LA CÓLERA DEL FÜHRER
Roger Bushell y Bernard Scheidhauer fueron los primeros en llegar a la estación de Sagan. Faltaban pocos minutos para las 23.00 horas y fue tranquilizador ver que, como de costumbre, en el vestíbulo donde se despachaban los billetes y en los andenes pululaba una muchedumbre de civiles y soldados de permiso o en tránsito. Los evadidos se apresuraron a comprar dos billetes para el tren expreso de Berlín a Breslau y se mezclaron con la multitud. Des Plunkett y el oficial checo de la RAF Freddie Dvorak llegaron a la estación sólo unos minutos después y se encontraron con que un grupo de trabajo de prisioneros rusos bloqueaba la entrada. Para colmo, el paso subterráneo de acceso a la estación había sufrido algunas reformas y tenía un aspecto algo distinto a lo que esperaban encontrar los fugitivos tras sus sesiones informativas de orientación.
Los dos oficiales de la RAF empezaban a ponerse nerviosos, mientras deambulaban confundiéndose entre la muchedumbre tratando de pasar desapercibidos. Los minutos pasaban inexorablemente mientras Plunkett y Dvorak intentaban desesperadamente encontrar el paso subterráneo de acceso a la estación. Su búsqueda quedó interrumpida cuando las sirenas de ataque aéreo de Sagan empezaron a lanzar su familiar aullido, grave y oscilante. A poco más de un kilómetro, los hombres del túnel del Stalag Luft III estaban a punto de quedar sumidos en la oscuridad que les traía tantas ventajas e inconvenientes a la vez. Lo mismo ocurrió en la estación de Sagan. El alboroto contribuyó a que Plunkett y Dvorak se sintieran un poco más a sus anchas. Cuando todos empezaron a correr para refugiarse, pronto quedó claro dónde se encontraba el paso subterráneo de acceso a la estación. Los dos hombres se abalanzaron hacia el interior y, cuando encontraron el vestíbulo donde se despachaban los billetes, se acercaron rápidamente al mostrador. Por desgracia, su tranquilidad duraría poco. El vendedor se negó a expedirles los billetes y les instó a que se dirigieran directamente al refugio antiaéreo que había en el paso subterráneo. En aquel momento se formó un pequeño revuelo y los dos hombres, alarmados, fueron abordados por un soldado alemán armado que parecía estar diciéndoles que hicieran lo que les había indicado el vendedor de billetes. El altercado quedó bruscamente interrumpido cuando llegó el tren y se formó una avalancha de pasajeros que trataban desesperadamente de subir al tren para no perderlo. Aprovechando la distracción del soldado alemán, los oficiales de la RAF echaron a correr sin pensárselo dos veces y se abrieron paso a través de la barrera del control de billetes en la que se arremolinaba una gran multitud de pasajeros que preferían arriesgarse a ser bombardeados a no perder la única posibilidad que tendrían probablemente aquel fin de semana de ver a sus familiares.
Plunkett y Dvorak llegaron al tren cuando éste se detenía con un chirrido. Cuando el revisor sacó la cabeza por la ventanilla para preguntar a qué se debía aquella barahúnda y le contestaron que se estaba produciendo un ataque aéreo, ordenó inmediatamente que el tren siguiera adelante. Los oficiales se subieron de un salto al tren y constataron con alegría que éste empezaba a ganar velocidad otra vez. Sólo cuando se vieron apretujados en uno de los atestados pasillos repararon en que estaban en el expreso de Berlín a Breslau. Ahora les tocaba solventar el problema de no tener billetes válidos para el viaje.
Estaban discutiendo silenciosamente la forma de arreglar la situación cuando Plunkett tuvo un pequeño sobresalto al notar que alguien le apretaba la mano con complicidad. Alzó la vista y se alegró al ver los conocidos rasgos de Roger Bushell, que se había subido al tren con Scheidhauer desde otra parte del andén. Por lo visto, el Gran X estaba tratando de averiguar cuántos prisioneros más habían logrado escapar. No dijo ni una palabra pero, tras estrechar también la mano de Dvorak, siguió avanzando por el pasillo. Plunkett y Dvorak se preguntaron cuántos de sus camaradas estarían en aquel tren. En realidad, sólo estaban ellos cuatro, pues el resto de los que habían planeado escapar en tren todavía deambulaban en medio de la confusión y el barullo que envolvía la estación de Sagan.
Johnny Marshall y Wally Valenta no andaban muy a la zaga de Plunkett y Dvorak, y también se desconcertaron ante la aparente remodelación del paso subterráneo de acceso a la estación y estuvieron dando tumbos hasta que la llegada repentina de los bombarderos de paso hacia Berlín sumió el lugar en un tremendo caos. Ellos también tuvieron un altercado con un empleado que les dijo que iba contra las normas subirse al tren durante un ataque aéreo. Al contrario que los dos camaradas que habían llegado unos minutos antes, Marshall y Valenta no tuvieron la oportunidad de colarse en un tren, así que decidieron refugiarse en el bosque para replantearse su estrategia. Tenían planeado ir en tren hasta la ciudad fronteriza de Mittelwalde y desde allí cruzar a pie la frontera con Checoslovaquia. Seguidamente se unirían al movimiento clandestino o proseguirían su viaje hacia Yugoslavia, donde podrían unirse a los partisanos de Tito. Dado que formaban parte de los fugitivos prioritarios, ambos estaban bien equipados. Tenían 200 marcos entre los dos y contaban con documentos falsificados a la perfección que les identificaban como trabajadores checos. No obstante, impresionados tal vez por la cantidad de guardias alemanes que habían visto en el vestíbulo donde se despachaban los billetes (entre los que se encontraban algunos rostros conocidos del Stalag Luft III), ninguno de los dos veía con buenos ojos la idea de quedarse en la estación hasta la 01.00 horas, hora en que llegaba el próximo tren. Decidieron que tendrían que llegar a pie hasta la frontera con Checoslovaquia. Aunque estaba a unos 130 kilómetros de distancia, consideraron que tenían tantas posibilidades de llegar allí a pie como en tren. No serían los únicos en tomar esta dura decisión.
Sydney Dowse y Danny Krol llegaron a la misma conclusión poco después. Tenían billetes para Berlín, donde pensaban quedarse hasta poder dirigirse a Stettin, pero se habían separado cuando a Krol le dominó la claustrofobia en el túnel y se vio incapaz de soportar los incesantes retrasos. Los dos hombres acordaron volverse a encontrar en el bosque en cuanto los controladores del tráfico permitieran salir a Dowse. No obstante, el turno de Dowse se fue retrasando en repetidas ocasiones y cuando finalmente pudo salir, fue un auténtico milagro que acabara encontrando a Krol. Era mucho más tarde de la hora marcada para que salieran y a ellos tampoco les atraía la idea de quedarse en la estación esperando al siguiente tren destinado a Berlín con un nutrido grupo de Kriegies sueltos y una tropa de «animales» que les conocían. Decidieron limitarse a seguir las vías del tren hacia el este hasta llegar a Polonia. Sería un viaje muy duro, pero al menos podían ir tirando de la reserva para tres semanas de auténticos cupones de comida de Dowse y contaban con el hecho de que Krol hablaba checo para salir de situaciones comprometidas.
Bob van der Stok pensó que la aventura había terminado para él prácticamente en cuanto salió, al toparse con un soldado alemán en el bosque. El alemán quiso saber qué estaba haciendo allí. Van der Stok le explicó que era un trabajador extranjero y que estaba buscando la estación de tren, pero que al oír las sirenas del ataque aéreo pensó que sería mejor refugiarse en el bosque. Para su alivio, el alemán pareció creerle y le señaló un camino que le llevaría directamente a la estación. Cuando llegó al vestíbulo donde se despachaban los billetes, Van der Stok encontró a otros fugitivos pululando por allí. La mayoría de ellos parecían algo nerviosos y trataban de evitar cruzarse las miradas.
Mientras tanto, la estación siguió llenándose de fugitivos, todos ellos obligados a tomar decisiones difíciles tras ver desbaratados sus planes. Habían llegado irremediablemente tarde y habían perdido sus trenes. Mientras se paseaban algo cohibidos por el vestíbulo, se esforzaban, no siempre con éxito, por no cruzar la mirada con la de sus camaradas. El más cohibido de todos ellos era Wings Day, que había llegado poco antes de la 01.00 horas, algo inquieto con su disfraz de coronel irlandés. Wings no albergaba demasiadas esperanzas de que la presencia cercana de Peter Tobolski, con su disfraz de cabo de la Luftwaffe, bastara para tranquilizar a cualquier alemán que sospechara de él. Por desgracia, prácticamente lo único que veía a su alrededor eran caras conocidas. Gordon Kidder y Tom Kirby-Green estaban allí, y también Dennis Cochran, John Stevens, Bob van der Stok y Johannes Gouws. Day tuvo la sensación de que la Organización X al completo ocupaba el vestíbulo.
Poco después de la llegada de Wings Day, otro expreso de Berlín a Breslau entró en la estación y los fugitivos que estaban en el vestíbulo suspiraron aliviados. Los hombres empezaron a filtrarse a través de la barrera del control de billetes. Para Bob van der Stok, sin embargo, no todo iba a ir viento en popa, pues pronto tendría otro encontronazo con el enemigo. El holandés empezó a conversar en el andén con una muchacha que dijo ser uno de los funcionarios del Stalag Luft III y estar buscando a oficiales evadidos. Milagrosamente, la chica no sospechó que él era uno de los que buscaba. Van der Stok se despidió cortésmente y se reunió con los demás hombres mientras el vestíbulo se vaciaba de fugitivos que se dirigían a Breslau, entre ellos Gouws, Kidder, Kirby-Green y Stevens. Cuando el tren abandonó la estación, aproximadamente una docena de los fugitivos permanecían en el vestíbulo esperando nerviosamente su turno para partir de Sagan. Hacia las 02.00 horas, la cantidad de oficiales aliados que llegaban allí seguía aumentando sin parar. Dos de los hombres noruegos, Jens Muller y Per Bergsland, se proponían ir a Frankfurt an der Oder, al igual que Gordon Brettell, Rene Marcinkus, Henri Picard y Tim Walenn. Su tren llegó justo después de las 02.00 horas y todos ellos partieron sin incidentes. Ahora eran tres los trenes que transportaban a sendos grupos de prisioneros hacia la libertad, y por fin parecía que todos los retrasos y contratiempos que habían sufrido aquella noche empezaban a merecer la pena.
Wings Day y Tobolski estaban entre los que permanecieron en el vestíbulo. Wings se sentía todavía incómodo en su disfraz no deseado, pero se tranquilizó un poco al comprobar que los guardias del Stalag Luft III que andaban por la estación, aparentemente de permiso, no le habían prestado ni la más mínima atención. No sólo eso, sino que además habían subido al tren y ya se habían ido. Tal vez, reflexionó Wings, el Comité de Fugas tenía razón después de todo y los subterfugios más extravagantes son los que dan mejores resultados. Además de Wings, en la estación de Sagan había un puñado más de fugitivos que se habían quedado esperando, entre ellos los noruegos Halldor Espelid y Nils Fugelsang. Bien pasadas las 03.00 horas, llegó el tren con destino a Berlín y se los llevó rápidamente, desapareciendo en la oscuridad de la noche. Por fin, en el vestíbulo no quedaba ya ningún viajero clandestino. Además, parecía que los evadidos no habían despertado ni la más mínima sospecha entre la mayoría de sus compañeros de viaje alemanes, ni los empleados de la estación ni los guardias del campamento siquiera. Los únicos prisioneros fugados del Stalag Luft III que quedaban por coger el tren eran los doce que se hacían pasar por trabajadores de vacaciones de un aserradero, pero ellos partirían de la pequeña estación secundaria de Tschiebsdorf, no muy lejos de Sagan, desde donde cogerían un tren de cercanías que les llevara hasta Boberóhrsdorf, en la frontera con Checoslovaquia.
No obstante, antes incluso de que los supuestos leñadores de vacaciones hubiesen empezado su viaje desde el bosque, algunos prisioneros ya habían sido recapturados. No pasó mucho tiempo antes de que Wally Valenta y Johnny Marshall se arrepintieran de haber decidido huir de Sagan a pie. Ninguno de ellos estaba equipado para una marcha campo a través, y la presencia de los dos hombres caminando a aquellas horas de la noche no tardó en atraer miradas suspicaces. Fueron abordados en un pueblo cercano a Sagan y el juego terminó para ellos en el acto. Fue un duro golpe para dos fugitivos cuyas posibilidades de llegar a casa se habían juzgado superiores a la media. Lamentablemente, para el aviador checoslovaco el golpe resultaría mucho más duro que para su compañero inglés.
En torno a la medianoche llegó el primer tren expreso a Breslau con las dos parejas de fugitivos que habían conseguido subirse a él. Plunkett y Dvorak se guardaron muy bien de no cruzarse con Bushell y Scheidhauer durante el resto del viaje desde Sagan. Cuando se apearon en Breslau seguían sin billetes y trataban de decidir qué hacer al respecto. Entonces repararon alarmados en unos agentes de la Gestapo que estaban junto al control de billetes. No tenían ni idea de si se trataba de una medida de precaución especial porque se había descubierto la evasión o si se trataba de un procedimiento rutinario. No tardaron en descubrir que aquel obstáculo sería mucho menor de lo que habían supuesto. Mientras la multitud de pasajeros se acercaban al control, surgió una disputa entre un hombre y un encargado de recoger los billetes. En la confusión que siguió, los agentes de la Gestapo se distrajeron lo suficiente como para no prestar atención a dos civiles de aspecto sospechoso que se escabullían a sus espaldas con los cuellos de los abrigos subidos. Cuando llegaron al vestíbulo, echaron un vistazo disimulado a su alrededor para ver si localizaban a Bushell o Scheidhauer. Ninguno de los dos parecía estar allí. El siguiente tren de Plunkett y Dvorak era a las 06.00 horas, de modo que se prepararon para una larga espera, con la esperanza de que los agentes de la Gestapo restringieran su atención a los controles de billetes.
A las 02.00 horas llegó el siguiente tren expreso con el segundo grupo de evadidos, entre ellos Gouws, Kidder, Kirby-Green, Stevens y Van der Stok. Para entonces, Plunkett y Dvorak ya se habían quedado medio dormidos sobre sus maletines. Los recién llegados se pasearon por el vestíbulo intentando evitarse entre sí. Roger Bushell apareció finalmente, pero no había ni rastro de su compañero, Bernard Scheidhauer. Cuando Plunkett le preguntó disimuladamente qué había sido de él, Bushell le explicó con un guiño que Scheidhauer se había encontrado con una francesa y que los dos se habían retirado al apartamento de ella para negociar cómo podía ayudarles a escapar.
Volviendo a Sagan, los fugitivos de Tschiebsdorf empezaron a salir de Harry en torno a la 01.30 horas. Los primeros en salir del túnel fueron los dos miembros clave del grupo. El australiano John Williams les guiaría hasta Tschiebsdorf a través del bosque. Williams conocía la zona tras haberlo explorado estando en libertad condicional. Desde Tschiebsdorf tomaría el relevo el oficial polaco de la RAF Jerzy Mondschein, al que se consideró más creíble en su papel de leñador y por lo tanto el más idóneo para comprar los billetes a los fugitivos en la estación. El grupo había acordado reunirse en el bosque. A medida que avanzaba la noche fueron apareciendo paulatinamente los demás miembros del grupo: Johnny Dodge, desprovisto de los suéteres que Ker-Ramsay le había ordenado que se quitara, y Pop Green; Tony Kiewnarski y Kaz Pawluk; Rusty Kierath y Jim Wernham; Doug Poynter y Johnny Bull, y Jimmy James y Nick Skanziklas. A las 03.00 horas ya se habían reunido todos en el bosque y finalmente se pusieron en marcha, bordeando los recintos de los rusos y los franceses antes de dirigirse al sudeste a través del bosque. Pretendían dar con la línea de ferrocarril que les llevaría directamente a Tschiebsdorf, pero orientarse entre los árboles era una tarea ardua y además hacía muchísimo frío. Williams estaba visiblemente desconcertado, lo que no es de extrañar, pues una pequeña caminata a plena luz del día, en libertad condicional, no es preparación suficiente para atravesar un bosque cubierto de nieve en la oscuridad de una noche sin luna. Pasaron varias horas y la vía de ferrocarril seguía sin aparecer. Finalmente, cuando sólo les quedaba algo menos de una hora, los hombres dieron con ella y siguieron su trazado hacia el sur hasta llegar a la estación.
Eran casi las 06.00 horas cuando llegaron por fin a Tschiebsdorf, agotados y temblando de frío. Jerzy Mondschein fue a por los billetes mientras los demás esperaban en el vestíbulo. Mondschein mostró al encargado de despachar los billetes su permiso vacacional y pidió doce billetes. Sin embargo, el encargado se mostró algo sorprendido por la insólita petición y no dejaba de preguntar a Mondschein si estaba seguro de que quería una docena de billetes, ante la irritación y turbación del polaco. Los demás fugitivos presenciaron con inquietud desde el vestíbulo cómo el encargado se metía en su oficina. En el transcurso de esos angustiosos momentos, entraron en la estación un anciano campesino y su esposa, miraron furtivamente al variopinto grupo de hombres y salieron rápidamente del vestíbulo. Finalmente, y para el alivio de todos, el encargado salió y les despachó los doce billetes justo a tiempo para que pudieran subir apresuradamente al tren. Los fugitivos parecían ser los únicos pasajeros, por lo que no es de extrañar que su repentina aparición en el vestíbulo hubiera despertado tanta perplejidad.
Mientras el tren atravesaba la campiña lentamente en dirección a Boberóhrsdorf, el primer grupo de fugitivos que se dirigía a Berlín estaba llegando a su destino. Jimmy Catanach, Arnold Christensen, Halldor Espelid y Nils Fugelsang habían tenido un viaje sin complicaciones desde Sagan y se apearon del tren a primera hora de la mañana del sábado 25 de marzo. Todos ellos se quedaron asombrados, y un tanto complacidos, al ver la cantidad de edificios residenciales y de oficinas que habían quedado completamente destruidos por las bombas y los dispositivos incendiarios, pero no era el momento de pararse a contemplar el paisaje devastado que ofrecía la capital del Reich ya que tenían que coger el enlace a Dinamarca. El tren llegó puntual y los hombres se subieron a él con la esperanza de que el viaje siguiera siendo tan tranquilo como había sido hasta entonces. Para entonces, o eso suponían, en Sagan ya se habría dado la voz de alarma pero, al menos, era poco probable que la orden de busca y captura hubiera llegado a los agentes locales de la Gestapo, a las unidades del Volkssturm (las milicias populares) o a las Juventudes Hitlerianas de los territorios ocupados.
Mientras aquel grupo partía hacia el norte, Wings Day y Peter Tobolski llegaban a la capital. Su viaje en tren también había transcurrido sin incidentes. Tras apearse, se encaminaron directamente a una dirección que les había proporcionado el Comité de Fugas y que correspondía a un miembro danés del movimiento clandestino, que resultó ser un generoso anfitrión. Tras las privaciones que habían pasado en Sagan, los hombres agradecieron el pequeño banquete con el que les obsequió. No obstante, el contacto no parecía dispuesto o capaz de ayudarles, y los dos fugitivos llegaron a la conclusión de que el danés resultaría más un obstáculo que una ayuda para sus planes. Cuando Wings Day se hubo apropiado de la ropa de civil que necesitaba, los dos hombres se separaron del danés y se dispusieron a recorrer la capital alemana para explorar por sí solos otras posibilidades de huida. Los dos se sorprendieron del grado de destrucción que los bombardeos aliados habían traído a Berlín. Tras sopesar varias opciones, decidieron que el día siguiente, domingo, se dirigirían a Stettin, donde vivía la hermana de Tobolski.
Mientras tanto, Des Plunkett y Freddie Dvorak habían cogido el tren de las 06.00 horas con destino a un pueblo llamado Glatz. Decidieron apearse poco antes de llegar a Glatz (donde probablemente les pedirían los billetes y habría controles de seguridad de la Gestapo) y se bajaron en el pequeño apeadero rural de Bad Reinerz, desde donde proyectaban proseguir a pie el viaje hasta la frontera. El plan estuvo a punto de venirse abajo cuando Plunkett se fue al servicio presa de una necesidad imperiosa. Llevaba horas sin poder hacer sus necesidades y, cuando acabó, estando aún en el urinario, exclamó en inglés: «¡Qué alivio!». A su lado había un soldado alemán que se quedó mirándole. Al oficial de la RAF no le quedó más opción que batirse indecorosamente en retirada hacia el vestíbulo exterior. Inexplicablemente, el alemán no le siguió.
El tren que transportaba a Boberóhrsdorf a los falsos leñadores de vacaciones resultó ser verdaderamente lento. Se paraba en todas las estaciones del trayecto para recoger a cada vez más pasajeros. Cuando el tren llegó por fin a Boberóhrsdorf, los fugitivos descubrieron con sorpresa y alivio que no había ningún control de billetes en la estación. Todo lo que había era una valla que separaba la carretera de los andenes y que podía atravesarse por una rendija. Los hombres convinieron en que no había tiempo que perder. Tenían que actuar asumiendo que a esas alturas ya se habría dado la alarma y que sólo era cuestión de tiempo que legiones de miembros del Volkssturm y de las Juventudes Hitlerianas empezaran a seguirles la pista. Los hombres se despidieron y se desearon buena suerte unos a otros. A partir de entonces, tomarían rumbos distintos, en solitario o por parejas.
Jimmy James y Nick Skanziklas se arriesgarían a atravesar la cordillera que lleva el apropiado nombre de Riesengebirge («las montañas gigantes») para llegar a Checoslovaquia. Dejaron la carretera casi inmediatamente y avanzaron campo a través antes de abordar las estribaciones nevadas. Era una travesía dura, y los hombres ascendían con dificultad, resbalando por las pendientes heladas y agarrándose a raíces o el uno al otro para apoyarse. En las zonas de mayor altitud, la nieve les llegaba a la cintura. La temperatura era de casi 20 grados bajo cero y los hombres, poco abrigados, tiritaban de frío. James, que había soportado varios inviernos canadienses, estaba ligeramente mejor preparado que Skanziklas, pero aquella prueba exigía un esfuerzo terrible a ambos hombres. Encontraron un establo en el que guarecerse un poco e intentaron desesperadamente encender una fogata con ramitas. Resultó imposible, y los dos fugitivos decidieron seguir abriéndose camino por la nieve a pesar del frío.
Después de subir a una cima y luego bajar hasta la cuenca del río Bober, los hombres volvieron a ascender para afrontar el crudo panorama formado por la sucesión de cumbres glaciales que coronaba su próxima ascensión. Por suerte, al menos ya se divisaba Hirschberg a lo lejos, al este, pero Skanziklas señaló que la frontera checa estaba como mínimo a 60 kilómetros de distancia. Para entonces, los hombres estaban ateridos de frío, y ninguno se veía capaz de caminar 60 kilómetros más. Decidieron que no les quedaba más opción que arriesgarse a seguir la carretera hasta Hirschberg y desde allí intentar coger un tren que les llevara a Checoslovaquia. Cuando llegaron a la ciudad, se dirigieron rápidamente a la estación de ferrocarril de Hirschberg oeste, algo animados por la relativa suerte que habían tenido hasta entonces. No deberían haberse relajado tanto porque al aproximarse al despacho de billetes, James vio por el rabillo del ojo a un policía y a un funcionario que habían reparado en su llegada. Los dos aviadores hicieron como que no los veían y se acercaron tranquilamente al mostrador, pero los dos agentes estatales se dirigieron hacia ellos y les abordaron.
«Papiere», exigió el policía en tono poco amistoso. Esforzándose por seguir aparentando tranquilidad, los fugitivos mostraron sus documentos falsos. Tras una somera inspección, el alemán dijo: «Komm mit» («acompáñenme»). James protestó. «Nuestros papeles están totalmente en regla», dijo, antes de añadir la coletilla desesperada (y algo ridícula, como admitiría muchos años más tarde): «No pueden hacerme esto, mi anciana madre me está esperando».
El grupo desfiló hasta la comisaría ante una multitud de curiosos que se acercaban a mirar. Los dos hombres fueron enviados a la delegación en Hirschberg de la Kripo. Allí tuvieron que permanecer de pie, bajo vigilancia armada, mientras los hombres que les habían capturado se metían en un pequeño despacho. Cuando salieron, colocaron un papel ante los dos hombres y les pidieron que anotaran sus nombres. Para entonces, los dos oficiales de la RAF ya eran conscientes de que no serviría de nada seguir fingiendo y escribieron sus nombres. Seguidamente, se les ordenó que se sentaran en un pasillo. Aquél sería el principio de una dura etapa en las vidas de los dos hombres, aunque de distinto modo.
Al cabo de muchos años, al volver la vista atrás, James diría que lo único que fue capaz de sentir entonces fue una inmensa decepción. Había pasado en cautividad la mayor parte de la guerra. Sería ocioso especular si su mente retrocedió hasta aquel momento en Barth en que perdió la oportunidad de convertirse con Death Shore en uno de los primeros prisioneros de la RAF en escaparse y volver a casa. Hasta para sus enemigos sería difícil no sentir compasión por un hombre que había buscado siempre la libertad con tanto ahínco. A medida que pasaban las horas, iban llegando más fugitivos al edificio de la Kripo. No pasaría mucho tiempo antes de que los hombres se reencontraran con el resto de la cuadrilla de supuestos leñadores.
La mayor ventaja con la que contaba Pop Green era su edad. A pocas personas se les pasaría por la cabeza que un hombre de su edad podía ser un oficial aliado. No obstante, ni eso fue suficiente.
Tras salir de la estación de Boberóhrsdorf, prefirió dar un rodeo en lugar de atravesar la ciudad, ya que su nivel de alemán no le permitiría salir airoso si le abordaban. Green probó varias rutas pero no tardó en darse cuenta de que probablemente le resultaría imposible conseguir su objetivo sin levantar sospechas. Optó por pasar por el centro de la ciudad, pero terminó pagando cara aquella decisión. Apenas había llegado a la calle principal cuando le interpeló un hombre que sin duda estaba al corriente de que había aviadores aliados en fuga. El hombre le preguntó por qué no había viajado directamente hasta Hirschberg. Green quiso dar con una buena excusa, pero resultó poco convincente. Una llamada telefónica a Hirschberg bastó para que Green se viera poco después bajo custodia policial.
La fuga de Johnny Dodge y Jim Wernham fue prácticamente igual de efímera. Tras separarse del grupo en Boberóhrsdorf, realizaron varios intentos infructuosos de comprar billetes de tren, pero tuvieron problemas debido a que existían unas normas que restringían la circulación en zonas fronterizas y que ambos desconocían por completo. Como muchos otros fugitivos, Dodge y Wernham no tuvieron más remedio que tratar de llegar a pie, abriéndose camino entre la espesa nieve y luchando contra el frío, la humedad y el desánimo. Aquella tarde llegaron a una pequeña estación cercana a Hirschberg y decidieron probar suerte una vez más. Para su alivio, el funcionario que inspeccionó sin inmutarse sus salvoconductos yugoslavos falsos no sospechó nada pero, desgraciadamente, justo cuando el hombre se los devolvía, un trabajador yugoslavo se dirigió a ellos en serbocroata. Ni Dodge ni Wernham habían oído jamás aquel idioma. Al ver que no contestaban, el inspector se dio cuenta de que pasaba algo raro. Unos minutos más tarde, los dos fugitivos estaban detenidos.
Tony Kiewnarski y Kaz Pawluk consiguieron llegar hasta Hirschberg pero fueron detenidos también aquella tarde, en el centro de la ciudad. Igual que Pop Green, Doug Poynter anduvo deambulando por Boberóhrsdorf, donde encontró un lugar donde esconderse durante el día hasta que, muerto de frío y de hambre, cogió un tren a Polaun. Mientras el tren seguía lentamente su camino, Poynter vio que dos policías y un miembro de las Juventudes Hitlerianas pedían la documentación a todos los pasajeros. Cuando le tocó el turno, contuvo la respiración mientras los policías inspeccionaban los documentos falsos que le identificaban como trabajador francés. Ya estaban a punto de devolvérselos cuando el miembro de las Juventudes Hitlerianas reparó en una pequeña imperfección. Poynter fue arrestado inmediatamente y enviado a la comisaría de Hirschberg.
Jerzy Mondschein y Johnny Bull no tuvieron mejor suerte. Tras separarse del grupo en Boberóhrsdorf, terminaron reencontrándose al poco tiempo con Rusty Kierath y John Williams. Los cuatro decidieron entonces aunar esfuerzos y atravesar juntos el Riesengebirge, como Jimmy James y Nick Skanziklas, pero les apresó una patrulla de montaña. Tras ser conducidos a la prisión de Reichenberg, en Checoslovaquia, fueron trasladados a Hirschberg, donde les esperaba el resto del grupo.
En Sagan, Paul Royle y Edgar Humphreys fueron de los últimos en escapar del campamento. Salieron del túnel amparados por la oscuridad alrededor de las 02.30 horas. Su plan consistía en ir a pie hasta Checoslovaquia, siguiendo el recorrido de una de las nuevas Autobahnen de los nazis. No obstante, tardaron casi todo el día del sábado en encontrar la autopista y, cuando lo hicieron, comprendieron que los espesos montículos de nieve que había a ambos lados no les permitirían salirse de la carretera fácilmente en caso de que fuera necesario. En consecuencia, tendrían que caminar por el arcén, agachándose y escondiéndose cada vez que apareciera un vehículo. No podía haber una forma menos práctica de viajar. Cuando les abordó un miembro de las milicias locales del Volkssturm, apenas habían recorrido distancia alguna.
Les Brodrick, otro de los que intentarían viajar a pie, partió del bosque de Sagan con Henry Birkland y Denys Street. Los tres cruzaron la carretera principal sin ser vistos y siguieron avanzando a través del bosque hasta que se hizo de día. Como habían convenido, hicieron un alto hasta que volviera a caer la noche. De vez en cuando oían voces cercanas de trabajadores forestales, pero nadie se acercó donde estaban. Fueran quienes fueran, no parecían andar en busca de prisioneros aliados, lo que no dejaba de ser cierto consuelo. Sin embargo, en el bosque hacía un frío glacial, y los hombres tuvieron que hacer acopio de una enorme fuerza de voluntad para no rendirse y entregarse a los trabajadores. Consiguieron resistir como pudieron hasta que volvió a oscurecer, momento en que prosiguieron su huida, aunque la marcha era muy lenta. La nieve parecía ser cada vez más espesa y el bosque cada vez más denso. Ninguno de ellos creía estar avanzando más que unos cuantos centenares de metros por hora. Estaban agotados y helados hasta el tuétano. «Lo único que me empujaba a seguir —explica Brodrick— era el recuerdo de las historias que había leído de niño acerca de los exploradores del Ártico. Recuerdo que lo más importante era no dejar de moverse, porque si te dormías en la nieve ya nunca volvías a despertarte».
A última hora de la tarde del sábado 25 de marzo, cuando no habían pasado más de unas horas desde la evasión, los fugitivos que permanecían cautivos en la delegación de la Kripo de Hirschberg empezaron a darse cuenta de la gran conmoción que habían causado en el Tercer Reich. Sus carceleros les trataban con el desdén propio de quien espera el momento apropiado para dar una buena lección, de una vez por todas, a los aviadores aliados. Mientras éstos aguardaban para ser interrogados, escondieron a toda prisa los mapas de huida y otras pruebas comprometedoras detrás de un archivador. Jimmy James fue el primero que oyó cómo le llamaban por su nombre. Seguidamente se vio en una sala espaciosa frente al que describió como un «hombre de corta estatura, calvo, con cara de pocos amigos y con gafas de montura de concha» sentado detrás de una mesa. Allí había también un tipógrafo y un intérprete. No tardó en quedar patente que el hombre estaba al corriente de la evasión por el túnel.
El interrogador empezó a disparar una batería de preguntas impacientes. Quería saber a qué hora había salido del túnel el oficial de la RAF, a lo que aviador respondió, con total sinceridad, que no tenía ni idea. También preguntó cuánta gente se había fugado con él, a lo que James contestó, esta vez con menos sinceridad, que tampoco lo sabía. Cuando el hombre preguntó a James cuál era el número que le correspondía en la evasión, éste se negó a decirlo porque se trataba de una operación militar y, como oficial británico, no tenía obligación de revelar detalles de una operación de este tipo.
La respuesta provocó en el oficial alemán una risa áspera. Boy scouts, se burló, y entonces, con la intención de herir el orgullo del aviador, dijo que no parecía un oficial.
«¿De dónde ha sacado esta ropa?», preguntó.
«Es mi uniforme», contestó James.
«Es ropa de civil», le espetó el inquisidor.
Es posible que las autoridades alemanas hubieran acordado ya la estrategia que seguirían para justificar el acto en el que iban a participar.
El hombre con cara de pocos amigos siguió interrogando a James, esta vez acerca de la construcción del túnel. James se negó a contestar a ninguna de estas preguntas y no quiso firmar la transcripción cuando se la entregaron. Irritado, el interrogador le condujo por una pequeña galería y le arrojó a una oscura celda. Tras dos días de sueño retrasado, James se quedó dormido al instante. Cuando le despertaron de golpe, no tenía ni idea del tiempo que había transcurrido. Se trataba del mismo hombre de antes. James fue conducido de nuevo al despacho, que ahora estaba lleno de agentes de la Gestapo y las SS con elegantes uniformes negros y brazaletes rojos con la esvástica. Era una visión escalofriante.
El interrogatorio se reanudó, y el agrio hombrecillo de la Gestapo optó por la intimidación para doblegarle. El oficial de la RAF era más que consciente de la siniestra presencia de los hombres de las SS y la Gestapo entre las sombras, pero se mantuvo firme hasta que una vez más se lo llevaron fuera, al pasillo donde se apiñaban sus siete compañeros. Poco después, cada uno de ellos quedó sujeto con cadenas a un agente de policía. Los hombres fueron conducidos por las calles cubiertas de nieve hasta llegar a la cárcel de Hirschberg, donde fueron encerrados en una celda pequeña y sucia. A pesar de que no había donde echarse a dormir aparte del duro suelo de piedra, James volvió a sumirse en un sueño profundo aunque intermitente.
El domingo 26, la cárcel de Hirschberg albergaba a ocho de los evadidos, todos ellos pertenecientes al grupo de los falsos leñadores de vacaciones. Eran Johnny Dodge y su compañero Jimmy Wernham; Jimmy James y su compañero Nick Skanziklas; Pop Green y Doug Poynter; Antoni Kiewnarski y Kazimierz Pawluk. El celador jefe, o Meister, de la cárcel era otro nazi con cara de pocos amigos y unos ojos azules y fríos que clavaban la mirada tras los cristales de unas gafas sin montura. En el interior de la cárcel el frío era tan intenso como en el exterior, y el lúgubre entorno era lo último que podía levantarles el ánimo. Un pequeño consuelo era que las comidas, si se les podía llamar así, llegaban de la mano de una bella muchacha polaca. «Ni siquiera la intimidante presencia del Meister podía arrebatarme el placer que suponía mi primer contacto con el sexo opuesto en seis años», recordaría James en su libro de memorias Moonless Night.
Los hombres intentaron animarse cantando canciones populares bajo la batuta de Johnny Dodge. Los prisioneros polacos pretendieron conversar a través de las barras de la celda con unas mujeres que estaban encerradas dos plantas más abajo. En un momento dado, los aviadores decidieron exigir con tono desafiante que les proporcionaran productos básicos, como jabón y cuchillas de afeitar, a los que tenía derecho todo prisionero de guerra evadido. Sus modestas peticiones sólo sirvieron para enfurecer al superior del Meister, cuya respuesta fue que se las apañaran con lo que tenían. Al menos, se les permitió practicar un poco de ejercicio caminando por el pequeño patio de la prisión. Todos ellos se preguntaban por qué no les llevaban de vuelta al campo, que era el procedimiento habitual en aquellos casos.
Aquel mismo domingo, Roger Bushell y Bernard Scheidhauer se acercaban a la ciudad de Sarrebruck. Cuando estaban ya casi llegando a las afueras de la ciudad, a primera hora de la mañana, se encontraron con un control de seguridad de la Gestapo. Estaban algo preocupados pero tenían a favor su documentación infalible y su perfecto alemán. Efectivamente, consiguieron zafarse del control con una patraña pero, en el último minuto, picaron con uno de los trucos más viejos del manual. Un agente de la Gestapo deseó «buena suerte» en inglés al oficial francés, a lo que éste respondió, también en inglés: «gracias». Los dos hombres fueron conducidos sin más preámbulos a la delegación de la Gestapo en Sarrebruck, donde les interrogó el jefe de la Policía Secreta de la ciudad, el siniestro Oberleutnant Leopold Spann.
En los bosques de Sagan, Les Brodrick, Henry Birkland y Denys Street apenas habían logrado alejarse del campamento. El domingo por la mañana habían llegado a un claro. Se escondieron en los únicos matorrales que encontraron y vieron de lejos a más gente. Ni siquiera podían saber si se trataba de otros fugitivos. Para entonces, tenían la ropa completamente empapada. Tenían tanto frío que casi no podían sentir las manos ni los pies. Al caer la noche, siguieron andando a través del bosque pero Birkland, que era el más joven de los tres, empezó a desbarrar presa de una crisis nerviosa. Hablaba solo y mascullaba incoherencias. Empezó a trastabillar y no quiso seguir andando. Los otros dos trataron de animarle a continuar, pero el joven oficial había perdido visiblemente el control de sus facultades mentales. Street resolvió entonces que tendrían que arriesgarse a buscar un refugio para la noche. Por suerte, encontraron unas casas en el bosque. Street hablaba alemán e improvisó un subterfugio vagamente creíble. Llamó a la puerta de una casa y el hombre que la abrió pareció creerle. Sin embargo, se retiró al interior para regresar con cuatro soldados armados. Brodrick reconocería posteriormente que los oficiales de la RAF se sintieron francamente aliviados. «No nos podíamos tener en pie —recuerda—. En aquel momento creo que hubiésemos hecho cualquier cosa por un poco de calor». Los tres fugitivos habían recorrido menos de tres kilómetros.
Aquel domingo, Hitler recibió un informe sobre el desastre en su refugio de Berghof, en Berchtesgaden. Con él estaban el Reichsmarschall del aire Hermann Göring, el jefe de las SS Heinrich Himmler y el complaciente jefe de las fuerzas armadas, el Feldmarschall Wilhelm Keitel. En aquel punto de la guerra, Göring no era uno de los altos mandos más apreciados por Hitler, ya que el Führer consideraba que la Luftwaffe le había fallado en casi todos los aspectos. No obstante, el jovial Reichsmarschall era insensible a las críticas y poseía una ilimitada confianza en sí mismo, por lo que no le afectaba el desdén de su jefe. Göring no vaciló a la hora de cargar la culpa de la evasión sobre los hombros del cuerpo de inspección de campos de prisioneros de guerra, dependiente del OKW, cuyo máximo responsable era el Feldmarschall Keitel. En realidad, la inspección no tenía nada que ver con la seguridad de los campamentos, ya que sólo los inspeccionaba y los administraba. Durante gran parte de la guerra, la mayoría de los prisioneros de las fuerzas aéreas permanecieron bajo el control de la Luftwaffe, bajo la orden expresa y reiterada del Reichsmarschall Hermann Göring.
Por el contrario, el lisonjero Keitel tenía al parecer mayor interés que Göring en calmar a Hitler. El Führer se encontraba de un humor de perros y exigió una ejecución sumarial para todos los aviadores una vez volvieran a ser capturados. Göring se opuso, aunque sin mucha convicción. Seguramente no lo hizo por el sentido de la caballerosidad que le había caracterizado durante los primeros años de la guerra, sino porque hasta él se daba cuenta de que la guerra estaba llegando al final, y que una medida tan drástica implicaría a la Luftwaffe y a él mismo, que sería tratado como criminal de guerra y se sentaría en el banquillo junto a los peores nazis. Dado que la Luftwaffe había decepcionado profundamente a Hitler, que arremetía casi a diario contra la incompetencia de las Fuerzas Aéreas, Göring ya no gozaba de mucha influencia sobre el Führer. Sin embargo, Himmler se puso sorprendentemente de parte del Reichsmarschall del aire. Las ejecuciones generarían una gran protesta internacional, objetó. Resulta curioso recordar que, mientras la suerte de 76 oficiales aliados generaba profundos exámenes de conciencia, se conducía a millones de judíos a la muerte sin pensarlo dos veces. Igualmente curioso resulta constatar que Himmler, como Göring, tenía la vista puesta en el final de la guerra. Él también sabía que la partida estaba a punto de terminar. Retrospectivamente, nos parece cómico que ambos hombres creyeran verdaderamente que habría sitio para ellos en la Alemania del futuro. Ninguno de los dos tenía ni la más mínima noción del desprecio que en el resto del mundo generaba el régimen nazi.
Finalmente, Hitler accedió a adoptar una solución de compromiso. Se ejecutaría por lo menos a la mitad de los oficiales aliados. Al parecer, la cifra de 50 se fijó de forma aleatoria. Dice mucho en favor del jefe de la inspección de campos de prisioneros de guerra, el general Von Graevenitz, que se opusiera firmemente al plan cuando Keitel se lo presentó. «La evasión no es un delito deshonroso —le dijo—. Lo expresa específicamente el Convenio [de Ginebra].»
Keitel, sin embargo, no quiso dar su brazo a torcer. El servil Feldmarschall hubiera hecho cualquier cosa por complacer al Führer. «Me da lo mismo, lo hemos hablado en presencia del Führer y ya no se puede cambiar», dijo. Keitel añadió que había que dar a esos hombres un castigo ejemplar. Probablemente ya se había ejecutado a la mayoría de los evadidos, comentó falsamente al general, con total indiferencia.
Tras la guerra, el segundo de Graevenitz, el general de división Adolf Westhoff, declaró al ser interrogado: «Keitel estaba muy afectado por la evasión de estos ochenta hombres [incluidos los cuatro que fueron apresados en la salida del túnel], debido probablemente al hecho de que había sido reprendido por el Reichsführer [Himmler] y el Reichsmarschall [Göring]. Dijo que era increíble que hubiera ocurrido algo así y que no debía permitirse que se repitiera». El general Von Graevenitz resolvió que todos los evadidos que cayeran en sus manos serían devueltos directamente al Stalag Luft III. Pasó el mensaje discretamente a sus subordinados, y los hechos demostrarían que fue fiel a su palabra. En última instancia, el trabajo sucio tuvo que ser llevado a cabo de mala gana (en la mayoría de los casos) por los hombres de la Gestapo.
La mañana del día siguiente, el lunes 27 de marzo, Himmler se puso en contacto con el jefe del Reichssicherheitshauptamt, o RSHA (la Administración Central de Seguridad del Reich), Ernst Kaltenbrunner, y le notificó el decreto del Führer. Aquel tipo de decreto se conocía como «Orden de Hitler»: una orden dada directamente por el Führer en persona y que no debía desobedecerse bajo ningún concepto. Himmler informó a Kaltenbrunner de que iba a promulgar la que se denominaría «Orden de Sagan»:
El aumento de evasiones de oficiales prisioneros de guerra es una amenaza para la seguridad interna. Estoy decepcionado e indignado por la ineficacia de las medidas de seguridad. Como medida disuasoria, el Führer ha ordenado que más de la mitad de los oficiales evadidos sean fusilados. En consecuencia, ordeno que el Amt V [la Kripo o Kriminalpolizei] entregue al Amt IV [la Gestapo] a más de la mitad de los oficiales recapturados. Tras el interrogatorio, debe dar la impresión de que se lleva a los oficiales de vuelta al campamento pero deben ser ejecutados por el camino. Las ejecuciones se justificarán explicando que se disparó a los oficiales recapturados cuando intentaban escapar, o al ofrecer resistencia, de modo que no se pueda demostrar nada posteriormente. El Amt V informará al Amt IV de las ejecuciones exponiendo el motivo. En el caso de que se produzcan nuevas evasiones en el futuro, se esperará a mi decisión antes de adoptar medidas al respecto. Serán excepción las personalidades prominentes; se me informará de sus nombres en espera de mi decisión.
Kaltenbrunner delegó la responsabilidad de organizar los asesinatos en dos de los nazis más despiadados del Tercer Reich: Heinrich Muller, el jefe de la Gestapo (el Departamento 4 o Amt IV del Reichssicherheitshauptamt) y el general Artur Nebe, el jefe de la Kripo (el Amt IV). Muller ordenó a Nebe que seleccionara los nombres de los que iban a ser ejecutados. Nebe ya tenía las manos muy manchadas de sangre. En una época anterior, había sido el comandante de uno de los «grupos de acción» de las SS (los Einsatzgruppen) que actuaban en el territorio ruso invadido por los alemanes en 1941. La tarea de estas famosas unidades era «liquidar» a civiles influyentes que pudieran oponerse al Reich (en realidad, esta denominación era una referencia mal disimulada a judíos y comunistas). El propio Nebe afirmaba que su grupo de acción había sido responsable de más de 45 000 muertes, la mayoría de las cuales eran posiblemente de mujeres y niños. No obstante, la tarea de seleccionar a los 50 aviadores que iban a ser ejecutados era de las que, al parecer, hacían que a Nebe le temblaran las manos.
A primera hora de la madrugada del lunes 27 de marzo, Paul Royle y Edgar Humphreys fueron llevados a la cárcel de Tiefenfurt, no muy lejos de Sagan. Poco después se les unieron Marshall y Valenta, seguidos de Albert Armstrong. Cuando se hizo de día, se les condujo bajo vigilancia armada a una furgoneta policial en dirección a Sagan. Todos ellos ya tenían ganas de volver a la relativa comodidad del campamento, aunque eso significara pasar dos semanas en una celda helada de la «nevera». Por ello, se llevaron una decepción al ver que la furgoneta dejaba atrás el desvío que conducía al campamento y seguía avanzando hacia la ciudad. Sin embargo, ninguno de los hombres tenía motivos todavía para sentir temor. La furgoneta se detuvo en la puerta de la comisaría de policía de Sagan, donde se interrogó a los prisioneros, uno a uno, antes de ser encerrados en una celda. A medida que avanzaba el día, la comisaría se fue llenando de oficiales evadidos, mayoritariamente de los que huyeron a pie. Les Brodrick, Denys Street y Henry Birkland fueron de los primeros en llegar.
Aquel lunes, Jimmy Catanach, Arnold Christensen, Halldor Espelid y Nils Fugelsang habían llegado ya a la frontera danesa en Flensburg. Allí se terminó bruscamente su evasión al ser arrestados en un control de policía. Una suerte similar corrieron Gordon Brettell, Rene Marcinkus, Henri Picard y Tim Walenn. Se les dio el alto en un control de seguridad en Schneidemühl y fueron conducidos a un campo de prisioneros de Marienburg. Allí les quitaron la ropa de paisano y los mandaron a la prisión de Danzig.
En Hirschberg, la mañana del mismo lunes, Johnny Dodge fue el primero en ser llamado para salir de la cárcel. No tenía ni idea de adonde se lo llevaban, pero el hecho de que se le eligiera precisamente a él tal vez significaba que la Gestapo local había sido informada de sus supuestos vínculos familiares con el primer ministro británico. Dodge hizo gala de su característica efusividad al despedirse de los demás. Aquella tarde se leyeron los nombres de otros cuatro: Kiewnarski, Pawluk, Wernham y Skanziklas. Si alguno de ellos estaba preocupado, no lo demostró, y dijeron adiós a los tres oficiales de la RAF restantes con el aire desenvuelto y afable con el que solían actuar. Aquella sería la última vez que Pop Green, Jimmy James y Doug Poynter verían a sus camaradas.
Aquella noche, en Sagan, los prisioneros apresados en la comisaría de policía fueron despertados en plena noche y conducidos a empujones a otra furgoneta. Eran ya 19 los oficiales evadidos que estaban en la comisaría, que se encontraba al límite de su capacidad. Les llevaron a la prisión de la ciudad de Górlitz, donde una vez más fueron recluidos en pequeñas celdas en las que, en esta ocasión, cuatro hombres compartirían el reducido espacio de cada una. Sin saber qué estaba ocurriendo exactamente, los hombres estaban empezando a preocuparse de verdad. Lo normal era que a aquellas horas ya se les hubiera dejado de nuevo a cargo de la Luftwaffe. En lugar de eso, les habían puesto incomprensiblemente en manos de los siniestros hombrecillos de la Kripo. Mientras tanto, iban llegando a la cárcel de Górlitz más y más hombres recapturados. Entre ellos estaban Mike Casey, Mike Shand, Tony Bethell y Cookie Long. El plan de estos dos últimos de ir en tren hasta Stettin no tardó en venirse abajo. Todos los trenes que pasaron resultaron ir demasiado rápido para subirse a ellos en marcha, y no les quedó más remedio que ir a pie. Llegaron hasta el pueblo de Benau, donde se toparon directamente con un miembro de las milicias populares del Volkssturm. Mike Shand había pasado cuatro días huyendo. Caminaba de noche y se escondía de día, hasta que finalmente le atraparon un par de trabajadores del ferrocarril mientras esperaba el momento de colarse en un tren de mercancías. Al Hake y Johnny Pohe llegaron a la cárcel con síntomas de congelación, pero sus carceleros no les procuraron atención médica alguna. De nuevo, este inusitado desprecio hacia el procedimiento debido inquietó a los hombres. El miércoles 29 de marzo ya había 35 oficiales de la RAF en la cárcel de Górlitz.
Aquel mismo día, en Hirschberg, el Meister vino a por Pop Green y Doug Poynter. Jimmy James se quedó solo. Sólo entonces James empezó a sentir verdadera preocupación. La forma en la que se llevaban a los hombres no parecía tener sentido. ¿Quería decir eso que no iban a volver todos a Sagan? ¿Les iban a mandar a campos distintos? Poco tiempo después, James fue trasladado a otra celda en el centro de la prisión, donde la única luz que había entraba por una mugrienta claraboya de cristal.
Durante los días siguientes, los prisioneros recluidos en Górlitz iban siendo conducidos, a veces de uno en uno, a veces por parejas, a la otra punta de la ciudad para ser interrogados en las dependencias de la Gestapo. Fue entonces cuando los hombres empezaron a ser conscientes de que se estaba tramando algo siniestro. A algunos se les dijo que no volverían a ser confiados a la Luftwaffe porque las Fuerzas Aéreas habían demostrado ser incapaces de ocuparse de sus prisioneros. A otros se les dijo con frialdad que nunca volverían a ver a sus seres queridos. A un hombre se le dijo que le mandarían a un campo de concentración.
El resto de los evadidos siguió yendo a parar paulatinamente a calabozos de toda la Europa ocupada, sobre todo de Alemania, a medida que volvían a ser capturados. Gordon Kidder y Tom Kirby-Green llegaron a Breslau pero fueron detenidos cuando cogieron un tren que iba a Checoslovaquia. Ambos hombres fueron conducidos el 28 de marzo a la prisión de Zlín, donde fueron sometidos a interrogatorios. Dennis Cochran había estado a punto de llegar a Suiza, pero el 30 de marzo fue apresado cerca de la frontera.
Para el 29 de marzo ya se había puesto a buen recaudo a casi todos los aviadores, y Nebe emprendió la tarea de seleccionar a los que iban a morir. Había pedido a un ayudante que preparara una serie de fichas con los datos de cada uno de los hombres. Se dice que mientras Nebe hacía la criba de las fichas se encontraba en un visible estado de agitación. Al examinarlas, emitía leves suspiros de angustia mientras trataba de decidir a quién perdonaba y a quién condenaba. «Este hombre es muy joven, mejor que viva». «A éste le ha tocado». Al parecer, procuró salvar a los más jóvenes y a los que tenían esposa e hijos. Finalmente, entregó el montoncillo más grueso a su ayudante y le ordenó que difundiera la orden. (Nebe es un personaje a destacar en el anecdotario del Tercer Reich porque su carrera en tiempo de guerra ilustra las terribles dobleces y los compromisos morales que la guerra y la tiranía obligan a asumir a los seres humanos. Varios meses después de la fuga de Sagan, Nebe estuvo implicado en el complot de Stauffenberg para asesinar a Hitler. La Gestapo le estuvo torturando durante dos meses, pero él se negó a proporcionar los nombres de sus cómplices. Al final corrió la misma suerte que los 50 aviadores aliados).
A primera hora de la mañana del 29 de marzo se perpetraría el primer asesinato. Las vidas de Roger Bushell y Bernard Scheidhauer terminaron mientras eran conducidos por la Autobahn a Kaiserslautern acompañados por el doctor Leopold Spann y el Kriminalsekretar Emil Schulz. El comandante James Catanach recibiría un trato todavía más cruel.
A lo largo de los días que siguieron, los aviadores recapturados empezaron a formarse una idea de lo que estaba sucediendo verdaderamente. Nada más empezar la mañana del 30 de marzo, llegó un ruidoso convoy de vehículos para llevarse a seis de ellos, oficiales de la RAF de Europa del Este en su mayoría. Los esfuerzos del guardia de la prisión por fingir que no conocía su suerte fueron poco convincentes. Al día siguiente, la Gestapo se llevó a Birkland, a Valenta y a otros oficiales de la RAF. El 2 de abril, sin embargo, los prisioneros que quedaban vieron con alivio las caras conocidas de cuatro guardias del Stalag Luft III. Los hombres de la Luftwaffe se llevaron a cuatro oficiales más, entre ellos a Paul Royle, a quien dijeron cuando se le separó de los demás que era «uno de los afortunados». La Luftwaffe se llevó posteriormente a varios grupos sucesivos en los que estaban Tony Bethell, Les Brodrick, Dick Churchill y Mike Shand. Cookie Long fue de los últimos a los que se llevaron, pero fue la Gestapo la que vino a por él, no la Luftwaffe.
Todavía quedaban algunos fugitivos sueltos, pero no tardaron en terminar siendo arrojados también a las celdas de la Gestapo. Tony Hayter fue apresado el 4 de abril en Francia, no muy lejos de la frontera con Suiza. Para el 6 de abril, Danny Krol y Sydney Dowse casi habían llegado al final de su marcha maratoniana siguiendo la vía férrea. La frontera con Polonia estaba a unos cuantos kilómetros de distancia, y los hombres planeaban intentar cruzarla aquella misma noche. Encontraron un granero en el que refugiarse y descansar pero un campesino les descubrió. Los fugitivos trataron de convencerle de que eran trabajadores polacos y, cuando creyeron que le habían convencido, el hombre regresó acompañado de un miembro de las Juventudes Hitlerianas y dos del Volkssturm. Los dos aviadores fueron encerrados en la cárcel más cercana, adonde acudió la Gestapo para interrogarles. Tras someterles al mismo procedimiento que a los demás prisioneros, dijeron a Dowse que le iban a llevar a Berlín para seguir interrogándole mientras que Krol sería conducido de vuelta a Sagan. El polaco se alarmó cuando su amigo le transmitió la noticia. «No debes permitir que nos separen —le imploró—. Si lo hacen, me liquidarán». Dowse le contestó que no se preocupara. Aquélla fue la última vez que vio a Krol.
Des Plunkett y Freddie Dvorak ya casi habían logrado escapar de Alemania. Tras rozar el desastre en Bad Reinerz, los dos oficiales emprendieron una marcha campo a través hacia la frontera con Checoslovaquia, abriéndose paso a través de la nieve que a veces les llegaba a la cintura. Finalmente llegaron a la pequeña aldea checa de Novi Hradek, donde revelaron sus verdaderas identidades a un posadero dispuesto a ayudarles. El hombre se ofreció a alojarles y les advirtió de que ya se había dado la orden de busca y captura para apresarles. Poco después estaban ya en el tren de camino a Praga con la dirección de otro hostelero que simpatizaba con la Resistencia y que les proporcionaría billetes de tren que les permitirían llegar a Suiza a través de Alemania. El 7 de abril se pusieron en camino, aprovechando las aglomeraciones vacacionales del Viernes Santo. Ya habían evitado por los pelos un encuentro con un posible guardia de fronteras y superado la interpelación de un policía suspicaz, cuando su suerte se agotó. Al acabar el primer tramo de su viaje, Plunkett y Dvorak hicieron un alto en Domazlice, donde se registraron en otro hostal. Convencidos de que el posadero sospechaba de ellos, resolvieron volver sobre sus pasos y dirigirse a Klatovy para despistarle, en lugar de proseguir su viaje. Aquella decisión resultó ser un error irreparable. En un control de seguridad de Klatovy se descubrió que Plunkett no tenía el permiso de circulación correcto. Los dos hombres fueron encerrados en la prisión de Klatovy, donde no tardarían en ser objeto de las atenciones de la Gestapo.
El 26 de marzo, Wings Day y Peter Tobolski partieron de Berlín en tren hacia Stettin, donde el oficial polaco tenía una hermana casada con un alemán. Una vez allí, descubrieron decepcionados que ella tenía demasiado miedo como para ofrecerles ninguna ayuda que no fuera la más elemental. Les permitió pasar la noche en la parte trasera de su jardín y les dio algo de pan, huevos y leche. A la mañana siguiente, los dos hombres consiguieron encontrar a unos prisioneros de guerra franceses dispuestos a ayudarles a embarcar como polizones en un barco con destino a Suecia. El 29 de marzo se encontraban ya escondidos a bordo del barco cuando llegó la policía alemana para detenerles. Uno de los franceses les había traicionado. Tras pasar cuatro días en una prisión local, los dos hombres fueron separados. Cuando llegó el momento de despedirse, intercambiaron un saludo militar, más que conscientes de la suerte que esperaba probablemente a Tobolski. Day, en cambio, no estaba seguro de qué destino le aguardaba mientras le conducían al Cuartel General de la Gestapo en Berlín. Allí se encontró frente a frente con Artur Nebe, el jefe de la Kripo y el hombre que había decidido cuáles de los 76 hombres vivirían y cuáles morirían. Tras un interrogatorio poco metódico, Nebe comunicó a Day que le iban a llevar a un lugar del que ya no podría escapar. Sin darle más pistas, dio por terminada la entrevista y dos hombres de la Gestapo le sacaron de Berlín a través de los barrios del norte de la ciudad devastados por las bombas. Era el 3 de abril.
La ingrata estancia de Jimmy James en la cárcel de Hirschberg se prolongó varios días más. En los breves paseos que hacía para desentumecerse supo que la mayoría de los demás reclusos eran ciudadanos de países ocupados que estaban acusados de crímenes contra el Reich. Muchos de ellos iban a ser ejecutados tarde o temprano. James empezó a reflexionar sobre su propia suerte mientras estaba atento a las idas y venidas de los siniestros agentes de la Gestapo. El 6 de abril, las puertas de su celda volvieron a abrirse de pronto y James fue invitado a salir. Una vez fuera, se encontró frente al inspector de policía que había visto por primera vez en la comisaría después de que le detuvieran. El hombre le comunicó que le iban a sacar de la cárcel y seguidamente hicieron desfilar a James por las calles hasta la estación de tren. El aviador ignoraba cuál sería su destino final. Hizo el viaje en tren en compañía de otro inspector de la Gestapo, que no quiso revelarle cuál era su destino. Sin embargo, al llegar a una bifurcación de las vías, el alemán le informó de que ese desvío conducía a Sagan, por lo que James comprendió que no iba a volver al Stalag Luft III. Cuando en Górlitz los hombres cogieron un tren que iba hacia el norte, el oficial británico supuso que le llevarían a Berlín. Efectivamente, unas horas más tarde, el tren se detuvo en la capital alemana. Al igual que los demás, James se quedó atónito ante la visión de la ciudad en ruinas, aplastada por la acción conjunta del Mando de Bombarderos y la Octava Fuerza Aérea de Estados Unidos. «No se veía ni una sola ventana con cristales y todas ellas estaban tapadas con tablas», recordaría más tarde. Paradójicamente, fue en el corazón del Reich donde el guardia de James le propuso quitarle las esposas a condición de que no intentara huir. El aviador accedió. Era bastante evidente que no le resultaría nada fácil escapar de allí.
El oficial de la RAF seguía desconcertado por lo que le estaba pasando. Le condujeron al Cuartel General de la Gestapo de Berlín. Desde allí, tras un breve paréntesis, cruzó de nuevo en coche la ciudad bombardeada acompañado por dos agentes del SD, la división de élite de Hitler de inteligencia y seguridad. Al cabo de un rato, el coche dejó atrás el extrarradio de la ciudad y se adentró en un sombrío pinar hasta llegar a un elevado muro con un triste camuflaje verdinegro, coronado por cables electrificados y vigilado por puestos de centinelas distribuidos de forma irregular. Aquel lugar tenía algo de sobrecogedor, y el sentimiento de inquietud de James se acentuó cuando uno del los miembros del SD le dijo: «Bueno, Herr James, se acabaron los túneles para usted. Es imposible escapar de aquí».
James entró en aquel edificio desconocido a través de un cuarto de guardia. Más allá había una superficie no muy grande, delimitada por altos muros y en cuyo interior se encontraba otro recinto rodeado por cable electrificado y que contenía dos barracones de madera. Hicieron entrar a James en uno de ellos, donde le saludó un oficial inglés de alta estatura y con gafas de montura de concha. «Bienvenido a su nuevo hogar», le dijo, presentándose al recién llegado como Peter Churchill. Ambos se dieron la mano y Churchill le acompañó al fondo del barracón, donde le esperaba una cara conocida.
«Hola», le dijo Wings Day con una sonrisa. James soltó un suspiro de alivio, aunque seguía sin tener ni idea de dónde estaba.
«¿Es esto Colditz?», preguntó a Day, a lo que éste respondió: «No, y ojalá lo fuera. Esto es el campo de concentración de Sachsenhausen y la única forma de salir de aquí es por la chimenea».