bombardeo incendiario aliado en la histórica ciudad. Thost iba a llevar a Dodge a Suiza, donde llegaron finalmente el 25 de abril. Los dos hombres se despidieron con un apretón de manos. A todas luces, Thost todavía creía que era posible llegar a un acuerdo. De hecho, Hitler se suicidaría al cabo de pocos días. Mientras, sus secuaces ya se estaban llenando las maletas de francos suizos y preparaban su huida del país. Por su parte, el Ejército Rojo estaba a punto de asestar el golpe de gracia al Tercer Reich de Hitler.
Dodge fue puesto al día por el MI6 en la Legación Británica de Brest y, una semana más tarde, llegó a Inglaterra en avión por la larga y tortuosa ruta neutral de costumbre. No pudo entrevistarse inmediatamente con Churchill porque el primer ministro estaba demasiado ocupado supervisando la aniquilación final de la Alemania de Hitler. No obstante, el embajador estadounidense, John G. Winant, consiguió finalmente organizar una cena para los dos hombres. Churchill escuchó embelesado el relato del comandante en el n.° 10 de Downing Street durante una sobremesa donde no faltaron el coñac y los puros. Dos días más tarde, Alemania aceptó la rendición incondicional. Por fin había terminado la guerra en Europa.
Tras el éxito del Desembarco de Normandía el Tercer Reich tenía los días contados. A medida que avanzaba 1944, las buenas noticias escaseaban cada vez más para Hitler. En el oeste, a pesar de la feroz resistencia que opusieron los alemanes, los ejércitos estadounidense, canadiense y británico siguieron imparables su avance hacia el corazón de la Alemania nazi, de forma lenta pero segura. En el este, el Ejército Rojo avanzaba implacable hacia Berlín en un frente amplio, cometiendo saqueos y violaciones a su paso. Todo lo que quedaba de la Marina alemana era la formidable flota de submarinos, pero habían terminado acorralados en los fiordos noruegos y la Marina Real británica y el Mando Costero de la RAF les perseguían sin tregua. Muchas de las ciudades alemanas habían sido reducidas a escombros. Los aviadores aliados despertaban un odio aún más intenso que el mes de marzo anterior. Los oficiales aliados del Stalag Luft III empezaron a preocuparse por su seguridad. Por lo que daban a entender los «animales» amistosos, era posible que los prisioneros fueran utilizados como rehenes por sus guardianes, y no era descabellado pensar que Berlín llegara a ordenar a las SS que acabaran con ellos.
Herbert Massey había sido repatriado a Inglaterra vía Suiza por razones de salud. El nuevo oficial superior británico, el coronel Wilson, ordenó a los hombres que se organizaran en unidades de combate, cada una con la responsabilidad de llevar a cabo ciertos cometidos en caso de que las cosas se torcieran. Algunos estaban preparados para neutralizar las garitas de los «animales». A otros les correspondería acudir rápidamente a la entrada principal y ocupar el Vorlager, etc. Naturalmente, era una medida desesperada (¿qué esperanza podía tener un grupo de hombres desarmados y hambrientos enfrentándose, tal vez, a una división bien armada de hombres de las SS?), pero los prisioneros resolvieron que era mejor caer en combate que aceptar su suerte sin más.
En enero de 1945, la Alemania de Hitler se encontraba ya al borde de la debacle. Efectivamente, el propio Hitler no tardaría en renunciar en la práctica a seguir luchando y abandonó su cuartel general de campaña para retirarse al mundo subterráneo de su bunker en Berlín, ciudad que en aquel momento se encontraba arrasada casi por completo. Durante todo el invierno, en el Stalag Luft III circularon rumores de que se estaba preparando algo. Los prisioneros se temieron lo peor y reforzaron los preparativos para el combate. El túnel George, que antes de que se cerrara para el invierno llegaba un poco más allá de la alambrada, podía volver a abrirse rápidamente como vía de escape si fuera necesario. A finales de mes se comunicó a todo el campamento que se les iba a evacuar para llevarlos al oeste. En el Recinto Norte, la noticia se dio a conocer en el teatro donde los actores estaban ensayando la obra de Merton Hodge The Wind and the Rain («La lluvia y el viento»). «Hagan las maletas y dispónganse para partir dentro de una hora», les dijeron. En el Recinto Sur de los estadounidenses se estaba interpretando la obra de Moss Hart y George S. Kaufman You Can’t Take It with You (que, en sintonía con las circunstancias, significa «No puedes llevarte tus cosas al otro mundo» y en la que se basó la película Vive como quieras), cuando llegó el oficial superior estadounidense para notificarles que disponían de 30 minutos para hacer las maletas y reunirse en la entrada principal. Para todos los prisioneros fue un alivio saber que las SS no les iban a eliminar uno a uno, pero las condiciones que soportarían en la larga travesía hacia el oeste resultarían ser horrendas.
La marcha se inició el día 27 de enero. Seis columnas de 12 500 prisioneros salieron desfilando por la puerta principal bajo la vigilancia de guardias fuertemente armados. Su destino era Spremberg, cerca de Cottbus, a unos 65 kilómetros de distancia. En circunstancias normales, para unos militares no hubiera sido una distancia demasiado grande para recorrer a pie, pero éstos estaban mal alimentados y poco abrigados. Sus raciones para la travesía fueron incluso más escasas que las que recibían en el campamento. Bub Clark se indignó tanto cuando un hombre robó a otro una simple patata que le abrió un expediente y tras la guerra inició acciones contra él en Washington. Sus superiores reaccionaron con incredulidad y se negaron a llevar adelante las acciones judiciales. «No eran capaces de entender lo que una sola patata significaba para un hombre», explicaría Clark años después. Las temperaturas bajo cero provocaban tormentas de nieve, heladas y una espesa capa de nieve que no tardó en convertirse en un lodazal en el que se criaban gérmenes y piojos. Cientos de hombres enfermaron. Muchos cayeron exhaustos al borde del camino. Un gran número de oficiales aliados y guardias alemanes perecieron.
A pesar de la agonía sufrida durante la marcha, un sentimiento de mutua camaradería se extendió entre los prisioneros y sus guardianes. Ahora todos estaban en el mismo barco. Los aviadores cargaban con los fusiles y las municiones de los «animales» que estaban demasiado débiles como para hacerlo ellos mismos. Glemnitz destacó especialmente al encargarse personalmente de que, por muchas privaciones que sufrieran los hombres, nunca, salvo una excepción, dejaran de dormir a cubierto de noche. Los lugareños acudían para ofrecerles algo de comida y bebida a cambio de artículos de las cajas de la Cruz Roja. Los habitantes de un pueblo invitaron a los agradecidos hombres a dormir en sus casas, pero su generosidad se vio obstruida por las SS, que echaron a los oficiales aliados a la calle. Por increíble que parezca, algunos de los hombres de la RAF seguían pensando en huir. Bob Stanford-Tuck y el oficial polaco Zbishek Kustrzynski se quedaron escondidos en un granero mientras la columna seguía adelante. Superando nevadas y ventiscas, encontraron la línea del frente ruso y poco tiempo después llegaron triunfalmente a la Embajada Británica en Moscú.
En Spremberg, los hombres fueron destinados a lugares distintos en trenes de ganado, lo que supuso un descanso momentáneo para los desfallecidos hombres. Los ocupantes del Recinto Norte fueron llevados a un decrépito campamento de prisioneros de guerra de la Marina situado en Marlag und Milag Nord, a unos 60 kilómetros al norte de Bremen y no muy lejos del mar del Norte. Era un lugar deprimente, pero la proximidad de Inglaterra contribuyó mucho a elevar la moral de los hombres. Casi podían sentir la brisa del mar que, como sabían por los boletines de radio de la BBC, se encontraba ahora bajo el control absoluto de la Marina Real. Los estadounidenses del Recinto Sur fueron conducidos al sur, a Moosburg, no muy lejos de Munich, y los hombres del Recinto Este fueron llevados a un campo de prisioneros de guerra cercano a Berlín. Era evidente que la ubicación de cada grupo respondía a su utilidad como moneda de cambio frente al avance de los ejércitos de los países respectivos.
A principios de abril, sin embargo, se ordenó inexplicablemente a los hombres de la RAF que estaban en Marlag und Milag Nord que salieran del campamento y empezaran a marchar hacia el este, a otro campo cercano a Lubeck. No les importó demasiado que su columna fuera bombardeada por un grupo de aviones Tempest de la RAF, ya que eso significaba que los de su bando se estaban acercando. No obstante, cuando los oficiales superiores averiguaron que el campamento al que les destinaban estaba infestado de piojos, ordenaron a los hombres que se negaran a avanzar. Requisaron un par de granjas comerciales y las convirtieron en su hogar temporal, cubriendo los tejados con pancartas que exhibían los acrónimos «RAF POWs» («prisioneros de guerra de la RAF»). Los alemanes estaban demasiado exhaustos como para intentar siquiera impedírselo. El fin estaba cerca. La noticia de la muerte de Hitler se filtró poco después del 30 de abril, provocando vítores entre los hombres de la RAF y, probablemente, cierto alivio en el corazón de la mayoría de los alemanes. El 2 de mayo, un tanque británico de la 1.a División Acorazada entró en la granja y sus ocupantes, apabullados, fueron recibidos por un tropel de Kriegies gritando de alegría. Cinco días después se produjo la capitulación de Alemania. La mayoría de los prisioneros de la RAF no tardaron en regresar en avión a Inglaterra, donde tuvieron que despiojarse antes de poder aceptar el té con pastas que les ofrecieron sus compatriotas en una cálida aunque sobria bienvenida.
Para el coronel Von Lindeiner, como para muchos otros alemanes que fueron obligados a participar en una guerra que nunca desearon, la vida tras el fin de las hostilidades no fue muy feliz. Al igual que los prisioneros de guerra del Stalag Luft III, su antiguo Kommandant se vio inmerso en el caos creado por la oleada de refugiados que huían del avance ruso. El hospital militar en el que se estaba «recobrando» fue evacuado dos días antes que el Stalag Luft III, pero el comandante del hospital comunicó a Von Lindeiner que no podían llevarle con ellos. En consecuencia, el coronel regresó a su hogar, la mansión de Jeschkendorf, donde, tras pasar un breve tiempo con su esposa, solicitó volver al servicio activo a las autoridades militares locales. Inmediatamente fue nombrado segundo en el mando de una división que defendía Sagan del arrollador ataque ruso. Cuando su oficial superior murió en combate, Von Lindeiner pasó a ser el oficial al mando hasta que resultó herido en acción poco tiempo después, el 12 de febrero. Recibió disparos en el hombro y el pie, lesiones de gravedad para un hombre de edad avanzada. Por suerte, los soldados soviéticos le dieron por muerto, de modo que pudo alejarse arrastrándose del frente de batalla y llegar hasta Sagan. Aunque pudo ingresar en un hospital militar en Harz, allí cayó en manos del Ejército estadounidense y luego del británico. Von Lindeiner tal vez esperaba que la experiencia le permitiría una cierta tranquilidad, pero muy pronto se enteró con angustia que los británicos le estaban investigando por crímenes de guerra en relación con los 50 aviadores asesinados.
Von Lindeiner fue tratado por los británicos de forma infame. Durante su encarcelamiento se le obligó a permanecer durante dos días sin nada más que unas tablas donde acostarse y sin cubiertos para poder comer. Cuando quiso saber qué había hecho para merecer aquel trato miserable, su petición cayó en oídos sordos y nunca recibió una explicación satisfactoria. En agosto de 1945 fue enviado a London Cage (actualmente una pequeña mansión de Kensington, en Londres), donde se interrogaba a los prisioneros de guerra alemanes después de la guerra. Von Lindeiner siguió cautivo de los ingleses durante dos años, hasta que en 1947 pudo regresar a la Zona Británica de Berlín. Para entonces, la mansión de Jeschkendorf ya había caído en manos rusas. El apartamento de los Von Lindeiner en Berlín había quedado destrozado por los bombardeos y las propiedades de su esposa en Holanda habían sido confiscadas. La baronesa había sobrevivido durante los años que mediaron dando clases de música y de idiomas.
Muchos de sus antiguos prisioneros escribieron a las potencias acusadoras en favor del ex Kommandant. No obstante, algunos fueron más reacios. Von Lindeiner escribió a Bob van der Stok pidiéndole ayuda. El aviador holandés de la RAF simpatizaba con su causa pero al regresar a Holanda tras la guerra había descubierto que la Gestapo había asesinado a dos hermanos suyos y su padre había sido torturado hasta el punto de quedarse ciego. Van der Stok se veía totalmente incapaz de ayudar a cualquiera que estuviese vinculado con el régimen nazi. Ésa es la razón de que escribiera a Von Lindeiner para contestarle que no podía ayudarle, aunque le garantizó que no testificaría contra él. Pasarían tres años antes de que Von Lindeiner consiguiera limpiar su nombre. Hermann Göring declaró en su propio juicio que Von Lindeiner «no tuvo ninguna relación con las ejecuciones».
Tras el cese de las hostilidades, la RAF apoyó la promesa de Anthony Edén de administrar una «justicia ejemplar» a los responsables de los 50 asesinatos. Un equipo de investigadores de la sección de investigación especial (Special Investigation Branch, SIB) de las Fuerzas Aéreas empezó a buscar a los autores del crimen. No fue una tarea fácil. Habían pasado unos 17 meses desde las ejecuciones de Silesia y muchos de los oficiales subalternos de la Gestapo y las SS implicados habían desaparecido en el caos de la Europa de posguerra. En todo caso, muchos de ellos se habían quitado la vida por miedo a las sanguinarias represalias del Ejército Rojo, que sabían que estaban más que justificadas. Tampoco facilitaba las cosas el hecho de que gran parte de Europa se encontrara bajo el dominio soviético. Las potencias del bloque comunista no hicieron muchos esfuerzos por ayudar a los investigadores británicos, y a veces incluso obstaculizaron activamente su trabajo. Los asesinatos de 50 oficiales de las fuerzas aéreas palidecían en comparación con el inmenso número de bajas soviéticas civiles y militares y los millones de inocentes masacrados por los nazis.
No obstante, los hombres del SIB no se rindieron. Muchas de las pistas que encontraron procedían de las declaraciones de los alemanes presuntamente implicados en crímenes de guerra que fueron interrogados en London Cage bajo la supervisión del teniente coronel A. P. Scotland (que posteriormente escribió un libro sobre esa fascinante etapa de su vida). Durante tres años, los investigadores viajaron a todos los rincones de Europa a los que se les permitió acceder. Por suerte, algunos de los nuevos gobiernos comunistas se mostraron más dispuestos que otros a colaborar, sobre todo el checo. Además, los investigadores tuvieron acceso a datos valiosos sobre el lugar en el que los aviadores fueron asesinados por el hecho de que casi todas las urnas que fueron devueltas al Stalag Luft III indicaban el lugar donde se realizaron las incineraciones. No obstante, con el paso del tiempo, el equipo del SIB se fue viendo reducido hasta quedar sólo un puñado de personas investigando el caso. Dadas las circunstancias, sus esfuerzos constituyeron una extraordinaria proeza investigadora.
El SIB elaboró un informe con 72 culpables que estaban directamente relacionados con los asesinatos y, dado que Himmler había ordenado que las ejecuciones se llevaran a cabo en el más estricto secreto, fue realmente sorprendente que el equipo fuera capaz de reconstruir con gran detalle casi todas las ejecuciones. Al equipo le faltó poquísimo para dar con el paradero de todos y cada uno de los 72 hombres a los que estuvo buscando, pues sólo quedaron tres por localizar. Finalmente, 18 hombres fueron llevados a juicio y la mayoría de ellos fueron debidamente procesados. Los juicios se iniciaron el 1 de julio de 1947 en Hamburgo y se dictaron 14 penas de muerte, una de ellas conmutada posteriormente por cadena perpetua. Las penas se ejecutaron por el método de la horca en febrero del año siguiente. Otros procesados fueron castigados con largas penas de prisión. Uno de los procedimientos judiciales fue desestimado, pero no terminó entonces la historia del «castigo ejemplar» de la RAF. Hubo un caso que no fue resuelto hasta 1967, en que el acusado recibió una condena de dos años de prisión por su participación en los asesinatos.
Durante los juicios, el coronel Von Lindeiner fue llamado a testificar. El tribunal quiso saber si antes de marzo de 1944 tuvo algún conocimiento directo de que hubiera un plan de las SS para asesinar a los prisioneros que se evadieran a partir de entonces. Los fiscales aliados interrogaron a Von Lindeiner acerca de la reunión que mantuvo en febrero de 1944 con el comandante de las SS Erich Brunner, jefe de seguridad de los campos de prisioneros de la zona. En concreto, querían saber por qué Brunner no había revisado las medidas para evitar las fugas en el Stalag Luft III. Los investigadores aliados sospechaban que el Alto Mando alemán deseaba que se produjera una evasión en masa para justificar la puesta en práctica de medidas extremas contra las evasiones. Max Wielen, jefe de la Kripo de Breslau, les había insinuado que «en el campamento podría haberse hablado de las ejecuciones».
En efecto, Von Lindeiner había mostrado una gran agitación tras producirse la fuga, y decía repetidamente a los oficiales aliados: «No se dan cuenta de lo que han hecho». Incluso había amenazado con fusilar él mismo a los hombres y algunos oficiales afirmaron haberle oído decir que los hombres que volvieran a ser capturados serían entregados a la Gestapo para ser ejecutados. No obstante, en los juicios de Hamburgo, Von Lindeiner negó haber tenido ningún tipo de conocimiento directo de ello y afirmó que únicamente había percibido un cambio claro en la actitud hacia los prisioneros de guerra evadidos y que había querido transmitir esas inquietudes a los oficiales superiores aliados. Esta afirmación era exacta. Tras recordarle que había prestado un juramento de lealtad al Führer, se preguntó a Von Lindeiner cuál habría sido su reacción si hubiese recibido una «Orden de Hitler» que le obligara a ejecutar a prisioneros de guerra aliados que estaban bajo su custodia en el Stalag Luft III, a lo que él contestó: «En un caso así, me quitaría la vida». A la mayor parte de los oficiales aliados que conocieron a Von Lindeiner no les costaría dar crédito a esta afirmación. Tal vez había estado en el bando equivocado, pero Von Lindeiner era ante todo un caballero.
Por desgracia, Von Lindeiner fue uno de los pocos caballeros que comparecieron ante el tribunal de Hamburgo, aunque resulta difícil, al estudiar las transcripciones de los procesos, no sentir cierta compasión por algunos de los subalternos y hombres de poca talla que terminaron atrapados en una atrocidad que se escapaba a su control. Los hombres que acabaron viéndose obligados a hacer el trabajo sucio no eran los peces gordos que habían orquestado la barbarie. No eran los cerebros que estaban detrás de millones de otras muertes provocadas por el reinado de terror de Hitler. Algunos eran, desde luego, psicópatas nazis de la peor ralea. Erich Zacharias, el agente de la Gestapo que mató a Tom Kirby-Green, participó al menos en dos asesinatos más y en la violación y asesinato de una muchacha de 18 años. Zacharias era un ser abominable y, en un recurso típico de los de su calaña, pretendía denunciar que había sido torturado por los británicos en London Cage para hacerle confesar. En cambio, la mayoría de los ejecutores eran pobres desdichados sin maldad, hombres débiles y obedientes e incluso muy estúpidos en algunos casos. Se habían visto arrastrados por una situación terrible. No se les dio elección y no contaban ni con el ingenio, ni con la imaginación ni con el valor necesario para hacer algo al respecto. Para los historiadores, un aspecto interesante de la investigación del SIB es que ilustra (como en el caso del general de las SS Artur Nebe) la absurda y extraña situación en la que se encontraban personas corrientes y a veces bondadosas bajo el yugo omnipotente de un Estado totalitario. El caso de Alfred Schimmel es un buen ejemplo. Recibió la orden de matar a Tony Hayter el día siguiente a su captura, que era un Viernes Santo. No obstante, Schimmel era un hombre profundamente religioso y no podía cargar sobre su conciencia la comisión de una fechoría de tal calibre el día más sagrado del año. Entonces resolvió el difícil dilema moral llevándose a Hayter inmediatamente para que fuera ejecutado aquel mismo jueves.
La mayoría de los jefes de la Gestapo que recibieron la orden de llevar a cabo las ejecuciones no dudaron en delegar la tarea en otras personas, pero Leopold Spann, de la Gestapo de Sarrebruck, era otra clase de persona. Spann era el hombre designado para asesinar a Roger Bushell y Bernard Scheidhauer. Al menos, él tuvo la valentía de encargarse en persona del trabajo sucio, junto con el agente de la Gestapo Emil Schulz. Spann murió a consecuencia de un ataque aéreo hacia el fin de la guerra, pero los hombres del SIB averiguaron lo que había ocurrido con Bushell y Scheidhauer gracias al testimonio del chófer, que presenció los últimos momentos de los dos hombres. El oficial de la RAF y su compañero de las Fuerzas Aéreas de la Francia Libre habían sido sacados de la celda policial y conducidos por carreteras secundarias durante casi una hora. En un momento dado, Spann les dijo que podían salir del vehículo y orinar si lo deseaban. Los dos prisioneros se alejaron hacia unos arbustos. Spann y Schulz les siguieron con sus pistolas desenfundadas. Cuando los hombres se disponían a orinar, Spann dio la señal y los dos alemanes alzaron sus armas y dispararon a sus indefensas víctimas por la espalda.
La versión completa de los hechos fue confirmada posteriormente por Schulz en su juicio. «Scheidhauer cayó de frente —testificó—. Creo que Bushell se encogió, cayó más o menos del lado derecho y se quedó tumbado boca arriba. Cuando me acerqué, vi que el moribundo se estaba convulsionando. Yo me apoyé en el suelo y le disparé en la sien, de modo que la muerte se produjo inmediatamente». La mayoría de los hombres fueron asesinados de esta forma cobarde y traicionera, en parejas o por separado, pero no todos. Un grupo en el que estaban Gordon Brettell, Rene Marcinkus, Henri Picard y Tim Walenn fue transportado en un camión, de forma muy parecida a la que se ve en la película, y los aviadores fueron acribillados con una ametralladora desde lo alto de una colina.
El jefe de la Gestapo de Breslau, Wilhelm Scharpwinkel, era un caso más representativo que Spann del tipo de hombres a los que se asignó la responsabilidad de matar a los oficiales aliados. Scharpwinkel, de carácter evasivo y poco fiable, ordenó las muertes de James Catanach, Arnold Christensen, Halldor Espelid y Nils Fugelsang. Mientras que Spann evitó su castigo ejemplar muriendo en combate, Scharpwinkel lo hizo cambiando de bando. Tras la guerra se trasladó a Moscú, donde al parecer se le consideró demasiado valioso como para extraditarlo a Occidente. No obstante, los rusos accedieron al menos a que los investigadores le entrevistaran, y Scharpwinkel les proporcionó la información que necesitaban para averiguar exactamente lo que había ocurrido (poco después, los rusos comunicaron a la RAF que Scharpwinkel había muerto, pero ¿murió realmente?). Por lo visto, Scharpwinkel había delegado la tarea en su segundo en el mando, Johannes Post, y en otro jefe de la Gestapo, Fritz Schmidt. Post y Schmidt se hicieron acompañar por un grupo de hombres de la Gestapo que les ayudaron a asesinar a los cuatro desprevenidos aviadores.
Los hombres del SIB nunca hallaron a Schmidt, pero siguieron la pista de Johannes Post y de algunos de sus cómplices. Los investigadores encontraron en los hombres que habían ayudado a llevar a cabo los asesinatos el fenómeno de negación de los hechos típico de la Alemania de la posguerra. Todos ellos insistieron en que ignoraban quiénes eran los oficiales de la RAF. Según declararon, se les dijo que eran saboteadores y agentes secretos, y que por lo tanto sus ejecuciones eran totalmente «legítimas». Resultó imposible saber a ciencia cierta si estaban diciendo la verdad o no. En cambio, en Post, el cabecilla, los investigadores no hallaron este tipo de ambigüedades. Post era un nazi impenitente que no albergaba ningún cargo de conciencia por sus acciones.
Post asumió él mismo la tarea de asesinar a Catanach e indicó a los demás hombres que se ocuparan de Christensen, Espelid y Fugelsang. El cargamento de hombres condenados partió entonces de la prisión en varios vehículos. Durante el trayecto, Post empezó a conversar amigablemente con Catanach. Al cabo de unos diez minutos, le dijo al australiano que iba a ordenar que el vehículo se detuviera al cabo de unos minutos. «¿Para qué?», quiso saber Catanach. «Porque voy a matarle».
Catanach no sabía si Post bromeaba o no, lo que, por supuesto, era la intención del alemán. El australiano le preguntó por qué iba a matarle. «Porque son las órdenes que tengo», contestó Post tranquilamente. El aviador objetó que escapar era el deber de todos los oficiales, pero no obtuvo respuesta. Catanach seguía sin saber si tomarse en serio o no a Post. El alemán siguió conversando distendidamente e incluso ordenó al chófer que tomara un desvío para que pudiera entregar unas entradas de teatro a su amante. Tenía mucho interés en que ella no faltara a la función de aquella noche. Cuando llegaron a un desmonte tranquilo junto a la carretera, Post apuntó a Catanach con su pistola Walter de 7,65 mm y le ordenó que saliera del coche. Es probable que el aviador siguiera sin creer que Post fuera a cumplir su amenaza, porque al parecer le siguió el juego tranquilamente. Cuando Catanach se disponía a orinar, el alemán le acribilló el tórax por detrás y su víctima cayó al suelo.
El cuerpo de Catanach yacía en la cuneta cuando llegaron los otros tres desdichados aviadores para ser ejecutados. Al ver lo que había ocurrido, Christensen, Espelid y Fugelsang echaron a correr. Dos de ellos cayeron fulminados por los disparos, pero el tercero estaba sólo herido. Post se acercó al cuerpo del hombre encogido en el suelo y le dio el golpe de gracia.
En cierto sentido, tal vez resulta grotescamente encomiable que, tras la guerra, Post no se uniera a las legiones de alemanes que negaron haber tenido nada que ver con el Partido Nazi. De hecho, muchas personas se ofrecieron como testigos de conducta y carácter para avalar su solvencia moral (Post salvó en una ocasión la vida de un piloto británico), pero él no quiso plantearse siquiera la idea de ocultar su afiliación. «No podría haber sido nacionalsocialista durante tantos años —explicó—, y de pronto presentar en mi alegato los testimonios de comunistas, judíos y librepensadores». Describió a los aviadores aliados como Terrorfliegers («aviadores terroristas») e infrahumanos que merecían ser ejecutados. Post fue uno de los condenados a la horca en 1947.
Post y Spann fueron las excepciones a la regla. La mayoría de los agentes de la Gestapo trataron de desvincularse totalmente de las ejecuciones, llegando a extremos increíbles para delegar la tarea en otros. El caso de Dennis Cochran es un ejemplo típico. Se encontraba custodiado por la Kripo en Ettlingen, cerca de Karlsruhe, pero fue la Gestapo local la que recibió la orden de asesinar a Cochran la mañana del 31 de marzo. El jefe de la Gestapo de Karlsruhe era un hombre llamado Josef Gmeiner, que delegó inmediatamente la responsabilidad en un oficial de su unidad, Walter Herberg. El hombre puso objeciones, pero de todos modos se presentó en la comisaría de Ettlingen para llevarse al oficial de la RAF acompañado de dos agentes de la Kripo, Otto Preiss y Wilhelm Boschert. Las circunstancias de la muerte de Cochran siguieron una dinámica dolorosamente típica. El coche que le transportaba se paró cerca de un campo de concentración y los dos hombres de la Kripo y Herberg se lo llevaron a la cuneta para que orinara, pero Herberg se las apañó para no mancharse las manos. Tras ordenar a Preiss que matara al oficial esposado, dio media vuelta y se alejó, incapaz de soportar la visión de lo que iba a suceder acto seguido. Preiss disparó dos veces a Cochran: una en la espalda, a la altura del corazón, y otra en la nuca. En su juicio, Herberg declaró que se había planteado la posibilidad de dejar que Cochran escapara, pero que las consecuencias para él habrían sido terribles. También se había planteado quitarse la vida, pero que eso no habría servido para salvar la de Cochran. «No veía ninguna escapatoria», afirmó Herberg. Otros acusados se defendieron diciendo que, si no hubiesen obedecido las órdenes, se habrían tomado represalias contra sus familias. Esto era, sin lugar a dudas, absolutamente cierto.
Otros agentes de la Gestapo recurrieron a métodos más subrepticios para justificar sus actos. Las órdenes de matar a los hombres descendieron por toda la cadena de mando, y la patata caliente fue pasando de una oficina a otra. Los alemanes se tomaron la molestia de destruir todo el papeleo, pero los investigadores del SIB pudieron reconstruir, a partir de los interrogatorios de los sospechosos, la orden que se envió por teletipo a cada una de las delegaciones de la Gestapo. Los mensajes, marcados como «alto secreto», procedían del RSHA y especificaban que se remitían por orden del Führer y del Reichsführer Heinrich Himmler. La orden indicaba específicamente que las ejecuciones debían llevarse a cabo de tal forma que los prisioneros no supieran lo que les iba a ocurrir. No obstante, Wilhelm Scharpwinkel, el jefe de la Gestapo de Breslau, que era el responsable de la mayor parte de las ejecuciones de los hombres apresados en las dependencias de la Kripo en Górlitz, afirmó que se le notificó con anticipación que el Führer había condenado a muerte a los prisioneros. Scharpwinkel no llevó a cabo las ejecuciones en persona, como es de suponer, sino que delegó el macabro cometido en otros, pero sus declaraciones dieron a entender que los hombres formaron fila y aceptaron su suerte con la calma que a menudo demuestran los condenados a muerte. Entre las víctimas de Scharpwinkel estaban Mike Casey, Al Hake, Johnny Pohe y George Wiley. ¿Dijo Scharpwinkel la verdad? ¿O simplemente estaba tratando de legitimar sus actos? Nunca lo sabremos.
Es natural sentir compasión por los hombres a los que se había puesto en una situación imposible y cuyas vidas estaban en juego si desobedecían las órdenes. Muchos de ellos tenían motivos de sobra para temer que serían ellos los que recibirían un tiro si no hacían lo que se les mandaba. Peor aún, existía la posibilidad real de que sus familias sufrieran represalias. La mayoría de los 72 culpables tenían esposas e hijos, pero lo mismo se puede decir de los oficiales de la RAF. Cuando se metían en su avión y despegaban al cielo húmedo y ventoso de Inglaterra, eran perfectamente conscientes del hecho que al momento siguiente podían perder la vida. Si tenían suerte, serían acribillados por el fuego antiaéreo y morirían al instante. O bien podían perecer dentro de una horrenda bola de fuego. O bien estrellarse contra el suelo si no se les abrían los paracaídas. En todo caso, fuera como fuera su muerte, ya nunca volverían a ver a sus seres queridos.
Naturalmente, otra suerte que podían correr era caer prisioneros. Muchos de los que quedaron apartados de la guerra se sintieron agradecidos por la oportunidad de no tener que volver a entrar más en combate. ¿Y quién se lo podía reprochar? Sin embargo, muchos siguieron presentando batalla, como Wings Day juró que harían, llevando el frente de batalla contra los alemanes a sus campos de prisioneros. Eran hombres capaces de pasar grandes privaciones y esfuerzos durante muchos meses, a veces años, para poder fugarse y afrontar una suerte incierta a manos de un enemigo brutal. Lo hicieron sabiendo que su siguiente encuentro con la Gestapo podía acarrearles un rápido tiro en la nuca, o semanas de torturas insoportables. Lo hicieron conscientes de que tal vez nunca volverían a ver a sus familias. Y lo hicieron con una estoica ausencia de autocompasión que contrasta enormemente con las lamentables excusas de sus opresores nazis. Las palabras de Jimmy James, encerrado en un calabozo en espera de saber qué suerte le aguardaba, acuden de nuevo a la memoria: «Empecé a reflexionar sobre lo que me quedaba de vida, y sobre lo que habría después de la muerte, con la cándida esperanza de que el último período de mi vida en la tierra acortaría mi estancia en el purgatorio».
La guerra de Jimmy James terminó de forma tan extraordinaria como la de Johnny Dodge. El 1 de febrero de 1945, el Kommandant de Sachsenhausen recibió del Gruppenführer Heinrich Muller la orden de exterminar en el campo de concentración a todos sus ocupantes. Por suerte para Jimmy James y los demás prisioneros británicos, sin contar al resto de los 45 000 reclusos famélicos y maltratados, el Kommandant descartó llevarla a cabo por ser impracticable (no obstante, aunque James no podía sospecharlo entonces, el Kommandant había concebido la aún más diabólica idea de llevar a los reclusos a un puerto del Báltico, meterlos en un barco y hundirlos). Los prisioneros británicos desconocían totalmente las maquinaciones que se tramaban en Berlín, pero la destrucción masiva de la cercana capital alimentaba sus esperanzas de que el fin estuviera próximo. El 3 de abril, un inspector de la policía local se presentó en el campo para informar al contingente británico de que iban a ser evacuados al sur. Poco después, se encontraron viajando en dos autobuses en compañía del general de división ruso Iván Bessanov y de otros generales griegos del recinto contiguo para personalidades prominentes. Los miles de ocupantes de Sachsenhausen que no pertenecían a esta categoría tuvieron un viaje mucho menos cómodo. Les metieron en camiones como si fueran ganado para transportarles al Báltico, donde les esperaban los barcos que iban a llevarles a la muerte. Entre empujones y golpes de los hombres de las SS, los más afortunados tuvieron que aguantar sin comer ni beber durante cinco días. Los que tuvieron menos suerte, recibieron un tiro por la espalda a manos de sus abyectos guardianes.
Los oficiales británicos de Sachsenhausen se encontraron con un panorama igualmente ingrato tras un largo viaje a través del devastado territorio alemán. Más allá de las suaves colinas de Oberpfalz, en Baviera, cerca de la frontera con Checoslovaquia, fueron conducidos hasta las elevadas vallas y las alambradas de espino de otro campo de concentración, en este caso el de Flossenburg. El Kommandant del nuevo campo supuso que les habían llevado allí para ser ejecutados, pero una vez más, los británicos fueron salvados gracias a la intervención de un bienintencionado inspector de policía, Peter Mohr, que ya había prestado ayuda anteriormente a Wings Day. Mohr le había informado de que los prisioneros eran personalidades de gran importancia, que podrían servir de baza al Reich en sus negociaciones con los Aliados. Antes de ser enviados con un grupo de Prominenten a Dachau, los hombres presenciaron algunas escenas atroces en Flossenburg. Desde allí, el grupo fue conducido al sur, más allá de Munich, en dirección a la frontera con Italia, en un convoy de vehículos vigilados atentamente por una tropa de hombres de las SS de gatillo fácil que estaban esperando la más mínima excusa para descargar sus armas sobre el cargamento de personalidades.
Entre estos Prominenten se encontraban el pastor Niemoller, el príncipe Federico Leopoldo de Prusia y el alcalde de Viena. Dachau no tardó en alojar a muchas otras personalidades, enviadas allí desde todos los rincones de la Alemania nazi para ser utilizadas como rehenes. Jimmy James coincidió allí con el conde Fabián von Schlabrendorff, miembro destacado de la Resistencia que había formado parte de una conspiración para matar a Hitler. También llegaron allí miembros de las familias Von Stauffenberg y Goerdeler, implicadas en el complot de 1944 para asesinar al Führer. A este tipo de prisioneros se les denominaba Sippenháftlinge («familiares rehenes»). Otras de estas personalidades eran Wassili Molotov (sobrino del ex ministro de Exteriores soviético), Hjalmar Schacht (ex presidente del Reichsbank), el empresario Fritz Thyssen y el ex primer ministro de Francia Léon Blum, así como oficiales superiores alemanes que habían rechazado «Ordenes de Hitler» de eliminar a personas inocentes.
No obstante, el curso de la guerra se estaba decidiendo rápidamente. Los prisioneros se encontraban en una población situada en una hermosa parte de los Dolomitas, en los Alpes orientales. Se les agasajaba con suculenta cocina y vinos italianos y podían ir y venir a su antojo, a pesar de las órdenes de sus guardianes de las SS. Algunos de los oficiales del Ejército alemán no tardaron en encontrar una forma de llamar por teléfono a viejos amigos que dirigían divisiones no muy lejos para pedirles que salvaguardaran su seguridad. Finalmente, llegó un grupo de la Wehrmacht para desarmar a los hombres de las SS, que se fueron de allí y terminaron siendo ahorcados en el bosque por partisanos italianos. Los Prominenten se enteraron de la muerte de Hitler por la BBC. Jimmy James asistía a una misa de acción de gracias en una pequeña iglesia al pie de los Dolomitas cuando los estadounidenses llegaron a la localidad. Poco después, el grupo de británicos fue llevado de vuelta a Inglaterra en avión. Sobrevolaron los acantilados de Dover y aterrizaron en Hampshire. Para algunos de ellos, era la primera vez en cinco años que pisaban el suelo patrio. «Habíamos vivido la pesadilla que puede llegar a darse, en cualquier país, cuando prevalecen las fuerzas del totalitarismo», escribió Jimmy James.
Tras la guerra, James supo que había tenido muchísima suerte. Con su evasión de Sachsenhausen, los cinco hombres habían provocado que Himmler ordenara que todos ellos fueran entregados a la Gestapo para ser sometidos a verschafte Vemehmung (interrogatorios bajo tortura) y luego asesinados y clasificados como «evadidos no capturados». Tal fue exactamente la suerte que corrieron siete miembros británicos de un comando apresados en una operación destinada a volar una estación hidroeléctrica en Noruega. De hecho, Himmler no sólo ordenó la ejecución de los cinco oficiales, sino que también pidió las cabezas del Kommandant, su segundo en el cargo, del oficial de guardia la noche del 23 de septiembre y (lo que ilustra el grado de psicosis que sufría el mando nazi) del arquitecto que había construido Sachsenhausen. Finalmente se anularon sus condenas de muerte, pero se enviaron agentes de la Gestapo al campo de concentración para que mataran a los oficiales británicos.
Jimmy James está convencido de que sólo salvaron la vida gracias a la intervención de la Kripo. Después de la guerra tuvo el placer de recibir una carta de Peter Mohr (el inspector que había estado a cargo de la investigación) mientras éste se encontraba recluido en London Cage. Mohr decía en ella que la evasión en masa del Stalag Luft III había sido sin duda la más grande en cuanto al número de evadidos, pero que la fuga de Sachsenhausen de los cinco oficiales sobrepasaba a la de Sagan en un aspecto: «Era la evasión de prisioneros más sorprendente, y para Himmler la más desagradable. Causó una gran confusión y acarreó consecuencias extremadamente graves tanto para el bando británico como para el alemán».
Jimmy James tuvo suerte de no ser uno de los cincuenta. Pero no fue la suerte lo que hizo de él uno de los setenta y seis, o uno de los cientos y cientos de hombres más que lucharon incansablemente en el Stalag Luft III para hacerle la guerra al enemigo. Son las decisiones que se toman en la vida lo que define a cada uno, y la decisión de James fue hacer lo que hizo. Su lucha fue compartida por un nutrido grupo de hombres procedentes de todas las clases sociales y de todos los rincones del planeta. Eran empleados de banca, abogados, universitarios que no habían terminado los estudios e ingenieros de minas. Eran intelectuales y estetas, artistas y músicos, aventureros y deportistas. Lo único que tenían en común era su amor por la vida y su desprecio por la opresión. Jimmy James encabeza sus propias memorias de aquella época con una cita del Evangelio de san Mateo, capítulo 10, versículo 28:
Y no temáis a los que matan el cuerpo,
más el alma no pueden matar.
Pocas palabras pueden sintetizar el espíritu que empujó a los hombres de la Gran Evasión mejor que las que escribió san Mateo cuando el mundo aún era joven y todavía no había perdido su inocencia. Los pocos supervivientes que quedan de la Gran Evasión son ahora ancianos y frágiles, pero los jóvenes tienen tanto que aprender de su experiencia como de la Biblia que ha moldeado nuestra civilización.