6

HARRY

La noticia del éxito de la evasión del «caballo de madera» llegó al Stalag Luft III poco después de que los tres hombres estuvieran de vuelta en Inglaterra. Cuando, durante el Appell matutino, se anunció que habían llegado sanos y salvos a casa, todos prorrumpieron en grandes vítores. La fuga de Williams, Codner y Philpot supuso un enorme estímulo psicológico tras la devastación causada por el descubrimiento de Tom. La moral de los prisioneros se elevó aún más por la noticia de la incursión de los Aliados en el sur de Italia. La llegada de un contingente de prisioneros aliados que habían participado en la campaña italiana, y que habían escapado de campos de prisioneros en Italia, también sirvió para levantar los ánimos. Para los hambrientos y cansados hombres de Sagan, la repentina aparición de sus compañeros de armas, con sus caras bronceadas y sus historias sobre las victorias contra los nazis, supuso, para variar, una agradable sorpresa. Los hombres escuchaban emocionados cómo les contaban que habían disfrutado de semanas de libertad en los Alpes tratando de llegar a Suiza. El odiado Tercer Reich de Hitler, que había mantenido al mundo entero bajo su yugo al principio de la guerra, ya no parecía un adversario tan formidable. La «Fortaleza Europea» empezaba a desmoronarse a pasos agigantados. La otrora tan temida maquinaria bélica nazi se batía en retirada por tierra, por aire y por mar. Las ciudades alemanas empezaban a caer bajo la implacable campaña de bombardeo aéreo de los Aliados. A menudo los prisioneros podían disfrutar del placer de ver volar a los bombarderos estadounidenses Flying Fortress y Liberator, arriba en el cielo, de regreso de sus misiones de combate. El campamento entero prorrumpía en una oleada de aplausos y vítores, para irritación de los «animales». De noche, el estruendo distante de los ataques aéreos reconfortaba a los reclusos. Un día en que Berlín fue objeto de un embate especialmente cruento, Glemnitz, rojo de ira, se dirigió con paso firme hasta el Recinto Sur en busca de Bub Clark. Ambos mantenían normalmente una relación cordial, pero en esta ocasión Glemnitz señaló con el dedo al rostro de Clark y le dijo entre dientes: «Cuando acabe la guerra, usted se encargará de reconstruir este país, coronel Clark». El oficial estadounidense no pudo evitar compadecer al alemán, por quien sentía aprecio y a quien seguiría viendo después de la guerra. Pero a esas alturas de las hostilidades, Clark había visto suficientes atrocidades cometidas por los nazis como para no tomarse demasiado a pecho los métodos utilizados para acabar con ellas.

La estación de las fugas había llegado a su fin. Los inviernos de la Europa central eran tan fríos que muy pocos prisioneros estaban dispuestos a soportar las privaciones de la vida al otro lado de la alambrada. La mayoría se mentalizaron y se dispusieron a disfrutar de unas Navidades tranquilas, que pasarían soñando con planes de fuga que se reanudarían en primavera, o sencillamente leyendo o asistiendo a alguna clase, y montando alguna obra de teatro o algún musical. Las clases de alemán eran las más populares, dado que había tantos prisioneros preparándose para escapar. Casi todo el mundo estaba de acuerdo en que el Macbeth de octubre era uno de los mejores montajes llevados a escena. Por estas fechas se empezaron a proyectar películas británicas y americanas en el cine, una novedad que tuvo muy buena acogida. Entre las favoritas estaba el clásico de Ginger Rogers y Fred Astaire Ritmo loco. El ambiente del Stalag Luft III era casi el de un internado de pago, si bien es cierto que bastante austero.

Los alemanes también habían bajado la guardia y se producían menos altercados entre los cautivos y sus captores. Una vez ocurrió un incidente curioso. En un momento dado, el sistema de «comparsas» tuvo un fallo y Glemnitz sorprendió a Ivo Tonder confeccionando un traje de paisano. Glemnitz salió triunfante del recinto con el traje en sus manos. Se dieron un par de absurdos conatos de fuga que evocaban los esfuerzos de aficionado de otros tiempos y que fueron autorizados por el Comité de Fugas con la intención de dejar que los alemanes se confiaran. Bushell esperaba poder convencer a los alemanes de que el descubrimiento de Tom había conseguido realmente aplacar las ansias de fuga de los prisioneros. El propio Bushell dejó caer por ahí que hasta a él mismo se le habían quitado las ganas de escapar. En su lugar, se entregó en cuerpo y alma al mundillo del teatro dentro del campamento y se anunció que haría el papel de profesor Higgins en el siguiente montaje de Pigmalión, de George Bernard Shaw.

Gran parte de las inocentes actividades que se desarrollaban en el campo no eran sino tapaderas de los preparativos clandestinos que seguían en marcha para llevar a cabo un intento de fuga a través de Harry al año siguiente. De hecho, Bushell estaba siempre hablando de la fuga de 1944 con Massey y Day, revisando constantemente los planes y afinando las estrategias. También se estaba empleando a fondo en mejorar su alemán y empezó a asistir a clases de checo y de danés. Jimmy James seguía estudiando ruso y alemán. A pesar de la momentánea victoria de Glemnitz, la sastrería de Tommy Guest e Ivo Tonder siguió produciendo una gran variedad de ropa de paisano y también algún que otro uniforme militar. En el Barracón 103, la producción de brújulas de Al Hake podía competir en eficacia con la de una cadena de montaje automovilística de Henry Ford. El equipo de confección de mapas de Des Plunkett se lanzó a elaborar un completo legajo de mapas muy detallados en los que se mostraban las posibles rutas de escape, diseñados a la medida exacta de cada plan de fuga. El departamento de falsificación de Tim Walenn, que ahora operaba desde el Barracón 110, siguió produciendo como churros una vasta colección de documentos, permisos, salvoconductos y carnés de identidad falsos que necesitarían los evadidos.

Para cuando llegara en pocos meses el momento planeado para la evasión, los fugitivos tendrían a su disposición 250 brújulas y 4000 mapas, así como unos 100 trajes cosidos a mano, que no tenían nada que envidiar a los confeccionados con todo esmero en Hamburgo o Dresde, y 12 uniformes alemanes. Aquel invierno, Dean & Dawson adquirió dos innovaciones que acelerarían muchísimo el proceso de falsificación. Un «hurón» dócil, que no se había dejado intimidar por Rubberneck Griese, facilitó al Comité de Fugas una máquina de escribir y John Travis fabricó una pequeña imprenta, que manejaba desde el fondo del pozo de acceso de Dick. Se estaba empezando a desechar la idea de escapar a través de dicho túnel puesto que parecía evidente que habría que prolongarlo unos 20 metros más dada la rapidez con que se estaba construyendo el nuevo Recinto Oeste. Por tanto, el túnel se empezó a utilizar para almacenar gran parte del material clandestino necesario para la evasión. Tommy Guest guardaba sus trajes y otras prendas de vestir ya terminadas en el altillo del barracón de los aseos. El resto del material de fuga (brújulas, mapas, alimentos de alto valor nutritivo, etc.) se escondía en tabiques falsos, treta que, sorprendentemente, aún no había sido descubierta por los alemanes.

En noviembre empezaron a caer los primeros copos de nieve, pero las grandes nevadas del invierno no llegaron hasta bien entrado diciembre. La vida de los prisioneros se vio algo reconfortada por la llegada de más paquetes de la Cruz Roja y por la proyección de la película de Hollywood La fiera de mi niña, protagonizada por Katharine Hepburn y Cary Grant. En Nochebuena, en medio de un silencio sepulcral, un corneta entonó en el campamento los acordes del villancico Noche de Paz. No sirvió de gran consuelo a los hombres que soñaban con estar en casa con sus familias, al calor del hogar, mientras se veían obligados a enfrentarse con la cruda realidad de las nieves de Silesia y los glaciales vientos del este que azotaban el campo. Para algunos, como Wings Day, era su quinta Navidad en cautividad, un aniversario que no movía a celebraciones precisamente. La mayoría de los prisioneros trataron de crear algún tipo de ambiente festivo, organizando, por ejemplo, cenas de Navidad. La mayoría habían ido guardando provisiones para derrocharlas el día de Navidad. Jimmy James recuerda cómo algunos trataron de divertirse a costa de los guardias alemanes invitándoles a un brebaje alcohólico de 87 grados. «Uno de los hombres —cuenta James— se desplomó en la nieve tras beberse una botella y fue arrastrado por los dos perros guardianes a su cargo. A otro guardia le arrojaron aquella noche una botella del aguardiente ilícito para que se la tomara en su garita y se acabó cayendo de la torre de vigilancia horas más tarde». A pesar de las diversiones, la Navidad no era una fecha precisamente alegre para la mayoría de los hombres. Sin embargo, cuando en Nochevieja brindaron por la llegada de 1944 con whisky ilegal, los ánimos estaban algo más elevados, pues todos sabían que el fin de los trabajos en Harry estaba a la vuelta de la esquina.

Al llegar Año Nuevo, el Comité de Fugas ya había desechado totalmente la idea de utilizar Dick, en gran parte debido al Recinto Oeste pero también porque se encontraba abarrotado por el material de fuga y la imprenta de Travis. Se decidió trasladar también allí el departamento de carpintería. Todos los esfuerzos del Comité de Fugas estaban volcados ahora en Harry, que tenía ya una extensión de unos 30 metros hacia el norte, pasando por debajo del Vorlager (y directamente debajo de la «nevera»). Según los cálculos del Comité de Fugas, sólo faltaban otros 6,5 metros para poder abrir una salida segura, más allá de la arboleda. Bushell esperaba pillar desprevenidos a los alemanes si salían antes de la primavera, época en la que los «hurones» estarían en alerta máxima, lo que significaba que los hombres tendrían que ponerse manos a la obra muy pronto.

El 10 de enero se reanudaron los trabajos en Harry con un sentimiento generalizado de renovada impaciencia. La trampilla estaba tan bien cerrada que tardaron dos horas en volver a abrirla. Harry Marshall, Wally Floody y Crump Ker-Ramsay se turnaron para picar el cemento del bloque de hormigón enlosado. Una vez abierto el acceso, los hombres bajaron a Harry y lo sometieron a un meticuloso escrutinio. Se pusieron muy contentos al comprobar que el túnel había soportado los rigores del invierno mucho mejor de lo esperado: sólo hacía falta volver a apuntalar cuatro tablones y reparar un poco los sacos de la bomba de aire, que estaban algo picados. Lo más difícil sería reparar los tubos de ventilación hechos con latas de leche Klim. El peso de la estructura del túnel había resquebrajado los conductos de ventilación en algunas zonas y se había metido arena por muchas de las grietas, causando obstrucciones. Era complicado acceder a ellos y repararlos porque estaban firmemente encajados en los puntales verticales. Cuando se pusieron a ello, resultó que sólo tardaron cuatro días en desmontar secciones concretas del suelo y sustituir las partes del conducto que estaban dañadas. El Comité de Fugas no estaba precisamente descontento con este pequeño programa de restauración, que sólo llevó unos cuantos días. El 15 de enero se reanudaron las excavaciones en Harry.

A finales de mes, los excavadores habían construido la primera zona de escala técnica (una especie de habitáculos dentro del túnel a los que se referían de diversas formas, por ejemplo «puntos de maniobras» o «refugios») y a la que le pusieron el nombre de Piccadilly Circus. A la siguiente pensaban llamarla Leicester Square y el mero hecho de pensar en estas típicas plazas londinenses les servía de aliciente para acelerar el ritmo. Avanzaban una media de un metro o metro y medio al día. Wally Floody y Ker-Ramsay dirigían los equipos de excavación, que trabajaban hasta bien entrada la tarde. En el interior del túnel, los del frente de excavación se encontraron en aprietos en un par de ocasiones. Wally Floody quedó enterrado por un desprendimiento y tuvieron que sacarlo a rastras, semiinconsciente. Otro excavador se dio un golpetazo en la cabeza con un madero que le cayó encima desde lo más alto del pozo de acceso. No obstante, fue sorprendente el escaso número de lesiones y accidentes que se produjeron en general.

La espesa capa de nieve que cubría el recinto presentaba un serio problema para el equipo de Peter Fanshawe, encargado de esparcir la arena. Estaba claro que ya no podrían hacerlo de la manera habitual. La solución se le ocurrió al ingenioso Fanshawe. El teatro que Von Lindeiner había tenido la amabilidad de concederles había sido construido por los propios prisioneros. Las gradas tenían capacidad para 350 asientos y cada fila se elevaba un poco sobre la anterior para que todo el público tuviera una buena visión del escenario. El interior de esta monumental estructura triangular estaba hueco y lo habían sellado una vez finalizadas las obras de construcción del teatro. Ahí podría caber posiblemente toda la arena excavada de Harry. No sería complicado crear un par de trampillas secretas debajo de algún que otro asiento. Una vez más, el Comité de Fugas estaría eternamente agradecido por el ingenio aparentemente sin límites de Fanshawe.

Fanshawe, por su parte, necesitaba encontrar a alguien meticuloso y de absoluta confianza para que se hiciera cargo de la organización de la dispersión de la arena en el teatro, ya que no era una tarea tan fácil como pudiera parecer a primera vista. No se trataba sólo de vaciar los sacos de arena por un agujero. Era fundamental que no cayera ni un grano de arena sobre la nieve, camino del teatro, pues dejaría un pulcro y nítido rastro que serviría a los alemanes para seguirles la pista. Además, la misión debería llevarse a cabo en la oscuridad, puesto que en invierno se hacía de noche a las cinco de la tarde. Poco después, Fanshawe se topó con Jimmy James mientras ambos corrían su circuito diario alrededor del recinto. James había sido uno de los excavadores más entusiastas pero Fanshawe se preguntaba si le apetecería un cambio. Le preguntó si quería un trabajo.

«Bueno, de momento estoy en paro, como la mayoría de nosotros, y si tengo que quedarme aquí mucho más tiempo, ya no serviré para ningún trabajo —contestó James—. ¿Qué se está cociendo?».

Eligieron el asiento número 13 para ocultar la trampilla. James, siempre tan optimista, pensó: «dicen que el 13 da buena suerte en muchos países». John Travis construyó unas bisagras especiales para que se pudiera levantar el asiento hacia atrás. Fanshawe calculó que necesitarían dos equipos de seis personas para realizar el trabajo cada día entre las seis de la tarde y las diez de la noche, hora en que los alemanes cerraban las puertas de los barracones. Jimmy James se encargaría de uno de ellos y el comandante Ian Cross del otro. Cross se había intentado escapar hacía poco tiempo aprovechando la ocasión que se había presentado, escondido entre el cargamento de troncos de pino que llevaba un camión que estaba a punto de salir del recinto. Lamentablemente, Glemnitz le vio, detuvo el camión y pidió al conductor que se pusiera a dar vueltas por todo el recinto lo más rápidamente posible. Después de pasar a toda pastilla por encima de los tocones de árbol y los baches del recinto, el camión regresó adonde se encontraba Glemnitz, que esperaba ufano para saludar a Cross, quien salió algo magullado pero ileso de su escondite. «Espero que haya disfrutado del paseo, comandante, y que no se haya lastimado mucho», le dijo Glemnitz antes de enviarle a la «nevera».

Había otros 70 hombres participando en la operación de dispersión de la arena. Primero había que cargarla en petates en el fondo del pozo de acceso y llevarlos al Barracón 109, donde los porteadores se los esconderían bajo el gabán para acarrearlos hasta el teatro. Había veces en que se llevaban directamente al teatro, si se conseguía distraer la atención de los «hurones», pero lo normal era que tuvieran que seguir una ruta más larga para no despertar sospechas. Una vez en el teatro, las bolsas se arrojaban a través del asiento 13a los que esperaban debajo mientras en el escenario llevaban a cabo sus ensayos. El capitán Bernard Pop («Abuelo») Green (al que llamaban así por ser uno de los prisioneros de mayor edad) se dio cuenta casi inmediatamente de lo difícil que era la tarea. Una noche, al cruzar el recinto con un cargamento de arena, se le enganchó el gabán en uno de los troncos cortados que había desperdigados por todas partes y la arena se desparramó dejando marcas en la nieve difíciles de disimular.

Otro problema que tenía la arena es que desprendía un olor inconfundible. Los «hurones» rara vez dejaban escapar una oportunidad de registrar entre bastidores y Von Lindeiner y otros oficiales alemanes solían acudir a ver las representaciones. Si llegaban a detectar alguna vez algún tufillo extraño, se acabaría el juego y sin duda alguna clausurarían el teatro. Todos estaban de acuerdo en que el teatro era una de las pocas cosas que realmente servían para levantar la moral en el Stalag Luft III. Su clausura supondría una gran pérdida. No obstante, de acuerdo con la nueva filosofía de Wings Day de llevar el frente de batalla a Sagan, el Comité de Fugas resolvió que se daría absoluta prioridad a la evasión, y que la moral de los hombres sería un asunto secundario. Finalmente, a Jimmy James se le ocurrió un ingenioso método consistente en distribuir por debajo de los asientos varias latas con sustancias que desprendieran distintos aromas, en especial tabaco. Se animó a los fumadores de cigarrillos y de pipa a asistir con frecuencia al teatro, de manera que toda la estructura quedara envuelta en una espesa nube de humo.

En febrero ocurrió otro incidente que conmocionó a los evasores. Un abultado grupo de soldados armados de la Wehrmacht se presentó, sin previo aviso, en la entrada principal del recinto y en menos que canta un gallo se abalanzó hacia el Barracón 104, con Rubberneck a la cabeza. Para cuando George Harsh lanzó por el pasillo la voz de alarma de «¡hurones!», los alemanes ya se encontraban en el edificio abriendo a empellones las puertas de todas las habitaciones. Harsh se preguntó cuántos segundos tardarían en dar con la estufa que, en ese preciso instante, estaría seguramente desplazada de su sitio, dejando al descubierto el hueco de acceso a Harry. Pero Pat Langford, el Trapführer de Harry, había vuelto a taparlo en un tiempo récord. En 20 segundos exactos había cerrado de golpe la trampilla de hormigón, había barrido el polvo del suelo y había vuelto a colocar la estufa y su chimenea. Cuando Rubberneck irrumpió en la pequeña zona de cocina, Langford sonreía inocentemente y todo estaba en su sitio. Los «hurones» revolvieron el 104 de arriba abajo sin encontrar nada. Fue alarmante que prestaran especial atención al hormigón enlosado de la trampilla de Harry. Por un lado, era alentador que no hubieran encontrado nada tras tamaño escrutinio. Pero el episodio no dejaba de ser preocupante para el Comité de Fugas. Estaba claro que los alemanes sabían que el túnel partía del 104. Que lo encontraran era sólo cuestión de tiempo.

Las excavaciones prosiguieron y los equipos de dispersión de arena trabajaron sin descanso, salvo unos días, a principios de febrero, en los que la luna llena inundó el campo de una luz tan clara que no había forma humana de que no los vieran desde las garitas de los «animales». Para entonces, los excavadores estaban a punto de alcanzar el hito simbólico de los 200 pies (unos 60 metros). Los equipos de dispersión tuvieron un golpe de suerte una noche en que al «hurón» de guardia le distrajo durante dos horas su contacto, que le invitó a su habitación a tomar café y galletas. En aquellas dos horas, el equipo de dispersión se pudo deshacer de la increíble cantidad de cuatro toneladas de arena. Más o menos sobre las mismas fechas, la fortuna sonrió de nuevo al Comité de Fugas. Von Lindeiner ordenó que se instalara en el recinto un sistema de megafonía que llegara a todos los rincones del campamento. Mientras el técnico alemán encargado de instalarlo se encaramaba trabajosamente a un poste para acoplar un altavoz, el oficial canadiense Red Noble, que pasaba por allí, no pudo evitar fijarse en dos enormes bobinas de cableado eléctrico que se encontraban a los pies del poste. Noble las cogió con disimulo y echó a andar como si tal cosa bajo la mirada de desesperación del desventurado técnico. Como solía ocurrir en esos casos, el robo no se llegó a denunciar. El obrero estaba seguramente más preocupado por su propio bienestar que por el hecho que los Kriegies se hubieran hecho con un valioso material de fuga. El botín de Noble no era cualquier cosa: casi 300 metros de cable eléctrico impermeabilizado. Eso significaba que los excavadores podrían conectarse al suministro eléctrico del recinto y prescindir de las lamparillas de grasa la mayor parte del tiempo.

En el estreno de La isla del tesoro, a primeros de mes, los actores observaron con deleite que los oficiales alemanes que asistieron no olieron nada sospechoso. El túnel también avanzaba sin problemas hasta que uno de los peritos se dio cuenta de que parecía haberse torcido un poco de su curso. En un examen más minucioso se descubrió que Harry se había desviado 30 cm. Era imposible subsanar el error porque si se quitaban los puntales se corría el riesgo de que se produjera un desprendimiento, por lo que habría que rectificarlo con el tiempo, con lo que el túnel tuvo que dibujar una curva de algo más de un metro fuera de su curso hasta volver a recuperar la dirección correcta, siguiendo un recorrido paralelo al original. Tal vez se tratara de un pequeño contratiempo sin más, pero debería haber puesto en guardia al equipo de topógrafos sobre los problemas que podrían surgir en el futuro. En cualquier caso, la excavación continuó a buen ritmo. A mediados de febrero el túnel ya había alcanzado más de 60 metros de longitud y los excavadores estaban a punto de perforar el siguiente punto de escala técnica: Leicester Square.

Mientras los hombres excavaban, el Comité de Fugas se enfrentaba al problema de decidir a quiénes concretamente se concedería el privilegio de escapar. Bushell había decidido que tomarían parte en el intento un total de 200 hombres. Eso iba a decepcionar a muchos. Había más de 600 prisioneros que participaban directamente en la construcción del túnel. La contribución de aquellos que no habían estado en el frente de excavación era igualmente vital para la consecución del plan: los «comparsas», los oficiales dedicados a la laboriosa tarea de dispersar la arena, los falsificadores, los cartógrafos y los sastres. Asimismo, había un montón de gente dentro del personal administrativo de la organización o entre los que se dedicaban al teatro que, con toda seguridad, habrían echado una mano en el túnel si su trabajo se lo hubiera permitido. El Comité de Fugas decidió que todos los que estuvieran interesados deberían presentar una solicitud. Recibieron 510, lo que no sorprendió a nadie.

Se sentaron a deliberar sobre la mejor forma de seleccionar a los 200 afortunados hasta que finalmente decidieron poner los 510 nombres en un gorro y celebrar un sorteo el 20 de febrero. Sin embargo, el Comité de Fugas decidió establecer un sistema de prioridades. Los 30 primeros puestos en el túnel debían reservarse para los que tuvieran más posibilidades de llegar lejos. Casi todos ellos deberían hablar bien el alemán u otra lengua que no fuera el inglés. A los 30 primeros se les proporcionarían los mejores documentos y disfraces que pudieran suministrar los departamentos de falsificación y sastrería. Todos viajarían en tren, por lo que era de vital importancia que tuvieran la oportunidad de llegar a la estación antes que los demás, preferiblemente antes de media noche, momento a partir del cual disminuía el tráfico de trenes hasta la mañana siguiente.

Los 20 siguientes puestos se reservarían para aquellos prisioneros que hubieran llevado a cabo la mayor parte de la excavación del túnel. También sus nombres se extraerían al azar de un gorro. La siguiente partida de 20 se elegiría de la misma forma entre los prisioneros que hubieran trabajado en la superficie como «comparsas» o «pingüinos», o en los departamentos de falsificación, elaboración de brújulas y sastrería. Los 30 siguientes (que cerrarían el grupo de los 100 primeros) también se sortearían, esta vez entre aquellos que se habían quedado sin plaza en los sorteos anteriores. Finalmente, los 100 últimos se sortearían entre los restantes nombres de la lista. Una vez sorteados todos los nombres, se tuvo que hacer una última enmienda a la lista, a sugerencia de Ker-Ramsay, que sugirió que tendría sentido que tras cada 20 prisioneros saliera uno experto en la excavación del túnel, de forma que siempre se pudiera echar mano de alguien que conociera bien el túnel y que fuera capaz de agilizar las cosas si ocurría algún percance.

Todo parecía ir sobre ruedas, tanto en la superficie como bajo tierra, pero el Comité de Fugas estaba en lo cierto al pensar que los cuerpos de seguridad de Von Lindeiner andaban sobre la pista del túnel. A pesar de todos los esfuerzos de Jimmy James y de Ian Cross, era imposible evitar que cayera algo de arena al suelo, que a la mañana siguiente constituía una pequeña evidencia que delataba que había un túnel en marcha. Rubberneck, en respuesta, se dedicó a enviar grandes contingentes de «hurones» a registrar el recinto repetida e incansablemente. Todos los barracones del Recinto Norte fueron sometidos a controles. La redada sorpresa del 104 a principios de febrero no fue la única. En una ocasión, se ordenó a Roger Bushell y a Wings Day que salieran de su barracón para que lo registraran en el acto de arriba abajo. Afortunadamente, este tipo de registros repentinos no pillaba totalmente desprevenidos a los prisioneros. Aún les ayudaba el hecho de que muchos de los «hurones» hacían caso omiso de las órdenes de Rubberneck de no confraternizar con el enemigo y muchas veces les daban un chivatazo antes de que se produjera un control. Valenta tenía un buen contacto, uno de los hombres de Pieber, llamado Walter. Si advertía a Valenta de que se prepararan para un registro repentino en el Barracón 110, en efecto, el Barracón 110 era registrado. Keen Type mantenía informado a su contacto, Marcel Zillessen. Por supuesto, este tipo de comunicación se establecía en ambos sentidos. Los alemanes sabían a través de sus contactos los aviadores que estaban planeando algo, algo muy gordo, además. Algunos prisioneros hacían un flaco favor a la causa con su falta de discreción en las cartas que enviaban a sus familiares.

A Von Lindeiner le preocupaban los informes secretos elaborados por sus cuerpos de seguridad. Sabía que el problema de las evasiones de prisioneros aliados estaba empezando a exasperar al Alto Mando nazi, que se veía obligado a destinar cada vez más recursos a su captura. Von Lindeiner trataba de respetar siempre, en la medida de lo posible, el Convenio de Ginebra, pero estaba al tanto de que la actitud de Berlín hacia los oficiales evadidos era cada vez menos comprensiva. En otros campos se había producido algún que otro incidente desagradable. El Dulag Luft había dejado de ser el campamento de vacaciones de los tiempos de Theo Rumpel. Una vez, un oficial de las SS ordenó a dos guardias de la Luftwaffe que dispararan sobre un aviador aliado que tenían bajo su custodia. Ellos se negaron y él sacó su pistola y disparó un tiro al aviador allí mismo. El episodio provocó que el nuevo Kommandant del Dulag Luft viajara a Berlín para protestar ante el Alto Mando alemán; pero su protesta cayó en saco roto.

A principios de 1944 las autoridades dictaron dos órdenes que no presagiaban nada bueno para futuros evadidos. La primera orden, conocida como «Stufe Rómisch III» venía directamente del OKW. El Oberkommando der Wehrmacht era el Alto Mando de las Fuerzas Armadas alemanas. Por eso, era aún más sorprendente que la orden dictara que a partir de entonces cualquier evadido que volviera a ser capturado, con excepción de los británicos y estadounidenses, sería entregado a la Gestapo en lugar de a las autoridades alemanas correspondientes. Los británicos y estadounidenses serían enviados a una prisión militar o policial, hasta que las autoridades decidieran si los entregaban a la Gestapo o no. Los prisioneros tuvieron conocimiento de dicha orden cuando un oficial, Bill Jennens, se encontró un día a solas en la oficina del Kommandant y, para su sorpresa, se dio cuenta de que la caja fuerte estaba abierta. Dejándose llevar por la curiosidad, descubrió la orden y no pudo evitar echar un vistazo. Nunca se sabrá si Von Lindeiner la dejó a la vista deliberadamente, lo que no sería de extrañar dado su carácter.

La segunda orden era incluso menos sutil. La Aktion Kugel («Decreto Bala») era una orden secreta promulgada por el jefe de la Gestapo, Heinrich Muller. Decretaba que todos los oficiales que fueran recapturados tras una evasión, a excepción de los británicos y los estadounidenses, serían enviados al campo de concentración de Mauthausen, donde serían ejecutados, antes incluso de inscribir sus nombres en el registro del campo. Sencillamente desaparecerían. El método era repugnante: los hombres serían llevados al campo y conducidos a un «aparato de medición» con la aparente intención de tomarles las medidas para entregarles un uniforme penitenciario de su talla. Pero de hecho, el aparato tenía un orificio a través del cual se dispararía al prisionero por la espalda, en la nuca. Von Lindeiner no sólo estaba preocupado por las SS y la Gestapo. También le preocupaba la suerte que correrían los prisioneros a manos de la población alemana. La intensificación de la campaña de ataques aéreos aliados sobre las ciudades alemanas estaba sembrando el odio entre los civiles.

En los cuatro primeros meses de 1944, se intensificaron los bombardeos exhaustivos. En opinión de mucha gente, los aviadores británicos y estadounidenses habían dejado de ser «pilotos militares de buena fe» y se los etiquetaba de «terroristas del aire». La opinión contraria a las Fuerzas Aéreas aliadas se vio reforzada por la incesante propaganda nazi que les tildaba (como ya hicieran con los rusos) de seres inferiores que atacaban sin piedad a mujeres y niños. Por aquellas fechas, el ministro de Propaganda nazi, Josef Goebbels, preguntaba: «¿Quién lleva razón? ¿Los asesinos que esperan un trato humanitario tras sus cobardes ataques o las víctimas de estos abyectos y cobardes ataques que claman venganza? Le debemos a nuestro pueblo, que está defendiéndose con gran valor y entereza, no permitir que se conviertan en las piezas humanas de una cacería emprendida por el enemigo».

Como siempre, la situación era bastante más complicada de lo que parecía a primera vista. Cualquier equiparación de la campaña de bombardeo aliado, lanzada a la desesperada como la única forma de acabar con el brutal poderío alemán, con la masacre sistemática y calculada de millones de Untermenschen («infrahumanos») es una abominación. Puede que la política del Mando de Bombarderos fuera errónea o implacable, pero era comprensible. También hay que tener en cuenta que, el Ministerio de Propaganda nazi tampoco estaba siendo totalmente sincero. Goebbels tenía que hacer frente a dos enormes problemas.

El primero era el tremendo hundimiento psicológico que sin duda había supuesto la campaña de bombardeos. Ante el ataque aéreo, los alemanes de a pie estaban empezando a poner en tela de juicio las políticas de sus gobernantes y, ciertamente, cabía la posibilidad de que se diera algún tipo de rebelión popular. En segundo lugar, todos los alemanes sabían en el fondo de su corazón que estaban perdiendo la guerra. El Ejército Rojo había invertido los avances alemanes en el este y en el oeste; el tan esperado «Segundo Frente» no estaba muy lejos. Por ilegal que fuera escuchar la BBC, muchos alemanes lo hacían. La enorme concentración de tropas estadounidenses, británicas y francesas al otro lado del Canal no era un secreto para la mayoría de los alemanes.

Sin embargo, se habían dado casos de tripulaciones de aviones abatidos que estuvieron a punto de ser linchadas por las masas y que se salvaron gracias a la aparición, en el último momento, del Volkssturm (las milicias populares) o de las Juventudes Hitlerianas, que solían presentarse en escena en cuanto el avión tocaba tierra (esto es bastante incongruente ya de por sí, puesto que la propaganda nazi instaba, de hecho, a la gente a pensar que la venganza contra los aviadores estaba justificada). Von Lindeiner se preguntaba qué tipo de acogida tendrían los aviadores que se escaparan del Stalag Luft III si volvieran a ser capturados por unos airados alemanes y no había nadie allí que pudiera intervenir en su favor.

Cuando el Kommandant alemán se enteró de que los prisioneros estaban planeando una evasión en masa, decidió hacer llamar a los oficiales superiores de cada recinto para advertirles del peligro que corrían. Von Lindeiner dijo que la guerra no podría durar mucho más de un año y que era una insensatez arriesgarse en tales circunstancias. Él no era el único que estaba preocupado. Muchos guardianes alemanes sentían un sincero aprecio por sus prisioneros aliados y les comunicaron su inquietud. No fue sólo el interés propio lo que movió a Pieber a advertir en privado a los oficiales aliados que desistieran de la idea de evadirse en masa. Les dijo que la Gestapo estaba buscando cualquier excusa para tomar cartas en el asunto, pero la mayoría de los prisioneros, en su aislamiento, no sabían nada del rumbo que estaban tomando los acontecimientos fuera del campo. Ni siquiera se tomaron en serio las advertencias alemanas del año anterior de que se celebrarían consejos de guerra. Pocos prisioneros aliados creían capaces a los alemanes de matarlos a sangre fría. Tim Walenn hizo gala de una visión bastante encomiable y caballerosa del enemigo al insistir en que nunca mostrarían una falta tal de «deportividad». Muchos prisioneros creían que los rumores que los guardianes alemanes hacían correr por el campo eran parte de una campaña orquestada para disuadirlos de perpetrar una evasión, que no podía sino dejar en mal lugar a Von Lindeiner.

La Luftwaffe, como advirtió Von Lindeiner en repetidas ocasiones a los oficiales aliados, sólo podría garantizar su seguridad y un buen trato mientras los prisioneros permanecieran en sus manos. Una vez fuera de la alambrada, los aviadores podían caer en manos de cualquiera de los desconcertantes y variopintos nuevos organismos criminales y paramilitares que estaban apareciendo. Cabía pensar que muy pocos de dichos grupos harían gala de una actitud tan indulgente con los aviadores aliados como la que mostraba Hermann Göring. La organización más temible de todas era el Reichssicherheitshauptamt (RSHA o Servicios de Seguridad del Reich) de Heinrich Himmler. Sus responsabilidades iban desde las patrullas de tráfico de la policía hasta los exterminios en los campos de concentración. El RSHA tenía varios departamentos, entre los que se encontraban la Kripo (policía criminal), dirigida por el general Nebe, y la Gestapo (con la que a menudo se confundía la anterior), a cuya cabeza se encontraba el Gruppenführer Heinrich Muller. También había un departamento dedicado exclusivamente a la prevención de las evasiones de los campos de prisioneros de guerra. El responsable de dicho departamento para el Stalag Luft III era un comandante de las SS llamado Erich Brunner.

En febrero de 1944, Von Lindeiner pidió a Brunner que acudiera al campo. Se cree que Von Lindeiner expresó en su breve encuentro sus temores de que se produjera de forma inminente una evasión en masa. Curiosamente, a pesar de la advertencia explícita, Brunner no volvió a instalar el equipo sismográfico que se había retirado para realizar unos arreglos de mantenimiento del campo (aquel descuido hizo que después de la guerra se especulara con la posibilidad de que las autoridades nazis estuvieran deseando que se diera en verdad una fuga, lo que pensaban aprovechar para escarmentar a los evadidos). A la vez, Sydney Dowse advirtió a Roger Bushell de que su contacto, el cabo Hesse, había oído unos alarmantes rumores acerca de que lo que la Gestapo planeaba hacer con Bushell si volvía a escaparse. Dowse trató de convencer a Bushell de que no participara en la evasión, pero la respuesta era predecible: «Llevo trabajando demasiado tiempo en esto —le contestó Bushell—. Esta vez no me van a pillar». El de Bushell no era un caso único. La mayoría de los potenciales fugitivos habían reflexionado a fondo sobre los riesgos a los que se enfrentaban.

Ian Cross había comentado el asunto con Jimmy James. «El Convenio de Ginebra reconoce claramente que la misión de un oficial es tratar de escapar, y los prisioneros de guerra evadidos son una especie protegida en tanto en cuanto no quebranten las leyes del suelo en que se encuentren —dijo James—. En caso de ser detenidos, debemos rendirnos de forma pacífica y se nos conducirá de nuevo a nuestro campo de prisioneros». Muchos de los prisioneros estaban de acuerdo con Des Plunkett, que resolvió que la confusión que ocasionarían a los alemanes valía mucho más que el posible tiro que pudieran recibir por la espalda. Las advertencias de Von Lindeiner no caían en oídos sordos. Estaban siendo cuidadosamente sopesadas por militares de gran experiencia, algunos de los cuales habían llegado al borde de la locura debido al encarcelamiento, que se tomaban sus responsabilidades de combatientes totalmente en serio.

Unos días después, la Organización X recibió con gran placer buenas noticias. Walter, el «hurón» dócil de Valenta, le dijo que Rubberneck saldría de permiso durante dos semanas, a partir del 1 de marzo. Valenta se lo comunicó inmediatamente a Bushell, que sabía que los incesantes registros del recinto por parte del cabo Griese eran tan impopulares entre sus propios hombres como lo eran entre los prisioneros. Seguro que aprovecharían su ausencia para darse a ellos mismos un respiro. Poco después de saber la noticia, se celebró el sorteo de los 200 puestos. Aquella noche en el Stalag Luft III había ya 200 almas para quienes la evasión era casi una realidad. El entusiasmo, sin embargo, estaba teñido por cierto temor ante los peligros que estaban por llegar.

Jimmy James sacó el número 39. «Estaba encantado —recuerda—, y al igual que todos los demás, era presa de la creciente tensión y entusiasmo que invadía el recinto». Algunos prisioneros no pudieron contener las ganas de contar a sus familias lo que estaba a punto de ocurrir. «Esperamos estar todos en casa en unos meses», escribió, con gran indiscreción, Tim Walenn. Otros fueron algo menos claros, pero quedaba claro para todos que las cartas, plagadas de guiños y señales, no podían pasar inadvertidas a la censura.

Ante la inminente ausencia de Rubberneck, el Comité de Fugas planificó inmediatamente intensificar las excavaciones de Harry. Lamentablemente, Rubberneck parecía haber sido muy consciente de la euforia generalizada que provocaría su ausencia. El último día de febrero se presentó en el recinto acompañado del comandante Broili y una lista de 19 prisioneros que iban a ser enviados de inmediato al campamento satélite de Belaria, a unos 8 kilómetros de distancia. Los elegidos eran Peter Fanshawe, Wally Floody, George Harsh y Bob Stanford-Tuck, entre otros, todos ellos miembros de la Organización X. Sorprendentemente, el nombre de Roger Bushell no estaba entre los 19. Seguramente, ello era fruto de sus esfuerzos por hacer que pensaran que se había desligado de cualquier actividad evasora. Tras verse expulsados de sus barracones, los 19 desafortunados hombres no tuvieron oportunidad de volver, ni siquiera para recoger sus bártulos. Otros tuvieron que encargarse de hacerlo por ellos. Poco después, unos vehículos se los llevarían del Stalag Luft III para siempre.

Su pérdida supuso un duro golpe para los planes de fuga. En primer lugar, porque el paréntesis que rodeó a su anunciada partida duró un día entero, que se desperdició. En segundo, porque aquellos que habían perdido a un compañero de fuga se vieron obligados a hacer cambios de última hora en sus planes. Sin embargo, los excavadores respondieron a este intento de minar su moral redoblando los esfuerzos. Ker-Ramsay asumió el puesto de ingeniero jefe y, durante los diez días siguientes, el túnel avanzó mucho más rápido de lo que lo había hecho nunca. En sólo un día se excavaron y apuntalaron más de 4 metros, se colocaron los conductos de ventilación y se dispersó toda la arena. En el transcurso de nueve días, se habían excavado y apuntalado unos 34 metros. El 10 de marzo, el túnel tenía una longitud de 106 metros, bastante más de los 102 metros que distaban del linde del bosque, según sus cálculos. El equipo había dejado cuatro días para construir el último punto de escala técnica y el pozo vertical de salida. Por increíble que parezca, construyeron el punto de maniobras de 3 metros de largo en un solo día, lo que les dejaba tres días de margen para terminar el pozo de salida de 7 metros.

La construcción de este pozo vertical fue bastante más aparatosa y arriesgada que la del pozo de acceso original. Teniendo en cuenta que les había llevado unas dos semanas construir la entrada, era asombroso que los prisioneros previeran excavar la salida en menos de una cuarta parte del tiempo. Les movía el deseo incontenible y desesperado de acabar cuanto antes y se vieron favorecidos por un golpe de suerte cuando una sección de algo más de un metro se excavó sola al desplomarse sobre el túnel que había debajo. La tarea de perforar hacia arriba se hizo algo más fácil, aunque no dejaba de ser agotadora y pesada. Para llevarla a cabo, el excavador sujetaba un marco cuadrado compuesto por tres tablones con las mismas medidas que el pozo, que servía a la vez de protección y de instrumento de trabajo. Todos los tablones se podían quitar. El excavador retiraba el primero y excavaba una pequeña cantidad de arena antes de volver a colocarlo y de retirar el siguiente. Tras excavar la siguiente sección de arena, se retiraba el tercero y después se repetía el proceso. De esta forma, el excavador se iba desplazando poco a poco hacia arriba. Cuando se completaba una sección de un metro y medio, se apuntalaban las paredes con el método habitual. A medida que iba avanzando el pozo, se reforzaba el techo del último punto de maniobras que estaba debajo. Al final del segundo día, por increíble que parezca, el pozo alcanzaba una altura de casi 6 metros. Los hombres se encontraban probablemente a menos de 2 metros de perforar la capa superior del suelo para salir, con un margen de error de dos o tres palmos.

Aquella noche, Red Noble y Johnny Bull bajaron al túnel para calcular exactamente el margen de error. La sensación de descender por el pozo de entrada y seguir por el túnel, pasando por Piccadilly Circus y Leicester Square, hasta llegar al pozo de salida, debió ser algo extraordinario. La construcción era una magnífica obra de ingeniería. Bull llevaba consigo un trozo de alambre de una vieja alambrada con el que pensaba sondear el suelo que quedaba sobre el pozo. Si no encontraba resistencia, podría calcular exactamente el grosor de la capa de arena. El resto del equipo de ingeniería esperaba ansioso en el Barracón 104. Bull y Noble regresaron en 20 minutos, visiblemente entusiasmados. Había menos de 22 centímetros entre el túnel y el bosque de la superficie. El pozo de entrada tenía una profundidad de 8,5 metros y, sin embargo, el de salida tenía una altura de sólo 6 metros. La discrepancia se debía probablemente a que el nivel del suelo era menor en el exterior de la alambrada y también quizá a que el túnel había ido ascendiendo 30 o 60 cm al avanzar. En cualquier caso, el descubrimiento suponía otro golpe de suerte. Si el equipo hubiera seguido excavando aquella tarde era más que probable que hubieran abierto la salida del túnel prematuramente. Noble señaló que también cabía la posibilidad de que un «animal» que estuviera haciendo su ronda metiera el pie precisamente en el lugar en el que estaba la salida. Rápidamente, los excavadores reforzaron el techo con un entramado de madera mucho más resistente, firmemente encastrado en su sitio.

Era el 14 de marzo. Los hombres salieron del túnel a las 09.45 horas y sellaron la trampilla. Harry no se volvería a abrir hasta el día que el Comité de Fugas decidiera que era el adecuado para llevar a cabo la evasión. Al día siguiente, Rubberneck volvió al Stalag Luft III e inmediatamente ordenó a los «hurones» que registraran el Barracón 104. Sus secuaces estuvieron cuatro horas poniéndolo todo patas arriba. Fuera hacía un frío glacial y la espera resultaba desquiciante. Los prisioneros recordaban el fatídico día del pasado septiembre en que fue descubierto Tom. Todos respiraron aliviados cuando los «hurones» salieron por fin del 104, esta vez sin una sonrisa de triunfo dibujada en el rostro. Nunca habían visto a Rubberneck de tan mal humor. Harry estaba a salvo. Al menos, de momento. De todos modos, estaba claro para todos que la evasión tenía que producirse cuanto antes.

El Comité de Fugas tenía que tomar una decisión urgente. Tratar de escapar en una noche que no fuera de luna nueva era una locura, pero sólo quedaban dos semanas para la siguiente fase de luna nueva, que caía en los días 23, 24 y 25 de marzo. Era bastante improbable que el frío polar hubiera mejorado para entonces. Muchos de los hombres planeaban ir caminando y atravesar a pie todo el país, sin planes concretos, algunos solos, la mayoría de dos en dos, con la esperanza de poder aprovechar cualquier oportunidad que se les presentara sobre la marcha. Llevarían mejores raciones que los demás para resistir más tiempo, y también ropas de más abrigo para mantener el frío a raya. Pero algunos miembros del Comité de Fugas se preguntaban si los que se aventuraban a ir a pie tendrían alguna oportunidad realista en un tiempo tan frío. Sin embargo, Ker-Ramsay y los demás ingenieros del túnel eran de la firme opinión de que no se debía abandonar Harry durante un mes más. Si mejoraba el tiempo, la nieve se derretiría y no había forma de saber cómo afectaría eso al túnel. Algunos de ellos presagiaban que toda la estructura podía venirse abajo e inundarse el túnel de agua. Además, cuanto más esperaran mayor era el riesgo de que algún guardia se tropezara con el pozo, o se cayera dentro, incluso estando reforzada la nueva salida. Otro factor era el elemento sorpresa. La razón por la que los prisioneros se habían dado tanta prisa en acabar el túnel era para poder salir antes de que los alemanes reforzaran sus medidas de seguridad con la llegada de la primavera, la tradicional estación de las fugas.

Bushell estuvo de acuerdo y se decidió que el viernes siguiente por la noche, el 24 de marzo, sería la fecha provisional para la evasión. La noche anterior, el jueves, no era todavía luna nueva del todo. Y huir el sábado por la noche dejaría a los fugitivos que cogieran el tren a merced de los impredecibles horarios de los servicios mínimos de los domingos. El viernes por la noche era siempre un buen momento para viajar en la Alemania de la guerra (o en cualquier país en guerra, de hecho). Los trenes iban abarrotados de soldados de permiso de fin de semana, que sólo tenían en mente llegar lo antes posible a casa para reunirse con sus familias o sus novias, y no ponerse a buscar a prisioneros de guerra evadidos. Efectivamente, la experiencia de uno o dos de los que habían logrado escapar demostraba que los soldados estaban más que dispuestos a pasar por alto cualquier tipo de sospecha que pudieran albergar sobre sus compañeros de viaje. El tráfico ferroviario no descansaba en toda la noche. No llamaría la atención un grupo numeroso de hombres en cualquier estación a primera hora de la madrugada.

La fecha quedó fijada. Sin embargo, se acordó que no se tomaría una decisión definitiva hasta las 11.30 horas del 24 de marzo, por si surgía cualquier imprevisto que pudiera poner en peligro la evasión. Todo esto suponía que había muchísimas cuestiones organizativas que ultimar en muy poco tiempo. Había que acabar de preparar la documentación falsa, rematar los disfraces y perfeccionar las coartadas. Los documentos que precisaran llevar estampada una fecha no se sellarían hasta que se hubiera tomado la decisión definitiva, después de las 11.30 horas de la mañana del viernes.

El plan siempre había contemplado la idea de que salieran 200 hombres, pero nunca hubo una esperanza realista de que se pudiera lograr dicho objetivo. En las noches sin luna que esperaban, el sol se ponía alrededor de las 21.00 horas y amanecía hacia las 05.30 horas. Esto les dejaba un margen de ocho horas y media de oscuridad, es decir, 510 minutos. La experiencia pasada había demostrado que podía salir un hombre del túnel cada dos o tres minutos. Eso significaba que podían aspirar a que salieran entre 170 y 255 hombres, aunque eso sólo podía alcanzarse en circunstancias ideales.

El Comité de Fugas tenía que tomar en consideración retrasos y complicaciones imprevistas. Muchos de los que iban a fugarse no habían estado nunca en un túnel. Algunos podrían sufrir ataques de pánico y claustrofobia. Muchos portarían maletas y otros intrincados bártulos y seguramente tardarían un poco más. Podría darse algún desprendimiento que obligara a perder tiempo apuntalándolo. Si se atenían a una cifra realista de un hombre cada cuatro o cinco minutos, tendrían la oportunidad de salir entre 102 y 128 hombres. De todas formas, Bushell decidió que 200 hombres tenían que estar preparados y a punto para salir, todos ellos con los disfraces, la documentación y las raciones extra. Siempre cabía la posibilidad de que las cosas fueran más fluidas de lo que ninguno de ellos hubiera pronosticado.

Mientras los prisioneros se preparaban para la evasión, en el aire se respiraba una cierta sensación de entusiasmo que se extendió a los otros recintos. Bub Clark comentó que en todo el campamento se extendió una alegre sensación durante varios días, antes de la evasión en sí. Este hecho tampoco pudo pasar inadvertido a los alemanes. Como es de suponer, el trajín afectaba más a los 200 afortunados. Los fugitivos iban a recorrer Alemania disfrazados de las formas más variopintas, tanto de elegantes abogados, contables y doctores en traje de chaqueta propio de las clases medias como de desaliñados obreros y marineros extranjeros. A medida que se iba acercando el 24 de marzo, fueron ensayando sus coartadas, estudiando los mapas y dándole un repaso final a sus conocimientos de idiomas extranjeros. Algunos quizá incluso revisaron y modificaron sus planes.

«Un febril entusiasmo se extendía por todas partes —cuenta Jimmy James—. Ninguno de los que iban a fugarse pensó seriamente en las posibles consecuencias que tendría su captura tras una evasión en masa de este calibre, del mismo modo que un piloto no piensa en si va a ser derribado antes de entrar en la cabina». Puede que fuera un punto de vista válido para los oficiales británicos, pero algunos de los pilotos de otras nacionalidades que volaban con la RAF habían pasado más de una noche en vela pensando en qué les depararía el destino si la Gestapo les llegaba a echar el guante.

Los prisioneros habían asistido a decenas de charlas sobre las distintas rutas de escape desde el campamento, cuyos detalles facilitaban aquellos que habían salido en libertad condicional, «hurones» dóciles o prisioneros que se habían fugado. Se sabía que cerca del campamento había una especie de recinto que estaba muy vigilado e iluminado y que era preferible evitar. Cerca de Sagan había varias ciudades, grandes y pequeñas, por las que era mejor no deambular. Las ciudades traían consigo Juventudes Hitlerianas, miembros del Volkssturm y controles de seguridad. Sabían que el río Oder estaba hacia el norte de Sagan y que la Autobahn de Berlín a Breslau quedaba hacia el sur. Roger Bushell aleccionaba y alentaba a todos los que pensaban dirigirse a Suiza. Wally Valenta se encargaba de enseñar a decir en checo a los que pensaban ir hacia el sur: «Juro por la vida de mi madre que soy un oficial inglés».

Jimmy James pensaba tomar esa dirección con la esperanza de poder cruzar la gigantesca cordillera de Riesengebirge que separa Checoslovaquia de Alemania. Formaría parte de una supuesta cuadrilla de 12 trabajadores extranjeros de un aserradero local de permiso. Su disfraz sería su antigua guerrera de la RAF, la que llevaba puesta cuando fue abatido. Mucho antes de liberarla de la insignia, ya había sustituido los botones militares por unos de paisano, completando el disfraz unos desaliñados pantalones caqui anchos y un gorro que le habían proporcionado los sastres. En la «cuadrilla» irían también Johnny Dodge, Johnny Bull y Pop Green, tres oficiales polacos, dos australianos, un canadiense y otro inglés de la RAF. El plan era que los hombres cogieran un tren de madrugada desde Tschiebsdorf, una pequeña aldea rural de menos de 700 habitantes que no estaba lejos de Sagan pero que, sin embargo, tenía estación de tren. Su intención era viajar unos 110 km hacia el sur, hasta una pequeña población denominada Boberóhrsdorf, cerca de Hirschberg, en la frontera con Checoslovaquia. El jefe de escuadrón australiano John Williams guiaría al grupo a través del bosque, ya que había salido a dar paseos en libertad condicional con los alemanes y conocía la zona mejor que los demás. Además, el grupo había recibido información sobre distintos senderos que cruzaban el bosque gracias al contacto de Marcel Zillessen, el siempre servicial «hurón» Keen Type. Una vez en la estación, tomaría el mando un oficial polaco llamado Jerzy Mondschein, que hablaba muy buen alemán y que se encargaría de comprar los billetes y de sacarlos de cualquier aprieto.

Mondschein era uno de los oficiales de la Europa del Este que no se alegraba del rumbo que estaban tomando los acontecimientos recientemente. Los reveses que los alemanes sufrían en el Este no significaban más que mayores abusos por parte del Ejército Rojo, y no le resultaba fácil decidir qué régimen era peor, el de Stalin o el de Hitler. Llevaba meses de noches en vela, pero ahora al menos se enfrentaba a la posibilidad de hacer alguna cosa para levantar el ánimo. Jimmy James había pensado en un principio seguir solo desde Hirschberg, pero le sugirieron que se hiciera acompañar por un piloto griego de Spitfire llamado Sortiros Nick Skanziklas, que podría conducirle a Grecia a través del valle del Danubio y ayudarle a pasar desde allí a Turquía.

El aviador holandés Bob van der Stok era uno de esos pocos fugitivos a los que se les atribuía una oportunidad real de tener éxito. No sólo hablaba alemán a la perfección, sino que también había vivido bajo la ocupación nazi y conocía bien las condiciones a las que se tendría que enfrentar. Había pequeñas cuestiones de forma en los hábitos sociales que podían llegar a delatar a un oficial evadido que las desconociese. Por ejemplo, los pasajeros de un tren no podían sentarse en la sala de espera sin haber adquirido antes el billete. Los que no lo tuvieran podían ser detenidos. Había determinados controles ferroviarios donde era obligatorio mostrar el documento de identidad, pero los escrutinios se hacían siempre con poco detenimiento. Los evadidos con documentación dudosa que tuvieran la tentación de escurrir el bulto y esquivar a los guardias correrían un peligro mucho mayor que si se limitaban a sacar su documentación con la esperanza de que todo saliera bien. Van der Stok conocía bien estas costumbres y no era probable que le pillaran desprevenido.

Van der Stock iba a asumir la personalidad de Hendrik Beeldman, un supuesto delineante holandés de la firma alemana de electrónica Siemens en permiso de vacaciones. Su disfraz había sido confeccionado por los hombres de Tommy Guest a partir de un gabán azul oscuro de la Real Fuerza Aérea australiana, unos pantalones de la marina holandesa y una boina. También se consideraba que los aviadores noruegos Per Bergsland y Jens Muller tenían más posibilidades que la mayoría de volver a casa. También ellos dominaban perfectamente el alemán y estaban familiarizados con la vida bajo el dominio nazi. Su plan era dirigirse a Stettin haciéndose pasar también por empleados extranjeros de Siemens. A Bergsland le habían proporcionado documentación falsa con la identidad de un ingeniero noruego, Olaf Anderson, en viaje de negocios entre Frankfurt an der Oder y Sagan. Iría elegantemente vestido con un respetable traje de negocios y llevaría un maletín repleto de espumas de afeitar y jabones alemanes y noruegos. Los papeles falsos contenían instrucciones con la orden de presentarse en Stettin. La coartada de Muller era similar.

Los disfraces y la documentación falsa eran tan perfectos como era posible en aquellas circunstancias. Las guerreras de Muller y de Bergsland se habían transformado en imitaciones pasables de chaquetas de paisano. Muller llevaba una gorra teñida de azul. Bergsland una corbata negra. Ambos llevaban unos relucientes zapatos de paisano. Ambos eran conscientes de que si les pillaban se podían tomar terribles represalias contra sus familias, por lo que tuvieron mucho cuidado de no llevar nada entre sus enseres de fuga que pudiera resultar comprometedor.

Otros dos miembros del valeroso contingente noruego, Halldor Espelid y Nils Fugelsang, también apuntaban hacia Suecia, al igual que Cookie Long y el joven piloto de Mustang Tony Bethell, quienes esperaban poder viajar en trenes de mercancías haciéndose pasar por trabajadores franceses con destino al Báltico.

Roger Bushell era el número 4 y se iba a hacer pasar por un hombre de negocios francés. Bushell dominaba el francés y el alemán por lo que, en ese sentido, tenía muy buenas posibilidades. Sin embargo, también era el único de los que se iban a fugar que sabía con certeza antes de salir del túnel que si le pillaban los alemanes era hombre muerto. Su disfraz sería el traje gris que había introducido de contrabando en el Stalag Luft III, un gabán oscuro y un sombrero de fieltro. En un principio, había planeado fugarse con Bob Stanford-Tuck, que hablaba bien el ruso. Pero dado que Stanford-Tuck había sido enviado a Belaria, el compañero de fuga de Bushell sería el teniente Bernard Scheidhauer de las Fuerzas Aéreas de la Francia Libre. Scheidhauer sólo tenía 18 años cuando cayó Francia en junio de 1940. Siempre había ambicionado unirse a las fuerzas aéreas y se sentía desesperadamente abatido por la situación en la que se encontraba su país. Una vez trató de escapar a través de España. En un segundo intento que tuvo más éxito, huyó a bordo de un pequeño barco de pesca junto con un grupo de jóvenes camaradas. El barco zarpó de una pequeña cala cerca de Brest. Se encontraron en medio de una gran tormenta y fueron avistados por un buque mercante británico que recogió a los seis refugiados franceses y los desembarcó en Milford Haven. Scheidhauer se unió primero a las Fuerzas Navales de la Francia Libre pero al poco tiempo consiguió hacer realidad su viejo deseo de volar. Se ganó sus insignias en el verano de 1942 y se unió al viejo escuadrón de Douglas Bader, el 242, pilotando aviones Spitfire Mark V. (Por aquel entonces, Bader ya llevaba nueve meses siendo prisionero de guerra). Poco después, Scheidhauer se encontró volando con el Escuadrón 131 realizando misiones de barrido sobre su tierra natal, en las que con frecuencia tenía el impulso de desviar ligeramente el rumbo para pasar sobre el apartamento de sus padres en Brest y sobrevolarlo agitando las alas con la esperanza de que se dieran cuenta de que se trataba de él. La carrera aérea de Scheidhauer se acabó el día en que su Spitfire fue alcanzado por el fuego antiaéreo. Aterrizó en lo que él pensaba que era la isla de White pero para su sorpresa se enteró, a través de los labradores que corrieron a rescatarle, de que se encontraba en la de Jersey, que estaba ocupada por los alemanes. Dando muestras de mucho arrojo y valor, puesto que podían haberles disparado a todos por lo que hicieron a continuación, los isleños ayudaron al piloto a desmantelar y destruir todo lo que pudieron del valioso avión. Pasados 45 minutos, llegaron los alemanes y pusieron fin a su vandalismo. Poco después Scheidhauer llegaba a Sagan. Sus dotes trilingües (hablaba inglés, francés y alemán) eran algo de lo que el Comité de Fugas tenía una necesidad acuciante, por lo que rápidamente se le animó a ingresar en las filas de la Organización X. Desde su llegada al Stalag Luft III fue uno de los expertos del servicio de inteligencia de Wally Valenta. Conocía Francia como la palma de su mano. El plan de Bushell y Scheidhauer era llegar a París haciéndose pasar por hombres de negocios de regreso a la capital francesa a través de Alemania. Allí esperaban poder contactar con la Resistencia francesa. Sus documentos y credenciales habían sido falsificados con toda la exactitud de la que era capaz el departamento de Tim Walenn.

Des Plunkett tenía el número 13, puesto del que se apropió porque nadie más lo quería. Su compañero era el piloto de caza checo Bedrich Freddie Dvorak. Su objetivo era llegar a Praga, donde esperaban poder reunirse con otros compañeros, entre ellos Johnny Marshall, Ivo Tonder y Wally Valenta, que viajarían hasta Checoslovaquia por sus propios medios. Tim Walenn no hablaba ningún idioma extranjero, por lo que se haría pasar por lituano con la esperanza de que si algún alemán lo detenía tampoco hablara lituano. Su compañero era el aviador lituano Rene Marcinkus.

Sydney Dowse tenía el número 21. Había sido uno de los excavadores más esforzados del túnel y ya había intentado escaparse otras dos veces. Dowse iba a fugarse con el oficial polaco Stanislaw Danny Krol. Su plan era dirigirse hacia Polonia y conectar allí con algún contacto que Krol tenía en la Resistencia. En sus documentos falsos aparecían como trabajadores danés y eslavo respectivamente. Igualmente útiles fueron los cupones auténticos de comida para tres semanas que Dowse, siempre lleno de recursos, había obtenido por mediación de Hesse, quien también le había conseguido un traje de buen corte. El disfraz de Krol no era sino su propio uniforme y su gabán, en los que habían sustituido las insignias y los botones distintivos por otros de paisano.

Wings Day le seguía en la lista con el número 22. Tenía, a su parecer, la coartada más absurda de todas. Sus documentos falsos le identificaban como un coronel irlandés. La coartada era que se había convertido al nazismo al ser testigo de la barbarie ocasionada por el ataque aéreo de los Aliados sobre las ciudades alemanas y que le habían dejado salir bajo palabra del campo de prisioneros en el que se encontraba escoltado por un miembro de la Luftwaffe. Day pensaba que la historia era exageradamente ridícula y protestó enérgicamente diciendo que quería hacerse pasar por búlgaro, a lo que el Comité de Fugas contestó diciendo «¡pero si usted no habla búlgaro!». «Nadie habla búlgaro a excepción de los propios búlgaros, y están a casi 1000 km de distancia», replicó Wings, apabullado. Sin embargo, sus objeciones no fueron admitidas.

Su compañero de fuga iba a ser Pawel (Peter) Tobolski, un oficial polaco que llevaría un uniforme de cabo de la Luftwaffe. Tobolski hablaba muy buen alemán, lo que al menos dejaba una puerta abierta a la esperanza. Tobolski se había casado en 1940 pero no había llegado a conocer a su hijo, que nació después de que él fuera hecho prisionero, y que ahora vivía con su madre en Escocia. Estaba deseando encontrarse con el hijo que nunca había visto. Pero Tobolski, al igual que los demás oficiales de la Europa del Este, estaba más preocupado que la mayoría por los rumores que habían oído a través de los hombres de Von Lindeiner.

Wings Day no era el único que quería hacerse pasar por búlgaro. Gordon Brettell y Kingsley Brown planeaban fugarse haciéndose pasar por estudiantes búlgaros de ingeniería forestal. Su razonamiento era que sería la coartada perfecta si los alemanes los pillaban merodeando por los bosques. Se dirigirían por tierra hasta el Báltico donde tratarían de hacerse con un bote a remos con el que llegar hasta Suecia.

El 20 de marzo, todos los que iban a participar en la evasión debían presentarse para inspección ante Ker-Ramsay y Marshall vestidos con sus disfraces y con todos los bártulos que llevarían en su viaje. Se obligó a todos cuantos llevaban lo que se consideró exceso de equipaje lo aligeraran. Los maletones de gran tamaño y las mantas enrolladas podían engancharse en los puntales de madera y provocar desprendimientos y retrasos. Ker-Ramsay y Marshall enseñaron a todos, uno por uno, cómo tumbarse en la vagoneta y cómo agarrar sus pertenencias por delante, manteniendo siempre agachada la cabeza. Algunos prisioneros habían trabajado en el túnel, pero la mayoría no. Era importante que estos últimos entendieran que ahí abajo uno podía llegar a sentir una terrible sensación de claustrofobia pero que, a pesar de todo, la estructura era totalmente segura. Lo peor que podía pasar era que alguno de ellos sufriera un ataque incontrolado de pánico.

No todos los futuros fugitivos eran conscientes del problema. Uno que sí que lo era, paradójicamente, era Paul Brickhill, el oficial de la RAF que escribiría más adelante el libro La gran evasión en el que se basaría la película. A Brickhill le había tocado una plaza en la segunda tanda de cien fugitivos, pero cuando entendió cómo sería estar en el túnel, se sintió sobrecogido. Se dirigió a Roger Bushell y le confesó sus temores. Bushell le borró de la lista y le agradeció su honestidad.

Los fugitivos también tuvieron que presentarse ante los departamentos de inteligencia que se encargaban de los territorios por donde pasaría cada uno. Les informaron sobre la situación reinante en cada lugar a partir de las últimas informaciones recibidas y les proporcionaron los detalles necesarios para contactar con los grupos clandestinos más próximos. Gracias a Keen Type, el contacto de Zillessen, el Comité de Fugas no sólo tenía en su poder los horarios de los trenes que salían de la estación de Sagan sino también datos sobre los puestos fronterizos entre Checoslovaquia y Alemania, así como la ubicación de los atracaderos de pequeñas embarcaciones que iban a Suecia desde Danzig y Stettin. No todos los fugitivos iban a viajar en cómodos trenes. El comandante de ala John Ellis dio instrucciones precisas sobre técnicas de supervivencia al aire libre a los que debían desplazarse a pie. Bushell les facilitó la dirección de un hostelero de Praga que trabajaba con la Resistencia y de un establecimiento de Stettin frecuentado por marineros suecos. También recibieron seis latas de víveres de alto nivel energético. Finalmente, se entregó a todo el mundo sus correspondientes mapas y brújulas.

Al despuntar el alba del 23 de marzo, el recinto amaneció cubierto por un espeso manto de nieve. El Comité de Fugas se reunió y pospuso la decisión un día más. Alguien a tener en cuenta a la hora de tomar la decisión final era Len Hall, miembro del servicio meteorológico de la RAF. Informó al comité de que los días siguientes iban a ser extremadamente fríos, pero que la densa capa de nubes haría que oscureciera mucho más temprano. Se mantuvo un tenso debate sobre las condiciones meteorológicas. Algunos de los miembros del comité pensaban que sería un intento suicida para los que iban a pie, y sugirieron que quizá podrían dejar salir antes a los que pensaban ir en tren, volver a cerrar Harry, y esperar un mes o así antes de dejar escapar al resto. Debido a las malas condiciones climáticas, los que iban a ir a pie habían recibido el doble de raciones que los demás, pero se enfrentaban a un panorama absolutamente desalentador en vista del frío imperante.

Para Bushell eso era intolerable. Aquella tarde, se paseó por el recinto en compañía de Wings Day. Al ir acercándose, por fin, el momento de la fuga, se había puesto a darle vueltas a la cabeza a todo lo que podría pasarles a los oficiales no británicos si les volvían a coger y a las posibilidades de supervivencia de los que huirían a pie. «Tenemos que salir mañana —dijo Bushell—, pero odio tener que tomar esta decisión, porque muy pocos de los que lo van a intentar a pie lo conseguirán». «No tendrían muchas posibilidades de todas formas —contestó Day—. Una entre mil, en el mejor de los casos». Day agregó que estaba claro que ninguno se moriría de frío. Siempre podían entregarse si la situación se hacía realmente insoportable.

«Entonces, ¿cree que deberíamos salir mañana?».

«Ésta es una guerra operacional, Roger. No se trata sólo de conseguir que un puñado de hombres llegue a casa, porque muy pocos lo conseguirán. Es igual de importante causar problemas a los alemanes, y aunque sólo consigamos sacar a la mitad de los que planeamos, no hay duda de que se los vamos a dar».

Aquella noche cayó una gran nevada mientras se llevaba a cabo el ensayo general de Pigmalión en el teatro. El teniente de vuelo Ian Digger McIntosh, actor suplente de Bushell, prestó especial atención aquel día. A la mañana siguiente, el Comité de Fugas se reunió a las 11.30 horas y tomó la decisión definitiva. Tim Walenn corrió a estampar la fecha en todos los documentos falsos. Crump Ker-Ramsay bajó al túnel a dar los últimos toques. Poco después, en el Recinto Sur, Bub Clark recibió el mensaje de que Bushell le esperaba al otro lado de la alambrada para hablar con él. Cuando Clark llegó, Bushell se paseaba en círculos sobre la nieve. No se anduvo con rodeos: «Nos vamos esta noche —le dijo—. Por favor, no hagan nada que nos eche a perder el plan». Clark aseguró a Bushell que los estadounidenses no tenían ningún plan de fuga previsto para esa noche que pudiera entorpecer el suyo y que se estarían quietecitos. Después, le deseó buena suerte.

«Aquélla fue la última vez que vi a Roger Bushell —recordaría Bub Clark, con los ojos humedecidos—. Y a algunos de los mejores hombres que he conocido en toda mi vida».