PER ARDUA AD ASTRA
La decisión de seguir adelante con la evasión supuso, al menos para uno de los prisioneros, una novedad de otra índole. Aquel mediodía, Ian McIntosh se enteró de que iba a sustituir finalmente a Roger Bushell en el papel de profesor Henry Higgins en la representación de Pigmalión. Después de todo, seguramente al suplente de Bushell no le hizo mucha gracia la inesperada oportunidad de lanzarse al estrellato como actor teatral. Digger McIntosh había sido uno de los más pertinaces artistas de la evasión y casi consiguió llegar a Suiza en la célebre treta del despioje. Aunque padecía de claustrofobia aguda, no hay duda de que hubiera preferido estar en el túnel aquella noche. Sin embargo, en el teatro siguieron los ensayos de la obra como de costumbre y el Comité de Fugas ordenó que prosiguieran las clases, los grupos de deporte y las demás actividades.
Todos y cada uno de los prisioneros del Stalag Luft III se olían que se estaba cociendo algo. «Es inconcebible —dice Bub Clark acerca de aquellas últimas horas— que los alemanes no se dieran cuenta de la tensión que reinaba en el ambiente». Las cartas que algunos de los prisioneros enviaron a casa delataban una mezcla de añoranza, nerviosismo y temor de no volver a ver nunca a sus amigos y a sus seres queridos.
Entretanto, la Organización X ultimaba los preparativos finales para la evasión que algunos llevaban años esperando. Los que iban a tomar parte en ella debían presentarse una vez más a pasar revista. A medida que el departamento de Tim Walenn iba teniendo listos decenas y decenas de documentos debidamente fechados y sellados, los pequeños X de cada barracón los iban repartiendo entre los futuros fugitivos.
Aquella tarde, tras el Appell, los habitantes del Recinto Norte se fueron dispersando hacia sus respectivos barracones, aparentemente igual que siempre. La mayoría parecía tener prisa por escapar del frío, o para asistir a alguna clase nocturna o para huir del aburrimiento. De hecho, durante las horas que siguieron hasta el toque de queda, muchos de los prisioneros no se retiraron a sus quehaceres habituales sino que obedecieron a un plan convenido de antemano para facilitar la evasión. Los residentes habituales del Barracón 104 que no estaban en la lista de la fuga pasarían la tarde en cualquier otro sitio. Entretanto, los 200 incluidos en la lista tenían que hacinarse en el 104. Para no despertar las sospechas de los «hurones», se concibió un intrincado plan para guiar a los prisioneros y a los futuros fugitivos alrededor del recinto. Había varios «vigilantes» apostados discretamente entre las sombras de los barracones encargados de guiar el ir y venir del tránsito clandestino.
Poco después de las 18.00 horas, unos cuantos de los que iban a fugarse se reunieron para cenar juntos por última vez en la habitación de Johnny Travis. Entre ellos se encontraban Roger Bushell y Bob van der Stok. Jimmy James revisó una vez más lo que iba a llevarse antes de tomar su última cena en el Stalag Luft III. «Hace una noche de perros» dijo uno de sus compañeros de barracón. Habían preparado todo un festín en honor a Jimmy, poniendo en común cuantos víveres pudieron reunir. Querían celebrar su última noche allí y que se fuera con el estómago bien lleno, en previsión de las privaciones que le esperaban. No obstante, cenaron en silencio.
«El entusiasmo estaba teñido de una oscura sensación de fatalidad», recuerda James. Después de comprobar una vez más todo su equipo, recordó que tenía un montón de cigarrillos escondido bajo la cama. Se los dio a los otros sonriendo afablemente y explicando, en tono de broma, que ya compraría más en la cantina de oficiales cuando llegara a casa. Ellos le respondieron, también en broma, que se los guardarían hasta que saliera de la «nevera». Poco antes de las 21.00 horas James salió para ir al Barracón 104 pasando por el 109, donde le habían dicho que acudiera antes según el complicado plan de tránsito por el que se guiaban por todo el recinto otros hombres en sus mismas circunstancias. En el 104 fue recibido por Dave Torrens, el oficial encargado de tomar nota de cada uno de los fugitivos a medida que iban llegando al barracón. Torrens envió a James a la habitación 8, que poco a poco se iba abarrotando de gente, según iban llegando otros miembros de su grupo de fuga. Nick Skanziklas llegó unos minutos más tarde llevando un gabán y una gorra de tela.
El Barracón 104 era ahora un hervidero de gente, todos ataviados con una gran variedad de extraños disfraces. En el momento en que Les Brodrick llegó al Barracón 104, éste estaba tan abarrotado que Brodrick tuvo que sentarse en el suelo. La atmósfera era cada vez más agobiante dado que habían tenido que apiñarse más de 200 hombres en un espacio que estaba previsto sólo para 100. Había tanta gente hacinada en el barracón que los que estaban fuera haciendo guardia se empezaron a alarmar al ver pequeñas nubes de vapor saliendo por las ventanas y empezaron a especular sobre cuánto tardarían los alemanes en percatarse del extraño fenómeno. Torrens tenía buenas razones para alarmarse cuando vio entrar a un guardia en el Barracón 104. Contuvo la respiración, hasta que se dio cuenta de que el alemán era en realidad Peter Tobolski, el oficial polaco que llevaba un uniforme de cabo de la Luftwaffe y que iba a acompañar a Wings Day con su peculiar disfraz de coronel irlandés.
El neozelandés Mike Shand iba a recorrer a pie Checoslovaquia, campo a través, con Len Trent. No tenían otro plan que una vaga esperanza de poder llegar a Suiza a través de Austria desde allí. Mientras esperaba a que le llegara el turno de salir aquella noche, no se hacía ilusiones. «Pienso que nadie creía poder llegar a Inglaterra —diría años más tarde—. Era ridículo pensarlo. Con controles de la policía y la Gestapo en prácticamente cada cruce de caminos, y con el frío que hacía, parecía prácticamente imposible andar campo a través sin ser descubiertos. Pero algo teníamos que hacer para devolverles el golpe a los alemanes».
Mientras los fugitivos esperaban en el Barracón 104, Ker-Ramsay y su equipo de excavadores habían bajado a Harry y se habían pasado horas ultimando los preparativos para la evasión. Una de las mejoras de última hora era que habían colocado unas «cortinas» hechas con mantas y las habían colgado en el túnel, poco antes del pozo de salida, para evitar que se filtraran la luz y los ruidos al exterior. El túnel estaría atestado de fugitivos subiendo y bajando sin parar y deslizándose de un lado a otro sobre las vagonetas, en una sucesión sin fin. Ker-Ramsay había instalado más luces para aplacar cualquier sensación de claustrofobia que pudieran sufrir algunos de los que nunca habían bajado antes al túnel. También se colocaron mantas a lo largo y ancho del túnel para amortiguar el sonido y para que la ropa se manchara lo menos posible. La salida se abriría a las 21.30 horas en punto. Las manecillas de los relojes de muñeca de los oficiales del Barracón 104 parecían moverse con demasiada lentitud hacia el momento de su cita con el destino.
Aquella noche, Bub Clark se acostó como siempre en el Recinto Sur, pero le costó conciliar el sueño. Después de haber estado íntimamente involucrado en cada fase de los planes de fuga sabía que en aquel momento el Barracón 104 estaría atestado de gente, con 200 hombres prácticamente incapaces de contener su agitación ante la perspectiva de la aventura que les esperaba y de lograr al fin la libertad. Se permitió esbozar una sonrisa al pensar en la diversidad de disfraces que llevarían puestos. Podía imaginarse lo que pasaba bajo tierra mientras los ingenieros jefes daban los últimos toques a las vagonetas y a los sistemas de ventilación y abrían una salida a través del suelo. Sabía que, si todo salía de acuerdo con el plan, el pozo desembocaría en el bosque, lo suficientemente arropado por los árboles para quedar fuera del alcance visual de las torres de vigilancia. Sabía que, para todos y cada uno de los hombres, cada minuto de espera sería una agonía y que en el momento de escapar se sentirían embargados por una euforia repentina mezclada con el extraño estremecimiento que acompaña siempre al peligro inminente. Recostado en su litera en las primeras horas de la madrugada, Clark no podía evitar esperar que de un momento a otro sonara un disparo que anunciara el descubrimiento del túnel, pero cruzó los dedos con la esperanza de que no ocurriera.
A las 20.30 horas la cabeza de Ker-Ramsay asomó finalmente por la trampilla y anunció que el túnel estaba listo para admitir al primer grupo de fugitivos. Un escalofrío de nerviosismo se propagó por todo el barracón, pero antes de que se declarara oficialmente el comienzo de la evasión, el coronel Massey visitó el barracón y les dedicó unas palabras de aliento. Dado que Wings Day iba a participar en la evasión, Massey asumía las funciones de oficial superior británico, cargo que ya «compartían» de manera extraoficial. Massey rogó a los hombres que se abstuvieran de provocar a los alemanes si alguno era capturado y les volvió a repetir las advertencias que Day había recibido del Kommandant.
Después, empezaron a descender al túnel los primeros oficiales de un grupo de avanzada. Johnny Marshall y Johnny Bull iban a la cabeza. Les seguían Bushell y su compañero de fuga, Bernard Scheidhauer; Sydney Dowse y el capitán checo Wally Valenta, y el sudafricano apasionado de los deportes Rupert Stevens. Los encargados de abrir la trampilla reforzada de salida eran Marshall y Bull, mientras que los demás tenían que esperar abajo, en el ensanche que había a los pies del pozo de salida, con Sydney Dowse listo para tirar de la cuerda y dar la señal de que la evasión había comenzado. Mientras lo preparaban todo, los prisioneros que iban a continuación empezaron a descender por la trampilla. Enseguida se formó una cadena de hombres en fila, tumbados boca abajo sobre las vagonetas, cada uno agarrando sus bártulos por delante. Había 17 hombres en total esperando en el túnel para salir. Crump Ker-Ramsay asumió su nuevo papel de cabeza de la expedición y se agachó en el fondo del pozo de acceso. En la parte superior del pozo que había sobre él se encontraba Henry Lamond, encargado de controlar el flujo de fugitivos que entraban al túnel.
El resto de los hombres seguía en el barracón esperando su turno, en un silencio sepulcral. No obstante, cuando llegó la hora señalada para el inicio de la evasión, nada parecía indicar que la fuga se hubiera puesto en marcha. Pronto, todos los que esperaban en la superficie, hacinados en el Barracón 104, empezaron a ponerse nerviosos. Unos cuchicheos ansiosos rompieron el silencio. Todos querían saber si algo había salido mal. «El ambiente del barracón se estaba caldeando y era cada vez más bochornoso —dice Les Brodrick—. Tratábamos de conservar la calma en la medida de lo posible pero empezábamos a estar un poco hartos del retraso».
Jimmy James recuerda: «Tratábamos de charlar los unos con los otros como si no pasara nada, pero nos costaba; había tanta tensión en el ambiente que la atmósfera era agobiante. Muchos de nosotros empezamos a quitarnos la ropa de abrigo». Ker-Ramsay no sabía cómo ayudarles. No tenía ni idea de qué estaba pasando. El hombre más próximo a él estaba a 30 metros de distancia, abajo en el túnel, y era imposible establecer ningún tipo de comunicación con él.
La respuesta a lo que todos se preguntaban se encontraba en el otro extremo del túnel, donde Bull se enfrentaba a muchas dificultades para abrir la trampilla de salida. No podía hacer que cediera ni un centímetro. Después de una hora de forcejear con ella, agotado por el esfuerzo, Bull volvió a descender para dejar que Marshall probara suerte. Marshall se despojó de sus ropas de paisano para no mancharlas y se encaramó hasta la parte superior del pozo en ropa interior, pero la trampilla seguía inamovible. Los dos hombres se maldijeron en voz baja por haber hecho tan buen trabajo cuando la instalaron. No había quien la moviera, como si la hubieran fijado con cemento. Marshall regresó a la cámara del fondo del pozo, totalmente exasperado. Bull volvió a subir a hacer otro intento. El sudor le caía por la frente mientras el tiempo seguía pasando inexorablemente. A las 22.00 horas el Stalag Luft III se vio envuelto en un gran trajín mientras los «animales» hacían su ronda habitual para ir cerrando cada recinto. Los guardias fueron de un barracón a otro, cerrando de golpe y con gran estruendo los pesados «pasadores» de madera a través de las puertas y los postigos de las ventanas. Los hombres del 104 permanecían sentados en silencio mientras se iban apagando las luces de cada barracón. Lentamente, los portazos y los gritos del exterior se fueron atenuando mientras los alemanes regresaban a la Kommandantur, cerrando tras de sí la puerta principal del recinto.
Mientras el silencio volvía a adueñarse del recinto en la superficie, Harry Johnny Bull sintió de pronto que la trampilla cedía un poco. Siguió arañando los bordes hasta que empezó a soltarse cada vez más y cayó en sus manos, junto con una cascada de tierra. Haciendo caso omiso de la arena que le caía sobre los ojos, Bull siguió horadando los 20 cm de tierra que faltaban y que cayeron al fondo del pozo. En el punto de escala técnica que había debajo de Bull, la atmósfera había pasado de ser tensa a angustiosa. Sólo los que estaban en la cabeza del túnel sabían cuál era el problema. Fue todo un alivio cuando poco después de las 22.00 horas Ker-Ramsay sintió una suave brisa de aire fresco. Debían haber conseguido abrir la salida. Una sensación de alivio se propagó por todo el túnel y por el pozo de acceso hasta los hombres que esperaban arriba. Una oleada de silenciosa euforia lo invadió todo pero, tras la excitación inicial se vio que el tiempo seguía pasando inexorable sin que las cosas empezaran a moverse como era de esperar. Rápidamente volvió la tensión. En los ojos de todos los del 104 se podía leer la misma pregunta callada: ¿qué está pasando? Todo ello era más frustrante todavía para Ker-Ramsay, que seguía sumido en la oscuridad aunque podía sentir que algo pasaba a unos cien metros de él.
Lo que estaba ocurriendo era que en la cámara que había en la base del pozo de salida se estaba manteniendo, entre susurros, una discusión urgente. Bull había asomado sus oscurecidas facciones con gran cautela fuera del hoyo para encontrarse frente a una alarmante revelación. El hoyo no desembocaba desahogadamente en la arboleda, como habían planeado los topógrafos. Muy por el contrario, se quedaba al menos 7 metros corto y se abría inmediatamente detrás de una torre de vigilancia que se encontraba a sólo 13 metros de distancia. No había ni un árbol que pudiera entorpecer el campo de visión que tenían los guardias desde la torre o desde el camino que rodeaba el recinto, que estaba incluso más cerca del orificio de salida. Bull miró alarmado al centinela de la torre de vigilancia, cuya silueta se perfilaba con claridad contra el frío cielo estrellado. Bajo la figura acurrucada del guardia, el campo no era sino una enorme superficie blanca, cubierto como estaba por una espesa capa de nieve y bañado a trozos intermitentes por los potentes focos de luz de la cerca. El único consuelo era que la zona en la que se abría el túnel estaba a oscuras. Los fugitivos tendrían que salir disparados desde allí y recorrer una distancia de unos 7 metros a campo raso antes de llegar a cubierto. Bull también se percató de que en el bosque cercano había una valla de «hurones». Los guardias se parapetaban de día tras estas pequeñas vallas para espiar lo que pasaba en el campamento. Había decenas de ellas alrededor de los recintos. Al ver ésta, tan oportunamente colocada, a Bull se le ocurrió una idea y bajó a toda prisa a contarle a Bushell las buenas y malas noticias.
En la base del pozo de salida, los hombres soltaron unas cuantas maldiciones en voz baja antes de ponerse a revisar a toda prisa las opciones que tenían. No les preocupaba demasiado la garita, ya que los guardias apostados allí estarían mirando hacia el recinto. El problema eran los guardias que patrullaban el perímetro del recinto. Podían posponer la evasión y excavar los pocos metros que faltaban en unos días, pero eso significaría esperar hasta que pasara la siguiente fase de luna llena, y Bushell ya había expresado su preocupación de que los alemanes pudieran haber descubierto el túnel para entonces. Por otro lado, muchos de los fugitivos llevaban documentos falsos fechados específicamente para ese fin de semana. Posponer la fuga implicaría que el departamento de falsificación tendría que sacar horas de donde fuera para tenerlos listos para el mes siguiente. Bushell decidió, sin más dilación, que no cabía la opción de retrasarla.
Bull le indicó que la valla de «hurones» que había en el linde del bosque les podía proporcionar cierto grado de protección frente a la mirada indiscreta de la patrulla de ronda. Podrían apostar allí a un oficial con una cuerda que llegara hasta el fondo del pozo. Él se encargaría de vigilar la garita y a los guardias que patrullaban el exterior del recinto. Si daba un tirón a la cuerda significaría que el siguiente hombre ya podía salir sin peligro por el orificio de salida. Los hombres correrían primero hasta la valla y después otros 70 metros por el bosque, guiados por otra cuerda, hasta otro punto de encuentro. El plan tenía sus riesgos, pero a nadie se le ocurría otra alternativa posible. Estaba claro que con el retraso que ya llevaban encima y existiendo la posibilidad de que se produjeran aún más retrasos no iban a conseguir que salieran los 200 ni mucho menos, pero si querían que escapara un número importante de hombres tenían que empezar a darse prisa. Los oficiales que había en la cámara de la base del pozo asintieron, no sin cierta reticencia. Sacarían a cuantos hombres pudieran. Cada fugitivo se encargaría de transmitir verbalmente las nuevas instrucciones al siguiente pero, por si acaso, Bushell garabateó en un papel lo que había que hacer y colgó la nota en la pared de la cámara. Poco después, la noticia se propagó entre susurros hasta el otro extremo del túnel, junto con la petición de que enviaran una cuerda al pozo de salida.
La cuerda se fue pasando arrebatadamente de un hombre a otro, hasta llegar por fin a la base del pozo de salida. Bull se la echó alrededor de los brazos y volvió a trepar por la escalera una vez más, con Marshall siguiéndole de cerca. Uno tras otro, los dos hombres asomaron la cabeza por el túnel al frío aire de Silesia. Tras echar un vistazo a la garita y a la cerca, se encaramaron para salir del agujero y echaron a correr hacia el bosque. Eran las 22.30 horas. La Gran Evasión había comenzado. Era la culminación de 12 meses de duro esfuerzo, meticulosa planificación e ingenioso trabajo. Mientras los evadidos corrían el sprint final hacia la libertad, llevaban consigo los sueños y esperanzas de los cientos de otros hombres que habían dejado al otro lado de la alambrada. Valenta, Bushell y Scheidhauer fueron subiendo poco a poco la escalera y esperaron. Enseguida, Valenta sintió el esperanzador tirón de la cuerda y, sin pérdida de tiempo, salió del pozo de un salto para ir a reunirse con Marshall en el bosque. Al instante, apareció Bushell, casi sin aliento y con una sonrisa de oreja a oreja. Los hombres, llenos de impaciencia, se estrecharon la mano y se dijeron adiós. Valenta y su compañero de fuga, Marshall, salieron disparados y Bushell se quedó a cargo de la cuerda. Scheidhauer llegó a los pocos minutos. El y Bushell esperaron hasta que vieron aparecer la silueta de Rupert Stevens a lo lejos recortada contra la blancura del campamento. Volvieron a intercambiarse los papeles y se despidieron. Bushell y Scheidhauer desaparecieron en la oscuridad del bosque. Poco después les siguieron Des Plunkett y su compañero, Freddie Dvorak. Halldor Espelid y Nils Fugelsang iban detrás, pisándoles los talones. Éstos eran los hombres a quienes se atribuían más posibilidades de escapar. Llevaban los mejores disfraces y la documentación mejor falsificada. Sin embargo, la meticulosidad con que se habían llevado a cabo todos los preparativos se echó a perder antes incluso de que comenzara la evasión. Casi todos habían perdido el tren que pensaban coger y ahora se encontraban ante la preocupante perspectiva de tener que subir todos en el mismo tren. Tras un rápido intercambio de ideas en las profundidades del bosque decidieron que una manera de mitigar el problema sería tratar, al menos, de no llegar a la estación todos a la vez. Decidieron que irían saliendo del bosque de dos en dos, a intervalos de cinco minutos.
La sensación de movimiento empezó a dejarse notar en el túnel. Ker-Ramsay, que estaba en la base del pozo de entrada, sintió por fin el tan esperado tirón de la cuerda. Soltó un suspiro de alivio y susurró las buenas noticias a los hombres que esperaban en la superficie. De nuevo, una sensación de alivio se difundió por el Barracón 104.
«Era un momento de euforia —recuerda Jimmy James—, pero también de cierto temor. Al menos yo podía sentirlo en el fondo de mis entrañas, y sospecho que a casi todos les pasaba lo mismo. Nadie sabía qué iba a pasar y todos esperábamos que sucediera o mejor, pero nos preparábamos para lo peor. Claro está, ninguno era del todo consciente de qué podría ser lo peor».
La fuga estaba en marcha, pero con una hora de retraso. Un poco más despacio y un poco menos confiados de lo que habían esperado, los fugitivos fueron abriéndose paso poco a poco a través del túnel.
Tal como había predicho el Comité de Fugas, no todo salió a pedir de boca. Uno de los primeros problemas fue ocasionado por uno de los miembros más importantes de la Organización X. Tim Walenn apareció sin su bigote pelirrojo pero trayendo consigo lo que parecía ser un maletón en el que podría caber un fregadero de cocina entero. No era ni por asomo la humilde bolsa de viaje que Ker-Ramsay había examinado la noche anterior. Ker-Ramsay estaba horrorizado pero no podía negarse a dejar pasar a tan distinguido y esforzado artista de la evasión. Llegaron a una solución de compromiso por la cual el maletón iría en la primera vagoneta y Walenn saldría detrás. Ambos se estrecharon apresuradamente las manos en la entrada del túnel y prometieron invitarse mutuamente a una copa en el Club de la RAF de Piccadilly en unas semanas.
Walenn no iba a ser el único transgresor. También aparecieron otros que habían olvidado o que, sencillamente, habían hecho caso omiso de las normas sobre equipajes. Las maletas se quedaban estancadas en el túnel o se caían de las vagonetas, bloqueando el paso. A veces los fugitivos tuvieron que dar marcha atrás por todo el túnel y empezar de nuevo. Todos se daban cuenta de que las cosas iban excesivamente despacio. Lejos de salir a un ritmo de un hombre cada dos o tres minutos, en algunos casos llegaban a tardar hasta 12 minutos. Todos empezaban a ponerse nerviosos y muchos perdieron la calma. Los ánimos se enardecieron y Ker-Ramsay empezó a perder la paciencia con los oficiales que aparecían con un equipaje demasiado voluminoso. En un momento dado, la cuerda con la que tiraban de las vagonetas se rompió, y perdieron varios minutos indispensables en repararla. Después llegaron más sorpresas agridulces, pues la RAF pareció haber elegido también esa noche para realizar una de sus visitas. A miles de metros por encima del suelo, 800 aviones del Mando de Bombarderos comenzaron a pulverizar Berlín.
Eran aproximadamente las 23.45 horas cuando los prisioneros oyeron de repente el conocido ulular de las sirenas de aviso de ataque aéreo. Aunque Berlín se encontraba a más de 160 km de distancia, se apagaban todas las luces de cualquier ciudad que pudiera servir de señal luminosa para los bombarderos, y Sagan no era una excepción. En cuestión de segundos, las luces del túnel se apagaron con un parpadeo y los fugitivos que estaban en las vagonetas experimentaron la más angustiosa de las situaciones: la oscuridad total. El Comité de Fugas había previsto el problema, por lo que había lámparas de aceite a mano. Pero se tardó un tiempo en encenderlas todas y entre algunos prisioneros cundió el pánico. Wings Day era el número 20 y estaba esperando en el Barracón 104. Estaba a punto de bajar por el pozo de acceso cuando se apagaron las luces. Pasaron otros 35 minutos antes de que el controlador del tráfico le diera luz verde. Agradecido, Day desapareció por el pozo. Sydney Dowse se sentía aún más agradecido si cabe. Llevaba mucho más tiempo de lo esperado en la base del pozo de salida y su compañero, Danny Krol, que sufrió un problema grave de claustrofobia, ya se había marchado. Al ver aparecer a Wings Day dio gracias al cielo de que por fin le llegara el turno de salir. Tenía pocas esperanzas de encontrar a Krol en el bosque pero, al menos, la cadena de fuga empezaba a moverse de nuevo, por despacio que fuera.
El apagón eléctrico tenía al menos una buena consecuencia. También había eliminado la iluminación del perímetro exterior del recinto y los reflectores de la superficie. Aquello no era del todo positivo porque en esta eventualidad los alemanes redoblaban la guardia y enviaban a sus hombres con perros de presa a patrullar los recintos. Sin embargo, en esta precisa ocasión los vigías aliados que estaban apostados en las ventanas de los barracones por todo el Recinto Norte no percibieron que se intensificara la actividad de los guardias. Quizá los alemanes habían llegado a la misma conclusión que el compañero de habitación de Jimmy James, que no valía la pena salir en aquella noche de perros. Durante unos valiosísimos minutos los hombres pudieron empezar a salir del túnel a un ritmo mucho más rápido, que se paralizó de pronto cuando ocurrió lo que todos se temían. La maleta de Tom Kirby-Green se enganchó en uno de los puntales de madera. La vagoneta se paró con una sacudida. Por un momento, un silencio nervioso se apoderó de todos y de pronto, el techo se derrumbó sobre Kirby-Green.
Tardaron una hora de frenética actividad en sacar al oficial de la RAF y en reparar los daños, y un minuto después de que acabaran de arreglarlo todo volvió la electricidad y se iluminó el túnel. Se había desaprovechado cualquier ventaja que pudieran haber sacado de la obligada oscuridad en que quedó sumido el campo por el ataque aéreo. El último de los 30 viajeros «prioritarios» no salió hasta la 01.00 horas de la madrugada. Si la evasión hubiera salido según los planes más optimistas, estos 30 portadores de maletines debían haber estado ya de camino hacia la estación de Sagan hacia las 22.30 horas y a estas alturas habría unos 105 hombres en el bosque.
El infatigable Jimmy James, el número 39, seguía esperando en la entrada del túnel, haciendo acopio de toda la paciencia que podía y dándole vueltas a ese mismo asunto. Esperaba haber podido salir a medianoche y a estas alturas, a la 01.30 horas, empezaba a preguntarse si alguna vez lo haría. En cualquier caso, vestido como estaba con su disfraz de humilde leñador, James no podía hacer otra cosa que esperar a que le llegara el turno de salir con su compañero de fuga, el piloto de caza griego Sortiros Skanziklas. Cuando por fin el controlador del tráfico le dijo que ya podía salir, James se puso contentísimo. Llevaba cuatro años encerrado y se había dejado la piel en preparar ésta y otras muchas intentonas de fuga.
James saltó con impaciencia hacia el pozo de acceso y bajó la escalerilla a toda prisa. Se acomodó en la vagoneta y se lanzó hacia el siguiente punto de maniobra tan contento como cualquier usuario habitual del metro de Londres camino de la auténtica parada de Piccadilly Circus. El avance de James por el túnel fue uno de los más fluidos. Después de cambiar velozmente de tren en Piccadilly Circus, a los pocos minutos ya estaba en camino de Leicester Square para hacer otro transbordo. Al igual que un tren de verdad que se aproximara al final del trayecto, la vagoneta empezó a aminorar. Cuando llegó a la improvisada «cortina silenciadora» que había al final del túnel, James la apartó a un lado y se encontró en la cámara de salida.
Al llegar al final de la escalera, la visión de las estrellas encima suyo tenía un significado añadido para James. «Per Ardua ad Astra», se dijo a para sí, recitando el lema de la RAF. «Había salido en medio de toda aquella blancura helada —recuerda James—, la torre de los “animales” estaba justo encima de mí y podía ver a un centinela por el camino que rodeaba el recinto». No había tiempo que perder y James salió corriendo hacia los árboles con la sensación de que cada movimiento suyo sonaba como el estallido de un disparo de pistola. James recordaría más tarde que su paso a través del túnel había sido increíblemente rápido. «Era una forma bastante fácil de escapar, en realidad».
Por desgracia, James fue una excepción a la regla. El progreso general era muy pesado y lento, no sólo porque se hubiera producido un pequeño desprendimiento del túnel unos minutos después de que él saliera. Uno de los que se llevaban mantas había ocasionado que se partieran dos puntales. Tardaron 30 minutos en reparar los daños pero, al cabo de poco tiempo, se produjo otra fractura por la misma razón, y las reparaciones provocaron un retraso de otra media hora más. Además, no cesaban de aparecer hombres con equipamiento inadecuado. Johnny Dodge llegó envuelto en tanta ropa de abrigo para protegerse del frío que no había manera de que cupiera en el túnel. Haciendo gala de toda la cortesía de que fue capaz, Ker-Ramsay se vio obligado a decir al oficial superior que tendría que despojarse de uno o dos suéteres.
Ker-Ramsay se irritó al ver que la «brigada de las mantas», los fugitivos que iban a tener que soportar los rigores de la huida campo a través, repetían las mismas transgresiones que los portadores de maletas. Algunos llevaban fardos de mantas tan grandes que no cabían en el túnel, otros se habían metido tantos víveres en la guerrera que se quedaban atascados en el pozo. Ker-Ramsay estaba exasperado y advirtió varias veces a los hombres que se exponían a que les mandara al final de la cola. La evasión siguió plagada de pequeños derrumbes del túnel y roturas de las cuerdas, dado que los hombres estaban hechos un manojo de nervios y cometían errores elementales. No obstante, los fardos de mantas que algunos llevaban enrollados al cuello siguieron siendo el principal problema. Se enganchaban continuamente en los puntales de madera. El ritmo había descendido de un hombre cada 12 minutos a uno cada 14. Al final, a Ker-Ramsay no le quedó más remedio que prohibir las mantas, lo que significaba que los que iban a huir a pie quedarían a merced de temperaturas exteriores de hasta 30 grados bajo cero con poco más que sus harapientos gabanes y teniendo que sobrevivir a base de raciones que apenas darían para nutrir a un hombre sedentario. Una prueba de la profesionalidad de los hombres es que aceptaron la orden sin la más mínima queja. Les Brodrick, junto con sus compañeros de fuga, un joven aviador canadiense, Hank Birkland, y un hombre de la RAF, Denys Street, salieron en mitad de la gélida noche con ropas que casi ni servirían de abrigo en una noche fresca de verano, no digamos en el invierno más frío de Alemania en 30 años.
La única compensación a cambio fue que el ritmo de salidas se elevó a un hombre cada 10 minutos. Todos iban con retraso. A las 02.30 horas habían escapado menos de 50 hombres. Estaba muy claro que muchos de los que esperaban en el Barracón 104 no iban a tener la oportunidad de salir. Muy a su pesar, Ker-Ramsay ordenó a los 100 últimos que se fueran a la cama. Durante el resto de la noche, los desafortunados se tumbarían a soñar con lo que hubiera podido ser. Algunos se sintieron totalmente ultrajados. Otros aprovecharon alegremente la oportunidad para meter mano a sus raciones extra o, si estaban con talante generoso, se las ofrecieron a aquellos afortunados que todavía tenían la oportunidad de escapar. El amanecer estaba cada vez más cerca y sólo habían salido unos 60 o 70 hombres.
En el Barracón 104 todavía quedaba por tomar otra dura decisión. Dijeron a Tim Newman, el número 87 de la lista, que él sería el último hombre que podría bajar al túnel. Red Noble y Ken Shag Rees, que se encontraban ya dentro ocupándose de las maniobras, tendrían que retirarse en cuanto Newman se hubiera ido. El Comité de Fugas se aferraba a la remota posibilidad de poder tapar la salida del túnel y que siguiera sin ser descubierta para volver a utilizarla en el futuro. No sospechaban que la salida se había transformado en un enorme boquete negro con un reguero de nieve y barro que conducía directamente hasta el bosque, totalmente a la vista de las torres de vigilancia, formado por las pisadas de los hombres que al correr habían ido derritiendo la nieve de alrededor.
Al otro lado de la alambrada los acontecimientos empezaban a tomar un nuevo rumbo, para peor. George McGill estaba haciendo su turno de controlador del tráfico apostado tras la valla de «hurones» del bosque y Roy Langlois vino a relevarle. El nativo de las islas del Canal estaba a punto de dar un tirón a la cuerda cuando vio una silueta oscura bajando los escalones de la torre de vigilancia. Eran cerca de las 04.30 horas, y no era la hora del cambio de guardia. Langlois observó atentamente a la figura. Con creciente alarma vio cómo el guardia se encaminaba directamente hacia el agujero de la salida. El alemán se detuvo a escasos metros, se abrió el gabán, y se puso en cuclillas para hacer sus necesidades. El oscuro orificio estaba justo frente a él. Langlois contuvo el aliento. El guardia pareció tardar una eternidad hasta que por fin se incorporó, dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia su puesto. Langlois esperó a que estuviera de nuevo sentado en su sitio mirando hacia el campamento para tirar de la cuerda, sin tener muy claro si todo eso acababa de ocurrir o si se trataba de una alucinación.
El tráfico del túnel continuó a un ritmo lento. Empezó a clarear cerca de las 05.00 horas. El negro del cielo fue dando paso a un gris desalentador con los matices rojizos del sol rozando el horizonte. Quedaba muy poco tiempo para que las luces del amanecer hicieran imposible seguir con la fuga. El número 76, el jefe de escuadrón Lawrence Reavell-Carter, y el número 77, el teniente de vuelo Keith Ogilvie, acababan de salir del túnel y corrían hacia el bosque. Les esperaba Tony Bethell, el joven piloto de Mustang y compañero de fuga de Reavell-Carter. Langlois seguía actuando de controlador del tráfico y acababa de dar la señal de vía libre a Len Trent, el número 79, cuando sus ojos se toparon con otra visión preocupante cerca de la alambrada. Uno de los guardias que patrullaban el perímetro exterior se estaba desviando de su ruta habitual y parecía dirigirse directamente hacia la salida del túnel. Si seguía en línea recta en la dirección que llevaba se iba a topar directamente con el oficial neozelandés Mike Shand, que en ese preciso instante estaba atravesando como una exhalación la zona de nieve que mediaba entre la valla para «hurones» y el bosque. Langlois volvió a tirar de la cuerda inmediatamente para avisar a Shand y a Trent. Ambos se tiraron al suelo con la nariz pegada a la nieve, sin saber muy bien cuál era el peligro.
Reavell-Carter también les observaba preocupado desde el bosque. El guardia estaba andando en dirección al orificio de salida, aunque estaba claro por su forma de moverse que no había notado nada raro. Sencillamente parecía haber decidido tomar una ruta distinta a la habitual. Al poco la preocupación de Reavell-Carter pasó a convertirse en auténtico pánico al ver que el centinela parecía haber notado algo raro. El «animal» se paró en seco y desenfundó el fusil con determinación. Rápidamente, dirigió sus pasos hacia el orificio del suelo, del que no habían parado de salir delatoras nubes de vapor durante toda la noche al contacto con el frío aire exterior. Shand ladeó la cabeza para ver qué estaba pasando; decidió que no había nada que perder y que merecía la pena intentar escapar a todo correr. Se puso en pie de un brinco y corrió hacia el bosque. Keith Ogilvie, que estaba esperando en el linde del bosque, corrió también a buscar cobijo en el interior. En aquel momento, el centinela alemán estaba justo encima de Len Trent aunque no lo sabía, gracias a la oscuridad. Estaba atento y sorprendido por el inesperado ajetreo y ruido de movimientos que se estaba produciendo entre las sombras que le rodeaban. Rápidamente se recuperó, levantó el fusil y apuntó hacia las sombras de Shand y Ogilvie. Al verlo, alarmado, Reavell-Carter se puso en pie de un salto y salió del bosque con las manos en alto gritando: «Nicht schiessen, nicht schiessen! (¡No disparen!, ¡no disparen!)». Reavell-Carter agitaba los brazos desesperadamente para llamar la atención del guardia. Langlois salió de las sombras para unirse a él. Eso sí que pilló totalmente desprevenido al guardia. Sin saber muy bien qué hacer, disparó un tiro al aire por encima de la cabeza de Mike Shand.
La fuerte detonación hizo entrar en razón también a Len Trent, que se puso en pie precavidamente, con los brazos en alto y las manos sobre la cabeza, casi al lado del atónito guardia. Shand siguió corriendo, aparentemente sin darse cuenta de los riesgos que habían afrontado Langlois y Reavell-Carter para salvarle la vida. El fugitivo desapareció en el bosque, pisándole los talones a Ogilvie. El alemán apuntó ansiosamente con la linterna en todas direcciones, sin parar de preguntarse si habría aún más oficiales aliados desperdigados por el suelo. El haz de luz pasó sobre cada uno de los alarmados rostros de los evadidos para sacarlos de las sombras. Langlois, Reavell-Carter y Trent siguieron cautelosamente con los brazos en alto, evitando hacer el menor movimiento que pudiera provocar al guardia. El alemán se dio cuenta de que se encontraba en medio de un enorme barrizal negruzco de nieve derretida. Se hizo a un lado con precaución y enfocó la salida del túnel. El haz de luz dio justo en la cara de Bob McBride, el número 80, a quien pilló encaramado en el último tramo de la escalera. McBride no pudo hacer nada sino esbozar una leve sonrisa. Al verle, el «animal» sacó su silbato y lo hizo sonar. No era más que un pitido de escasa potencia, pero resonó por el bosque y por el Recinto Norte como las trompetas del Juicio Final.
Todos los ocupantes del Recinto Norte alzaron la vista al oír el ruido seco pero inconfundible de un disparo de fusil en la distancia, y todas las cabezas del Barracón 104 se giraron hacia el lugar de donde provenía el tiro. Al poco tiempo oyeron el espantoso pitido del silbato, seguido de un silencio sepulcral que pareció durar varios minutos. Enseguida empezaron a llegarles los sonidos cada vez más agudos y precipitados que salían de la Kommandantur. Los hombres podían oír el ladrido de los perros y las maldiciones furiosas de los alemanes. Los ruidos eran más altos y claros. En la mente de todos no cabía la menor duda de que se podía dar por terminado el juego.
No obstante, en el túnel, Tim Newman, creyendo que iba a salir en último lugar, acababa de despedirse de Ker-Ramsay y se arrastraba sobre la vagoneta hacia Piccadilly Circus. Ker-Ramsay empezó a gritarle que volviera, pero él siguió como si tal cosa. Puede que no hubiera oído los gritos ni el disparo de la superficie. Ker-Ramsay resolvió la situación metiendo las piernas por el bastidor que afirmaba el túnel y tirando de la cuerda que estaba atada a la vagoneta de Newman. Cuando éste llegó absolutamente perplejo al pie del pozo de entrada, el oficial superior le explicó lo que había pasado. Los dos se encaramaron con dificultad por el pozo de acceso lo más deprisa que pudieron. Lo más importante ahora era evitar que hubiera bajas y deshacerse de cualquier material comprometedor. Cuando Ker-Ramsay apareció en el barracón, ordenó a todos los fugitivos que destruyeran sus documentos de identidad falsos y cualquier otro papel falsificado. Les dijo que trataran de ocultar todos los enseres que tuvieran preparados para la fuga del modo que pudieran. Seguidamente volvió a desaparecer en el túnel para organizar la evacuación de los que aún permanecían allí. Lo que más temía era que algún guardia alemán, presa del pánico, les rociara con una ráfaga de metralleta por el agujero de salida. Aún quedaban cinco hombres, Muckle Muir y Red Noble entre otros, corriendo hacia el pozo de entrada desesperados por largarse de allí. Otro oficial, Shag Rees, que fue el último en regresar, trató de describir a Ker-Ramsay lo que pudo ver de lo ocurrido en la salida del túnel desde su posición estratégica en la base del pozo, que no fue mucho.
Mientras se lo relataba, un oficial aliado que había estado vigilando el exterior llegó al Barracón 104 casi sin aliento. Acababa de ver salir a un grupo de alemanes del cuarto de guardia y abalanzarse hacia donde se encontraba la salida del túnel. No había forma de saber si alguien había resultado herido por el disparo. Una sucesión de hombres empezaron a salir precipitadamente por la entrada del túnel, algunos presa del pánico, todos empapados en sudor abrigados como iban por sus engorrosos disfraces de fuga. Volvieron a colocar a toda prisa la trampilla y la estufa en su sitio. Otro oficial llegó contando que parecía que habían pillado a un grupo de hombres en la salida del túnel y que les estaban trayendo de vuelta. Los hombres del Barracón 104 encendieron decenas de pequeñas fogatas para quemar sus papeles y el aire se llenó de humo. Tras deshacerse de las pruebas comprometedoras algunos procedieron a zamparse el resto de sus raciones extra. Sabían que sería lo primero que quedaría confiscado por los alemanes y no iban a darles ese gusto. La mitad de ellos pasarían las dos semanas siguientes muriéndose de hambre en la «nevera». Algunos prisioneros intentaron saltar por las ventanas del Barracón 104 para llegar hasta sus barracones hasta que un «animal» los vio y descargó sobre ellos una ráfaga de metralleta.
Por extraño que parezca, sin embargo, los alemanes tardaron en dar con el barracón desde donde partía el túnel. El recinto quedó invadido de equipos de guardias que rastrearon de barracón en barracón. Dado que no había voluntarios que se prestaran a bajar al pozo de salida, Charlie Pfelz se dejó convencer para hacerse cargo de la tarea y saltó cautelosamente al abismo equipado con una potente linterna y una pistola. Hasta las 05.30 horas no llegó ningún guardia al Barracón 104. Cuando apareció el primero, iba armado con un revólver y llevaba un pastor alsaciano tirando con fuerza de la correa. Ironías del destino, se trataba del dócil Hundführer que les había proporcionado tanta ayuda durante aquel último año, facilitándoles material e información. Pero ahora estaba absolutamente perplejo por lo que había descubierto. El pasillo estaba lleno de humo y una veintena de rostros embravecidos le miraban fijamente. Por suerte, al perro se le había pegado algo de su amo y no daba muestras de animadversión contra los oficiales. Tomando la iniciativa, se acomodó sobre la pila de abrigos que había arrinconados en el pasillo. El Hundführer debió pensar que era una buena medida a seguir dadas las circunstancias y, después de ordenar a todos que se quedaran donde estaban sin moverse de su sitio, se acomodó junto al perro. Transcurrió una hora más hasta que otro destacamento de alemanes entró por la fuerza en el Barracón 104. Pronto se vería hasta dónde llegaba la furia del coronel Von Lindeiner.
Fuera de la alambrada, Roy Langlois, Bob McBride, Lawrence Reavell-Carter y Len Trent disfrutaban, a pesar de estar tiritando de frío, de sus últimos minutos de libertad antes de que una dotación completa de guardias llegara para escoltarlos de vuelta al campo. Les encerraron temporalmente en el cuarto de guardia. Aprovecharon el descuido de los dos únicos «animales» que les vigilaban para deshacerse de los documentos comprometedores en las brasas de una estufa encendida. Estaban en eso cuando la puerta se abrió de golpe y aparecieron el coronel Von Lindeiner y el capitán Hans Pieber.
El Kommandant se mostraba encolerizado y casi sufrió un ataque cuando los cuatro se negaron a contestar, con toda la cortesía de que fueron capaces, ninguna de sus preguntas acerca de la evasión. El capitán Pieber estaba visiblemente afligido y a los hombres les dio la impresión de que lamentaba profundamente tener que comunicarles que seguramente serían trasladados a otro campo. El incómodo interrogatorio terminó con Von Lindeiner anunciándoles que preveía que la Gestapo tomaría graves represalias por los acontecimientos de aquella noche. «No tienen ni idea de lo que han hecho», les gritó furioso cuando se separaron. Los oficiales aliados fueron conducidos a la «nevera» y el Kommandant y Pieber atravesaron el Recinto Norte, seguidos de Simoleit y otros miembros de los cuerpos de seguridad. Entre ellos se encontraba Rubberneck, muy agitado. A juzgar por su actitud, parecía disfrutar con la idea de que la Gestapo tomara las represalias que quisiera contra los oficiales aliados.
Para entonces, en el Barracón 104, Ker-Ramsay empezó a percibir el ruido de alguien arañando por debajo de la estufa. O había contado mal a los fugitivos y le faltaba uno o los guardias habían seguido el túnel hasta su origen. No había nada que él pudiera razonablemente hacer, aparte de hacer caso omiso de momento y esperar a que llegaran los hombres del coronel Von Lindeiner, que tardaron bastante. A las 06.30 horas el recinto se llenó de ruidos de motores en marcha y chirridos de ruedas con la llegada de decenas de guardias de la Luftwaffe en un convoy de motocicletas y semiorugas. Todos llevaban cascos de acero e iban armados con metralletas, lo que no era en absoluto necesario dadas las circunstancias, pero que servían al firme propósito de dejar muy claro a los prisioneros que se utilizarían en caso necesario. Enseguida se apostaron cuatro ametralladoras pesadas, una frente a cada esquina del barracón. Poco después de que tomaran posiciones, aparecieron Von Lindeiner, Pieber y Rubberneck acompañados de un grupo numeroso de «hurones» y otros oficiales del cuerpo de seguridad.
Las puertas del Barracón 104 se abrieron de golpe y los hombres entraron, muy nerviosos y empuñando sus revólveres, cosa bastante inusual. Von Lindeiner todavía no se había calmado tras el careo con los cuatro fugitivos en el cuarto de guardia. Tenía el rostro rojo de ira y casi no podía hablar coherentemente. Se le oyó advertir que se encargaría personalmente de disparar sobre cualquiera que diera problemas. Los oficiales aliados nunca le habían visto de tan mal humor. Todo el placer que podían sentir por causar tantos problemas a los alemanes se desvanecía ante el evidente disgusto que estaban ocasionando a aquel hombre tan respetable. El Kommandant ordenó a todos salir del barracón, donde les obligaron a quedarse en paños menores.
Fuera se había desencadenado una pequeña tormenta de nieve, pero todos aquellos que remoloneaban fueron conducidos sin ningún miramiento a la «nevera». Otros dos que trataron de tomárselo a la ligera también siguieron el mismo camino. Shag Rees y Red Noble se vieron envueltos en una desagradable discusión con Rubberneck, que parecía estar más que dispuesto a pegarles un tiro a ambos allí mismo. Tras unos minutos de gran tensión, los prisioneros desistieron y se desvistieron como les habían ordenado. Algunos de los que habían planeado escapar se las arreglaron para enterrar sus brújulas en la nieve y se tragaron disimuladamente sus mapas y otros materiales clandestinos. No obstante, los alemanes les arrebataron cualquier artículo de ropa que pudiera servir para un disfraz de paisano y lo fueron amontonando en una enorme pila ante los propios ojos de los prisioneros.
Al cabo de poco tiempo, todo el campamento estaba de pie en la nieve, formando una masa de cuerpos desnudos, pálidos y temblando de frío. La tensión entre ambos bandos empezó a disminuir paulatinamente y se empezaron a calmar los ánimos. Los oficiales de la RAF acabaron decidiendo que era mejor abrir la trampilla de Harry para dejar salir al pobre Pfelz. Salió con una sonrisa burlona en el rostro, no tanto debida, pensaron los oficiales, a que por fin se había acabado su terrible encierro, sino a imaginarse la gran turbación que embargaría a Rubberneck cuando informara al Kommandant con todo lujo de detalles de la envergadura del logro de los excavadores. A las 08.30 horas se procedió a hacer un recuento exhaustivo de todo el campo; los alemanes sacaron fotografías para identificar a los que seguían allí y a los que no. Cuando acabaron, se sabía el verdadero alcance de la evasión y los alemanes habían identificado a los 76 oficiales evadidos. Como es normal en cualquier comunidad pequeña, era imposible guardar un secreto en el Stalag Luft III y muy pronto la noticia corría susurrada de boca en boca, lo que provocó no pocas sonrisas de satisfacción y hasta algún grito contenido de alegría. Sin embargo, en aquella ocasión ningún prisionero se atrevió a provocar a los alemanes con sus muestras de alegría como hubieran hecho en el pasado.
Para el coronel Von Lindeiner la noticia suponía un auténtico desastre. Inmediatamente supo que tendría que enfrentarse a un consejo de guerra, y no podía descartar un destino mucho peor. Muy a su pesar, pero con carácter de urgencia, ordenó a sus oficiales que comunicaran telefónicamente la noticia a varias autoridades comarcales y, por supuesto, a Berlín. Se advirtió a las estaciones de trenes locales que estuvieran al tanto de la aparición de posibles fugitivos. También se dio el aviso a los aeródromos. Había que parar, registrar e interrogar a cualquier civil, ya fuera a pie, en coche o en bicicleta, en un radio de acción de 80 kilómetros alrededor de Sagan.
En la jefatura de policía más próxima, el jefe de la Kripo de Breslau, el Obersturmbannführer (teniente coronel) Max Wielen, decidió que la evasión era motivo suficiente para una Kriegfahndung (alerta general) que pronto elevó a la categoría de Grossfahndung: orden general de búsqueda y captura, el nivel de alerta máxima en Alemania. Wielen tenía que rendir cuentas directamente ante la Reichssicherheitshauptamt de Heinrich Himmler en Berlín. Además de los cuerpos de policía regulares, se movilizaron destacamentos de la Gestapo, de las SS, de las milicias populares (Volkssturm) y de las Juventudes Hitlerianas, así como soldados de la Wehrmacht en busca de los evadidos. Se lanzó la alerta en los puertos y en las estaciones de tren y se reforzaron las patrullas fronterizas.
Se llegó a decir que la alerta mantuvo ocupados, de una u otra forma, a casi cinco millones de alemanes entre civiles, agentes de policía y personal militar, durante los meses siguientes. Seguramente la cifra es algo exagerada pero sin duda varios miles, si no cientos de miles, de alemanes se vieron implicados en la tarea de perseguir a los Kriegies evadidos en lugar de dedicarse a algo más productivo para el esfuerzo bélico. No es exagerado decir que el Führer sufrió uno de sus accesos de cólera más violentos cuando se enteró de la noticia. Recibió el informe sobre la debacle mientras se encontraba en Berchtesgaden, su refugio de los Alpes bávaros, durante el fin de semana.
Por fin, cuando el sol se alzó sobre el Stalag Luft III, otro grupo de prisioneros del Barracón 104, seleccionados por el propio Von Lindeiner y el personal a su servicio, fueron enviados a la «nevera» por mala conducta. Pero en el cuarto de guardia, el capitán Pieber fue informado de que no había sitio en el calabozo para más prisioneros. En consecuencia, la mayoría de ellos fueron devueltos a sus barracones, congelados de frío y hambrientos pero agradecidos por la pequeña clemencia de la que habían sido objeto. Sin embargo, pocos eran aún conscientes de por qué poco se habían librado. En cuanto Von Lindeiner volvió a sus oficinas de la Kommandantur supo que, para él, la guerra había terminado definitivamente.